martes, 30 de diciembre de 2014
“El enamorado de la Osa Mayor”, de Sergiusz Piasecki (Acantilado, 2006)
viernes, 26 de diciembre de 2014
Cuento de Navidad: El Búho Atómico
Si afirmo tan tajante que la
felicidad (en el caso de que exista, que está por ver) ocupa apenas quince
metros cuadrados, lo mismo puede sonar ridículo (o pretencioso). Pero ésa era
exactamente la superficie de “El Búho Atómico”, establecimiento al que acudí religiosamente
dos veces por semana (y en el que me compré un LP o un par de singles cada
quince días) durante más o menos cuatro años, los que transcurrieron desde que
escuché deslumbrado por la radio el “Sgt.
Pepper’s” (¡eso es!, grité: hasta mi madre se asomó a mi cuarto preguntando
si me pasaba algo) hasta que perdí la virginidad con Amparo.
Qué cosas, con el tiempo no sólo he
olvidado cómo era Amparo (y eso que se supone que tu primer amor se te graba en
la piel: tonterías), sino que casi no guardo recuerdos de aquellos años en los
que se forjó mi carácter, para bien o para mal, no sé si mi destino. Me
convertí en abogado y eso, pero no creáis que estaría en condiciones de dar
muchos detalles, todo se me antoja borroso. Sin embargo, podría repetir sin
margen de error la clasificación que se utilizaba en “El Búho Atómico” para
exponer los discos. De izquierda a derecha: “Rock progresivo”, “Jazz-rock”, “Punk”,
“New wave”, “Reggaee” (con esa segunda e
mal escrita, una vez estuve a punto de decirle que, pero no me atreví a), “Rock
and roll”, “Oldies” (un auténtico totum
revolutum), “Disco, Funk & Soul” y “Modernos”. Bueno, en realidad ponía
“Modernillos”, el dueño (dueño / dependiente / factótum / etc.) era un hippie que se había quedado en la época
de los LP’s conceptuales, y la incipiente movida madrileña (por utilizar las palabras que le escuché al hablar con un colega: bueno, con su único colega, siempre estaba allí, apalancado bebiendo botellines) era una
tontería de niños pijos (también podría repetir los posters que adornaban la
tienda, pero no quiero sobrarme).
Radio Futura en 1980 |
¿Era yo un niño pijo? Yo creo que
no, pero me da la impresión de que sí lo era para aquel tipo (le llamo aquel tipo porque nunca supe su nombre:
yo era muy tímido, y nunca me atreví a preguntárselo): la primera vez que le
compré un disco fue uno de Radio Futura, que cogió como si estuviera agarrando
una abominación, algo que fuera a invalidar su sacrosanto juramento de pureza
rockera. ¿Una bolsa, o te lo llevas así?, me dijo con frialdad. Me lo
llevo así, repliqué, no entendía su actitud, anda que no tenía ganas yo de presumir
de estar a la última con aquel disco bajo el brazo. Me dio las vueltas con
desgana, y antes aún de que yo hubiera abandonado la tienda se abalanzó a subir
el volumen de una de esas canciones con solo de guitarra interminable que tanto
le gustaban. Le dejé en pleno éxtasis, con su punteo imaginario.
A pesar de todo, no tardé en volver.
Puede que sea una tontería, pero fue a partir de entonces, y por un corto periodo
de tiempo, cuando conecté con el zumbido esencial del mundo, esa explicación no
buscada que daba coherencia a las cosas. Yo tenía dieciséis años, me encontraba
a merced de fuerzas que no controlaba, y solo a través de la música (del rock,
que eso quede bien claro: años después, cuando me adulteré, fingí apreciar
la sublimidad de la música clásica, una auténtica mandanga) entraba en
comunicación con ese zumbido que acallaba mi angustia. Y “El Búho Atómico”, por
decirlo así, era el único sitio donde podía encontrar ese bucle espacio-temporal
en el que decidí refugiarme. Uf: creo que me ha salido una parrafada
demasiado densa, demasiado intelectual. Las palabras no sirven: si alguien escucha la cabalgada final de “Me
and Bobby McGee” entenderá mejor lo que yo sentía, esa necesidad de viento
en la cara.
También
se entenderá mejor si describo a aquel tipo: treinta y pico años, con pelo
largo, bigote y barba (eso era de rigor entonces) y su sempiterna cazadora de
cuero negro. Pero sin duda lo que más me fascinaba de él era su actitud ante la
vida: hoy en día (y no quiero ponerme en plan abuelo Cebolleta, que conste)
parece que lo de la actitud ante la vida nos da a todos un poco igual, pero
entonces a mí me impresionaba ver cómo aquel tío se pasaba horas y horas
escuchando discos que raramente vendía, y negándose a aceptar en su templo (así
se lo escuché decir) esa música comercial con la que seguramente se hubiera
forrado. Yo, de mayor, quería ser como él: de hecho, hasta fantaseé con pedirle
alguna vez el puesto de ayudante, pero ni lo intenté, cómo íbamos a caber dos
personas en aquel cuchitril (y además empecé la carrera y me enamoré: no hay
nada más eficaz a la hora de disiparte los sueños que una carrera, no sé si
incluir lo del amor). Y además no creo que me aceptara, yo seguía comprando
discos modernillos que él cobraba con
invariable mueca de desagrado. Ni siquiera llevarme un infumable doble LP de Jethro
Tull (quién me mandaría a mí, era un tostón) me congració con él.
JCM en 1980 |
Sin embargo, tuvo su oportunidad de
demostrarme su aprecio el día en que, perseguido por los grises (ni me acuerdo
por qué nos estábamos manifestando: de hecho, yo lo hacía más por el follón que
por otra cosa) me refugié en la tienda, sofocado y nervioso, pues aquella vez
algo se nos había ido de las manos, y algún exaltado de la ORT había pegado un
ladrillazo a un policía. Uno de aquellos gladiadores se metió en la tienda tras
de mí, con la porra desenfundada, y, cuando ya iba a cascarme, el dependiente
(que estaba bastante colocado, ya le conocía lo suficiente como para
saberlo) salió de detrás del mostrador, y haciendo gala de una oratoria en la
que no tenía cabida la sintaxis juró y perjuró que yo llevaba una hora larga
ojeando discos de rock, bueno, si a esa basura modernilla se la puede llamar rock
(qué manía, se ve que era más fuerte que él). El guardia desconfió al
principio, pero al final se fue murmurando, hippies de mierda, algún día me voy
a calentar y no os va a salvar ni la Pasionaria ni la madre que la parió. Cuando nos quedamos solos intercambiamos un par de onomatopeyas
como signo de reconocimiento, y me largué a casa, evitando la batalla campal
que continuaba en todo su esplendor.
Pues aunque parezca increíble, ni
siquiera después de aquello llegamos a intimar. Que yo recuerde (es una forma
de hablar: claro que lo recuerdo) solo me dirigí a él una vez sin que mediara
transacción alguna. Estaba con su colega, como siempre, mientras yo
rebuscaba en la sección de punk, y el caso es que les escuché hablar del
inminente concierto de Roxy Music en Madrid (hoy ya viene todo el mundo a tocar
a España, Bob Dylan parece que no sale de aquí, pero entonces eran rarísimos
los que se dignaban a visitarnos), y el dependiente sacó de la cartera una entrada
esplendorosa: cuando toquen “Re-make /
Re-model” voy a alucinar, aulló. Superando mi timidez habitual me acerqué,
carraspeé así como muy serio y le dije que me perdonara por meterme donde no me
llamaban, pero que había oído en la radio que Brian Ferry estaba enfermo, y que
el concierto se había suspendido. El dependiente me miró por encima de sus
gafas de culo de vaso (no lo he dicho, pero era bastante miope, y a pesar de
sus melenas ya le asomaba una calvicie mal disimulada), soltó un taco, ¿estás
hablando en serio, tronco?, y yo asentí con la cabeza (tronco: así hablaba, era muy macarra). Vaya putada, dijo al fin, y yo
volví a la sección de punk, para decidirme por fin por uno de Siouxie & The
Banshees. Qué curioso, aquel fue el último disco que me compré en “El Búho
Atómico” (ya había conocido a Amparo, y nos acostaríamos ese mismo fin de
semana: vamos a ver, no es que dejara de comprar discos por perder la virginidad,
me he puesto demasiado literario, pero todo coincidió así, y las
coincidencias no existen).
JCM en 1981 (4º de la fila de abajo) |
Es verdad que desde entonces habré
pasado montones de veces por delante de la tienda, y que no sentí mucho (yo ya
iba de otro rollo) cuando vi que había cerrado y en su lugar habían puesto una
boutique de lencería. Incluso desde hace ya tiempo el local está definitivamente
cerrado, supongo que es demasiado pequeño para esas franquicias que están
uniformando nuestras ciudades con los mismos comercios en todos los sitios. Una
noche que pasé por allí (y ni estaba borracho ni particularmente nostálgico:
simplemente me dio el punto) anoté el número de teléfono de la inmobiliaria que
lo alquilaba, por si (fijaos qué tontería) me decidía de una vez a retomar mi
idea de tener mi propia tienda de discos. Pero ya ni hay discos (vinilos,
quiero decir), ni sé muy bien qué música está de moda (yo me quedé en 1990, no
me habléis de lo que se ha hecho después), ni acierto a explicarme qué haría yo
metido en una ratonera, intentando convencer a los adolescentes de que dejen de
descargarse música y que compren discos de Yes o de King Crimson
(para que veáis: al final me acabó gustando el rollo progresivo, lo que se iba
a reír aquel tipo si llego a decírselo).
Y el caso es que podía haberlo hecho
(es por eso que os estoy contando esto). Coincidí con él hace un par de semanas,
en un mercadillo hippie de Ibiza, donde al parecer regenta un puesto de discos
de segunda mano. Le reconocí al instante, estaba calvo y todo eso, pero era él.
Deteriorado y magnífico, bebiéndose muy despacio un botellín. No, no tengo nada
de la tal Beyoncé, y ni ganas, espantó a un posible cliente (sí, el guardián
del templo seguía igual de inflexible). Ya iba a decirle algo (iba a preguntarle
de una puñetera vez su nombre) cuando me di cuenta de que yo vestía de traje y
corbata, estaba alojado en el mejor hotel de la isla, y cuando acabara de
trastear en el mercadillo volvería a mi reunión de negocios, a gestionar un
tema de planeamiento urbanístico. Aquel tipo tenía razón, yo era un niño pijo,
y no valía la pena demostrárselo tan a las claras. Me di media vuelta y me fui.
Llamadme peliculero si queréis, pero juraría que por alguna radio estaba
sonando “Me and Bobby McGee”, la larga cabalgada final.
martes, 23 de diciembre de 2014
"Momentos estelares de la humanidad", de Stefan Zweig (ed. Acantilado, 2002)
Hum, qué recuerdos: era mi primer
día en aquel taller literario, y el profesor decidió leer mi texto en voz alta
delante de la clase. Yo, lo confieso, soy vanidoso (¡soy blogger!), y durante
unos instantes paladeé la efímera gloria de ser observado con curioso respeto
por mis nuevos camaradas de letras. Al terminar la lectura, una de mis
compañeras, para mi pasmo, levantó el brazo enfurecida y nos espetó que ella no
se había apuntado a un taller literario “para aprender a escribir bonito”. ¿Yo
escribo bonito?, me alarmé
interiormente, ah, no, eso sí que no. Prefiero no contar cómo desactivé, un par
de semanas después, el rencor de mi detractora (soy muy malo narrando escenas
picantes), pero el infamante epíteto de bonito
me obligó a cambiar mi forma de escribir, y me volví complicado, abstracto,
conceptual: un coñazo, vamos. No seáis impacientes, ahora se entenderá el
porqué de esta anécdota. Retrocedamos al primer cuarto del siglo XX: mientras
la fiebre vanguardista descoyuntaba todas las artes, unos pocos estilistas
chapados a la antigua continuaron labrando sus textos con meticulosidad de
orfebre, inmunes al vendaval de modernidad que soplaba a su alrededor. Uno de
los más eximios fue Stefan Zweig, cuya prosa clara y límpida (es decir: bonita)
le sirvió para vender millones de libros, tanto de ficción como ensayos de
divulgación, especialmente “Momentos estelares de la humanidad”: catorce
miniaturas históricas, narradas con precisión y elegancia, que nos permiten
acompañar a Cicerón en sus últimas tribulaciones, o sufrir lo indecible con
Scott en su fallida expedición al Polo Sur. Lo que son las cosas: años después
volví a encontrarme con mi acerba compañera del taller literario, hasta
quedamos a cenar para festejar su cumpleaños y le regalé precisamente este
libro para que se reconciliara con eso que tanto le repugnaba: el estilo. Eso
sí (¿he dicho ya que soy vanidoso?), en la dedicatoria me permití recordarle
que también ella había asistido a uno de esos momentos estelares de la
humanidad (y repito que de aquella noche no voy a hablar, no vaya a ser que
haya menores delante).
lunes, 22 de diciembre de 2014
Sueño con Unamuno
Anoche volvió a suceder:
Unamuno se me apareció mientras dormía (bueno, creo que era Unamuno: al principio me pareció Tolstoi, pero hablaba un
castellano jodidamente bueno como para haberlo aprendido en la Berlitz de
turno, la lógica también extiende su jurisdicción al mundo de los sueños), y me
exhortó de nuevo a que escribiera, qué pesado es usted, don Miguel, se nota que
ya no le duele España, se aburre, y tiene que venir a fastidiarme todas las
noches, jovenzuelo insensato, escribir lo es todo, hombre, gracias por lo de
jovenzuelo, pero yo no puedo escribir, es una profesión de monógamos con jersey de cuello de pico, un sacerdocio
laico, formado por personas que ensayan cada mañana el rictus de sorpresa que
van a poner cuando les concedan el premio Planeta (o, en su defecto, el Nobel).
Don Miguel se atusa las barbas (es un gesto muy estudiado, me temo, un gesto de
alguien que quiere hacer saber que piensa en griego y traduce mentalmente al
castellano), maldito diletante, nunca llegarás a nada, cuidadito, Don Miguel,
hasta ahora he respetado sus canas, pero no me ande calentando, no vaya a ser,
no vaya a ser. Has traicionado a aquel adolescente que tanto se enfiebró con la
lectura de “Cien años de soledad”, que se juró abandonar la cómoda autopista de
la vulgaridad para serpentear por el sendero de la creación. ¿Eso dije?, sabía
que era pedante, pero no hasta ese punto. Tú conoces la parábola de los
talentos, ¿verdad?, impío barbudo, no cite la Biblia en vano, además,
últimamente solo leo el Bhagavad-Gita, y Khrisna convence a Arjuna para pelear,
no para convertirse en gacetillero. ¡Calla ya, zoquete!, don Miguel blasfema muy mal, ¡pisaverde!, blasfema como un meapilas, ¡lechuguino!, su ira se dilapida en
gruñidos sin filo. Al final me sorprende con una humorada: me voy a aparecer
hasta que escribas, no, peor aún, voy a espantar todas tus ensoñaciones
marranas, me plantaré en tu umbral onírico y no dejaré entrar a ninguna mujer,
maldición terrible de alguien que inundó el mundo con trece hijos y que ahora
se disuelve en la niebla, justo cuando el despertador decide hacer su reglada
aparición.
domingo, 21 de diciembre de 2014
Mañana de domingo soleado
Coges el
coche. Las carreteras solitarias te esperan, allá que te vas. Los árboles, el
cielo inmaculado, las lejanas montañas, el frío de diciembre del que te
resguardas. Vas escuchando a la Velvet (“Who loves the sun”), no sabes si eso
tiene algo que ver, si te predispone: qué más da. Las gasolineras (a eso
íbamos) aparecen de vez en cuando por los lados, es una presencia tosca, de
colores demasiado chillones, pero no me importa: habrá que esperar a la
primavera para que las amapolas se unan a la fiesta.
Súbitamente te acuerdas de
la frase que anoche escribiste en tu cuaderno (“peor que fingir una identidad
es fingir que no se tiene identidad”), y piensas en qué coño habrás querido
decir con eso: te habías bebido media botella de Protos, quizás sea eso. De
repente, al superar una rasante en un camino perdido sonríes: te invade esa
sensación de que todo está bien, de que todo (o casi todo) tiene sentido. Ya no
hace falta seguir, ya has llegado.
viernes, 19 de diciembre de 2014
Babelia sí paga traidores
Cumpliendo con
su rito anual, “Babelia” publica hoy su lista de los que considera los mejores
libros de 2014. Y, con la audacia que me caracteriza, procedo a opinar sobre
ella dejando bien clara una cosa: no me he leído ni uno solo de los libros que
han sido elegidos como el top ten de
lo publicado en España en el año que agoniza. Si eso no es desparpajo, no sé qué
puede serlo…
Para empezar,
una obviedad: todas las listas son discutibles. Ya, ya, pero es que ésta (cómo
decirlo) ha desencadenado en mí una furia que no recordaba desde mi fugaz
experiencia como delantero centro en el equipo del colegio. Repito: no me he
leído los libros (creo que hay que dejarlos aposentar con el tiempo: no son
pocos los reseñados en años anteriores que se han desvanecido sin dejar
huella), pero hay un dato que salta a la cara del lector, por poco suspicaz que
sea: de los diez libros seleccionados, siete han sido escritos por españoles:
cuatro novelas (Javier Marías, Javier Cercas, Luis Landero y Antonio Muñoz
Molina), una biografía (de Ortega y Gasset), una miscelánea autobiográfica (de
Juan Ramón Jiménez) y (¡esto ya sí que es el colmo!)… ¡el diccionario de la
RAE! No digáis que no dan ganas de gritar: ¡Gooooool de Iniesta!, o ¡A mí la
legión! Ah, no quiero ni pensar en el vitriólico post que ahora mismo tiene que
estar escribiendo la sargento Margaret (del blog “Patrulla de Salvación”), y
más si tenemos en cuenta que de esos siete libros, cuatro (no uno, ni dos:
¡cuatro!) han salido de la pluma de colaboradores habituales del periódico. Cuando
estuve viviendo en París y leía Le Monde
(ah, qué tiempos aquellos) me encantó saber que, en su suplemento cultural,
JAMÁS se comentaban los libros escritos por los miembros y colaboradores del
periódico. A ver si nos enteramos: corrupción no es solo recalificar bosques y
sacarse una pasta por ello, o desviar dinero público a jacuzzis privados: también
lo es enterrar todo atisbo de imparcialidad y dejarse llevar por el amiguismo y
las componendas. Y una cosa que quede bien clara: esta crítica nada tiene que
ver con la calidad de los libros en cuestión, ya he dicho varias veces que no
los he leído, y estoy casi seguro que (por ejemplo) el de Cercas será magnífico,
y no tardaré en comprarme la biografía de Ortega. Pero (y quien escribe esto
lleva coleccionando el “Babelia” desde su primer número) se me antoja una
tomadura de pelo este cambalache digno de Bárcenas y su despido en
diferido.
Uf. Qué cabreo
he cogido, perdonadme, este carácter de fuego me va a traer un día un disgusto.
En fin: mucho menos pretencioso, pero incomparablemente más honesto, este blog
va a seleccionar aquellos libros cuya lectura, en 2014, más placer me han
proporcionado y gracias a los cuales quizás soy algo menos ignorante.
LA LIEBRE CON LOS OJOS DE ÁMBAR (2010) Edmund
de Waal (Ed. Acantilado): literatura de microscopio, párrafos para ser
acariciados, prosa de orfebrería.
UN DÍA EN LA VIDA DE IVAN DENISOVICH (1962)
Alexandr Soljenitsin (No me acuerdo de la editorial): un libro de una
valentía suicida, escrito con admirable limpieza y sin recurrir a la
truculencia.
EL TEATRO DE SABBATH (1995) Philip Roth (Ed. Alfaguara): el más salvaje de los novelistas actuales. Amantes de lo políticamente correcto, abstenerse.
EL TEATRO DE SABBATH (1995) Philip Roth (Ed. Alfaguara): el más salvaje de los novelistas actuales. Amantes de lo políticamente correcto, abstenerse.
NO FICCIÓN:
AQUELLOS AÑOS DEL BOOM (2014) Xavi Ayén (Ed. RBA): de cuando Barcelona era la capital mundial de la novela en español. Ah, y además trae una explicación más o menos convincente de la pelea entre Gabo y Vargas Llosa.
LA MANO AZUL. LA GENERACIÓN BEAT EN LA
INDIA (2008) Deborah Baker (Ed. Fórcola): Allen Ginsberg se lía la manta a
la cabeza y se va a la India, con lo que el choque de trenes está asegurado.
MITOS, VIAJES, HÉROES (1981) Carlos
García Gual (Ed. Taurus): Una inteligente (y accesible) puerta de entrada al
complejo mundo de la mitología griega.
MEMORIAS Y DIARIOS:
DIETARIO VOLUBLE (2008) Enrique Vila-Matas (Ed. Anagrama): hay vida fuera de la biblioteca, pero a EVM no le interesa.
UN SÍ MENOR Y UN NO MAYOR (1956) George Grosz (Ed. Mario Muchnik): el más mordaz de los pintores expresionistas alemanes tuvo una vida apasionante, y la cuenta a brochazos.
EL PESO DE LA PAJA. EL CINE DE LOS SÁBADOS
(1990) Terenci Moix (Ed. Círculo de Lectores): un monumental ego puede
convertir una infancia y adolescencia sin relieve en una maravillosa (y
desgarradora) obra de arte.
¿Un nuevo género audiovisual?
Suelo
llegar tarde a todo. No, no se trata de una confesión tipo Impuntuales
Anónimos, es otra cosa más, euh, conceptual. Sin necesidad de entrar en el
análisis de mis vicisitudes existenciales (que, por otra parte, no interesan a
nadie), reconozco que en materia de modas culturales siempre estoy muchos pasos
por detrás de esos enterados que olfatean las tendencias más novedosas (¡por
allí resopla!) y se lanzan en su estela abandonando la que hasta aquel mismo
momento constituía su identidad y que en cuestión de minutos queda obsoleta y
caduca. No es mi caso, yo suelo llegar tarde a todo, repito ¿Ejemplos? Todos
los que queráis: escritores que solamente leo cuando les dan el Premio Nobel,
cineastas a los que empiezo a frecuentar inducido por la vehemencia de los
panegíricos que les dedican, grupos musicales cuyo CD me compro justo en el
momento en el que se anuncia su disolución. Vaya, hombre, me digo, a ver si la
próxima vez estoy más espabilado. Pero no, es como si me empeñara en untar de crema
retardante las fanfarrias que anuncian la salida al mercado de algún producto
cultural, esperando que el transcurso del tiempo lo decante. Yo soy así, qué le
vamos a hacer, alguna virtud tendré.
Por
lo tanto, no ha de sorprender que también descubriera a calendario pasado esa
nueva forma de narración audiovisual que suele asociarse al canal de televisión
por cable y satélite HBO, propiedad del gigante de la comunicación Time Warner.
Bueno, a ver, maticemos: mi desdén por la no sé si mal llamada “caja tonta”
(quizás provocado porque he trabajado en ella casi ocho años) me impidió, en un
principio, interesarme por la tonelada de adjetivos laudatorios que
prácticamente todos los críticos de cine y TV derramaban sobre las producciones
de dicha cadena estadounidense. “Un nuevo género narrativo”, aseguraban
algunos. “El futuro de la industria audiovisual”, requintaban otros. Según
dictaminaban los expertos, con las carteleras cada vez más orientadas hacia un
público adolescente cuando no directamente infantil, la narrativa
cinematográfica de calidad parecía refugiarse en este nuevo modelo, híbrido de
cine y televisión. De ésta última habría heredado la división en capítulos (con
una duración casi estandarizada de una hora, frente a los 25 minutos aproximados
de las sitcom), la emisión semanal y la programación por temporadas (siempre y
cuando el producto gozase del apoyo de la audiencia, circunstancia cada vez más
difícil de asegurar a priori). De cine adopta un sistema de trabajo y unos
criterios de calidad (en todos los aspectos: guión, casting, fotografía,
música, ambientación, y, especialmente, presupuesto) muy alejados de la
ramplonería que tanto abunda en la televisión. Bueno, bueno, decía yo al leer
esa catarata de ditirambos, ya será menos: dicho novísimo género ya estaba
inventado muchos años atrás, desde que los británicos (¡un hurra por esa panda
de excéntricos comedores de sándwiches de pepino y bebedores de cerveza tibia!)
nos regalaran aquellas dos maravillas que fueron “Yo, Claudio” (de 1976) y, cinco
años después, “Retorno a Brideshead”, dos producciones de altísima calidad que
un adolescente JCM vio arrobado, hasta tal punto que, tras el visionado de la
segunda, hasta se planteó la posibilidad de hacerse homosexual, posibilidad que
desechó con prontitud, para inmensa alegría de su novia de entonces. Ambas
series respondían a dos modelos ya muy consolidados: la edificante historia del
emperador tartamudo era, en realidad, teatro filmado, mientras que la versión
de la obra de Evelyn Waugh entroncaba en la tradición de irreprochables
adaptaciones televisivas que, ya por aquella época (y salvando todas las
distancias), abarrotaban TVE con las obras de Vicente Blasco Ibáñez (“Cañas y
barro”), de Gonzalo Torrente Ballester (“Los gozos y las sombras”) o de Emilia
Pardo Bazán (“Los pazos de Ulloa”). Concebidas como un todo planificado, con el
principio y el final perfectamente delimitados en una única temporada, y
basadas en textos de reconocida solvencia, se trataba de series muy literarias
a la par que respetuosas con los códigos de la televisión, entrañables
antiguallas de aquel idílico mundo antes de internet, y que de vez en cuando
reponen para que nos emborrachemos (snif) de nostalgia analógica.
Damos
un salto en el tiempo, y nos plantamos a comienzo de los años noventa del siglo
pasado, en la antesala de la década más anodina que imaginarse pueda, y que
abarca desde la caída del muro hasta el derrumbamiento del World Trade Center. En
1990, ese marciano que responde (cuando quiere) al nombre de David Lynch
asombra al mundo con una de sus criaturas más extrañas (lo cual tiene mucho
mérito, teniendo en cuenta cómo es su
camada): la serie televisiva “Twin Peaks”. No hablaré mucho de ella, pues
también me la perdí (ahora no me acuerdo porqué, supongo que tendría algo que
hacer), pero el misterioso asesinato de Laura Palmer y las vicisitudes de su
investigación vinieron envueltas en un novedoso formato: la idea original de
Lynch (concebida ex profeso para este proyecto: nada de resguardarse en
clásicos literarios) fue desarrollada en treinta episodios divididos en dos
temporadas, una especie de work in
progress que iba creciendo en virtud de los guionistas (el autor solo
escribió y dirigió el primer episodio de cada temporada) que iban haciéndose
cargo de la trama. El colosal éxito de “Twin Peaks” revolucionó muchos de los
apriorismos que separan el cine de la televisión, y es la fuente primigenia de
la que abrevan, con mayor o menor fortuna, las series de la HBO.
Pasaron
los años, doblamos el cabo del nuevo milenio, vivimos acontecimientos
históricos y también banales (más de estos últimos que de los primeros), todo
se volvió sospechosamente digital. El camino trazado por Lynch empezó a ser
frecuentado por iniciativas como “Perdidos”, de enorme éxito por lo que oído
decir, que yo tampoco la vi (¿he dicho ya que por razones que desconozco soy
incapaz de detectar el zeitgeist
cultural, por mucho ruido que haga?), y, especialmente, “Los Soprano” (¡os juro
que ésta la veré en cuanto pueda, anda que no me gustan a mí las de la Mafia!),
que consolidaron un género que hoy, contrariamente a lo que sucede con el
séptimo arte, vive momentos de esplendor.
No
seamos ingenuos: no son solo razones artísticas las que condujeron a la
implantación de este nuevo formato. Llamadme cínico si queréis, pero las
imperiosas necesidades de rentabilidad comercial y las nuevas reglas del mercado
audiovisual (el dinero, vaya) también tuvieron mucho que ver con este feliz
acontecimiento. Obviamente, el enorme desembolso económico que supondrán estas
series solo está al alcance de potentes cadenas de entretenimiento (y desde
luego muy lejos de las asfixiadas arcas de las televisiones públicas europeas),
y la progresiva desafección del espectador a desplazarse a las salas de cine,
pudiendo tener en casa su espectáculo favorito, también ha contribuido. Supongo
(pero ahí sí que no me atrevo a afirmar nada, soy lego en la materia) que
también ayudará que estas series, al estar destinadas a un público más maduro
(y por tanto con mayor nivel de ingresos) que las películas que se estrenan hoy
en día (mayoritariamente concebidas para adolescentes), son menos pirateadas:
es una hipótesis que no puedo argumentar con datos fiables, eso que conste,
pero me huelo que algo de eso hay.
Pero
llegamos al día en el que, por fin, me decido a ver mi primera serie HBO.
Bueno, no voy a mentir: no lo decidí yo, mi novia se empeñó en que la viera.
Llamadme calzonazos si queréis, pero es así. Elvira ya había disfrutado la
primera temporada (estrenada en abril de 2011), la tenía grabada, se había
leído los libros de George R.R. Martin en los que estaba basada, y se ve que le
salía más a cuenta volver a verla conmigo antes que (no cito textualmente, es
una recreación) soportar mis rollos de después de cenar. Las cifras que había
leído sobre el rodaje de “Juego de tronos” eran, sencillamente mareantes: la
primera temporada había costado 60 millones de dólares (solo el episodio piloto
se había elevado hasta los diez millones), el censo de los personajes
principales excedía al del Orfeón Donostiarra y los Sabandeños juntos, tenía
localizaciones en Marruecos, Islandia, Irlanda, Croacia... En fin, la
repanocha. Pero como los manuales de armonía doméstica (mi favorito es “The
Modern Couple Holistic Blissfulness Syllabus”) recomiendan hacer cosas juntos,
pues accedí (eso sí, no pude por menos que mascullar que a ver cuándo íbamos al Calderón para compensar).
Reconozco
que tardé un par de capítulos hasta que entré en materia: no soy aficionado a lo
fantástico, y las ficciones ambientadas en la Edad Media (o lo que los
norteamericanos entienden por Edad Media, eso que llaman Sword & Sorcery) terminan por estragarme, los castillos y las
armaduras me dejan un poco frío. Pero como vimos la primera temporada en una
semana, a razón de dos capítulos por noche, no tardé en apreciar las ventajas
que ofrecía esta nueva fórmula: personajes más complejos, posibilidad de
aumentar las tramas (que en los libros, según me contaba Elvira, son casi
innumerables), apabullante dirección artística, un guión escrito a cuchillo y
lleno de frases memorables… Para mi tranquilidad, los elementos fantásticos
estaban dosificados con cuentagotas, y me agradó comprobar que la serie rompía
una regla no escrita de la narración: los personajes principales dejaban de ser
intocables, y podían morir en cualquier momento. David Benioff y D.B. Weiss
eran los creadores y productores ejecutivos (y guionistas, junto con otros,
entre ellos el propio George R.R.Martin) de la serie en cuanto producto
televisivo, los showrunners, por
utilizar un término diseñado casi ex profeso para este nuevo género. Hum, un
cambio sutil, pero interesante: si en las películas convencionales el impulso
motriz corre de la cuenta de los productores, en “Juego de tronos” y en otras
series de la HBO son los escritores los que crean el concepto. Hasta cierto
punto tiene su lógica, habida cuenta la preponderancia del guión en el acabado
final. Y a fe mía que no defraudaba: tras el reclamo de los dragones y las
matanzas latía un grand guignol
sangriento trufado de reflexiones sobre la política y la sociedad que podrían
haber firmado Maquiavelo o Hobbes, y en el que no se edulcoraba ni el sexo ni
el lenguaje altamente ofensivo. Los actores, ninguno de los cuales era
excesivamente conocido antes de empezar la grabación (la única cara
medianamente famosa, y eso sería mucho decir, era la de Sean Bean, conocido por
su papel de Boromin en “El señor de los Anillos”), están a la altura del
esfuerzo presupuestario, y la respuesta popular fue, sencillamente,
entusiástica: baste decir que Pablo Iglesias cita con frecuencia la serie (más
que los libros en la que está basada) a la hora de ejemplificar en qué consiste
la descarnada lucha por el poder (hemos pasado de la lucha de clases a la lucha
de clanes: o tempora, o mores…).
Pero
volvamos a “Juego de tronos”. O, más exactamente, volvamos a mis peripecias con
la serie. Si el visionado de la primera temporada me ofreció todas las ventajas
del nuevo formato, las tres temporadas siguientes tuve que padecer el único inconveniente que lo
ensombrece: se me obligó a plegarme a los horarios dispuestos por los
programadores de Canal Plus y organizar mi caótica vida para estar cada lunes,
a las diez y media de la noche, frente al televisor. No se trata de una
cuestión de indocilidad: cuando entro en una sala de cine asumo que la trama
que me va a ser propuesta podrá ser más o menos simple, más o menos compleja,
pero voy a disfrutar sin interrupciones de la habilidad (o voy a padecer la
torpeza) con la que ha sido resuelta. Llamadme puntilloso, pero yo soy así: más
que el prurito de mantener la emoción o el suspense, entiendo que lo que está
en juego es la atmósfera que rodea a toda narración como la nube rodea al
cerro, y entiendo que tan sutil envoltorio se pierde si dejas que transcurra
una semana entre uno y otro capítulo. En las series de antaño, menos ambiciosas
y con unos personajes más estereotipados, esa atmósfera no tenía fecha de
caducidad, no había desarrollo dramático que hubiese alterado sustancialmente
el núcleo de la narración: los seis protagonistas de “Friends” eran, en el
último capítulo de la serie, básicamente los mismos que habían comenzado muchas
temporadas atrás. En “Juego de tronos”, gracias a su riqueza argumental, los
personajes van cambiando, van fluyendo al compás de las tramas, y una cesura
(aunque sea solo de una semana) es tan mortífera como podría serlo una siesta
del cocinero para la pormenorizada elaboración de un guiso. Por resumir: vi con
agrado (con mucho agrado incluso) las temporadas segunda, tercera y cuarta en
su exhibición semanal por Canal Plus, pero sentí que esa cita demorada de los
lunes alteraba mi percepción de la
serie, la hacía más liviana, menos compacta. Quizás esté siendo demasiado
pejiguero (me lo dicen mucho), qué le vamos a hacer…
Otra
cosa no, pero yo aprendo de mis errores (a pesar de lo que diga quien yo me
sé). Por lo tanto, cuando comencé a escuchar las virtudes de “True Detective”
ya estaba avisado, y me negué a ver la
serie cuando fue estrenada (en enero de 2014) y aguardé, con la paciencia con
la que la libélula espera el amanecer del loto sobre el estanque a medio
desecar (no me preguntéis qué demonios quiere decir esto: se lo he escuchado a
Deepak Chopra en una cassete que compré en una gasolinera, supongo que tendrá
algún significado así como oriental). A lo que vamos: alquilé la famosa serie,
concebida por el novelista Nic Pizzolatto (que, y esto es una novedad, firma
todos los guiones) y dirigida por Cary Fukunaga (que, en aras de mantener la
coherencia visual, se ha encargado de todos los capítulos). Ocho episodios, calculé,
a dos por noche. Fue curioso: al organizarme así las próximas cuatro noches de
mi vida te das cuenta que vas a crear un vínculo casi personal con unos
personajes de ficción y con el creador que les dio a luz, una relación que va
más allá del mero entretenimiento, anulas la posibilidad de salir esas noches
al teatro o a tomar copas (ya no digamos el adulterio o encabezar una
revolución), te entregas y, por tanto, elevas el nivel de exigencia. Hum, pensé
mientras le daba al play, lo mismo me estoy excediendo en expectativas, y eso
no conviene, ya lo creo que no.
Ambientada
en las zonas rurales del sur de Louisiana, infectadas de manglares y de
fanáticos religiosos, “True Detective” nos cuenta, en tres rodajas temporales
bien definidas, la historia de una pareja de policías, el terrenal Martin Hart,
encarnado por Woody Harrelson, y el muy pirado Rustin “Rust” Cohle, al que
presta cara Matthew McConaughey, en una interpretación que le ha valido todo
tipo de alabanzas. Sabiamente barajadas, las tres tramas temporales completan
el puzle de un asesinato ritual que Martin y Rust resolvieron en 1995, y al que
seguirá la pelea entre ambos de 2002 (sí, hay una mujer de por medio, cómo no)
y su inesperado reencuentro en 2010, en circunstancias que no revelaré para no
incurrir en eso que ahora se llama “spoiler”.
No
lo haré si desvelo el, para mí (y en eso no creo ser demasiado original) mayor
atractivo de la serie: la fascinante mezcla de marine justiciero y sociópata
atiborrado de malas lecturas de Cioran que desempeña McConaughey. Rozando
siempre la sobreactuación (y cayendo a veces en ella: qué coño, parece decirse,
vale ya de introspección), y gracias a unos rasgos que con los años se han ido
puliendo como guijarros de río, el antiguo niño bonito de Hollywood nos
suministra uno de esos personajes que, por sí solo, elevan una trama por otra
parte no excesivamente original, y que se apoya en ese McGuffin que son los
asesinos en serie, verdadera bendición para los guionistas perezosos. Las
reflexiones del detective Cohle, que bien podrían venir firmadas por un
Nietzsche al que hubieran impedido cantar bingo por un solo número, y su
actitud disolvente ante los valores que idolatra, bien es verdad que a
borbotones, su colega Hart son lo más novedoso de la serie, y suplen con creces
el cansancio que provoca en el espectador el enésimo crimen pseudosatánico que
asoma a la pantalla. Una cuidadosa fotografía y una banda sonora (firmada por
T-Bone Burnett) que recuerda a un tenedor raspando una pizarra dan lustre a un producto
de cejas altas, poco apropiado para compartir con los niños una tarde de
domingo.
Repito:
yo llego tarde, pero cuando llego, me quedo. Es decir, que tras ver “Juego de
tronos” y “True Detective” ya me siento autorizado a dar mi opinión sobre este nuevo
formato. Que está bien, no digo yo que no, pero dejadme que añore el ejercicio
de precisión al que se ven obligados los cineastas a los que vamos a llamar
tradicionales, constreñidos a embridar su supuesto torrente creativo en una
duración determinada de minutos, normalmente alrededor de cien, últimamente
media hora más (¿querrá eso decir que los directores y guionistas de hoy en día
tienen más ideas que los de antaño?: permitidme que lo dude). Mucho me temo que
los showrunners de la HBO, sabiendo
que carecen de tal barrera, inevitablemente tenderán a la prolijidad superflua
y al manierismo. Sin ir más lejos, en la muy ajustada “True Detective”, las
piruetas verbales de Rust fascinan al principio (¡un librepensador rabiosamente
ateo en pleno Bible Belt!), pero poco
a poco se convierten en redundantes: eh, me vi obligado a apostrofar al aparato
de televisión, que ya lo he pillado. Es más, parece obvio que todo el concepto
de la serie podría haberse contenido en una película convencional sin tener que
sacrificar su esencia (aunque admito que la selva argumental de “Juego de
Tronos” no sería fácil de llevar a las salas de cine).
¿Conclusión?
Bueno, yo no soy muy de conclusiones, yo soy más de finales abiertos. Pero si
me preguntan por las bondades de este nuevo género televisivo que tantos
parabienes concita, os rogaría que me lo preguntaseis dentro de tres meses y
medio: acabo de alquilarme las dos primeras temporadas de “Mad Men”, todas las
de “The Wire”, las chorrocientas de “Los Soprano”, “Roma”, “The Walking Dead”,
“House of Cards”… Yo, cuando me documento, me documento.
jueves, 18 de diciembre de 2014
Hoteles de una sola noche
En mis viajes suelo dormir muchas
veces en hoteles de una sola noche. Con los años todos ellos se mezclan en un
magma indiferenciado de camas pasajeras y recepcionistas intercambiables, pero si
agitas un poco la memoria puedes llegar a singularizarlos, a poner cara a aquel
cuarto que, durante unas horas irrepetibles, te sirvió de refugio y afirmación, fue la manifestación palpable de que tenías un lugar en el mundo,
un lugar provisional, un lugar puede que postizo, pero lugar al fin y al cabo.
Esas habitaciones de lance parecen
todas iguales al viajero desdeñoso, al viajero que desprecia los hoteles por
considerarles la refutación del domicilio, el reverso tenebroso de esa
conquista de la civilización que salvaguardan las hipotecas y los planes de
jubilación. Pero todos los hoteles de una noche guardan algo, una pequeña
sorpresa, una disposición más o menos arbitraria de los elementos, un cuadro
equivocado, un espejo al que falta el azogue, el primoroso dibujo de flores con
el que se pretende ennoblecer a la plebeya jarra de agua, una ventana que no se
abre. Puede que sea el ánimo del viajero quien ponga donde no hay, quien dé
lustre a un cuarto espartano. Pero ese cuarto al que tan alegremente se ha
calificado de espartano nos ha estado esperando pacientemente tras un día
infernal de trenes y polvo, de incomprensiones y comida sulfurosa. Y cuando
llegamos a él y dejamos caer la maleta sobre la cama, un orden precario viene a
consolarnos, un orden que apenas será un interregno, pues mañana volveremos al
círculo sin final de los transportes deslavazados y el calor asesino. Pero
durante una noche se nos permite entrar en una disposición espacial a la que no
hemos contribuido, pero que nos acepta en su seno sin hacer preguntas.
No recuerdo ni una sola ocasión (por
mucho que haya sido el cansancio, por breve que fuera a ser mi estancia) en que
no haya tratado de organizar, siquiera someramente, esa habitación de una
noche. Cuanto menos tiempo tenemos más afloran nuestras manías, y el viajero
concentra en unos pocos objetos toda una biografía de rarezas. Nos plantamos en
mitad del cuarto, miramos con atención, allá que te vamos: pasamos la lámpara
de la mesita izquierda a la derecha; exiliamos al fondo del armario ese jarrón
pinturero con el que pretenden enaltecer nuestra vista; sacamos al balcón esa
silla aviesamente diseñada para mortificar la columna vertebral. En mi caso, confieso la irreprimible
necesidad de buscar una estantería para los libros que se apelotonan en mi
maleta, es como si su muda compañía me reconfortara. Si no pesa demasiado cambiamos
de lado el sofá, simplemente por la necesidad de demostrar nuestra implicación
con esos escasos metros cuadrados que ahora son nuestra patria, una patria sin
bandera y que camina de forma irreversible hacia su autodisolución en cuanto
recojamos las cosas a la mañana siguiente. Pero no podemos evitar dejar nuestra
huella, enmendar la plana al inexistente decorador que ha estipulado que esto
va aquí, y aquello va allí: veleidades de autoría. No, de eso nada, durante una
noche esta es mi casa, y tiene que reflejar mi cosmovisión. Y por muy pedante
que parezca, la cosmovisión también puede expresarse por la forma de colocar
las toallas, o de intercambiar la posición de los cuadros. Así está mejor,
asentimos al fin.
Dormimos tranquilos en los hoteles
de una noche. No nos exigen más que un poco de dinero, un acto mercenario por
el que nos convertimos en efímeros inquilinos. Mañana vendrán otros a ocupar
nuestro sito, a cambiar las cosas a su forma y manera, están en su derecho.
Pero al recoger los bártulos, en esa última mirada que echamos a la habitación
hay un atisbo de agradecimiento, de tibio cariño. Pocos días después ya la
habremos olvidado, incorporándola al centón de hoteles que hemos frecuentado.
Pero esa habitación anónima fue nuestro hogar por una noche, una noche en la
que quizás sin darnos cuenta fuimos felices.
miércoles, 17 de diciembre de 2014
"Siete delitos", de Pitigrilli (ed. Planeta, 1972)
Es
difícil que alguien se tome en serio una crítica literaria cuando su primera
referencia es el “Selecciones del Reader’s Digest”, ya lo sé. Pero fue en dicho
prontuario de devoción capitalista donde descubrí, allá por finales de los años
setenta, a Pitigrilli (Turín, 1893). Entre artículos tan interesantes como “Yo,
el hígado” y docenas de chistes
anticomunistas, se publicitaba una colección de novelas humorísticas entre las
que destacaba alguna que luego supe obra maestra (“El hombre que fue jueves”),
rodeada de otras que hoy han caído en el olvido, salidas de plumas tan
inenarrables como las de Álvaro de Laiglesia (“Yo soy Fulana de Tal”) o el
temible Ángel Palomino (“Madrid, costa Fleming”: ¡qué obsesión con el puterío
tenían aquellos escritorzuelos falangistas!). Con los años intenté encontrar
algo de Pitigrilli, pues me intrigaban algunos de los hiperbólicos elogios que
le dedicaban sus colegas, pero no hubo forma, había desaparecido de las librerías
españolas. Y hete aquí que, en una casa rural que habíamos alquilado para
sobrellevar el fin de semana, di con “Siete delitos”, publicado allá por 1972
en la (suspiro de nostalgia) remota colección “La Nariz”, de la Editorial
Planeta, el último refugio del humor inteligente antes de ser desalojado de
nuestro menú por las casetes de Arévalo. El gusto por la paradoja (muy
chestertoniano) está presente en la nouvelle que da título al volumen, así como
en los relatos breves que lo completan, y que nos descubren a un autor cínico y
cosmopolita, poco apegado al humor de garrafón, y que en algunos textos podría
pasar por un Borges al que se le hubiera ido la mano con el Campari. Más
ingenioso que divertido, Pitigrilli ha quedado deliciosamente obsoleto, engrosando
la lista de aquellos autores cuyos libros solo pueden encontrarse en las
alacenas de las casas rurales, puestos allí por el propietario para hacer bulto, convencido de que nadie se los va a robar.
sábado, 13 de diciembre de 2014
Dioses tutelares
Seamos agradecidos, y comencemos el trayecto haciendo justicia a todas aquellas influencias intelectuales que han convertido a JCM (el maquinista de este blog) en lo que hoy es. La lista no es exhaustiva, pero sí es intensiva:
Paul Bowles, Françoise Hardy, Christopher Hitchens, Fernando Pessoa, Chesterton, Paolo Conte, Virginia Woolf, los singles de 45 r.p.m., Jaime Gil de Biedma, la terraza del bar "Taros" (Essaouira - Marruecos), Luis Aragonés, mi maleta roja, Serge Gainsbourg, Jorge Luis Borges, H.P.Lovecraft, Aretha Franklin, la resaca a veces ligera a veces respetable de los domingos por la mañana, Chrissie Hynde, Robert Byron, Emir Kusturica, el arte islámico, The Clash, Roberto Bolaño, Vainica Doble, Garcilaso de la Vega, Michel Houellebecq, la extinta coctelería "Fugger" (Madrid), Woody Allen, el espetero de "El Zagal" (El Palo - Málaga), Julio Cortázar, Kiko Veneno, Antony Beevor, el sexo atolondrado, Emil Cioran, Tony Judt, Eduardo Arroyo, Emily Brönte, Jimi Hendrix, George Mallory, un chiringuito sin nombre en Baracoa (Cuba), Kevin Ayers, Rafael Sánchez Ferlosio, Cecilia, Federico García Lorca, Desmadre 75, Fernando Savater, Bob Dylan, los mapas antiguos, el bar "Casa Pepe" a.k.a "Los pescaítos"(Alcalá de Henares), Leonard Cohen, Rufus T. Firefly, Ramón María del Valle-Inclán, Benarés, el restaurante "Donzoko" (Madrid), Radio Futura, la transición española, Venecia, Rudyard Kipling, las ruinas de Hampi (sur de la India), el champagne Veuve-Clicquot (cualquier añada), el teatro del absurdo, las azafatas, Gabriel García Márquez, Francis Bacon (el pintor), Adriano Celentano, el retrato renacentista italiano, el Café Central (Madrid), David Bowie, la Puch Minicross de 49 c.c., Anne Sexton, la paella, Javier Krahe, Dr. John, el bar "El Pedal" (Santa Pola, Alicante, España), Manuel Vicent, Ute Lemper, Ruy González de Clavijo, la bossa nova, las películas de José Luis López Vázquez y Gracita Morales, la sensación de estar ligeramente desubicado, Mircea Eliade, J.M. Fonollosa, Mario Vargas Llosa, Emma Thompson, las berenjenas con miel de caña, Miguel de Cervantes, Jep Gambardella, la Rue Mouffetard (Paris), Eddie Harris, Boris Vian, Billy Wilder, Fanfare Ciocarlia, Martin Amis, Los Brincos, Sir Richard Francis Burton.
En "Casa Pepe", en 2004 |
viernes, 12 de diciembre de 2014
Intro: Amapolas & Gasolineras
Ya puedo
escuchar vuestros reproches: ¡otro blog! ¡Otro ego necesitado de proclamar a
los cuatro vientos sus esclarecedores puntos de vista sobre esto y aquello!
¡Otro ladrillo para reforzar el muro de la cacofonía universal! Bueno, a ver,
no nos pongamos estupendos: es evidente que internet ha multiplicado hasta la
exasperación las voces que, cual taxistas acodados en la barra de un bar,
pontifican sobre cualquier tema que se tercie, con o sin fundamento. Y que la
libertad de expresión, hasta hace unos años un derecho inalienable conseguido
gracias a la esforzada pelea de nuestros antepasados, hoy ha devenido casi en
una obligación, convirtiéndonos en una ciudadanía de opinadores profesionales,
de tertulianos non-stop, de oradores Duracell. ¡Y, con esos antecedentes, yo me
atrevo a proponeros un espacio de (atentos a la frasecita) “búsqueda y reflexión sobre las cosas que de
verdad importan: los libros, la música, el cine y los viajes!”. Amos vete,
salmonete, exclamaréis muchos, a otro perro con ese hueso, os burlaréis otros,
delete, clickaréis los más expeditos. Sí, ya, claro que os comprendo: el
estrés, la sobreabundancia de información y la escasez de tiempo, la
desconfianza (qué querrá venderme éste), el hartazgo de ordenador… Muchos son
los motivos para eludir este blog que hoy vengo a presentaros, pero perdonadme
la audacia de pediros unos pocos minutos de atención al día para aparcar los
problemas cotidianos y, en lugar de entregaros a la televisión o a la angustia
vital, sacaros un billete para el Muñoz Express, un transporte ni muy moderno
ni muy veloz, pero en cuyo vagón-cafetería servimos exóticos combinados (todos
rigurosamente alcohólicos, faltaba más) que podréis degustar mientras leéis
este blog y contempláis distraídamente el paisaje, en el que de vez en cuando
asoman los perdigonazos de unas amapolas o la inquietante geometría de una
gasolinera.
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