martes, 30 de diciembre de 2014

“El enamorado de la Osa Mayor”, de Sergiusz Piasecki (Acantilado, 2006)



               
          Una de las pruebas de que estamos envejeciendo mal (valga la redundancia) es cuando, al manosear las novedades que se apilan en la mesa de la librería, enarcamos displicentemente las cejas ante aquellos libros que se presentan como “novela pura de acción”. Bueno, pues ésa es la frase exacta que encabeza los paratextos de “El enamorado de la Osa Mayor”, el relato más o menos autobiográfico de Sergiusz Piaceski, cuyas andanzas como contrabandista y bandolero en la frontera polaco-soviética poco después del final de la Gran Guerra nos recuerdan el brío con el que se escribía antes de que la literatura se volviera rutinariamente psicológica y ombliguista. Redactado (o eso cuenta la leyenda) en la cárcel, “El enamorado…” desprende un optimismo feroz y un afán de supervivencia a toda prueba, a pesar del desgarrador estado de ánimo que dejó la contienda (no en vano, el libro transcurre en los años en que apareció “Las aventuras del bravo soldado Schwejk”, otro testimonio de los estertores de Mitteleuropa). Texto de iniciación, el joven Wladek (el evidente trasunto del autor) aprende las verdades de la vida saltándose las clases teóricas y reservándose exclusivamente para las prácticas: bebiendo, disparando, fornicando (ay, cuánto me recuerda a mi propia adolescencia). Sin embargo, tan vigoroso programa vital no diluye sino que realza los mejores momentos del libro, aquellos en los que el protagonista se deja embriagar por el lirismo y canta a su existencia aventurera y libertaria, lejos de la insidiosa civilización (su estancia en Vilnius es pintada con colores que no desmerecen de cualquier menosprecio de corte y alabanza de aldea). Al cerrar la última página, el lector no puede por menos que experimentar una poco confesable nostalgia por aquellos bandoleros de antaño, tan duchos en las artes de la navaja y el revólver: qué diferentes de los que ahora nos atracan a golpe de preferentes.

viernes, 26 de diciembre de 2014

Cuento de Navidad: El Búho Atómico


            Si afirmo tan tajante que la felicidad (en el caso de que exista, que está por ver) ocupa apenas quince metros cuadrados, lo mismo puede sonar ridículo (o pretencioso). Pero ésa era exactamente la superficie de “El Búho Atómico”, establecimiento al que acudí religiosamente dos veces por semana (y en el que me compré un LP o un par de singles cada quince días) durante más o menos cuatro años, los que transcurrieron desde que escuché deslumbrado por la radio el “Sgt. Pepper’s” (¡eso es!, grité: hasta mi madre se asomó a mi cuarto preguntando si me pasaba algo) hasta que perdí la virginidad con Amparo.
            Qué cosas, con el tiempo no sólo he olvidado cómo era Amparo (y eso que se supone que tu primer amor se te graba en la piel: tonterías), sino que casi no guardo recuerdos de aquellos años en los que se forjó mi carácter, para bien o para mal, no sé si mi destino. Me convertí en abogado y eso, pero no creáis que estaría en condiciones de dar muchos detalles, todo se me antoja borroso. Sin embargo, podría repetir sin margen de error la clasificación que se utilizaba en “El Búho Atómico” para exponer los discos. De izquierda a derecha: “Rock progresivo”, “Jazz-rock”, “Punk”, “New wave”, “Reggaee” (con esa segunda e mal escrita, una vez estuve a punto de decirle que, pero no me atreví a), “Rock and roll”, “Oldies” (un auténtico totum revolutum), “Disco, Funk & Soul” y “Modernos”. Bueno, en realidad ponía “Modernillos”, el dueño (dueño / dependiente / factótum / etc.)  era un hippie que se había quedado en la época de los LP’s conceptuales, y la incipiente movida madrileña (por utilizar las palabras que le escuché al hablar con un colega: bueno, con su único colega, siempre estaba allí, apalancado bebiendo botellines) era una tontería de niños pijos (también podría repetir los posters que adornaban la tienda, pero no quiero sobrarme).
Radio Futura en 1980
           ¿Era yo un niño pijo? Yo creo que no, pero me da la impresión de que sí lo era para aquel tipo (le llamo aquel tipo porque nunca supe su nombre: yo era muy tímido, y nunca me atreví a preguntárselo): la primera vez que le compré un disco fue uno de Radio Futura, que cogió como si estuviera agarrando una abominación, algo que fuera a invalidar su sacrosanto juramento de pureza rockera. ¿Una bolsa, o te lo llevas así?, me dijo con frialdad. Me lo llevo así, repliqué, no entendía su actitud, anda que no tenía ganas yo de presumir de estar a la última con aquel disco bajo el brazo. Me dio las vueltas con desgana, y antes aún de que yo hubiera abandonado la tienda se abalanzó a subir el volumen de una de esas canciones con solo de guitarra interminable que tanto le gustaban. Le dejé en pleno éxtasis, con su punteo imaginario.
            A pesar de todo, no tardé en volver. Puede que sea una tontería, pero fue a partir de entonces, y por un corto periodo de tiempo, cuando conecté con el zumbido esencial del mundo, esa explicación no buscada que daba coherencia a las cosas. Yo tenía dieciséis años, me encontraba a merced de fuerzas que no controlaba, y solo a través de la música (del rock, que eso quede bien claro: años después, cuando me adulteré, fingí apreciar la sublimidad de la música clásica, una auténtica mandanga) entraba en comunicación con ese zumbido que acallaba mi angustia. Y “El Búho Atómico”, por decirlo así, era el único sitio donde podía encontrar ese bucle espacio-temporal en el que decidí refugiarme. Uf: creo que me ha salido una parrafada demasiado densa, demasiado intelectual. Las palabras no sirven: si alguien escucha la cabalgada final de “Me and Bobby McGee” entenderá mejor lo que yo sentía, esa necesidad de viento en la cara.
También se entenderá mejor si describo a aquel tipo: treinta y pico años, con pelo largo, bigote y barba (eso era de rigor entonces) y su sempiterna cazadora de cuero negro. Pero sin duda lo que más me fascinaba de él era su actitud ante la vida: hoy en día (y no quiero ponerme en plan abuelo Cebolleta, que conste) parece que lo de la actitud ante la vida nos da a todos un poco igual, pero entonces a mí me impresionaba ver cómo aquel tío se pasaba horas y horas escuchando discos que raramente vendía, y negándose a aceptar en su templo (así se lo escuché decir) esa música comercial con la que seguramente se hubiera forrado. Yo, de mayor, quería ser como él: de hecho, hasta fantaseé con pedirle alguna vez el puesto de ayudante, pero ni lo intenté, cómo íbamos a caber dos personas en aquel cuchitril (y además empecé la carrera y me enamoré: no hay nada más eficaz a la hora de disiparte los sueños que una carrera, no sé si incluir lo del amor). Y además no creo que me aceptara, yo seguía comprando discos modernillos que él cobraba con invariable mueca de desagrado. Ni siquiera llevarme un infumable doble LP de Jethro Tull (quién me mandaría a mí, era un tostón) me congració con él.
JCM en 1980
            Sin embargo, tuvo su oportunidad de demostrarme su aprecio el día en que, perseguido por los grises (ni me acuerdo por qué nos estábamos manifestando: de hecho, yo lo hacía más por el follón que por otra cosa) me refugié en la tienda, sofocado y nervioso, pues aquella vez algo se nos había ido de las manos, y algún exaltado de la ORT había pegado un ladrillazo a un policía. Uno de aquellos gladiadores se metió en la tienda tras de mí, con la porra desenfundada, y, cuando ya iba a cascarme, el dependiente (que estaba bastante colocado, ya le conocía lo suficiente como para saberlo) salió de detrás del mostrador, y haciendo gala de una oratoria en la que no tenía cabida la sintaxis juró y perjuró que yo llevaba una hora larga ojeando discos de rock, bueno, si a esa basura modernilla se la puede llamar rock (qué manía, se ve que era más fuerte que él). El guardia desconfió al principio, pero al final se fue murmurando, hippies de mierda, algún día me voy a calentar y no os va a salvar ni la Pasionaria ni la madre que la parió. Cuando nos quedamos solos intercambiamos un par de onomatopeyas como signo de reconocimiento, y me largué a casa, evitando la batalla campal que continuaba en todo su esplendor.
            Pues aunque parezca increíble, ni siquiera después de aquello llegamos a intimar. Que yo recuerde (es una forma de hablar: claro que lo recuerdo) solo me dirigí a él una vez sin que mediara transacción alguna. Estaba con su colega, como siempre, mientras yo rebuscaba en la sección de punk, y el caso es que les escuché hablar del inminente concierto de Roxy Music en Madrid (hoy ya viene todo el mundo a tocar a España, Bob Dylan parece que no sale de aquí, pero entonces eran rarísimos los que se dignaban a visitarnos), y el dependiente sacó de la cartera una entrada esplendorosa: cuando toquen “Re-make / Re-model” voy a alucinar, aulló. Superando mi timidez habitual me acerqué, carraspeé así como muy serio y le dije que me perdonara por meterme donde no me llamaban, pero que había oído en la radio que Brian Ferry estaba enfermo, y que el concierto se había suspendido. El dependiente me miró por encima de sus gafas de culo de vaso (no lo he dicho, pero era bastante miope, y a pesar de sus melenas ya le asomaba una calvicie mal disimulada), soltó un taco, ¿estás hablando en serio, tronco?, y yo asentí con la cabeza (tronco: así hablaba, era muy macarra). Vaya putada, dijo al fin, y yo volví a la sección de punk, para decidirme por fin por uno de Siouxie & The Banshees. Qué curioso, aquel fue el último disco que me compré en “El Búho Atómico” (ya había conocido a Amparo, y nos acostaríamos ese mismo fin de semana: vamos a ver, no es que dejara de comprar discos por perder la virginidad, me he puesto demasiado literario, pero todo coincidió así, y las coincidencias no existen).
JCM en 1981 (4º de la fila de abajo)
            Es verdad que desde entonces habré pasado montones de veces por delante de la tienda, y que no sentí mucho (yo ya iba de otro rollo) cuando vi que había cerrado y en su lugar habían puesto una boutique de lencería. Incluso desde hace ya tiempo el local está definitivamente cerrado, supongo que es demasiado pequeño para esas franquicias que están uniformando nuestras ciudades con los mismos comercios en todos los sitios. Una noche que pasé por allí (y ni estaba borracho ni particularmente nostálgico: simplemente me dio el punto) anoté el número de teléfono de la inmobiliaria que lo alquilaba, por si (fijaos qué tontería) me decidía de una vez a retomar mi idea de tener mi propia tienda de discos. Pero ya ni hay discos (vinilos, quiero decir), ni sé muy bien qué música está de moda (yo me quedé en 1990, no me habléis de lo que se ha hecho después), ni acierto a explicarme qué haría yo metido en una ratonera, intentando convencer a los adolescentes de que dejen de descargarse música y que compren discos de Yes o de King Crimson (para que veáis: al final me acabó gustando el rollo progresivo, lo que se iba a reír aquel tipo si llego a decírselo).

            Y el caso es que podía haberlo hecho (es por eso que os estoy contando esto). Coincidí con él hace un par de semanas, en un mercadillo hippie de Ibiza, donde al parecer regenta un puesto de discos de segunda mano. Le reconocí al instante, estaba calvo y todo eso, pero era él. Deteriorado y magnífico, bebiéndose muy despacio un botellín. No, no tengo nada de la tal Beyoncé, y ni ganas, espantó a un posible cliente (sí, el guardián del templo seguía igual de inflexible). Ya iba a decirle algo (iba a preguntarle de una puñetera vez su nombre) cuando me di cuenta de que yo vestía de traje y corbata, estaba alojado en el mejor hotel de la isla, y cuando acabara de trastear en el mercadillo volvería a mi reunión de negocios, a gestionar un tema de planeamiento urbanístico. Aquel tipo tenía razón, yo era un niño pijo, y no valía la pena demostrárselo tan a las claras. Me di media vuelta y me fui. Llamadme peliculero si queréis, pero juraría que por alguna radio estaba sonando “Me and Bobby McGee”, la  larga cabalgada final.



martes, 23 de diciembre de 2014

"Momentos estelares de la humanidad", de Stefan Zweig (ed. Acantilado, 2002)

            
        Hum, qué recuerdos: era mi primer día en aquel taller literario, y el profesor decidió leer mi texto en voz alta delante de la clase. Yo, lo confieso, soy vanidoso (¡soy blogger!), y durante unos instantes paladeé la efímera gloria de ser observado con curioso respeto por mis nuevos camaradas de letras. Al terminar la lectura, una de mis compañeras, para mi pasmo, levantó el brazo enfurecida y nos espetó que ella no se había apuntado a un taller literario “para aprender a escribir bonito”. ¿Yo escribo bonito?, me alarmé interiormente, ah, no, eso sí que no. Prefiero no contar cómo desactivé, un par de semanas después, el rencor de mi detractora (soy muy malo narrando escenas picantes), pero el infamante epíteto de bonito me obligó a cambiar mi forma de escribir, y me volví complicado, abstracto, conceptual: un coñazo, vamos. No seáis impacientes, ahora se entenderá el porqué de esta anécdota. Retrocedamos al primer cuarto del siglo XX: mientras la fiebre vanguardista descoyuntaba todas las artes, unos pocos estilistas chapados a la antigua continuaron labrando sus textos con meticulosidad de orfebre, inmunes al vendaval de modernidad que soplaba a su alrededor. Uno de los más eximios fue Stefan Zweig, cuya prosa clara y límpida (es decir: bonita) le sirvió para vender millones de libros, tanto de ficción como ensayos de divulgación, especialmente “Momentos estelares de la humanidad”: catorce miniaturas históricas, narradas con precisión y elegancia, que nos permiten acompañar a Cicerón en sus últimas tribulaciones, o sufrir lo indecible con Scott en su fallida expedición al Polo Sur. Lo que son las cosas: años después volví a encontrarme con mi acerba compañera del taller literario, hasta quedamos a cenar para festejar su cumpleaños y le regalé precisamente este libro para que se reconciliara con eso que tanto le repugnaba: el estilo. Eso sí (¿he dicho ya que soy vanidoso?), en la dedicatoria me permití recordarle que también ella había asistido a uno de esos momentos estelares de la humanidad (y repito que de aquella noche no voy a hablar, no vaya a ser que haya menores delante).


lunes, 22 de diciembre de 2014

Sueño con Unamuno

         Anoche volvió a suceder:
Unamuno se me apareció mientras dormía (bueno, creo que era Unamuno: al principio me pareció Tolstoi, pero hablaba un castellano jodidamente bueno como para haberlo aprendido en la Berlitz de turno, la lógica también extiende su jurisdicción al mundo de los sueños), y me exhortó de nuevo a que escribiera, qué pesado es usted, don Miguel, se nota que ya no le duele España, se aburre, y tiene que venir a fastidiarme todas las noches, jovenzuelo insensato, escribir lo es todo, hombre, gracias por lo de jovenzuelo, pero yo no puedo escribir, es una profesión de monógamos con jersey de cuello de pico, un sacerdocio laico, formado por personas que ensayan cada mañana el rictus de sorpresa que van a poner cuando les concedan el premio Planeta (o, en su defecto, el Nobel). Don Miguel se atusa las barbas (es un gesto muy estudiado, me temo, un gesto de alguien que quiere hacer saber que piensa en griego y traduce mentalmente al castellano), maldito diletante, nunca llegarás a nada, cuidadito, Don Miguel, hasta ahora he respetado sus canas, pero no me ande calentando, no vaya a ser, no vaya a ser. Has traicionado a aquel adolescente que tanto se enfiebró con la lectura de “Cien años de soledad”, que se juró abandonar la cómoda autopista de la vulgaridad para serpentear por el sendero de la creación. ¿Eso dije?, sabía que era pedante, pero no hasta ese punto. Tú conoces la parábola de los talentos, ¿verdad?, impío barbudo, no cite la Biblia en vano, además, últimamente solo leo el Bhagavad-Gita, y Khrisna convence a Arjuna para pelear, no para convertirse en gacetillero. ¡Calla ya, zoquete!, don Miguel blasfema muy mal, ¡pisaverde!, blasfema como un meapilas, ¡lechuguino!, su ira se dilapida en gruñidos sin filo. Al final me sorprende con una humorada: me voy a aparecer hasta que escribas, no, peor aún, voy a espantar todas tus ensoñaciones marranas, me plantaré en tu umbral onírico y no dejaré entrar a ninguna mujer, maldición terrible de alguien que inundó el mundo con trece hijos y que ahora se disuelve en la niebla, justo cuando el despertador decide hacer su reglada aparición.

domingo, 21 de diciembre de 2014

Mañana de domingo soleado


    Coges el coche. Las carreteras solitarias te esperan, allá que te vas. Los árboles, el cielo inmaculado, las lejanas montañas, el frío de diciembre del que te resguardas. Vas escuchando a la Velvet (“Who loves the sun”), no sabes si eso tiene algo que ver, si te predispone: qué más da. Las gasolineras (a eso íbamos) aparecen de vez en cuando por los lados, es una presencia tosca, de colores demasiado chillones, pero no me importa: habrá que esperar a la primavera para que las amapolas se unan a la fiesta. 
       Súbitamente te acuerdas de la frase que anoche escribiste en tu cuaderno (“peor que fingir una identidad es fingir que no se tiene identidad”), y piensas en qué coño habrás querido decir con eso: te habías bebido media botella de Protos, quizás sea eso. De repente, al superar una rasante en un camino perdido sonríes: te invade esa sensación de que todo está bien, de que todo (o casi todo) tiene sentido. Ya no hace falta seguir, ya has llegado.   


viernes, 19 de diciembre de 2014

Babelia sí paga traidores

Cumpliendo con su rito anual, “Babelia” publica hoy su lista de los que considera los mejores libros de 2014. Y, con la audacia que me caracteriza, procedo a opinar sobre ella dejando bien clara una cosa: no me he leído ni uno solo de los libros que han sido elegidos como el top ten de lo publicado en España en el año que agoniza. Si eso no es desparpajo, no sé qué puede serlo…

Para empezar, una obviedad: todas las listas son discutibles. Ya, ya, pero es que ésta (cómo decirlo) ha desencadenado en mí una furia que no recordaba desde mi fugaz experiencia como delantero centro en el equipo del colegio. Repito: no me he leído los libros (creo que hay que dejarlos aposentar con el tiempo: no son pocos los reseñados en años anteriores que se han desvanecido sin dejar huella), pero hay un dato que salta a la cara del lector, por poco suspicaz que sea: de los diez libros seleccionados, siete han sido escritos por españoles: cuatro novelas (Javier Marías, Javier Cercas, Luis Landero y Antonio Muñoz Molina), una biografía (de Ortega y Gasset), una miscelánea autobiográfica (de Juan Ramón Jiménez) y (¡esto ya sí que es el colmo!)… ¡el diccionario de la RAE! No digáis que no dan ganas de gritar: ¡Gooooool de Iniesta!, o ¡A mí la legión! Ah, no quiero ni pensar en el vitriólico post que ahora mismo tiene que estar escribiendo la sargento Margaret (del blog “Patrulla de Salvación”), y más si tenemos en cuenta que de esos siete libros, cuatro (no uno, ni dos: ¡cuatro!) han salido de la pluma de colaboradores habituales del periódico. Cuando estuve viviendo en París y leía Le Monde (ah, qué tiempos aquellos) me encantó saber que, en su suplemento cultural, JAMÁS se comentaban los libros escritos por los miembros y colaboradores del periódico. A ver si nos enteramos: corrupción no es solo recalificar bosques y sacarse una pasta por ello, o desviar dinero público a jacuzzis privados: también lo es enterrar todo atisbo de imparcialidad y dejarse llevar por el amiguismo y las componendas. Y una cosa que quede bien clara: esta crítica nada tiene que ver con la calidad de los libros en cuestión, ya he dicho varias veces que no los he leído, y estoy casi seguro que (por ejemplo) el de Cercas será magnífico, y no tardaré en comprarme la biografía de Ortega. Pero (y quien escribe esto lleva coleccionando el “Babelia” desde su primer número) se me antoja una tomadura de pelo este cambalache digno de Bárcenas y su despido en diferido.
   
Uf. Qué cabreo he cogido, perdonadme, este carácter de fuego me va a traer un día un disgusto. En fin: mucho menos pretencioso, pero incomparablemente más honesto, este blog va a seleccionar aquellos libros cuya lectura, en 2014, más placer me han proporcionado y gracias a los cuales quizás soy algo menos ignorante.

FICCIÓN:




LA LIEBRE CON LOS OJOS DE ÁMBAR (2010) Edmund de Waal (Ed. Acantilado): literatura de microscopio, párrafos para ser acariciados, prosa de orfebrería.

UN DÍA EN LA VIDA DE IVAN DENISOVICH (1962) Alexandr Soljenitsin (No me acuerdo de la editorial): un libro de una valentía suicida, escrito con admirable limpieza y sin recurrir a la truculencia.

EL TEATRO DE SABBATH (1995) Philip Roth (Ed. Alfaguara): el más salvaje de los novelistas actuales. Amantes de lo políticamente correcto, abstenerse.





NO FICCIÓN:


AQUELLOS AÑOS DEL BOOM (2014) Xavi Ayén (Ed. RBA): de cuando Barcelona era la capital mundial de la novela en español. Ah, y además trae una explicación más o menos convincente de la pelea entre Gabo y Vargas Llosa.

LA MANO AZUL. LA GENERACIÓN BEAT EN LA INDIA (2008) Deborah Baker (Ed. Fórcola): Allen Ginsberg se lía la manta a la cabeza y se va a la India, con lo que el choque de trenes está asegurado.

MITOS, VIAJES, HÉROES (1981) Carlos García Gual (Ed. Taurus): Una inteligente (y accesible) puerta de entrada al complejo mundo de la mitología griega.




MEMORIAS Y DIARIOS:


DIETARIO VOLUBLE (2008) Enrique Vila-Matas (Ed. Anagrama): hay vida fuera de la biblioteca, pero a EVM no le interesa.

UN SÍ MENOR Y UN NO MAYOR (1956) George Grosz (Ed. Mario Muchnik): el más mordaz de los pintores expresionistas alemanes tuvo una vida apasionante, y la cuenta a brochazos.

EL PESO DE LA PAJA. EL CINE DE LOS SÁBADOS (1990) Terenci Moix (Ed. Círculo de Lectores): un monumental ego puede convertir una infancia y adolescencia sin relieve en una maravillosa (y desgarradora) obra de arte. 

¿Un nuevo género audiovisual?

             Suelo llegar tarde a todo. No, no se trata de una confesión tipo Impuntuales Anónimos, es otra cosa más, euh, conceptual. Sin necesidad de entrar en el análisis de mis vicisitudes existenciales (que, por otra parte, no interesan a nadie), reconozco que en materia de modas culturales siempre estoy muchos pasos por detrás de esos enterados que olfatean las tendencias más novedosas (¡por allí resopla!) y se lanzan en su estela abandonando la que hasta aquel mismo momento constituía su identidad y que en cuestión de minutos queda obsoleta y caduca. No es mi caso, yo suelo llegar tarde a todo, repito ¿Ejemplos? Todos los que queráis: escritores que solamente leo cuando les dan el Premio Nobel, cineastas a los que empiezo a frecuentar inducido por la vehemencia de los panegíricos que les dedican, grupos musicales cuyo CD me compro justo en el momento en el que se anuncia su disolución. Vaya, hombre, me digo, a ver si la próxima vez estoy más espabilado. Pero no, es como si me empeñara en untar de crema retardante las fanfarrias que anuncian la salida al mercado de algún producto cultural, esperando que el transcurso del tiempo lo decante. Yo soy así, qué le vamos a hacer, alguna virtud tendré.

            Por lo tanto, no ha de sorprender que también descubriera a calendario pasado esa nueva forma de narración audiovisual que suele asociarse al canal de televisión por cable y satélite HBO, propiedad del gigante de la comunicación Time Warner. Bueno, a ver, maticemos: mi desdén por la no sé si mal llamada “caja tonta” (quizás provocado porque he trabajado en ella casi ocho años) me impidió, en un principio, interesarme por la tonelada de adjetivos laudatorios que prácticamente todos los críticos de cine y TV derramaban sobre las producciones de dicha cadena estadounidense. “Un nuevo género narrativo”, aseguraban algunos. “El futuro de la industria audiovisual”, requintaban otros. Según dictaminaban los expertos, con las carteleras cada vez más orientadas hacia un público adolescente cuando no directamente infantil, la narrativa cinematográfica de calidad parecía refugiarse en este nuevo modelo, híbrido de cine y televisión. De ésta última habría heredado la división en capítulos (con una duración casi estandarizada de una hora, frente a los 25 minutos aproximados de las sitcom), la emisión semanal y la programación por temporadas (siempre y cuando el producto gozase del apoyo de la audiencia, circunstancia cada vez más difícil de asegurar a priori). De cine adopta un sistema de trabajo y unos criterios de calidad (en todos los aspectos: guión, casting, fotografía, música, ambientación, y, especialmente, presupuesto) muy alejados de la ramplonería que tanto abunda en la televisión. Bueno, bueno, decía yo al leer esa catarata de ditirambos, ya será menos: dicho novísimo género ya estaba inventado muchos años atrás, desde que los británicos (¡un hurra por esa panda de excéntricos comedores de sándwiches de pepino y bebedores de cerveza tibia!) nos regalaran aquellas dos maravillas que fueron “Yo, Claudio” (de 1976) y, cinco años después, “Retorno a Brideshead”, dos producciones de altísima calidad que un adolescente JCM vio arrobado, hasta tal punto que, tras el visionado de la segunda, hasta se planteó la posibilidad de hacerse homosexual, posibilidad que desechó con prontitud, para inmensa alegría de su novia de entonces. Ambas series respondían a dos modelos ya muy consolidados: la edificante historia del emperador tartamudo era, en realidad, teatro filmado, mientras que la versión de la obra de Evelyn Waugh entroncaba en la tradición de irreprochables adaptaciones televisivas que, ya por aquella época (y salvando todas las distancias), abarrotaban TVE con las obras de Vicente Blasco Ibáñez (“Cañas y barro”), de Gonzalo Torrente Ballester (“Los gozos y las sombras”) o de Emilia Pardo Bazán (“Los pazos de Ulloa”). Concebidas como un todo planificado, con el principio y el final perfectamente delimitados en una única temporada, y basadas en textos de reconocida solvencia, se trataba de series muy literarias a la par que respetuosas con los códigos de la televisión, entrañables antiguallas de aquel idílico mundo antes de internet, y que de vez en cuando reponen para que nos emborrachemos (snif) de nostalgia analógica.

    Damos un salto en el tiempo, y nos plantamos a comienzo de los años noventa del siglo pasado, en la antesala de la década más anodina que imaginarse pueda, y que abarca desde la caída del muro hasta el derrumbamiento del World Trade Center. En 1990, ese marciano que responde (cuando quiere) al nombre de David Lynch asombra al mundo con una de sus criaturas más extrañas (lo cual tiene mucho mérito,  teniendo en cuenta cómo es su camada): la serie televisiva “Twin Peaks”. No hablaré mucho de ella, pues también me la perdí (ahora no me acuerdo porqué, supongo que tendría algo que hacer), pero el misterioso asesinato de Laura Palmer y las vicisitudes de su investigación vinieron envueltas en un novedoso formato: la idea original de Lynch (concebida ex profeso para este proyecto: nada de resguardarse en clásicos literarios) fue desarrollada en treinta episodios divididos en dos temporadas, una especie de work in progress que iba creciendo en virtud de los guionistas (el autor solo escribió y dirigió el primer episodio de cada temporada) que iban haciéndose cargo de la trama. El colosal éxito de “Twin Peaks” revolucionó muchos de los apriorismos que separan el cine de la televisión, y es la fuente primigenia de la que abrevan, con mayor o menor fortuna, las series de la HBO.

            Pasaron los años, doblamos el cabo del nuevo milenio, vivimos acontecimientos históricos y también banales (más de estos últimos que de los primeros), todo se volvió sospechosamente digital. El camino trazado por Lynch empezó a ser frecuentado por iniciativas como “Perdidos”, de enorme éxito por lo que oído decir, que yo tampoco la vi (¿he dicho ya que por razones que desconozco soy incapaz de detectar el zeitgeist cultural, por mucho ruido que haga?), y, especialmente, “Los Soprano” (¡os juro que ésta la veré en cuanto pueda, anda que no me gustan a mí las de la Mafia!), que consolidaron un género que hoy, contrariamente a lo que sucede con el séptimo arte, vive momentos de esplendor.

            No seamos ingenuos: no son solo razones artísticas las que condujeron a la implantación de este nuevo formato. Llamadme cínico si queréis, pero las imperiosas necesidades de rentabilidad comercial y las nuevas reglas del mercado audiovisual (el dinero, vaya) también tuvieron mucho que ver con este feliz acontecimiento. Obviamente, el enorme desembolso económico que supondrán estas series solo está al alcance de potentes cadenas de entretenimiento (y desde luego muy lejos de las asfixiadas arcas de las televisiones públicas europeas), y la progresiva desafección del espectador a desplazarse a las salas de cine, pudiendo tener en casa su espectáculo favorito, también ha contribuido. Supongo (pero ahí sí que no me atrevo a afirmar nada, soy lego en la materia) que también ayudará que estas series, al estar destinadas a un público más maduro (y por tanto con mayor nivel de ingresos) que las películas que se estrenan hoy en día (mayoritariamente concebidas para adolescentes), son menos pirateadas: es una hipótesis que no puedo argumentar con datos fiables, eso que conste, pero me huelo que algo de eso hay.

            Pero llegamos al día en el que, por fin, me decido a ver mi primera serie HBO. Bueno, no voy a mentir: no lo decidí yo, mi novia se empeñó en que la viera. Llamadme calzonazos si queréis, pero es así. Elvira ya había disfrutado la primera temporada (estrenada en abril de 2011), la tenía grabada, se había leído los libros de George R.R. Martin en los que estaba basada, y se ve que le salía más a cuenta volver a verla conmigo antes que (no cito textualmente, es una recreación) soportar mis rollos de después de cenar. Las cifras que había leído sobre el rodaje de “Juego de tronos” eran, sencillamente mareantes: la primera temporada había costado 60 millones de dólares (solo el episodio piloto se había elevado hasta los diez millones), el censo de los personajes principales excedía al del Orfeón Donostiarra y los Sabandeños juntos, tenía localizaciones en Marruecos, Islandia, Irlanda, Croacia... En fin, la repanocha. Pero como los manuales de armonía doméstica (mi favorito es “The Modern Couple Holistic Blissfulness Syllabus”) recomiendan hacer cosas juntos, pues accedí (eso sí, no pude por menos que mascullar que a ver cuándo íbamos al Calderón para compensar).

        Reconozco que tardé un par de capítulos hasta que entré en materia: no soy aficionado a lo fantástico, y las ficciones ambientadas en la Edad Media (o lo que los norteamericanos entienden por Edad Media, eso que llaman Sword & Sorcery) terminan por estragarme, los castillos y las armaduras me dejan un poco frío. Pero como vimos la primera temporada en una semana, a razón de dos capítulos por noche, no tardé en apreciar las ventajas que ofrecía esta nueva fórmula: personajes más complejos, posibilidad de aumentar las tramas (que en los libros, según me contaba Elvira, son casi innumerables), apabullante dirección artística, un guión escrito a cuchillo y lleno de frases memorables… Para mi tranquilidad, los elementos fantásticos estaban dosificados con cuentagotas, y me agradó comprobar que la serie rompía una regla no escrita de la narración: los personajes principales dejaban de ser intocables, y podían morir en cualquier momento. David Benioff y D.B. Weiss eran los creadores y productores ejecutivos (y guionistas, junto con otros, entre ellos el propio George R.R.Martin) de la serie en cuanto producto televisivo, los showrunners, por utilizar un término diseñado casi ex profeso para este nuevo género. Hum, un cambio sutil, pero interesante: si en las películas convencionales el impulso motriz corre de la cuenta de los productores, en “Juego de tronos” y en otras series de la HBO son los escritores los que crean el concepto. Hasta cierto punto tiene su lógica, habida cuenta la preponderancia del guión en el acabado final. Y a fe mía que no defraudaba: tras el reclamo de los dragones y las matanzas latía un grand guignol sangriento trufado de reflexiones sobre la política y la sociedad que podrían haber firmado Maquiavelo o Hobbes, y en el que no se edulcoraba ni el sexo ni el lenguaje altamente ofensivo. Los actores, ninguno de los cuales era excesivamente conocido antes de empezar la grabación (la única cara medianamente famosa, y eso sería mucho decir, era la de Sean Bean, conocido por su papel de Boromin en “El señor de los Anillos”), están a la altura del esfuerzo presupuestario, y la respuesta popular fue, sencillamente, entusiástica: baste decir que Pablo Iglesias cita con frecuencia la serie (más que los libros en la que está basada) a la hora de ejemplificar en qué consiste la descarnada lucha por el poder (hemos pasado de la lucha de clases a la lucha de clanes: o tempora, o mores…).

            Pero volvamos a “Juego de tronos”. O, más exactamente, volvamos a mis peripecias con la serie. Si el visionado de la primera temporada me ofreció todas las ventajas del nuevo formato, las tres temporadas siguientes tuve que  padecer el único inconveniente que lo ensombrece: se me obligó a plegarme a los horarios dispuestos por los programadores de Canal Plus y organizar mi caótica vida para estar cada lunes, a las diez y media de la noche, frente al televisor. No se trata de una cuestión de indocilidad: cuando entro en una sala de cine asumo que la trama que me va a ser propuesta podrá ser más o menos simple, más o menos compleja, pero voy a disfrutar sin interrupciones de la habilidad (o voy a padecer la torpeza) con la que ha sido resuelta. Llamadme puntilloso, pero yo soy así: más que el prurito de mantener la emoción o el suspense, entiendo que lo que está en juego es la atmósfera que rodea a toda narración como la nube rodea al cerro, y entiendo que tan sutil envoltorio se pierde si dejas que transcurra una semana entre uno y otro capítulo. En las series de antaño, menos ambiciosas y con unos personajes más estereotipados, esa atmósfera no tenía fecha de caducidad, no había desarrollo dramático que hubiese alterado sustancialmente el núcleo de la narración: los seis protagonistas de “Friends” eran, en el último capítulo de la serie, básicamente los mismos que habían comenzado muchas temporadas atrás. En “Juego de tronos”, gracias a su riqueza argumental, los personajes van cambiando, van fluyendo al compás de las tramas, y una cesura (aunque sea solo de una semana) es tan mortífera como podría serlo una siesta del cocinero para la pormenorizada elaboración de un guiso. Por resumir: vi con agrado (con mucho agrado incluso) las temporadas segunda, tercera y cuarta en su exhibición semanal por Canal Plus, pero sentí que esa cita demorada de los lunes alteraba mi  percepción de la serie, la hacía más liviana, menos compacta. Quizás esté siendo demasiado pejiguero (me lo dicen mucho), qué le vamos a hacer…

            Otra cosa no, pero yo aprendo de mis errores (a pesar de lo que diga quien yo me sé). Por lo tanto, cuando comencé a escuchar las virtudes de “True Detective” ya estaba avisado, y  me negué a ver la serie cuando fue estrenada (en enero de 2014) y aguardé, con la paciencia con la que la libélula espera el amanecer del loto sobre el estanque a medio desecar (no me preguntéis qué demonios quiere decir esto: se lo he escuchado a Deepak Chopra en una cassete que compré en una gasolinera, supongo que tendrá algún significado así como oriental). A lo que vamos: alquilé la famosa serie, concebida por el novelista Nic Pizzolatto (que, y esto es una novedad, firma todos los guiones) y dirigida por Cary Fukunaga (que, en aras de mantener la coherencia visual, se ha encargado de todos los capítulos). Ocho episodios, calculé, a dos por noche. Fue curioso: al organizarme así las próximas cuatro noches de mi vida te das cuenta que vas a crear un vínculo casi personal con unos personajes de ficción y con el creador que les dio a luz, una relación que va más allá del mero entretenimiento, anulas la posibilidad de salir esas noches al teatro o a tomar copas (ya no digamos el adulterio o encabezar una revolución), te entregas y, por tanto, elevas el nivel de exigencia. Hum, pensé mientras le daba al play, lo mismo me estoy excediendo en expectativas, y eso no conviene, ya lo creo que no.

            Ambientada en las zonas rurales del sur de Louisiana, infectadas de manglares y de fanáticos religiosos, “True Detective” nos cuenta, en tres rodajas temporales bien definidas, la historia de una pareja de policías, el terrenal Martin Hart, encarnado por Woody Harrelson, y el muy pirado Rustin “Rust” Cohle, al que presta cara Matthew McConaughey, en una interpretación que le ha valido todo tipo de alabanzas. Sabiamente barajadas, las tres tramas temporales completan el puzle de un asesinato ritual que Martin y Rust resolvieron en 1995, y al que seguirá la pelea entre ambos de 2002 (sí, hay una mujer de por medio, cómo no) y su inesperado reencuentro en 2010, en circunstancias que no revelaré para no incurrir en eso que ahora se llama “spoiler”.

            No lo haré si desvelo el, para mí (y en eso no creo ser demasiado original) mayor atractivo de la serie: la fascinante mezcla de marine justiciero y sociópata atiborrado de malas lecturas de Cioran que desempeña McConaughey. Rozando siempre la sobreactuación (y cayendo a veces en ella: qué coño, parece decirse, vale ya de introspección), y gracias a unos rasgos que con los años se han ido puliendo como guijarros de río, el antiguo niño bonito de Hollywood nos suministra uno de esos personajes que, por sí solo, elevan una trama por otra parte no excesivamente original, y que se apoya en ese McGuffin que son los asesinos en serie, verdadera bendición para los guionistas perezosos. Las reflexiones del detective Cohle, que bien podrían venir firmadas por un Nietzsche al que hubieran impedido cantar bingo por un solo número, y su actitud disolvente ante los valores que idolatra, bien es verdad que a borbotones, su colega Hart son lo más novedoso de la serie, y suplen con creces el cansancio que provoca en el espectador el enésimo crimen pseudosatánico que asoma a la pantalla. Una cuidadosa fotografía y una banda sonora (firmada por T-Bone Burnett) que recuerda a un tenedor raspando una pizarra dan lustre a un producto de cejas altas, poco apropiado para compartir con los niños una tarde de domingo.

            Repito: yo llego tarde, pero cuando llego, me quedo. Es decir, que tras ver “Juego de tronos” y “True Detective” ya me siento autorizado a dar mi opinión sobre este nuevo formato. Que está bien, no digo yo que no, pero dejadme que añore el ejercicio de precisión al que se ven obligados los cineastas a los que vamos a llamar tradicionales, constreñidos a embridar su supuesto torrente creativo en una duración determinada de minutos, normalmente alrededor de cien, últimamente media hora más (¿querrá eso decir que los directores y guionistas de hoy en día tienen más ideas que los de antaño?: permitidme que lo dude). Mucho me temo que los showrunners de la HBO, sabiendo que carecen de tal barrera, inevitablemente tenderán a la prolijidad superflua y al manierismo. Sin ir más lejos, en la muy ajustada “True Detective”, las piruetas verbales de Rust fascinan al principio (¡un librepensador rabiosamente ateo en pleno Bible Belt!), pero poco a poco se convierten en redundantes: eh, me vi obligado a apostrofar al aparato de televisión, que ya lo he pillado. Es más, parece obvio que todo el concepto de la serie podría haberse contenido en una película convencional sin tener que sacrificar su esencia (aunque admito que la selva argumental de “Juego de Tronos” no sería fácil de llevar a las salas de cine).

            ¿Conclusión? Bueno, yo no soy muy de conclusiones, yo soy más de finales abiertos. Pero si me preguntan por las bondades de este nuevo género televisivo que tantos parabienes concita, os rogaría que me lo preguntaseis dentro de tres meses y medio: acabo de alquilarme las dos primeras temporadas de “Mad Men”, todas las de “The Wire”, las chorrocientas de “Los Soprano”, “Roma”, “The Walking Dead”, “House of Cards”… Yo, cuando me documento, me documento.        

jueves, 18 de diciembre de 2014

Hoteles de una sola noche

            En mis viajes suelo dormir muchas veces en hoteles de una sola noche. Con los años todos ellos se mezclan en un magma indiferenciado de camas pasajeras y recepcionistas intercambiables, pero si agitas un poco la memoria puedes llegar a singularizarlos, a poner cara a aquel cuarto que, durante unas horas irrepetibles, te sirvió de refugio y afirmación, fue la manifestación palpable de que tenías un lugar en el mundo, un lugar provisional, un lugar puede que postizo, pero lugar al fin y al cabo.

            Esas habitaciones de lance parecen todas iguales al viajero desdeñoso, al viajero que desprecia los hoteles por considerarles la refutación del domicilio, el reverso tenebroso de esa conquista de la civilización que salvaguardan las hipotecas y los planes de jubilación. Pero todos los hoteles de una noche guardan algo, una pequeña sorpresa, una disposición más o menos arbitraria de los elementos, un cuadro equivocado, un espejo al que falta el azogue, el primoroso dibujo de flores con el que se pretende ennoblecer a la plebeya jarra de agua, una ventana que no se abre. Puede que sea el ánimo del viajero quien ponga donde no hay, quien dé lustre a un cuarto espartano. Pero ese cuarto al que tan alegremente se ha calificado de espartano nos ha estado esperando pacientemente tras un día infernal de trenes y polvo, de incomprensiones y comida sulfurosa. Y cuando llegamos a él y dejamos caer la maleta sobre la cama, un orden precario viene a consolarnos, un orden que apenas será un interregno, pues mañana volveremos al círculo sin final de los transportes deslavazados y el calor asesino. Pero durante una noche se nos permite entrar en una disposición espacial a la que no hemos contribuido, pero que nos acepta en su seno sin hacer preguntas.
            No recuerdo ni una sola ocasión (por mucho que haya sido el cansancio, por breve que fuera a ser mi estancia) en que no haya tratado de organizar, siquiera someramente, esa habitación de una noche. Cuanto menos tiempo tenemos más afloran nuestras manías, y el viajero concentra en unos pocos objetos toda una biografía de rarezas. Nos plantamos en mitad del cuarto, miramos con atención, allá que te vamos: pasamos la lámpara de la mesita izquierda a la derecha; exiliamos al fondo del armario ese jarrón pinturero con el que pretenden enaltecer nuestra vista; sacamos al balcón esa silla aviesamente diseñada para mortificar la columna vertebral.  En mi caso, confieso la irreprimible necesidad de buscar una estantería para los libros que se apelotonan en mi maleta, es como si su muda compañía me reconfortara. Si no pesa demasiado cambiamos de lado el sofá, simplemente por la necesidad de demostrar nuestra implicación con esos escasos metros cuadrados que ahora son nuestra patria, una patria sin bandera y que camina de forma irreversible hacia su autodisolución en cuanto recojamos las cosas a la mañana siguiente. Pero no podemos evitar dejar nuestra huella, enmendar la plana al inexistente decorador que ha estipulado que esto va aquí, y aquello va allí: veleidades de autoría. No, de eso nada, durante una noche esta es mi casa, y tiene que reflejar mi cosmovisión. Y por muy pedante que parezca, la cosmovisión también puede expresarse por la forma de colocar las toallas, o de intercambiar la posición de los cuadros. Así está mejor, asentimos al fin.    

            Dormimos tranquilos en los hoteles de una noche. No nos exigen más que un poco de dinero, un acto mercenario por el que nos convertimos en efímeros inquilinos. Mañana vendrán otros a ocupar nuestro sito, a cambiar las cosas a su forma y manera, están en su derecho. Pero al recoger los bártulos, en esa última mirada que echamos a la habitación hay un atisbo de agradecimiento, de tibio cariño. Pocos días después ya la habremos olvidado, incorporándola al centón de hoteles que hemos frecuentado. Pero esa habitación anónima fue nuestro hogar por una noche, una noche en la que quizás sin darnos cuenta fuimos felices. 

miércoles, 17 de diciembre de 2014

"Siete delitos", de Pitigrilli (ed. Planeta, 1972)

            Es difícil que alguien se tome en serio una crítica literaria cuando su primera referencia es el “Selecciones del Reader’s Digest”, ya lo sé. Pero fue en dicho prontuario de devoción capitalista donde descubrí, allá por finales de los años setenta, a Pitigrilli (Turín, 1893). Entre artículos tan interesantes como “Yo, el hígado”  y docenas de chistes anticomunistas, se publicitaba una colección de novelas humorísticas entre las que destacaba alguna que luego supe obra maestra (“El hombre que fue jueves”), rodeada de otras que hoy han caído en el olvido, salidas de plumas tan inenarrables como las de Álvaro de Laiglesia (“Yo soy Fulana de Tal”) o el temible Ángel Palomino (“Madrid, costa Fleming”: ¡qué obsesión con el puterío tenían aquellos escritorzuelos falangistas!). Con los años intenté encontrar algo de Pitigrilli, pues me intrigaban algunos de los hiperbólicos elogios que le dedicaban sus colegas, pero no hubo forma, había desaparecido de las librerías españolas. Y hete aquí que, en una casa rural que habíamos alquilado para sobrellevar el fin de semana, di con “Siete delitos”, publicado allá por 1972 en la (suspiro de nostalgia) remota colección “La Nariz”, de la Editorial Planeta, el último refugio del humor inteligente antes de ser desalojado de nuestro menú por las casetes de Arévalo. El gusto por la paradoja (muy chestertoniano) está presente en la nouvelle que da título al volumen, así como en los relatos breves que lo completan, y que nos descubren a un autor cínico y cosmopolita, poco apegado al humor de garrafón, y que en algunos textos podría pasar por un Borges al que se le hubiera ido la mano con el Campari. Más ingenioso que divertido, Pitigrilli ha quedado deliciosamente obsoleto, engrosando la lista de aquellos autores cuyos libros solo pueden encontrarse en las alacenas de las casas rurales, puestos allí por el propietario para hacer bulto, convencido de que nadie se los va a robar.  




sábado, 13 de diciembre de 2014

Dioses tutelares

Seamos agradecidos, y comencemos el trayecto haciendo justicia a todas aquellas influencias intelectuales que han convertido a JCM (el maquinista de este blog) en lo que hoy es. La lista no es exhaustiva, pero sí es intensiva: 

Paul Bowles, Françoise Hardy, Christopher Hitchens, Fernando Pessoa, Chesterton, Paolo Conte, Virginia Woolf, los singles de 45 r.p.m., Jaime Gil de Biedma, la terraza del bar "Taros" (Essaouira - Marruecos), Luis Aragonés, mi maleta roja, Serge Gainsbourg, Jorge Luis Borges, H.P.Lovecraft, Aretha Franklin, la resaca a veces ligera a veces respetable de los domingos por la mañana, Chrissie Hynde, Robert Byron, Emir Kusturica, el arte islámico, The Clash, Roberto Bolaño, Vainica Doble, Garcilaso de la Vega, Michel Houellebecq, la extinta coctelería "Fugger" (Madrid), Woody Allen, el espetero de "El Zagal" (El Palo -  Málaga), Julio Cortázar, Kiko Veneno, Antony Beevor, el sexo atolondrado, Emil Cioran, Tony Judt, Eduardo Arroyo, Emily Brönte, Jimi Hendrix, George Mallory, un chiringuito sin nombre en Baracoa (Cuba), Kevin Ayers, Rafael Sánchez Ferlosio, Cecilia, Federico García Lorca, Desmadre 75, Fernando Savater, Bob Dylan, los mapas antiguos, el bar "Casa Pepe" a.k.a "Los pescaítos"(Alcalá de Henares), Leonard Cohen, Rufus T. Firefly, Ramón María del Valle-Inclán, Benarés, el restaurante "Donzoko" (Madrid), Radio Futura, la transición española, Venecia, Rudyard Kipling, las ruinas de Hampi (sur de la India), el champagne Veuve-Clicquot (cualquier añada), el teatro del absurdo, las azafatas, Gabriel García Márquez, Francis Bacon (el pintor), Adriano Celentano, el retrato renacentista italiano, el Café Central (Madrid), David Bowie, la Puch Minicross de 49 c.c., Anne Sexton, la paella, Javier Krahe, Dr. John, el bar "El Pedal" (Santa Pola, Alicante, España), Manuel Vicent, Ute Lemper, Ruy González de Clavijo, la bossa nova, las películas de José Luis López Vázquez y Gracita Morales, la sensación de estar ligeramente desubicado, Mircea Eliade, J.M. Fonollosa, Mario Vargas Llosa, Emma Thompson, las berenjenas con miel de caña, Miguel de Cervantes, Jep Gambardella, la Rue Mouffetard (Paris), Eddie Harris, Boris Vian, Billy Wilder, Fanfare Ciocarlia, Martin Amis, Los Brincos, Sir Richard Francis Burton.



En "Casa Pepe", en 2004
  

viernes, 12 de diciembre de 2014

Intro: Amapolas & Gasolineras


Ya puedo escuchar vuestros reproches: ¡otro blog! ¡Otro ego necesitado de proclamar a los cuatro vientos sus esclarecedores puntos de vista sobre esto y aquello! ¡Otro ladrillo para reforzar el muro de la cacofonía universal! Bueno, a ver, no nos pongamos estupendos: es evidente que internet ha multiplicado hasta la exasperación las voces que, cual taxistas acodados en la barra de un bar, pontifican sobre cualquier tema que se tercie, con o sin fundamento. Y que la libertad de expresión, hasta hace unos años un derecho inalienable conseguido gracias a la esforzada pelea de nuestros antepasados, hoy ha devenido casi en una obligación, convirtiéndonos en una ciudadanía de opinadores profesionales, de tertulianos non-stop, de oradores Duracell. ¡Y, con esos antecedentes, yo me atrevo a proponeros un espacio de (atentos a la frasecita) “búsqueda y reflexión sobre las cosas que de verdad importan: los libros, la música, el cine y los viajes!”. Amos vete, salmonete, exclamaréis muchos, a otro perro con ese hueso, os burlaréis otros, delete, clickaréis los más expeditos. Sí, ya, claro que os comprendo: el estrés, la sobreabundancia de información y la escasez de tiempo, la desconfianza (qué querrá venderme éste), el hartazgo de ordenador… Muchos son los motivos para eludir este blog que hoy vengo a presentaros, pero perdonadme la audacia de pediros unos pocos minutos de atención al día para aparcar los problemas cotidianos y, en lugar de entregaros a la televisión o a la angustia vital, sacaros un billete para el Muñoz Express, un transporte ni muy moderno ni muy veloz, pero en cuyo vagón-cafetería servimos exóticos combinados (todos rigurosamente alcohólicos, faltaba más) que podréis degustar mientras leéis este blog y contempláis distraídamente el paisaje, en el que de vez en cuando asoman los perdigonazos de unas amapolas o la inquietante geometría de una gasolinera.

Agradecido, vuestro seguro blogger JCM. 




Málaga, septiembre 2014