Desempolvemos uno de esos juegos intelectualoides que tanto me gustan: a raíz de una catástrofe súbita e insospechada (¿una pandemia vírica?: Me vale) el ser humano desaparece del planeta. Siglos después, una raza alienígena aterriza sin encontrar signos de vida, y especula sobre cómo era nuestra civilización por los restos que de ella perduran. Y por casualidad, al llegar al territorio antiguamente conocido como “Francia”, desentierran un par de libros, uno escrito por un tal, Hou… euh… Houellebecq, y el otro atribuible a una tal Mademoiselle Despentes. El ordenador central los lee en unas fracciones de segundo (no veáis si leen rápido esos chismes), y tras tragar saliva (permitidme esta concesión al costumbrismo) los extraterrestres se suben a su nave y salen echando chispas, uf, chico, mejor nos vamos a otro planeta, qué mal rollo.
Dejémonos ya de distopías y de la madre que las parió: ¿qué coño les pasa a los franceses? Tras leer cualquiera de las novelas de Houellebecq (casi todas editadas en España por Anagrama) o el “Vernon Subutex” de Virginie Despentes (Random House) diríase que la patria de Napoleón y de Françoise Hardy, de Baudelaire y de Marguerite Duras se ha convertido en un Estado Fallido, uno de esos países que salen en “Informe Semanal” encadenando golpes de estado y epidemias de cólera, un lugar balcanizado por la emigración descontrolada y el nihilismo ideológico, y donde un energúmeno disfrazado con un chaleco amarillo puede rebanarte el cuello solo porque no respetas los inmemoriales valores de su raza. Sin embargo, esa impresión se disipa en cuanto pones los pies en el aeropuerto Charles de Gaulle: si bien el charme français ha perdido lustre últimamente, cualquiera que se pasee por París y entre a alguno de sus evocadores bistrots comprenderá que estamos muy lejos del panorama apocalíptico que tanto alimentan (y con tan pingües beneficios) sus escritores.
Si de Houellebecq ya he hablado largamente con motivo de “Sumisión” (su último libro, “Serotonina”, en poco altera la poética del novelista), ahora toca analizar la novela que ha consagrado a Virginie Despentes como la gran medium de la malaise francesa, esa tentación pendular de algunos de nuestros vecinos (trufada de su buena dosis de chauvinismo) a creerse el peor país del planeta. Si Houellebecq despliega su radioactiva negatividad entre las clases medias y los intelectuales desencantados, Despentes encuentra un nicho propio en la generación que creció con el punk, y que tras divertirse durante años bailando pogo y metiéndose todo tipo de sustancias, han llegado al siglo XXI precariamente aferradas a empleos sin futuro y a relaciones cancerígenas. El protagonista de la novela, el Vernon del título, es un antiguo vendedor de discos al que la piratería musical ha dejado sin trabajo, y que vagabundea por un París fantasmal (no esperéis aquí postales turísticas) a la búsqueda de conocidos a los que dar un sablazo o pedirles alojamiento. El ligerísimo McGuffin de la historia descansa sobre la circunstancia de que Vernon era amigo (de aquella manera: no existe la amistad incondicional en esta novela) de una celebridad rockera que, a su muerte, le legó unas cintas inéditas de autoentrevistas, cintas que son codiciadas por una variopinta tropa de periodistas y escribidores en búsqueda de notoriedad. Yonquies, exyonquies, putas, exputas, mileuristas, cabezas rapadas, menesterosos… el centón de personajes que pululan por la novela dejan poco resquicio al optimismo, a la alegría: bastará con decir que, a pesar de ser un producto genuinamente francés, el sexo que en él aparece es taciturno, sombrío, nada que ver con el pecaminoso festín al que llevan siglos acostumbrándonos los descendientes de Vercingérotix.
En fin: qué coño le pasa a esta gente. Causa cierta vergüenza ajena ver a uno de los estados del bienestar más sólidos del planeta lloriquear por su pérdida de identidad, por las amenazas de la globalización, por la fragilidad de sus tradiciones. Da la impresión (esto es cosa mía, eh, lo estoy diciendo un poco sin pensar) de que están un poco mohínos porque desde mayo del 68 no les hemos hecho mucho caso, y se enfurruñan, oh là là, nosotros inventamos los derechos humanos, y el champagne, y la nouvelle vague… ¡y a Foucault!, ¿os habéis olvidado de Foucault?, el calvo ese al que no entendía ni dios… Ahora lo único que os importa son las chorraditas esas que patentan los yankees en Sillicon Valley, ça alors, miradnos, s’il vous plâit…