miércoles, 7 de octubre de 2020

¿Qué coño les pasa a los franceses?

Desempolvemos uno de esos juegos intelectualoides que tanto me gustan: a raíz de una catástrofe súbita e insospechada (¿una pandemia vírica?: Me vale) el ser humano desaparece del planeta. Siglos después, una raza alienígena aterriza sin encontrar signos de vida, y especula sobre cómo era nuestra civilización por los restos que de ella perduran. Y por casualidad, al llegar al territorio antiguamente conocido como “Francia”, desentierran un par de libros, uno escrito por un tal, Hou… euh… Houellebecq, y el otro atribuible a una tal Mademoiselle Despentes. El ordenador central los lee en unas fracciones de segundo (no veáis si leen rápido esos chismes), y tras tragar saliva (permitidme esta concesión al costumbrismo) los extraterrestres se suben a su nave y salen echando chispas, uf, chico, mejor nos vamos a otro planeta, qué mal rollo.

             Dejémonos ya de distopías y de la madre que las parió: ¿qué coño les pasa a los franceses? Tras leer cualquiera de las novelas de Houellebecq (casi todas editadas en España por Anagrama) o el “Vernon Subutex” de Virginie Despentes (Random House) diríase que la patria de Napoleón y de Françoise Hardy, de Baudelaire y de Marguerite Duras se ha convertido en un Estado Fallido, uno de esos países que salen en “Informe Semanal” encadenando golpes de estado y epidemias de cólera, un lugar balcanizado por la emigración descontrolada y el nihilismo ideológico, y donde un energúmeno disfrazado con un chaleco amarillo puede rebanarte el cuello solo porque no respetas los inmemoriales valores de su raza. Sin embargo, esa impresión se disipa en cuanto pones los pies en el aeropuerto Charles de Gaulle: si bien el charme français ha perdido lustre últimamente, cualquiera que se pasee por París y entre a alguno de sus evocadores bistrots comprenderá que estamos muy lejos del panorama apocalíptico que tanto alimentan (y con tan pingües beneficios) sus escritores.

           Si de Houellebecq ya he hablado largamente con motivo de “Sumisión” (su último libro, “Serotonina”, en poco altera la poética del novelista), ahora toca analizar la novela que ha consagrado a Virginie Despentes como la gran medium de la malaise francesa, esa tentación pendular de algunos de nuestros vecinos (trufada de su buena dosis de chauvinismo) a creerse el peor país del planeta. Si Houellebecq despliega su radioactiva negatividad entre las clases medias y los intelectuales desencantados, Despentes encuentra un nicho propio en la generación que creció con el punk, y que tras divertirse durante años bailando pogo y metiéndose todo tipo de sustancias, han llegado al siglo XXI precariamente aferradas a empleos sin futuro y a relaciones cancerígenas. El protagonista de la novela, el Vernon del título, es un antiguo vendedor de discos al que la piratería musical ha dejado sin trabajo, y que vagabundea por un París fantasmal (no esperéis aquí postales turísticas) a la búsqueda de conocidos a los que dar un sablazo o pedirles alojamiento. El ligerísimo McGuffin de la historia descansa sobre la circunstancia de que Vernon era amigo (de aquella manera: no existe la amistad incondicional en esta novela) de una celebridad rockera que, a su muerte, le legó unas cintas inéditas de autoentrevistas, cintas que son codiciadas por una variopinta tropa de periodistas y escribidores en búsqueda de notoriedad. Yonquies, exyonquies, putas, exputas, mileuristas, cabezas rapadas, menesterosos… el centón de personajes que pululan por la novela dejan poco resquicio al optimismo, a la alegría: bastará con decir que, a pesar de ser un producto genuinamente francés, el sexo que en él aparece es taciturno, sombrío, nada que ver con el pecaminoso festín al que llevan siglos acostumbrándonos los descendientes de Vercingérotix.

   En fin: qué coño le pasa a esta gente. Causa cierta vergüenza ajena ver a uno de los estados del bienestar más sólidos del planeta lloriquear por su pérdida de identidad, por las amenazas de la globalización, por la fragilidad de sus tradiciones. Da la impresión (esto es cosa mía, eh, lo estoy diciendo un poco sin pensar) de que están un poco mohínos porque desde mayo del 68 no les hemos hecho mucho caso, y se enfurruñan, oh là là, nosotros inventamos los derechos humanos, y el champagne, y la nouvelle vague… ¡y a Foucault!, ¿os habéis olvidado de Foucault?, el calvo ese al que no entendía ni dios… Ahora lo único que os importa son las chorraditas esas que patentan los yankees en Sillicon Valley, ça alors, miradnos, s’il vous plâit                   

domingo, 4 de octubre de 2020

"Los europeos: tres vidas y el nacimiento de la cultura cosmopolita", de Orlando Figes (Ed. Taurus)


       Adicto como soy a las frases efectistas empezaré diciendo que, tras haber transcurrido las dos primeras décadas del trcer milenio, Europa se ha resignado a interpretar en la Gran Tragicomedia Mundial a uno de esos maravillosos secundarios  wildeianos, ese que declama las réplicas más ingeniosas y decadentes mientras bebe cócteles exóticos con inigualable donosura, pero que abandona discretamente las tablas cuando las cosas se ponen densas en el tercer acto, dejando que Norteamérica y China (los indiscutidos protagonistas) se apoderen de la escena final. Ya puestos, seguiré con la imagen teatral: hubo un tiempo en que nuestro continente monopolizaba los papeles de galán, y a esa época casi mítica dedica el inglés Orlando Figes su “Los europeos: tres vidas y el nacimiento de la cultura cosmopolita” (Ed. Taurus), la detallada y apasionante crónica de cómo las culturas nacionales se entrelazaron durante el s. XIX, trascendiendo de sus fronteras y creando ese deslumbrante monumento intelectual al que llamamos Europa, en cuyas espléndidas ruinas aún vivimos confortablemente, esperando a que los malditos bárbaros (¡qué informales son!) lleguen de una vez.

Orlando Figes
     Arrancando en los rescoldos aún abrasadores de la derrota napoleónica, Figes nos conduce (con la amenidad propia de los historiadores anglosajones) por una Europa que abandona las certidumbres del ancièn regime para entregarse sin nostalgia a los brazos de la modernidad. Resulta revelador la importancia que da el autor a las innovaciones materiales a la hora de acelerar un proceso que solo se detendrá a tomar aliento con la Primera Guerra Mundial. En especial, la aparición y posterior omnipresencia del ferrocarril ejerce como el más eficaz allanador de barreras (tanto mentales como físicas) que jamás haya conocido la humanidad. El coche privado o el ostentoso avión no alcanzarían, ni de lejos, el valor simbólico que tuvo el tren a la hora de unir ciudades, ideas y personas. Y qué Europa era aquella: por las páginas del libro transitan creadores como Flaubert, Wagner, Dickens, Monet, Verdi, George Sand, Chopin, Tolstoi, Zola y un largo etcétera de luminarias que fueron convergiendo esfuerzos para, sin renunciar a sus particularidades nacionales (incluso locales), establecer lo que hoy groseramente llamaríamos la Marca Europa: un sinónimo de refinamiento, audacia moderada, respeto de los derechos humanos, apuesta por la justicia social y sublime altura artística. Una Marca cuyo prestigio iluminó al mundo durante décadas, y que hoy está estigmatizada por todas aquellas ideologías que llevan el resentimiento como bandera (no me hagáis hablar de ellas, que me enciendo).

Pauline Viardot
      Pero, de la misma forma en que “Los europeos…” puede gozosamente leerse como un ensayo cultural de primera clase, también puede disfrutarse como una novela de no ficción sobre una de las más sutiles y emocionantes historias románticas que uno recuerda. Figes tiene el acierto de vehicular su libro sobre tres personas bigger than life, como dicen los ingleses: el empresario y agitador cultural francés (por utilizar un término actual) Louis Viardot; su esposa, la cantante de ópera española Pauline Viardot (née Pauline García); y el escritor ruso Iván Turguénev. A lo largo de las numerosas páginas del libro iremos viendo cómo los tres protagonistas, en sus respectivos campos de actuación, van tendiendo puentes entre las distintas culturas nacionales, ignorando con desdén a los defensores de las esencias. Pero además de su faceta pública, Louis, Pauline e Iván nos permiten asomarnos a su muy particular menage à trois, demostrando que, en todas las cuestiones que afectan a la geometría variable de la alcoba, los franceses siempre han ido muchos años por delante de los demás. Qué inteligencia desprende ese marido que antepone su cariño fraternal y su admiración artística a su rancio honor a la hora de permitir que su mujer sea feliz, y qué delicadeza la de ese amante que cuida y respeta a ese marido tan remiso a esa estupidez del amour fou, y qué sabiduría la de esa mujer que resuelve la ecuación y dictamina que (toma nota, Bambino) se puede amar a dos personas a la vez y no estar loco. Estos tiempos nuestros, tan puros, tan integristas, les hubiera condenado por hipócritas, o por sibilinos, o por heterochungos, pero el que firma estas líneas no puede sino expresar su admiración por aquellos Cupidoadictos que, a lo largo de los siglos, han trazado su propio camino sin atender a reglas o a furiosos inquisidores. Por favor, no volváis a confundir romanticismo con una cena con velas o con un anillo de diamantes: para saber lo que de verdad es eso, leed “Los europeos…”, y quedaos con las intangibles miradas y los silencios cargados de significado que se dedicaban Louis, Pauline e Iván. 

jueves, 24 de septiembre de 2020

Oh, je voudrais tant que tu te souviennes...


            Todos (y cuando digo “todos” no digo “casi todos”) tenemos un agujero negro en la biografía. Un momento (puede durar unos minutos, puede durar una década) en que nuestra vida da un giro insospechado que, visto retrospectivamente, no somos capaces de explicar con un mínimo de coherencia. ¿Por qué hice yo esto?, nos preguntamos sin mucha angustia, total para qué, fuere lo que fuese ya está amortizado, y encontrar su lógica a posteriori no arreglará nada. Como soy un optimista irreformable quiero pensar que en esos míticos diez segundos en que, antes de morir, haces apresurado repaso de tu existencia, junto a tu boda, el nacimiento de tus hijos y alguna hazaña deportiva menor se colará aquella cosa que hiciste sin saber muy bien lo que hacías y que solo entonces se te abrirá como una flor: sí, es verdad, sonreirás casi póstumamente, ahora lo entiendo.

            Entraré ahora en el jabonoso mundo de las confesiones personales: sí, también yo tengo un agujero negro como el que describía en el párrafo anterior. Ahora que lo pienso: tengo varios. Pero no me quiero descentrar, hablaré solo de uno. En el año 1993, sin saber muy bien por qué, hice las maletas y me fui a vivir a París. No os dejéis llevar por el tópico: no fui a chercher la femme (tampoco fui huyendo de una, que eso quede claro). Tenía alguna turbulencia familiar, sí, pero nada especialmente grave, podía haber seguido cargando con ella sin mucho esfuerzo. Mi trabajo era un coñazo, pero ¿qué trabajo no lo es?. No sé, ya digo que un día me dije: me voy a París, y allí me planté. En fin, que llegué a la Gare d’Austerlitz un desapacible lunes de enero de 1993 con la intención de pasar un tiempo largo en la Ciudad de la Luz (al final fueron once meses), y si el recepcionista del hotel donde pernocté la primera semana me hubiera preguntado a qué ha venido usted aquí no hubiera sabido muy bien qué responderle: ¿a encontrarme a mí mismo? Qué pendejada.

            Pero a lo que vamos: aquel año fue raro. Si (admitamos esa hipótesis) de verdad fui a encontrarme a mí mismo, podríamos decir que fracasé miserablemente: hoy en día sigo tan perdido como entonces, quizás más. En fin, no sé, no lo pensado mucho, supongo que aprendí cosas en aquella buhardilla que me alquilé en la Rue Mouffetard. Aprendí a vivir en casi completa soledad y a no aburrirme ni un solo día. Aprendí a cocinar: mal, pero comestible. Perfeccioné una lengua que, desde entonces, me acompaña (aunque hoy en día he perdido la fluidez que llegué a adquirir). Pero sobre todo me sumergí (una vez traspasado el apestoso cieno de su chovinismo) en una cultura deslumbrante que me ha proporcionado muchos momentos de placer, y gracias a la cual creo ser un poco menos (solo un poco menos) ignorante que antes.

       

     ¿Y por qué os estoy contando esto? Ah, sí, que se ha muerto Juliette Gréco. No os confundáis: apenas la escuché, cuando yo viví en París ya hacía mucho tiempo que era un fantasma del pasado, una de esas fotos en blanco y negro que adornaban los bistrós menos diseñados. En realidad, era prácticamente imposible encontrar rastro alguno de los autores y personajes que convirtieron a París en capital del pensamiento tras la Segunda Guerra Mundial. Ya habían desaparecido Camus, Sartre, Beauvoir, Vian, Beckett, Jacques Brel, Gainsbourg (dos semanas antes de mi llegada), la Nouvelle Vague era una verbosa antigualla acantonada en los cines de arte y ensayo, en la radio solo se escuchaba rap francés (qué horror). Aux Deux Magots estaba colonizada por hordas de turistas que pedían sentarse en la mesa de Jean-Paul y Simone (así decían, como si fueran primos lejanos). En fin, que abreviaré, seguro que tenéis mucha tarea pendiente. Pese a haber llegado a la ciudad con treinta y pico años de retraso, a un mitómano como yo es muy difícil disuadirle de sus obsesiones, y tras consultar y rebuscar por revistas y oficinas (eran los tiempos anteriores a internet) pude darme el gustazo de asistir a la representación de “La Cantatrice Chauve” en el teatro de su estreno original, en la mítica Rue Huchette. Durante una hora escasa pude experimentar esa sensación de estar ante uno de esos monumentos intelectuales que configuraron aquel soplo de belleza y tristeza vital que fue el existencialismo, un movimiento que hoy nos queda tan lejano como el nestorismo o  los presocráticos. Creo que durante esa hora fui feliz: no todo el rato, no exageremos, pero salí del teatro con una sonrisa de oreja a oreja, no necesité verme en un espejo para saberlo. Y eso es todo lo que quería contar. Juliette Gréco me ha traído a la memoria cuando fui a ver “La cantante calva”, también me ha recordado que hubo un tiempo en que intentaba suturar mi angustia yéndome a vivir a otros sitios, mis asociaciones mentales funcionan así: no son muy eficaces, pero no hacen mal a nadie.

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Mi amigo Héctor

                    La primera vez, cuando tras perseguirle hasta los servicios le acorralamos para hacerle una novatada, nos partimos de risa en cuanto abrió la boca: qué chaval más cachondo, dijimos todos, qué ingenioso. Gracias a ello se libró de que le pintásemos los pezones con bolígrafo, con lo difícil que es luego de quitar, el resto de los nuevos no tuvo tanta suerte. Pero según pasaban los días, al comprobar que incluso cuando le sacaban a la pizarra seguía hablando de sí mismo en tercera persona, empezamos a sospechar que era uno de esos retrasados cuyos padres venían a llorarle al Padre Higinio para que les admitieran, y que acababan rebotando de un colegio a otro como una bola de billar.

     Que quede bien claro: de retrasado no tenía nada. Siempre iba limpio y vestido con corrección, sacaba muy buenas notas y además jugaba de vicio al fútbol, lo supimos cuando se lesionó Miranda y no tuvimos más remedio que pedirle que saliera porque los de 2º de BUP nos estaban dando una paliza de escándalo. A Héctor le apetece mucho jugar, dijo quitándose el chándal con parsimonia, vosotros pasádsela a él, y Héctor ya se encarga, vale, respondimos reprimiendo la risa. Y tanto que se encargó: perdíamos dos a cero al descanso y en cuanto pisó el campo metió dos goles casi seguidos, y cuando el árbitro iba a pitar el final dio un pase maravilloso a Germán para que solo tuviera que empujarla a la red. Qué figura, recuerdo haber pensado mientras nos abrazábamos festejando la victoria. Nos vimos obligados a invitarle donde Sebas a una Coca-Cola, y de verdad que no parecía molestarle que le mirásemos como a un subnormal, Héctor es más de Pepsi, pero no pasa nada, nos sonrió, él agradece vuestra amabilidad.

            En fin, que era raro, no hay otra forma de decirlo. Pero raro gracioso, no raro como Jiménez y su manía de llamar la atención a toda costa, a qué obedecía el capricho ese de intentar suicidarte cada dos por tres solo para que le hiciésemos un poco de caso, venía con las muñecas vendadas así como pavoneándose, chaval, córtate un poco, le decíamos (qué cabrones éramos, lo reconozco). Héctor iba a lo suyo, no necesitaba de nadie, siempre te respondía como si no fuera con él con quien estabas hablando, sino con otro. Cada vez nos molestaba menos, pero, eso sí, había límites que era mejor no franquear: a los cumpleaños no le invitábamos, ni a que conociera a nuestros padres, qué necesidad había de pasarlo mal y tener que explicar eso. Él no se ofendía en absoluto, ¿lo pasasteis bien?, nos preguntaba al día siguiente con placidez, Héctor también, nos informaba, fue a un museo. Y todos tan amigos.

            Pasaron los años, fuimos a la universidad, ninguno acabamos nuestros respectivas carreras salvo él: muy apropiadamente se había matriculado en traducción e interpretación, y por lo visto era muy bueno, no tenía que hablar nunca de sí mismo y eso supongo que le evitaría malentendidos. Casi todos los de la panda nos casamos, él no. Pero contra lo que nos temíamos, Héctor empezó a tener mucho éxito con las chicas: creían que lo suyo era una estratagema para ligar, y bien que le funcionaba, cada mes yo le veía con una distinta. Eso sí, una vez coincidí en un bar con una que no me acuerdo de su nombre (¿Eva? ¿Bea?), lo habían dejado un par de años antes y me reconoció. Estuvo muy amable, me preguntó por todos los de la panda, pero a mí solo me interesaba saber una cosa: ¿Por qué rompisteis? ¿Por qué rompéis todas con Héctor? Ella bebió un trago largo de su copa, luego suspiró: era como estar con un ventrílocuo, no sabías si te lo estabas follando a él o a su muñeco. Supuse que tenía razón, algo de eso había (luego le propuse que me invitara a subir a su casa pero no hubo suerte, lo atribuí a que seguía enamorada de Héctor, o por lo menos eso me interesó creer).

          El caso es que nosotros sí que seguíamos viéndole, ya nos habíamos acostumbrado a sus excentricidades. Bueno, mejor dicho, a su excentricidad. Porque, por lo demás, era perfectamente normal, hasta anodino. De alguien así te esperas, yo qué sé, que vista con chilaba por la calle, o que tenga veinte gatos, pero qué va: era imposible concebir un ciudadano más cuidadoso y formal, hasta se prestaba gustoso a ser presidente de la comunidad de vecinos, con eso lo digo todo.

            Así iban las cosas hasta que me pasó aquello. Estoy harto de contarlo, pero creo que es necesario: una noche de lluvia salí de casa un poco quemado de mis movidas conyugales, me apetecía tomarme una copa y de repente encontré un pub medio escondido y me metí, dentro estaba todo oscuro, cómo iba a saber yo que era un prostíbulo y había menores de edad, no se veía una mierda. Y dio la casualidad que esa misma noche vino la policía a hacer una redada, que de verdad parece que me ha mirado un tuerto, y no sé por qué una de las niñas empezó a gritar que yo me había acostado con ella, juró y perjuró que yo era un habitual, sigo sin entender a qué vino esa sarta de mentiras. El caso es que me obligaron a ir a juicio y me pusieron una multa, cómo entiendo a esos que dicen que la justicia es un sindiós. Pero lo peor fue que mi mujer me dejó por pederasta (la muy bruja me la tenía guardada desde hacía mucho tiempo), y me echaron del trabajo para que no les asociaran con un pervertido como yo. Incluso mis amigos, y eso sí que me dolió, me dieron la espalda.

            Bueno, no todos. Tres días apenas después de la sentencia Héctor vino a casa, me miró a la cara fijamente, me dio un abrazo de oso y me dijo: él te cree. Me puse a llorar como un niño, no quería soltarme de entre sus brazos, allí me sentía querido, me sentía comprendido. Hasta estuve a punto de confesarle la verdad, pero al final me recompuse. Venga, me dijo palmeándome la espalda, invita a Héctor a una copa, dejé que me pusiera el abrigo con mimo, ya verás como él te ayuda a olvidar esta pesadilla.

     Poco a poco se fue estableciendo una rutina entre nosotros: quedábamos un par de veces por semana, íbamos a cenar a un chino (el propietario no entendía casi español, dudo mucho que se enterara de la peculiaridad de mi amigo), luego nos tomábamos una copa o dos en un bar muy iluminado en plena Gran Vía, él me hablaba del trabajo o de sus cada vez más esporádicas novias, las tías están medio locas, me decía, Héctor está a esto de hacerse gay, yo me reía, y hasta la próxima cita. Solo dejamos de salir los meses que tuvo de recuperación tras el infarto, yo iba a su casa a verle, no te preocupes por él, que ese nos entierra a todos, me informaba. Lo pasábamos bien juntos, creo.

            Ya acabo: a pesar de lo desastre que soy para estas cosas (lo voy dejando todo para el día siguiente), hicimos el papeleo a tiempo, y por eso ahora estamos en la misma residencia, tuve que remover Roma con Santiago pero mereció la pena. Las enfermeras se ríen mucho con Héctor, les hace gracia su forma de hablar, supongo que pensarán que es una de las manifestaciones del Alzheimer, ojalá todas fueran tan benignas, afirman complacidas. Hay veces en que para liar más la cosa yo también habló de mí mismo en tercera persona, las enfermeras se parten con nosotros dos. Hace unos días me sorprendí mirándole con cariño, como se mira a un viejo sillón o a la tumba de tus padres: ya sé que está como una cabra, joder, pero es mi amigo.

lunes, 26 de marzo de 2018

"Lo llamaré frontera", de María José Beltrán (Ed. Relee)


           

           Un cineasta norteamericano, para burlarse del cine europeo y de su presunta parsimonia, dijo una vez que en las películas hechas en el Viejo Continente se podía ver crecer la hierba. Aquel comentario displicente no tuvo en cuenta que pocos milagros más apasionantes e incomprensibles habrá que esa sinfonía biológica gracias a la cual de una semilla surge una flor, o un cactus, o (y esa va a ser mi imagen para “Lo llamaré frontera”) un muro de frondosa hiedra en el que se arraciman todas las variedades del verde. Por estos 19 textos de prosa arborescente pasearemos como por un laberinto rezumante de clorofila, y lo haremos con la atención que prestamos en los sueños por las disonancias y los extraños relieves. En este laberinto (en cuyo frontispicio reza amenazante la frase “La realidad aquí no es bienvenida”) habitan rendijas a otras dimensiones, recuerdos infantiles, personajes a medio bocetar y criaturas de incierta tipología vegetal. Liberados de su entablamento narrativo (con alguna excepción), los textos se deslizan hacia lo onírico, como hacía (aunque sin su opresiva sordidez) Samuel Beckett en su trilogía de Malloy. En “Flores volcánicas” leemos: “Tal vez se halle en medio de un sueño que se repite y se repite”. A ese punto de no retorno nos conduce María José Beltrán, y nosotros nos dejamos llevar, atrapados por una voz que al principio desconcierta y luego hipnotiza, incluso aunque no sepamos muy bien hacia dónde nos dirigimos. Resabios de alta literatura, estos textos a contracorriente renuncian al argumento y enlazan con aquellos autores que han buscado ampliar los límites del cuento: desde Cortázar a Eloy Tizón, desde Svetislav Basara a Bruno Schulz. Eso sí, los adictos a cierta solidez narrativa agradecemos hacer pie en textos como “Voz amapola” y, especialmente, “Toalla de Superman”, para mí la joya de la corona, un relato en el que, sin renunciar a su esencia ondulante, Beltrán despliega un minúsculo drama familiar que se desarrolla (aquí nada es casual) en la frontera entre el mar y la playa. El cineasta norteamericano del principio (es una lástima que sea tan malo para recordar los nombres, debería apuntar las cosas) probablemente se sentiría incómodo ante este libro anfibio y correoso, tan anticartesiano. Pero si nos atrevemos a prescindir de la brújula y el GPS, si por una vez confiamos en pedalear sin el apoyo de nuestros padres (y algo de eso hay en “Giros y desplazamientos”), la recompensa será embriagadora.

martes, 27 de febrero de 2018

"Siguiendo mi camino", de Mauricio Wiesenthal (Acantilado)






Apabullados como estamos ante los gigantes de Modernismo, cabría preguntarnos: ¿cómo se escribía antes de Joyce, antes de Virginia Woolf? ¿Cómo era la prosa antes de trufarla de monólogos interiores y de psicologismo, antes de desterrar la pura belleza literaria de nuestra caja de herramientas? Pues supongo que sería algo muy parecido a lo que nos ofrece Mauricio Wiesenthal en sus memorias (bueno, una especie de) “Siguiendo mi camino”, uno más de esos libros inclasificables (pienso en “La liebre de los ojos de ámbar”, o en “El país donde florece el limonero”) que caracterizan a la exquisita editorial Acantilado. Utilizando como hilo conductor aquellas canciones que más le han marcado (y sabe de lo que se habla, pues durante un tiempo se ganó la vida como cantante), el barcelonés hace un recorrido por los últimos setenta años de la Historia Contemporánea, regodeándose en su personaje de intelectual antimoderno y aristocratizante. De ascendencia judía-alemana, Wiesenthal es uno de esos escritores de difícil etiquetaje (profundamente católico, esteticista, antinacionalista, proeuropeo, un punto ingenuo) que suelen ser mejores poemas que poetas. Su empeño en demostrarnos que es la bête noire de la burguesía es de una candidez enternecedora, y en numerosas ocasiones sus frases rozan peligrosamente lo glaseado (para protestar contra el maquinismo dice, y los que sufran de diabetes deberían pasar al siguiente párrafo: “Cuando un pequeño taller cuelga el cartel de cerrado hay un Niño Jesús que se queda sin infancia”). Sin embargo, su humor jovial y su falta de prejuicios hacen de “Siguiendo…” una lectura vital y entretenida, una versión unplugged de las muy densas y politizadas memorias de algunos testigos del siglo (Stefan Zweig, Eric Hobsbawm, Christopher Hitchens, Juan Goytisolo…). El namedropping es inevitable en alguien tan sociable como el bueno de Mauricio (estupenda la escena en la que conoció a Ava Gardner), y, en su descargo, sus arrebatos de erudición no son demasiado estomagantes. Y tiene el cuajo de no ser demasiado desgarrado, en aparecer (hay que tener valor) como una persona… feliz. ¡Eso sí que es vanguardismo, voto a tal!    

miércoles, 21 de febrero de 2018

El Trovador de la Triste Figura



            Hay pocas verdades absolutas en el mundo del showbusiness. Una de las más fiables es aquella que asegura que, tarde o temprano (y sea tu ciudad grande, pequeña o incluso una pedanía sin ínfulas), Bob Dylan acudirá a ella para actuar. Y eso fue lo que pasó en Alcalá el 14 de julio de 2004, día en el que el genio de Minnesota se materializó en mi ciudad dando un concierto ante 12.000 fervorosos seguidores.


            No esperemos para abrir la caja de los truenos: ¿es Dylan digno merecedor del Premio Nobel de Literatura? Desde que le fue concedido en 2016, es una de las cuestiones que más disputa siguen suscitando en la ya de por sí alborotada secta de los seguidores del cantante. Para algunos es una metedura de pata de la Academia Sueca (¡oh, mirad qué modernos y desprejuiciados somos, nos pasamos por el forro vuestras críticas!), mientras que la feligresía más irreductible considera que no solo el de Literatura, sino que su Mesías debería tener también los de la Paz, Economía y hasta si me apuras el de Química, habida cuenta su abuso de anfetaminas allá por mediados de los sesenta. Presto a meterme en todos los charcos, daré mi opinión: el problema de base es que Bob Dylan no es un escritor, es… otra cosa. A pesar de que su principal influencia literaria es la Biblia, las letras de sus canciones (que, por otra parte, casi nadie se ha molestado en leer) abundan en surrealismo de garrafón, y aunque sus textos más sociales (los de su primera época) supieron atrapar el zeitgeist de la Década Prodigiosa de una manera inigualada, hay que admitir que no son nada del otro mundo (para que nos entendamos: la respuesta no estaba en el viento). El bardo de Duluth es una figura de primer orden en la cultura mundial, pero (fiel a su vidrioso carácter) es enormemente esquivo a las etiquetas, incluso a las elogiosas. Ni para ti, ni para mí: aparquemos la cuestión diciendo que si el Nobel premiara únicamente aspectos literarios sería más justo habérselo concedido a Leonard Cohen (no en vano, novelista y poeta de larga trayectoria antes de decantarse por la canción), pero si también aspira a reconocer la capacidad de influencia y la audacia de los visionarios, Dylan es la persona adecuada. Dejémoslo ahí.

            En todo caso, nada de lo anterior estaba en mis pensamientos cuando aquella calurosa tarde de julio me dirigí al Palacio Arzobispal, en cuyo polvoriento patio (por no decir descampado de mierda) iba a tener lugar el concierto. Precedido por una intensa Eva Amaral (su compañero Juan se había roto una mano, y ella actuó en solitario), ya era noche cerrada cuando salió Dylan con su banda. La audiencia era considerable (había muchos extranjeros), y el concierto se desarrolló por los tajantes cauces por los que trascurre el Never Ending Tour, la gira interminable en la que se había embarcado desde junio de 1988, con el muy dylaniano propósito de no tener cuatro paredes a las que poder llamar hogar (debe de ser terrible acabar convertido en prisionero de tus propias fantasías). La descarga comenzó con una relativa rareza (“The wicked Messenger”), se solidificó con algunas apuestas seguras (“Highway 61 Revisited”, “Don’t think twice, It’s allright”, “Like a Rolling Stone”), y acabó por todo lo alto con un “All along the Watchtower” pleno de electricidad que puso los pelos de punta al que esto escribe. Durante todo el concierto, el cantante mantuvo esa pose hierática y distante que muchos confunden con antipatía, aunque reconozco que me sería muy difícil sacarles de su error. Por supuesto, no logramos arrancarle ni una canción más de las establecidas (y ya no digamos un “¡Hola, Alcalá!”), pero (llamadme cándido si queréis) me gustaría pensar que la inclusión en el concierto de “Boots of Spanish Leather”, con su mención a las montañas de Madrid y a la costa de Barcelona, fue una concesión a todos aquellos que nos reunimos aquel miércoles, confiados en capturar un guiño de complicidad de nuestro ídolo.  


            Acabado el show, y mientras volvía meditabundo y extasiado a casa, quise creer que, desde el escenario, Dylan tenía que haberse fijado en las cigüeñas, en los torreones a medio desmoronar que cercan el Palacio, en la silueta del Campanario de la Magistral que se recortaba contra el anochecer. Quizás alguien de su equipo (un roadie cultureta, pongamos) le dijo (siempre sin mirarle a los ojos, como estipula su contrato) que en aquella ciudad nació Miguel de Cervantes, no es una hipótesis descabellada. Y siguiendo con las suposiciones, podría ser que, al regresar al hotel, y frente a su sempiterna hamburguesa que devora en absoluto silencio, el cantante hubiera dedicado un pensamiento a aquel otro soñador errante, que, cuatro siglos antes de él, había renunciado a la comodidad del domicilio para repartir justicia por los caminos. Sí, ya sé que es una comparación un poco forzada, pero no estaría mal que una placa conmemorara que en el Palacio Arzobispal actuó una vez un juglar cósmico que, fiel seguidor de las normas de caballería, dedicó su vida a llevar su propio evangelio a todas las ciudades del mundo. No aseguro que el propio Dylan venga a la inauguración (¡menudo carácter tiene!), pero quizás nos enviaría a Patti Smith, como hizo con el Nobel. Con eso nos valdría.