martes, 8 de diciembre de 2015

“Limónov”, de Emmanuel Carrère (Anagrama, 2013)


            No deja de ser curioso (incluso le dedicó una biografía) que una de las referencias de Emmanuel Carrère (París, 1957) sea Phillip K. Dick, una de las mentes más imaginativas de la literatura del siglo XX. Frente a los delirios y las fabulaciones del norteamericano, su biógrafo ha construido una sólida carrera sobre un género que se popularizó en la estela de “A sangre fría” y que, hoy en día, ha desembocado en una verdadera avalancha de libros etiquetados como “novelas biográficas” o “biografías noveladas” (piénsese en “La fiesta del Chivo”, o “Anatomía de un instante”), en los que, y ahora se entenderá la mención a Dick, la imaginación ha cedido el mando al estilo, a la eficacia narrativa, que, en el caso de Carrère, es innegable. ¿Para qué crear peripecias cuando tu personaje (como es el caso del inclasificable Eduard Limónov) ha tenido una vida que excede toda invención? Y si además esa vida te sirve como perfecto correlato de los últimos cuarenta años de historia de la URSS / Rusia, pues miel sobre hojuelas. Ya en “De vidas ajenas” (el título es toda una declaración de principios) y en “El adversario”, Carrère demostraba un olfato finísimo a la hora de recurrir a historias verdaderas a las que aplicaba el barniz de la creación novelística, aderezado con algunos toques del Nuevo Periodismo: el resultado era magnífico, tal y como acreditan la cantidad de premios que han recibido sus libros. Es cierto que en “Limónov” nunca sabes cuál es la droga que te engancha, si las volteretas vitales del personaje (¿es un personaje?: en realidad es una persona) o la pericia con la que el autor (¿es un autor?: el DRAE lo define como “el que inventa alguna cosa”) ordena los materiales que se le suministran. Pero qué más da: Carrère escribe de puta madre, que es lo que importa, y las sutilezas terminológicas es mejor dejárselas a los eruditos, con su pan se las coman. 


viernes, 4 de diciembre de 2015

Dos cuadros

 Sonará muy pomposo, pero entro en el Museo del Prado con la sensación de que éste es el único lugar en el mundo en el que me siento completamente seguro, a resguardo de yihadistas, acreedores y señoritas empeñadas en hacerme (¡qué manía!) el test de paternidad. En cuanto entrego en la consigna mi abrigo alcanzo un estado de euforia, casi de ingravidez, ni siquiera una excursión de ruidosos niños me alcanza, estoy muy por encima de las inquietudes humanas. Incapaz de elegir entre la fabulosa oferta de cuadros, me dejo llevar cual leucocito por el sistema linfático de un hipertenso (me lo he inventado, que quede claro: de medicina no tengo ni idea). Al girar por una de las salas veo un cartel con “La gran odalisca”: me anuncia la exposición dedicada a Ingres, y allá que te voy.
No creo que sea necesario que presente a Ingres, uno de los pocos pintores clásicos respetados tanto por impresionistas como vanguardistas en general. La selección de cuadros es apabullante: retratos hagiográficos de Napoleón (¡con la mano metida dentro de la chaqueta comme il faut!), alegorías medievalistas muy del gusto de la época, desnudos femeninos de todo tipo (incluyendo el muy audaz “El baño turco”)… El pintor francés se adentra con mano maestra en la apoteosis de la carne, gracias a una serie de cuadros de erotismo adulto que convierten el calendario Pirelli en la tosca fantasía de un adolescente granujiento. Como curiosidad, la exposición también explora la vertiente religiosa de su obra: “Virgen adorando la sagrada forma” o “Jesús entre los doctores” son dos muestras impagables de que un artista del siglo XIX podía, al mismo tiempo, ser profundamente sensual y un fervoroso cristiano. Hum, ahora que lo pienso, esa capacidad para integrar ideas tan opuestas se perdió en el siglo XX, donde la exigencia de autenticidad y coherencia fue una de las reglas básicas, dando lugar a artistas enormemente libres, pero también enormemente predecibles. En fin, no se puede tener todo (supongo). 
Pero la joya de la corona de la exposición es, sin ninguna duda, el retrato de Louis-Françoise Bertin, un adictivo imán para los ojos ante el que permanezco un buen rato, fascinado por ese pelo al tresbolillo y esa postura de gato a punto de saltar sobre el descuidado ratón. El señor Bertin nos mira con una mezcla de desfachatez y desafío muy propios de la clase social a la que representa (la burguesía enriquecida que superó todas las piruetas políticas de comienzos de XIX en Francia) y del estamento laboral en el que desarrolló su actividad (la prensa, ese cuarto poder que tan decisivo iba a ser a partir de entonces). Me tengo que remontar a los retratos del renacimiento italiano para encontrar una intensidad tal en la mirada: bien visto, los propietarios de periódicos fueron los herederos de los antiguos condottieri, y gracias a ellos se encumbró (y luego defenestró) a la clase política de la época. Estamos ante uno de los últimos grandes retratos de la Historia del Pintura, ya que, pocos años después, se popularizaría la cámara de fotos, y los pintores, para no morirse de hambre, tuvieron que inventarse ese coñazo del retrato subjetivo: a otro perro con ese hueso.
Mientras recobro fuerzas con un refrigerio en la cafetería del Museo, advierto que hay otra exposición, esta de muy distinto signo, dedicada al Divino Morales. Uf: con la excepción de las baladas heavys, no hay un género artístico que me irrite tanto como la pintura religiosa española. Ya sea en un museo diocesano o en la sala de estar de cualquier andaluz, esos cristos dolientes y esas magdalenas llorosas me ponen de los nervios, no lo puedo decir de otra forma. En fin, que ya que estoy aquí, pago mi café y mi napolitana de chocolate (¡cinco euros y diez céntimos por esto! ¿Viene con un Velázquez de regalo o qué?, le espeto al camarero), y me meto a ver la exposición, si no me gusta me largo y santas pascuas.
Al primer golpe de vista se confirman todos mis temores: Jesusitos almibarados, vírgenes de guardarropía, santos alopécicos, escenas de contrición y martirio. Me abruma esa sensación de pegajosa religiosidad que te asalta en cualquiera de nuestras iglesias, y de la que no te libras hasta la tercera ducha. El extremeño Morales (contemporáneo de Carlos V y Felipe II) dedicó su carrera a suministrar cuadros al por mayor para iglesias y conventos, por lo que no se planteó grandes aventuras artísticas ni retos estilísticos, las innovaciones no dan de comer, pensaría juiciosamente. Probablemente su estilo estuviese por encima del de sus colegas (de ahí su mote de El Divino: mote que, por cierto, comparte con Francisco Vallés, el médico que aún hoy da nombre a un hospital en Alcalá), pero no puedo decir que me entusiasme, al contrario, a los dos minutos estoy harto de vírgenes y natividades, es como vivir dentro de un belén, qué agobio.

Pero

(Siempre hay un pero)

Pero de repente… harto como estoy de iconografía con olor a cirio, abro los ojos como platos al toparme con “Cristo, varón de dolores”, un cuadro traído del Minneapolis Institute of Arts que me deja fascinado (y cuando digo fascinado, quiero decir fascinado). Hartos como estamos de ver representaciones canónicas de la crucifixión, esa imagen de Cristo sentado con las piernas cruzadas (¡con las piernas cruzadas!) y la cara apoyada en la palma de la mano como si fuera un novelista primerizo posando para la solapa de su libro me atrapa  inmediatamente. Solo le falta un cigarrillo entre los dedos de su mano derecha para convertirse en una figura de Edward Hopper, una especie de alegoría de la soledad o de la melancolía, de alguno de esos sentimientos que tanto abundan en otoño. No soy experto en la pasión de Cristo, pero en este cuadro (en el que, a pesar de que también aparece la cruz y algunos útiles de carpintería, no sabemos si está concebido antes o después del martirio) es como si el CEO de la Cristiandad se estuviera planteando alguna duda existencial de mucho calado: qué hago yo aquí, o quién me mandaría meterme en este fregado. En definitiva, un cuadro de una modernidad apabullante, que me ayuda a salir de la exposición dando una zapateta de alegría y confirmando ese refrán tan sabio que dice que nunca se sabe por dónde puede saltar la liebre.         

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Estampas británicas nº 2: The ladies who laugh


            Empecemos con un recuerdo personal: es agosto de 2011, y estoy en Phuket (Tailandia), donde he viajado con María. Nos acercamos a una de esas Full Moon Parties, una fiesta en la que abundan el alcohol y la desinhibición. La mayoría somos europeos, aunque también se distinguen australianos y algún que otro norteamericano, todos bajo una luna llena que se pelea contra las amenazadoras nubes. Una multitud que no sabría cuantificar se contorsiona sobre la playa al ritmo de la abominable música electrónica, mayormente vestidos con ropas de color fluorescente y monados hasta las trancas. La media de edad es bastante joven, pero mantengo el tipo parapetado tras mis gafas de sol, como si la cosa no fuera conmigo: tarde o temprano pondrán rock’n’roll, me digo (y no). Tras una hora larga de baile distingo junto a nosotros, en pleno furor dionisíaco, a media docena de funcionarias de Birmingham (y si no lo son, como si lo fueran), agarradas a sus mojitos y fumando como aspiradoras. Ninguna es especialmente atractiva (el detalle no resultará secundario), y acogen con razonable escepticismo las embestidas de los gigolós locales (¡uno de ellos va disfrazado de Jack Sparrow!). De repente, y en cuestión de segundos, el monzón se abate sobre la playa, y casi todos nos refugiamos en un tejadillo de cañas, esperando que se encoja la tormenta, un telón de agua pesada y furiosa que hace temblar las frágiles estructuras. Las mujeres holandesas, altas y elegantes, arreglan como pueden los desperfectos que el agua ha ocasionado en su peinado, mientras que las francesas se maquillan a toda velocidad, asustadas por haber perdido (aunque solo fuera por unos segundos) la fogosidad de su rouge. Sin embargo, las alegres chicas de Birmingham, empapadas hasta el tuétano, siguen retorciéndose impertérritas sobre la arena, al compás de las pocas notas que pueden atravesar el diluvio, riéndose sin parar, con el pelo convertido en una fregona mal escurrida, azotándose las unas a las otras sus poco torneados culos y burlándose con suavidad del resto de los turistas, que las miramos desde nuestro precario refugio con una mezcla de curiosidad y secreta admiración. No sé porqué, pero intuyo que estoy ante una de las últimas manifestaciones del Imperio Británico: su formidable capacidad para reírse de sí mismos y convertir el humor en una coraza contra las adversidades.
            Sé que suena muy cursi, incluso podría parecer un exceso retórico, pero si yo tuviera que proponer uno de esos Patrimonios Inmateriales de la Humanidad que con tanta prodigalidad se conceden últimamente, sin dudarlo nominaría el Humor Británico, así, en mayúsculas, esa maravillosa filosofía de vida que desdramatiza cualquier tentación de trascendencia y reduce todo lo humano a sus verdaderos límites de chiste millones de veces contado y recontado. Cualquiera que quiera comprobarlo no tiene más que buscar en youtube el famoso discurso de Winston Churchill en el que prometió a sus compatriotas “sangre, sudor y lágrimas” ante la perspectiva de una guerra sin cuartel contra los nazis. Más allá de las palabras angustiosas, que sin duda harían brotan más de una lágrima en los endurecidos parlamentarios, el Primer Ministro soltó algunas de sus memorables sentencias irónicas, las cuales provocaron generosas carcajadas en el Parlamento, demostrando que incluso el momento más intenso admite (siempre desde la inteligencia) una generosa rociada de sentido del humor (no voy a ser tan grosero como para comparar dicha actitud con la de nuestros políticos plasmáticos: no, no voy a ser tan grosero).
            Por lo tanto, a nadie extrañará si confieso que, durante bastante tiempo, decidí rebajar la resaca de Nochevieja descojonándome al día siguiente con los libros de Wodehouse, el más reputado de los escritores humorísticos británicos: qué mejor manera de empezar el año. Y desde entonces no ha faltado en mi dieta de lecturas anuales alguna dosis de ese indescriptible remedio contra la usura de los tiempos que te suministran unas cuantas carcajadas con sabor a sándwich de pepino. Pero ha tenido que llegar 2015 para que me haya decidido a probar una ligera variación en mi habitual cita con el humorismo británico: este año que acaba lo he dedicado a las escritoras británicas (The ladies who laugh, parafraseando la canción de Jerome Kern) que, sin ningún reparo, han entrado ya hace mucho tiempo en un terreno reservado en Europa para sus colegas masculinos, pero que en la Islas Británicas acoge a ambos sexos con similar fortuna: el humor.
     
       Empezamos por la londinense Stella Gibbons (nacida en 1902) cuya novela “Cold Confort Farm” (traducida aquí como “La hija de Robert Poste”) es un juguete cómico que bien podría haber firmado el creador de Jeeves. De la misma forma en que Cervantes utiliza el esquema de las novelas de caballerías para elevarse por encima de ellas, la Gibbons recurre a un género muy en boga: el de la novela rural, del que se burla inmisericordemente. El cottage inglés es algo más que un modelo arquitectónico, es un modelo de vida, y a su alrededor se despliegan las figuras tradicionales sobre las que con tanta certeza supo ironizar la escritora: la pequeña aristocracia rural, los capataces adustos y retrógrados, las solteronas, los párrocos de pocas luces, la jovencita rebelde e insatisfecha. En tan cerrado escenario desembarca Flora Poste, una mujer liberada y cosmopolita que pondrá todo el orden establecido cabeza abajo gracias a unas peripecias que nos aseguran unas cuantas horas de irrepetible felicidad. Tan suelta está la autora con su arte narrativo, que hasta se permite burlarse de la modernidad literaria de la época (aunque sea a través de personaje interpuesto, es hilarante su retrato de D.H.Lawrence, al que pinta permanentemente obsesionado por el sexo), llegando incluso (en un guiño a las guías de viajes) a puntuar con dos y tres asteriscos sus mejores párrafos. Y todo ello sin incurrir nunca en la pedantería o la pretenciosidad, y con un estilo que (y esto son palabras mayores) la emparenta con su estricto contemporáneo Jardiel Poncela (hum, no quiero ni pensar cómo hubiera salido el hipotético hijo de tan divertida pareja: todo menos aburrido, eso seguro).
      
      Con una producción novelística más variada que la de la Gibbons, Muriel Spark nació en Edimburgo (no me atrevo a afirmar que su sangre escocesa se nota en sus libros, ese tipo de juicios basados en la identidad se los dejo a otros más dogmáticos). Con ella empecé mal: hace unos años leí “Las señoritas de escasos medios”, y no le pillé el punto, quizás debido a que el eje medular de su comicidad pasaba por la diferencia de clases (muchos de sus párrafos estaban dedicados a los matices de la pronunciación inglesa, algo totalmente incomprensible para cualquier persona nacida en este lado del Canal, y que ya me privó de disfrutar “Lucky Jim”, la famosísima novela de Kinsgley Amis que trataba de lo mismo). Pero a la segunda fue la vencida: “La plenitud de la Señorita Brodie” (1961) es otro monumento a la ligereza con la que muchos escritores ingleses se toman la vida, actitud en las antípodas de tantos y tantos intelectuales europeas, convencidos de que poner cara de sufrir en silencio y balbucear nimiedades sobre la existencia dota de espesor sus textos. Su punto de partida es otro clásico de las letras (y de las películas picantonas): el internado femenino. Allí da clases la Señorita Brodie, que busca refinar a sus alumnas y diferenciarlas del resto de la humanidad, haciendo gala de un esnobismo tan ridículo como enternecedor. A diferencia de la Gibbons, Muriel Spark se permite algunas pinceladas de amargura (la traición de una de las niñas es parte del desenlace de la novela). Ambientada en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, “La plenitud…” puede ser considerada una novela de aprendizaje a la inglesa, y en sus breves páginas se alternan una ironía agridulce y la nostalgia por los tiempos que nunca volverán.
     
       “La familia Mitford, en su conjunto, no vino a la tierra a otra cosa que no fuera demostrarnos que la vida puede ser algo infinitamente más liviano y más grácil” (copio la frase del formidable “Pompa y circunstancia”, el vademécum de anglofilia de Ignacio Peyró). De entre las cinco hermanas Mitford, Nancy (nacida en Londres en 1904) fue la más constante y exitosa en sus propósitos literarios, y a su pluma debemos “A la caza del amor” (“The pursuit of love”, en el original: ¿no quedaría mejor La búsqueda en lugar del excesivamente predatorio La caza?), publicado en el año mismo del final de la Segunda Guerra Mundial. La novela (en parte autobiográfica) utiliza otro de esos recursos tan afines al carácter británico: la familia excéntrica. La protagonista, Linda, tendrá que aprender el difícil arte del amor, y lo hará sin perder jamás su buen humor y su entusiasmo por la vida, a pesar de los tropezones y los derrapajes. Sublimemente divertida en ocasiones, la autora no retrocede ante las adversidades, desplegando una ternura y una emoción (especialmente en la parte final) que hacen que la novela sobrevuele muy por encima de su etiqueta como literatura de entretenimiento. Tanto esta obra como las de sus hermanas son una excelente oportunidad para comprobar cómo pensaban las mujeres antes de ser abducidas por los libros de autoayuda.      
       
     Muy posterior en el tiempo, y con mucha más mala leche, Caitlin Moran (Brighton, 1975) ha sido durante años una de las columnistas más leídas de The Times, donde su acidez (y su mechón de pelo canoso a lo Kiko Veneno) han hecho de ella toda una celebridad. Su “Cómo se hace una chica” (2014) ha sido un best seller en toda Europa, siendo considerado como un verdadero manifiesto punk-feminista (o feminista-punk, lo que se prefiera). La Moran traviste apenas su biografía como aspirante a periodista musical, y reflexiona sobre la New Wave, la menstruación, las drogas, los hombres y la decadencia de la vieja Inglaterra sin bajar nunca de la quinta velocidad. Enormemente divertida, la novela revienta las costuras de esa chicklit al uso, tan empalagosa como sutilmente reaccionaria, y, a pesar de su evidente englishness, puede ser leída en cualquier parte con igual disfrute. Eso sí: fans de Almudena Grandes y su feminismo de axilas arborescentes, abstenerse.

            Vuelvo a la imagen del principio: el monzón descarga sobre aquellas feúchas  funcionarias de Birmingham, que siguen bailando sin parar sobre la arena mientras el resto de los turistas las observamos fascinados, como se observa a ese espontáneo que sale al karaoke y se lo pasa de puta madre destripando a Pimpinela, y luego pide otra, y otra. Ya hace mucho que no les queda ni rastro de maquillaje, y sus movimientos han dejado de ser armónicos tras el cuarto mojito. En los tiempos del bótox que vivimos nadie en su sano juicio les pediría que posasen para un calendario de moda, se diría que acaban de llegar de algún casting de las deprimentes películas de Ken Loach. En todo caso, no puedo quitar los ojos de ellas: no serán las más guapas, de acuerdo, pero son las que mejor se lo están pasando. No sé si estoy en lo correcto, pero pienso que quizás ése sea el secreto que llevó a un pequeño país de clima destemplado y gastronomía abyecta a dominar casi todo el globo: hacer algo que a los demás les parece una majadería. Y hacerlo (éste es el matiz) sin tomárselo demasiado en serio. God Save the Queen (otra adicta al humor, by the way)!

miércoles, 25 de noviembre de 2015

“La mano azul. La generación beat en la India”, de Deborah Baker (Fórcola, 2014)



            Entre los muchos descubrimientos que debemos a la llamada Década Prodigiosa (y espero no tener que especificar de qué década estamos hablando), uno de los más relevantes fue la identificación de la India como la quintaesencia de la espiritualidad. Cualquiera que haya pasado un tiempo en aquel país excesivo podrá argumentar que la realidad es mucho más compleja y resbaladiza, pero cuando Allen Ginsberg, faro de la Generación Beat, parte en 1961 hacia la patria de Gandhi y de Tagore lo hace urgido por la necesidad de encontrar respuestas que no podía proporcionarle la pimpante Norteamérica que extendía por el mundo, y sin oposición aparente, ese modelo de sociedad en el que ahora sobrenadamos (casi) todos. Deborah Baker nos cuenta con oficio las andanzas del muy pirado autor de “Aullido”, acompañado por su pareja Peter Orlovsky, en las que se mezclan intuiciones muy de la época (ese anhelo de trascendencia que a continuación caricaturizarían los hippies) con desafueros también muy de la época (ah, esos años en los que los intelectuales enviaban candorosas cartas a los mandatarios mundiales exigiéndoles la paz y el desarme…). Sin embargo, el insospechado hallazgo del libro es una presencia lateral y escurridiza: la musa beat Hope Savage (¡sí, se llamaba así!: Esperanza Salvaje), cuyo viaje errático y alucinado por Oriente encapsula a la perfección el evangelio nómada y desarraigado de un movimiento (nunca mejor dicho) literario al que el tiempo está poniendo en su verdadero sitio. Eso sí, avisamos que este no es el libro adecuado para el que espere conocer la India a través de las gruesas gafas de pasta de un personaje como Ginsberg: el barbudo poeta solo tenía ojos para sus obsesiones, que eran muchas, y no es buena idea interponerse entre un beatnik y sus neurosis. 


domingo, 22 de noviembre de 2015

Humo y más humo


            El rostro de aquella anciana que dormitaba completamente borracha en un sofá me resultó familiar. Le di varias vueltas en la cabeza: ¿uno de esos parientes con los que solo coincides en las bodas? ¿Quizás una tía lejana? No, mis tías no son tan extravagantes, no me las imagino vestidas con una minifalda psicodélica y tocadas con una peluca estilo Cleopatra, menudas son. De repente caí: sí, era una actriz de segunda fila, solía hacer de novia de José Sacristán en aquellas películas infectas de finales del franquismo, o de amiga ye-yé de la protagonista. El anfitrión se acercó acarreando una caja de cervezas, y al ver mi gesto de intriga me dijo su nombre.

            - Vive en el piso de arriba –añadió-, siempre que damos una fiesta se apunta.

            A decir verdad, tampoco sabía cómo se llamaba el anfitrión: Marta, la becaria de producción que me había invitado, me lo había presentado simplemente como su novio. Está preparando su primer largo, me confesó orgullosa mientras nos saludábamos, va un poco en la onda Wong Kan-Wai, ya sabes, y asentí apreciativamente, a pesar de que no tengo ni idea de quién es el chino ese, hace ya mucho que no voy al cine. En realidad, no sabía nada ni del chino ni de las treinta o cuarenta personas que me rodeaban, y empecé a creer que Marta me había invitado por compromiso: llevaba muy poco en el programa y nuestros horarios apenas coincidían. Por lo tanto, y aunque parezca una tontería, me reconfortó comprobar que al menos aquella anciana incongruentemente vestida que agarraba un vaso vacío estaba tan desubicada como yo. Me esforcé por recordar alguna de sus películas: tenía una voz ronca, y estaba siempre cabreada. Comprobé que la memoria no me fallaba cuando abrió los ojos de golpe.

            - ¿Y tú quién coño eres?  

            Me reí, ¿qué iba a hacer si no? Me presenté, le dije que era un gran admirador de su trabajo (no me costaba nada tal concesión), y le comenté que trabajaba con Marta, una chica estupenda que llegaría muy lejos. Me dejó hablar mirándome fijamente, me preguntó quién coño era Marta, y antes de que pudiera responder me pidió un cigarrillo. No fumo, me excusé. La juventud de hoy sois todos unos flojos, se rió entre dientes, y a continuación me ordenó que fuera buen chico y que le consiguiera un paquete de Marlboro Light, luego te lo pago. Sí, claro, repuse: para mi sorpresa, no me encontraba demasiado incómodo por la situación, se ve que con los años me estoy volviendo tolerante. Ya iba a salir a buscarlo cuando me agarró por el brazo y me suplicó que me sentara a su lado. Lo hice. Tenía una mirada chisporroteante, volcánica.

            - Yo era muy contestataria, por eso no me dieron papeles protagonistas. Si hubiera sido más dócil, si hubiera dicho sí a todo como otras, y no voy a decir nombres, otro gallo me habría cantado. Pero la nena es mucha nena, y te juro que no me arrepiento. Ahora tráeme el Marlboro, cielo. Pero que sea light, no te olvides.

            Me soltó y se dejó caer sobre el sofá, cerrando los ojos como un telón que bajan o un árbol al que abaten. No sé si se durmió o fingió dormirse para librarse de mí, pero me levanté sin hacer ruido y busqué la puerta de salida. Tuve que preguntar, la casa era muy grande, pero al final la encontré. Bajé a la calle, no se veía mucha gente. Era una de estas noches de julio en Madrid en las que el termómetro no se apea de los treinta grados, un horror. Sabía que un poco más allá había un VIPS, supuse que tendrían tabaco, y hacia allí me dirigí. No sé porqué (esas ideas te asaltan sin explicación posible), pero mientras caminaba comprobé que mi ciudad estaba llena de grandes coches, de esos con tracción a las cuatro ruedas, la publicidad te bombardea constantemente para que te compres uno, al parecer denotan libertad, fortaleza y seguridad, todas las virtudes posibles, también solidez. Muchos de ellos estaban aparcados a ambos lados de la calle, como tanques descansando tras la batalla, mientras que otros pasaban a cada rato, retumbando con sus motores de miles de centímetros cúbicos. No me imaginé a ninguno de sus conductores tumbado en un sofá, borracho, con un hilito de baba cayéndole por las comisuras de la boca, no parece lógico, es otro mundo con otros valores (libertad y fortaleza, repito, y muchas cosas más). Cuando te compras uno de esos chismes (cuestan un riñón, y no puedes olvidar el mantenimiento y todo lo que acarrean, como una plaza de garaje), también compras una especie de tela metálica que te protege de acabar así, pidiendo a un desconocido que te compre un paquete de Marlboro Light. No hablo con conocimiento de causa, que conste, nunca he tenido un coche de esos, y además no sé qué relación puede haber entre los hábitos de sus conductores y una pobre actriz olvidada que abusa del alcohol y que provoca un repentino acceso de ternura en alguien como yo, que ni siquiera es muy cinéfilo. En fin, que compré el paquete, volví a la fiesta pensando en otra cosa completamente distinta (tengo mis propios problemas, que no vienen al caso) y al llegar me comunicaron que la actriz se había marchado sin despedirse. Estaría cansada, dije yo, intentando esconder un conato de decepción, y aproveché para confesar que yo también estaba hecho polvo, ¿no te apetece una raya?, di dos besos a Marta y me fui, no soy muy de drogas.

            Al bajar a la calle me acordé del paquete de Marlboro Light que tenía en el bolsillo, y no supe qué hacer con él, de repente me estorbaba muchísimo. Ya iba a tirarlo en una papelera cuando vi que, a su lado, estaba aparcado uno de esos cochazos, quizás el más pintón de la camada: parecía un rinoceronte al que hubieran blindado la piel con planchas de metal, un monstruo pavoroso y desafiante. No me lo pensé: rompí uno a uno los cigarros, y espolvoreé aquel confeti parduzco sobre la impoluta carrocería. Cuando al día siguiente llegara su propietario no entendería nada, pero en aquel momento intuí que ese gesto lo llenaba todo de coherencia. 


miércoles, 18 de noviembre de 2015

“Maitreyi”, de Mircea Eliade (1933)



            Borges (que de eso sabía un poco) no dudó en clasificar la Biblia como una de las cimas de la literatura fantástica. Partiendo de tan rotunda afirmación, es bastante lógico que uno de los mayores historiadores sobre las religiones que nos ha dado el siglo XX, Mircea Eliade (1907 – 1986), nos haya dejado algunas obras maestras de lo inexplicable y lo inverosímil, como por ejemplo “Tiempo de un centenario” o “Medianoche en Serampor”, volumen que atesora dos nouvelles que habré leído y releído sin agotar su inmenso caudal de extrañeza. Para nuestro regocijo, el autor rumano también demuestra su talento a la hora de adentrarse en el sofocante mundo de la pasión amorosa (otra religión más, al fin y al cabo). Basada en su propia experiencia personal (Eliade pasó varios años en Calcuta estudiando filosofía oriental, y en el texto se intercalan con solvencia trozos de su diario), “Maitreyi” es una novela de aprendizaje claustrofóbica a la par que lírica, y un testimonio impagable de los últimos coletazos de la dominación británica en India. El protagonista, habituado a las toscas maniobras del cortejo occidental, bordeará la locura al tener que plegarse a las sutilidades de la seducción y el erotismo que practican los inventores del Kamasutra. Ecos de “Romeo y Julieta”, “Cumbres borrascosas”, “El diablo en el cuerpo” y otros clásicos del amour fou pueden encontrarse en las conversaciones de los dos amantes, en sus miradas escondidas, en sus escenas de celos, en su decidida intención de penetrar el abismo asumiendo todas las consecuencias. El clima de gradual opresión que va invadiendo al lector, unido a un desenlace nada complaciente, hacen de ese singular libro una magnífica oportunidad para conocer los rituales y la coreografía del amor interracial mucho antes de que se hartaran de darnos la murga con el famoso choque de civilizaciones.
   
Mircea Eliade, en su época Maitreyi

martes, 17 de noviembre de 2015

Pedro el Americano

Llego con el tiempo justo al auditorio del Conde Duque, y la chica de las entradas me sonríe: “Tienes suerte, solo queda una entrada”. Vaya (me sorprendo), al parecer hay más personas que, como yo, han tenido la peregrina idea de desplazarse un lunes a las ocho de la noche a escuchar a Pedro Ruy-Blas, uno de los escasos cantantes supervivientes de aquella primera generación que trajo los ritmos norteamericanos a nuestro país, y cuyo nombre nada dirá a todos aquellos que creen que la música pop española nació con la Movida. Me apresuro a entrar, y veo que un numeroso gentío se agolpa en la puerta: hombres y mujeres en la sesentena y más allá, de la quinta del cantante. Elegantemente vestidos, desprenden ese aire de burguesía bohemia que caracteriza a los personajes de Woody Allen. La acomodadora me indica: fila 1, asiento 3, y al sentarme compruebo que estoy a dos metros escasos del escenario. Me froto las manos, va a ser como una especie de concierto privado. La platea está a rebosar, y a mi lado se sienta un clon de Allen Ginsberg de dos metros largos de altura (espero que no se ponga a recitar “Aullido”, no tengo yo el cuerpo para excesos beatniks).
Pedro Ample (lo de Ruy-Blas es un homenaje a Victor Hugo) lleva cincuenta años sobre los escenarios, a pesar de lo cual es únicamente recordado por su éxito “A los que hirió el amor”, la canción con la que consiguió un incuestionable número uno allá por 1970, veinte años o así antes de Internet (no tardaremos en retirar el antes o después de Jesucristo como punto de inflexión de la Historia para poner a la red de redes como el momento en que todo cambió). Y para festejar tan longeva carrera, ha sacado un disco llamado “Pedro el Americano” en el que versiona una selección de standars del jazz. No creo que llegue a lo más alto de las listas (Miley Cyrus y Beyoncé pueden respirar tranquilas), pero unos cuantos melómanos sabrán apreciar la gran voz que aún conserva un cantante que empezó sustituyendo a Teddy Bautista en “Los Canarios” y que, tras hartarse de hacer musicales, sobrevive como puede a la absoluta indiferencia en la que se han visto relegados pioneros como Bruno Lomas, Miguel Ríos, Fernando Arbex, Juan Pardo, Pepe Robles, o incluso los hoy muy desprestigiados Dúo Dinámico, todos injustamente postergados por un país con tanta memoria histórica como alzheimer musical.    
Pero ya son las ocho y cinco, y aquí aparece nuestro hombre, sobriamente vestido con una camisa de ferretero que apenas disimula su oronda figura. Tras explicar la génesis del disco, no tarda en calentar el ambiente con su versión de “Sixteen tons”, aquella canción que tantas veces escuché en el Chrysler de mi padre (solo tenía dos cassettes que íbamos alternando: los grandes éxitos de The Platters y una cinta con poemas de Antonio Machado, así he salido yo). El vozarrón de Ruy-Blas no parece resentirse por el paso de los años, y es de agradecer que su inglés sea más que notable, no como el de los grupos indies. Respaldando al cantante madrileño está su grupo (piano, contrabajo y batería), y empiezan a desgranar un repertorio que, no por manido, deja de tener su encanto. Eso sí, la temperatura empieza de verdad a caldearse con “A whiter shade of pale”, la inmortal balada de Procol Harum, pasada por la túrmix del jazz más sensual. A continuación viene una reinvención del “Take five” (con un alarde de scat marca de la casa que arranca vítores del auditorio), y un “Black is black” customizada al swing, con dedicatoria a Alain Milhaud, el productor de Los Bravos, que al parecer está entre el público (aunque no se decide a corresponder a los aplausos que para él ha pedido Pedro Ruy-Blas, quizás es que sea muy tímido, a saber). El saber estar del cantante es más que evidente: solo por la forma en la que coge el micrófono intuyes que ha pateado muchos escenarios. Su voz se retuerce, gime, retumba como un trueno en el desierto, saca chispas a canciones cuyos arreglos de estatuilla de Lladró las convierten a veces en ornamentales. Con el público ya entregado viene el inevitable solo de batería (desde “Whiplash” los bateristas andan muy crecidos, y cualquiera les niega sus diez minutos de fama), el más sorprendente solo de bajo (de esos que te dan ganas de tomarte un whiskito con un par de piedras en un garito de mala muerte, como si fueras un detective de serie B), y el relamido solo de piano (el que menos me gusta). El auditorio se viene arriba, Ruy-Blas también, empiezo a creer que esa voz tiene matices que la aproximan más al soul que al jazz, en cuanto acabo de pensarlo va y ataca “Try a Little tenderness”, la sublime balada de Otis Redding: es como si quisiera darme la razón. Nos partimos las manos a aplaudir (Allen Ginsberg no para de berrear bravos y más bravos, qué entregado), y el bis, solo piano y voz,  no es otro que aquel remoto “A los que hirió el amor”, un lametón de nostalgia para acabar el concierto.

A la salida hace un frío importante: qué raro, es difícil asociar el jazz con temperaturas tan bajas. Aún así, me voy a casa con ese solo de contrabajo latiendo aún en la boca de mi estómago, y ferreamente convencido de que los viejos jazzmen nunca mueren. Es un juego de palabras muy facilón, lo reconozco, pero si me quedo mucho tiempo a la intemperie pensándome otro mejor lo mismo me congelo.   

lunes, 16 de noviembre de 2015

Río abajo

 
     Mañana espléndida de otoño, de esas que te echan de casa, venga, a la calle. Como lo primero es lo primero, me meto en un bar: desde hace veintipico años largos no he desayunado en casa ni una sola vez, qué triste se me antoja eso de calentarte la tostada y remover lánguidamente el café mientras escuchas las noticias de la cadena SER como si fueras un Subsecretario o un Diputado Autonómico, quita, quita. En un bar es otra cosa, hay otra alegría, el sonido de la máquina tragaperras ejerciendo de eficaz banda sonora, te lees el periódico mientras prestas atención a las conversaciones a tu alrededor, especialmente a las chicas que tienen toda la pinta de no haberse pasado por casa (…y va el tío y me dice sin cortarse un pelo…), todo es mucho más ciudadano, más convivial, dónde va a parar. Dejo el bar, ya hace calorcito, enfilo hacia Plaza de España, bajo por la Cuesta de San Vicente, llego al Manzanares, el sol me está esperando como un perrito fiel (es una imagen metida un poco con calzador, eh, que a mí los perros ni fu ni fa). En mi nada modesta opinión, el soterramiento del ramal oeste de la M-30 y el consiguiente aprovechamiento del terreno ganado para crear un parque urbano de más de 120 hectáreas (lo que se llama “Madrid Río”) ha sido la operación urbanística más importante y exitosa emprendida por los sucesivos ayuntamientos de Madrid en las últimas tres décadas, el periodo del que yo puedo dar testimonio directo. Aún recuerdo cómo era este corredor hace diez o doce años: un pasillo oscuro y sucio de tráfico infernal, una ronda de circunvalación permanentemente atascada que parecía salida de alguna película postapocalíptica de serie B, una cloaca urbana trufada de coches que apenas dejaba sitio para un atribulado Manzanares. Sé que es muy poco posmoderno alabar algo que ha sido concebido y llevado a cabo por ayuntamientos del PP (¡herejía! ¡anatema!), pero como no tengo ninguna necesidad de ser aclamado como el más progre del barrio no me cuesta admitir que, si bien en otras muchas actuaciones municipales la derecha ha metido la pata hasta el fondo, Madrid Río es un completo acierto. Eso sí, no discuto que el monto financiero de la operación ha sido, como mínimo, bastante abultado (410 millones de euros, según Alberto Ruiz Gallardón, el alcalde que lo inauguró), y mis magros conocimientos no dan para saber si eso ha sido o no excesivamente caro. Sin embargo, y no hace falta ser un experto, la comparación con otra obra atribuible al PP como es la Caja Mágica (que costó más de 300 millones y apenas se utiliza un par de fines de semana al año) demuestra que nada es barato ni caro per se, todo depende de la utilización que se haga de tal infraestructura. Y la afluencia de peatones, ciclistas, corredores, jubilados, mediopensionistas, madrileños y extranjeros, niños y niñas, monstruos y monstruas, demuestra que Madrid Río es un éxito, y bien que me alegro de ello mientras sigo caminando a la vera del escuchimizado Manzanares, que apenas bisbisea su presencia.
       
    Me paro en la Ermita de la Virgen del Puerto, uno de los edificios más Exin Castillos que haya visto nunca, con sus chapiteles y sus campanarios, está recién restaurado, luce impoluto como regalo que se entrega, me asomo a su interior, están en plena misa, una mujer con frenillo está rezando en voz alta ante una veintena de sofronizados feligreses (media de edad: 87 años), prefiero no entrar, desde la puerta ya me hago una idea. A mi lado dos runners lo contemplan todo con unción, sus ajustadas mallas color fosforito marcan hasta la más irrelevante de sus bultosidades, no sé si es el sitio ideal para tales exhibiciones, entiendo que alguien que dedica sus horas libres a correr sin motivo necesita encontrar sentido a su vida y quizás la religión le ayude y por eso se sientan en la última bancada mientras comentan entre susurros las más novedosas tendencias en zapatillas pronadoras, yo es que soy muy maniático, pero no termino de entender esta moda de estar todo el día corriendo echando el bofe embutido en unas mallas tipo superhéroe, por muchos kilómetros que hagas tu escasa autoestima te va a acompañar en la carrera, en fin, que me salgo de la ermita, sigo caminando, hace una mañana realmente espectacular, el calorcito me obliga a quitarme la chaqueta, me la cuelgo a la espalda como hacía Raphael, comprendo que no es normal esta temperatura en pleno mes de noviembre, supuestamente es una consecuencia más del cambio climático, por su culpa ahora mismo se está extinguiendo la salamandra rayada del amazonas (pongamos por caso), pero da tanto gustito caminar así, dejarse masajear por el sol, avanzar por esta radiante vibración en mitad del fúnebre noviembre, cogiendo colorcito, al final te vienes arriba y exclamas: oye, pues que le den a la puta salamandra, ya me gustaría ser más ecosolidario pero yo soy así, qué le vamos a hacer. 

      Sigo mi camino (yo soy muy de seguir mi camino), me asomo al río, hay pájaros escarbando en su lecho (juraría que son garcetas blancas, hay un libro de Derek Walcott dedicado a ellas, qué raros son los poetas, dedicar un libro a un bicho), se ve algún que otro pez, atravieso el Puente de Segovia y me encuentro con la sala La Riviera, aquí he visto, entre otros a Stevie Windwood (¡qué conciertazo!: toneladas de electricidad bien aliñada de soul y rock, lo que disfruté bailando como un loco, aprovecho para darle las gracias a Rafa, que me regaló la entrada) y a James Taylor, hoy hay una cola de adolescentes que están esperando a sacar entradas, supongo que para algún ídolo de los suyos, prefiero no preguntar quién es no vaya a ser que me descojone, qué mala suerte haber crecido en una época sin referencias musicales de interés (llamadme dogmático, bien que lo admito), yo todavía me emociono al escuchar el “London Calling” o “Escuela de calor”, siento que esas (y otras) canciones retratan a un Muñoz que se asomaba al mundo y quería comérselo (luego no lo hizo, pero éste no es el sitio para explicar porqué no), me pregunto qué canciones emocionarán a estos chavales y chavalas dentro de veinte años, qué canciones les harán recordar que un día quisieron comerse el mundo (¿David Bisbal? ¿el Reggaeton?: no me jodas), las canciones de la adolescencia son el verdadero himno de tu vida, las que te dan el tono, tu diapasón existencial, si careces de ellas acabas por entregarte al patriotismo o a la filatelia (¡o al running!), a esos hobbies ridículos que no sirven para nada. Cierro el paréntesis introspectivo-musical, deseo buena suerte mentalmente a los chavales que esperan, sigo andando. 
     
    Contorneo con alegre despreocupación el Centro de Estudios Hidrográficos, me satisface comprobar que los paisajistas que diseñaron Madrid Río fueron lo bastante viejunos como para poner miles y miles de árboles, otro más modernete hubiera preferido plazas duras o acero corten, de ese que parece permanentemente oxidado como si le hubieran meado todos los perros del mundo, pero aquí se ve que era gente sensata, más atenta a las necesidades del ciudadano que a cultivar su reputación transgresora, hay alguna inevitable concesión al postureo (los bosques de palos secos, el puente de Perrault) pero por lo general el tono es jovialmente arbóreo, es un paseo que te permite pensar que estás, al mismo tiempo, en un bosque de Guadarrama y en la plaza mayor de algún pueblo manchego, ya me sobra hasta la camiseta, la euforia de la mañana va subiendo, crece la secreta delectación de la existencia, cuando creía que ya no podía sentirme más a gusto me doy cuenta de que estoy frente al Vicente Calderón, el estadio del Atlético de Madrid, el club al que llevo animando (y padeciendo) desde que a mediados de los años setenta me entró la afición por el fútbol, mi lealtad no ha decaído con sus abundantes tropezones ni con sus esporádicos triunfos, como tengo previsto dedicarle un monográfico no me extenderé mucho al respecto, ya habrá tiempo, me limito a hacerme el inevitable selfie, además empiezo a necesitar una cerveza, el agradable calorcito de hace una hora se está convirtiendo en una aplastante sensación de sofoco.

       La abundancia de hipsters paseando mientras empujan el carrito de sus niños empieza a agobiarme, hay tramos en los que puedo contar doce o trece barbas de explorador victoriano, a su lado siempre hay una mujer con camiseta de tirantes gracias a la cual se adivinan sus arborescentes tatuajes, no quiero ni pensar cómo les va a salir el niño, en lugar de hacer la primera comunión en los escolapios la va a hacer en Malasaña, en fin, no puedo evitar maliciarme que si en lugar de estar todo el día pendientes de su aspecto hubieran cuidado un poco más el tema de la contracepción hoy no estarían empujando esos carritos de bebé, ya lo decían The Specials (“Too much, too young”), le reprochaban a un tipo no haber usado condones y por eso estaba cambiando pañales en lugar de seguir bailando ska, eran otros tiempos y yo me he quedado muy desfasado (¡ahora por lo visto tener niños es cool! ¡lo que hay que ver!), para despejarme me tomo una Mahou que me sabe a gloria bendita. Saco mi cuaderno y apunto mis reflexiones mientras me refugio del sol, las señoras a mi alrededor se hacen lenguas con las últimas propuestas de Podemos, alguna insinúa propósitos definitivamente venéreos respecto de Iñigo Errejón (se ve que el look repelente niño Vicente también tiene su público), ¿cuánto es y por qué tanto?, le espeto al camarero, recordando un antiguo chiste de Localia que, naturalmente, el camarero no entiende y ni falta que hace. 
         
    Me levanto, paso debajo del puente de Toledo, sobre el césped tres chicas extranjeras con una pinta de Erasmus que tira para atrás están jugando a los naipes, con una segunda cerveza quizás me hubiera atrevido a proponer un mus, quizás a la vuelta, me noto cada vez más espídico, es como cuando estás escuchando una canción que te encanta y adivinas el inminente estribillo, ¡arriba esas palmas!, llego junto al Puente Sacacorchos (yo le llamo así, para el resto del mundo es el Puente Monumental de Arganzuela, diseñado por Dominique Perrault, uno de esos arquitectos estrella que están llenando el mundo de pisapapeles carísimos), tuerzo el morro, me parece que no está en la misma dirección del resto de Madrid Río, supongo que habrá costado un pastizal y tarde o temprano se descubrirá que alguno de los tentáculos de la Gürtel ronda por sus alambicadas estructuras, en fin, como estoy de buenas lo dejo pasar sin hacer excesivo escarnio, sigo por la orilla, hay columpios, una exposición dedicada a “Star Wars”, cada vez hay más hipsters empujando carritos, qué plaga, cruzo de orilla (por fin Madrid tiene su rive droite y su rive gauche, como si estuviésemos en Paris). 
  
       Llego hasta el último de los puentes, en este caso son dos puentes gemelos como canoas invertidas, ambos con bóvedas decoradas por Daniel Canogar, me gustan mucho más que el anterior, tienen un punto de recogimiento casi románico, yo me entiendo, al fondo se distingue el Matadero, el sitio que ahora mismo más me gusta en el mundo, las viejas instalaciones industriales en las que se sacrificaban vacas y cerdos han sido recuperadas como gigantesco contenedor cultural de estética brutista, allí voy a dar fin a la excursión de hoy, ya son las dos y tengo un hambre importante, al pasar veo el cartel que publicita una exposición que tiene una pinta buenísima (se anuncia como “Esta permitida la insumisión a la clasificación” y está organizada por un colectivo feminista: hum, me digo, esto no me lo pierdo yo por nada del mundo), hay un bar en el que sirven Mahou bien fresquita y unas hamburguesas de buey que te suben el colesterol hasta límites sencillamente deliciosos, me siento en la primera mesa que veo y le digo al camarero que la mía muy hecha, apunto apresuradamente mis últimas impresiones del paseo en mi cuaderno, lo cierro cuando depositan la hamburguesa frente a mí, allá que te vamos.    

sábado, 31 de octubre de 2015

Finales de octubre en Madrid

Madrid parece pensado para perderse. No: es acabar de escribir la frase, y ya te das cuenta de que es mentira (a pesar de que me gusta la aliteración de las Pés: Parece Pensado Para Perderse, muy bonito, pero no), como todas las frases redondas es mentira. Madrid tiene su orden, su lógica, otra cosa es que, simplemente porque estamos a finales de octubre y hace un sol radiante, decidas ignorar ese orden, esa lógica: a otro perro con ese hueso, dices, así como al desgaire. Te dejas llevar, eludes un grumo de gente que tapona una calle, doblas por la esquina que no es, y cuando fijas la mirada estás (qué casualidad) delante del lugar en el que se levantaron las casas de Ruy González de Clavijo, aquel diplomático castellano que cruzó medio orbe para visitar a Tamorlán en Samarcanda. Muchos años después, y por razones que no vienen al caso, repetí ese mismo viaje, gracias al cual guardo una delicada amistad con Ruy a la que no afectan los siglos. 

Me asombro al ver que su antigua morada ha sufrido un lavado de cara, la han pintado de un color difícil de describir (¿crema? ¿grisáceo? ¿camuflaje?), no sé si ha sido iniciativa de la nueva corporación o de la anterior (acabáramos: es color relaxing café con leche). No termina de gustarme ese afeite innecesario (la fachada anterior, de ladrillo visto, me parecía más digna, más cercana a la árida prosa de Ruy). Saco mi cámara, quiero inmortalizarme delante de la casa, mientras estoy preparando mi lado bueno pasa una mujer muy guapa que se sonríe al ver mis contorsiones para salir medio decente, dudo si pedirle que me haga ella la foto, pero veo que tras de sí arrastra un perrito, una de esas miniaturas ladradoras que no sirven para nada y a las que no me explico cómo Noé dejó que subieran al Arca, le obligaría su mujer, como si lo viera. Miro de nuevo a la chica: será todo lo guapa que quieras, de acuerdo, pero yo con ésas no quiero nada, al final me hago un selfie, la chica se marcha despacio, un poco decepcionada quizás, siento ser tan radical, pero con perritos, no.

El sol lo está dando todo, hace un calor que me obliga a quitarme la chaqueta. Sigo andando, al llegar al mercado de la Cebada tuerzo a la derecha, de repente me descubro en una concatenación de calles que creo no haber hollado nunca, me embarga la alegría de la novedad, de lo inesperado. Incluso veo una tienda sencillamente inolvidable, exclusivamente dedicada a la venta de botas, esos artilugios de cuero que te permiten beber el vino a las bravas, sin importarte ni los taninos ni el retrogusto ni la madre que los parió. Al rato, y tras cruzar la calle Toledo, entro en los dominios del Rastro, un tanto mustio en esta mañana de viernes. Veo a gitanos muy bien vestidos, uno de ellos consulta con prosopopeya un reloj que lleva en el bolsillo del chaleco y le cuelga de una cadena: qué tronío. Observo sin mucho interés las pocas cosas expuestas, nunca he sido muy de comprar, algún trauma infantil, supongo. Cuando encaro la calle Carlos Arniches, de fuerte pendiente, veo que en una antigua corrala se ha abierto el Museo de Artes y Tradiciones Populares (entiendo que no utilicen su acrónimo: MAPT no es muy comercial que digamos). ¿Por qué no?, y me meto, el hecho de que sea gratis lo hace aún más atractivo (miento, no me gusta la gratuidad en los museos, y no tanto por mi muy acendrado esnobismo cuanto por la indiferencia que provoca en los españoles aquello por lo que no tienen que pagar: si no cuesta es que no vale). No hay grandes alardes expositivos: vitrinas con chismes más allá de lo vintage (botijos, planchas, forjas, vasijas), carros de madera, recordatorio de los oficios antes no ya de internet sino incluso del plástico o del trabajo en cadena. Bueno, es gratis, me recuerdo mientras reprimo un bostezo.

Sin embargo (en estos museos insospechados siempre hay un sin embargo, una sorpresa con la que no contabas), hay una sección muy interesante sobre diversos trajes para las fiestas populares y los carnavales. Me encanta un rincón dedicado a los gigantes y cabezudos (muy activos en Alcalá cuando yo era crío, ahora ya no sé). Durante unos instantes me dejó marear por el tiempo, por el lento pero implacable paso de los años y las generaciones, por el recuerdo de los niños que habrán perseguido a estas figuras, por el olvido de los adultos que iban dentro y ahora son polvo en sus tumbas. Me hago las inevitables fotos, la monja y el Quevedo (creo que es él) están muy bien, hay un diablo que me podría servir para la portada de algún libro mío (un libro que quizás nunca vea la luz, pero ésa es otra historia).  

A la salida veo algo que, sin discordar, no guarda relación aparente con el resto: un traje de marinerito (de Cuenca, concretamente) como los que utilizaban para hacer la primera comunión (no explicita cuándo: ya lo digo yo, a principios de los setenta, el mío era muy parecido, cuando lo ven mis sobrinos se mueren de risa, no se creen mi explicación de que era un homenaje a Corto Maltés, no cuela). Escalofriante: no se necesita mucho más para saber qué es España, los hispanistas deberían dejar de martirizarse los ojos consultando polvorientos legajos, aquí está todo. Sí, somos un país rematadamente cursi. Tengo entendido que hace unos días, en el Rincón de la Victoria (Málaga) un  alcalde o alcaldesa del PSOE ha instituido las comuniones civiles, el progresismo al servicio de la horterez. Sí, somos muy cursis: supongo que los niños de hoy ya no irán vestidos de guardiamarinas gays (porque talmente es la pinta que llevabas con los cordoncitos, los guantes blancos y las charreteras), hoy irán con tatuajes de colores y peinado de futbolista, pero el fondo es lo mismo: somos muy cursis.


Abandono el Museo, le echo un par de fotos a la corrala (restaurada un poco demasiado “Malasaña Premium” para mi gusto), me he ganado una cerveza. Subo hasta Ribera de Curtidores, vuelvo a la Plaza de la Paja, tuerzo por calles y callejones y llego a uno de esos puntos de Madrid que no salen en las guías (sí que salen: hoy en las guías sale todo) pero que en mi GPS emocional están calificados con tres estrellas: la Travesía del Nuncio. Una calle peatonal por la que se baja desde San Pedro a la Calle Segovia. El desnivel se salva por unos trancos de escalera que el Bar del Nuncio utiliza para poner sillas y mesas. Allí me siento y pido una cerveza, mientras veo a lo lejos el tráfico que va y viene, saco mi cuaderno y escribo algo. Madrid es malo para las metáforas, no es la Ciudad Luz como París, o la Ciudad Eterna como Roma, o la Tacita de Plata como Cádiz (somos muy cursis, creo que ya lo he dicho), Madrid se aviene mal a las frases publicitarias, no me extraña que no quieran darnos las Olimpiadas. Pero sentado como estoy (con la segunda Mahou ya en danza), pienso que qué más da, solo las ciudades simples pueden encapsularse en un slogan, Madrid es simplemente lo que yo quiero que sea, y un viernes a las dos de la tarde Madrid es un sitio en el que hace calorcito y por el que las chicas guapas pasean indolentemente (con un perrito: qué le vamos a hacer), pago y mientras vuelvo a mi barrio pienso dónde me sentaré a comer, porque Madrid, básicamente, es eso: el lugar en el que se desarrollan mis pensamientos, y quien dice pensamientos dice sentimientos, yo no los distingo bien.


viernes, 25 de septiembre de 2015

España

Mucho me temo, España, que quedamos solo tú y yo.
Los fachas de la pulserita están demasiado ocupados
con sus monterías de comisiones y sobresueldos,
mientras que los progres no se atreven siquiera
a decir tu nombre por miedo a que les tilden de franquistas.
A tu alrededor, paletos de toda laya y condición
aspiran a salir de tu cárcel para meterse en su propia jaula.
Y para rematar la jugada los bárbaros se han instalado en tu zaguán
exhibiendo esa rabia impostada de los que han follado poco.
Vaya panorama, España.
No me jodas que va a tener que defenderte el más elusivo de tus hijos,
el que en cuanto puede se larga a vivir al extranjero (últimamente menos: ya te contaré),
el que ha leído más a Conrad o a Proust que a Galdós,
y al que da alergia el mero contacto con tu bandera (del himno ni hablamos).
Pero es curioso: ahora que ya no tienes respuestas,
ahora que ya no me puedes asfixiar con tu identidad de matrona
es cuando me siento español (bueno, más o menos).
Creo que me conoces lo suficiente como para saber que no lo digo con orgullo
(uno solo puede estar orgulloso de aquello que consigue tras arduo esfuerzo),
y yo soy español como podría haber sido chino, o paraguayo,
y no han faltado las ocasiones en que hubiera preferido no serlo.
Pero te aseguro que iré a verte al asilo en el que todos te han metido
(de vez en cuando: tengo mucho que hacer intentando comprenderme).
Te llevaré bombones, algunas flores quizás, y hablaremos de los poemas de Garcilaso
y de las canciones de Cecilia, viejas fotos de lo lozana que una vez estuviste.
Y nos reiremos de las absurdas teorías que sobre ti elucubran los hispanistas:
“Cainita lo será su puta madre, qué se habrá creído ese mamarracho”.
Y nos acordaremos del gol de Iniesta y de la batalla de Lepanto,
y de esos chupitos de matarratas que te ponen en los restaurantes de medio pelo.
Porque también eso (o sobre todo eso) es España,
sin olvidar a los médicos de la sanidad pública, y algunos amaneceres,
y una lengua vibrante y maleable, jugosa como una promesa de amor.
Y cuando me vaya me preguntarás, fingiendo indiferencia,
Qué tal les va a todos aquéllos que se labraron su gloria despreciándote.
Pero a mí no me engañas, sé que todavía te preocupan por ellos,
y se te escapa al despedirnos: “Que se cuiden, que no cojan frío”.
La semana que viene no puedo, España, tengo que pasar la ITV del coche,
pero a la otra prometo traerte una bolsa de mandarinas de mi huerto.



miércoles, 23 de septiembre de 2015

“En la orilla”, de Rafael Chirbes (Anagrama, 2013)


            Habida cuenta los panegíricos que han proliferado tras su reciente fallecimiento, habrá quien se plantee adentrarse en la obra de ese tal Chirbes del que todo el mundo habla tan bien. En realidad, leerle es como ir al dentista: una tortura absolutamente necesaria. Si ya en “Crematorio” (Premio de la Crítica 2010) nos arrasaba las caries con un soplete, en esta su última novela (que le ha reportado el Premio Nacional de Narrativa) golpea inmisericordemente nuestras encías hasta hacernos llorar. Frente a tanto fariseo que atribuye a los demás (a los políticos, a la herencia franquista, a la globalización…: las excusas son infinitas) la actual pérdida de valores y la galopante corrupción que nos aflige, el narrador valenciano lo dice bien clarito: la responsabilidad (o la culpa, a elegir) es nuestra, por lo que hemos hecho y por lo que hemos permitido que nos hagan. En el asfixiante territorio de Misent (a su lado, Comala parece Marina d’Or) campan la trapacería y la codicia, la impostura y el engaño, la simulación y la crueldad. Incluyendo al poco empático protagonista Esteban, todos los personajes son un compendio de inmoralidades, y sus lastimeras vidas orbitan en torno a dos escenarios: el real que conforma el pantano (una metáfora nada rebuscada de la turbiedad en la que chapoteamos) y el simbólico de la burbuja inmobiliaria, verdadera peste negra de comienzos de milenio, y que sacó lo peor de una ciudadanía obnubilada por el dinero fácil y el consumismo feroz. En todo caso, es indudable que estamos ante uno de los libros que permanecerá, tanto por la contundencia y valentía de su mensaje como por la excelencia literaria del texto, un verdadero tour de force más propio de las grandes construcciones novelísticas del Boom que de sus pálidas imitaciones españolas. Y aunque ya es un poco tarde para pedírselo, rogaríamos al autor que levante un poco el pie del acelerador: dedicar páginas y páginas a describir minuciosamente los estragos del Alzheimer roza el miserabilismo, el ensañamiento con el lector. Sus muelas lo agradecerán.



martes, 15 de septiembre de 2015

“Memorias de un liberal psicodélico”, de Luis Racionero (RBA, 2011)


            Volteretas, fascinantes volteretas. La misma persona que, a principios de los setenta, colabora para fundar la revista underground “Ajoblanco” acabará, treinta años después, dirigiendo la Biblioteca Nacional por petición de Aznar, el presidente menos underground que imaginarse pueda. A ver: ya sé que la noche comienza al mediodía, y que el cambio es consustancial al ser humano, hasta ahí podíamos llegar. Pero la peripecia vital de Luis Racionero (La Seu D’Urgell, 1940) es un buen ejemplo de eso que podría llamarse “intelectualidad líquida”, concepto al que si Bauman no le ha dedicado un libro ya está tardando. Fiel a la máxima de Groucho (“estos son mis principios: si no le gustan, tengo otros”), Racionero fue el primero en España en hablar del taoísmo, para a continuación entrar en política de la mano de Esquerra Republicana, al tiempo en que se convertía en un más que aceptable divulgador de la contracultura (confieso haber leído con agrado “Del paro al ocio” y “Oriente y Occidente”: sus libros de ficción, que son muchos, no me atraen). Con un instinto innegable para saber estar en el sitio adecuado en el momento justo, el autor vive en el Berkeley de la explosión psicodélica; más tarde se trasladará al Ampurdán justo a tiempo para amistarse con Pla y Dalí; en Madrid se aliará con el grupo de periodistas y escritores conocidos como “el sindicato del crimen”; en París dirige el Colegio de España y se pega comilonas con Phillipe Sollers. Todo esto lo cuenta en estas memorias (que, muy significativamente, eluden la infancia: qué freudiano) que le han supuesto ganar el Premio Gaziel, a pesar de que el libro está escrito a brochazos (hay párrafos que parecen apresuradamente dictados). Un paseo, en fin, por la cultura española e internacional de los últimos cuarenta años, y gracias al cual descubrimos que el taoísmo y la venganza no son excluyentes, a juzgar por el repasito que el autor le pega a su ex esposa Elena Ochoa.   



martes, 1 de septiembre de 2015

El caso es andar

Déjame ahora que levante mi copa por ti, Evangelina, que adoptaste el nombre de “Cecilia” para el siglo y las discográficas, y permíteme que te confiese que te escuchaba en el reproductor de nuestro Chrysler 180 verde cuando íbamos de vacaciones, en los casettes que ponía mi madre (“Grandes éxitos 74”, “Lo mejor de RCA”) siempre había una canción tuya, yo gruñía porque quería poner a los Rolling pero secretamente tenía que admitir mi extraña fascinación por los violines rampantes que introducen “Dama, dama”, o por el uppercut embadurnado de mermelada que es “Me quedaré soltera”, o por la melancólica alegría que desprende “Mi querida España”, yo miraba por la ventanilla y a todos lados se extendía el campo, las casas, eso que los mapas llaman España, las gentes, no sé, me confundía y me exaltaba todo, ¿quieres que escuchemos ahora a los melenudos esos?, decía mi madre, no hace falta, pon otra vez a la chica del pelo lacio, yo fingía ceder, Evangelina, qué puntazo.

Déjame ahora que levante mi copa por ti, Evangelina, qué triste tiene que ser morir con apenas veintisiete años en un sitio premonitoriamente llamado Colinas de Trasmonte, bien visto es un nombre precioso, y embistiendo un carro de bueyes, cuántas cosas te perdiste, algunas te hubieran gustado, otras no tanto, no sé si te han contado que ahora todas las cantantes actúan en sujetador y bragas, no soy experto en el tema pero me parece que ese feminismo no tiene nada que ver con el tuyo, ese que se escondía en versos de mazapán que tanto se le atragantaron a aquellos cazurros, tú ya sabes a quiénes me refiero, había que tenerlos bien puestos para decir que no eras nadie de nadie, Evangelina, muy bien puestos.


Déjame ahora que levante mi copa por ti, Evangelina, desde que te fuiste hemos tenido otros coches (el pobre Chrysler 180 verde acabó en un desguace), y hemos escuchado muchas músicas, y por lo que a mí respecta he pasado por buenos y malos momentos, conocí el dolor de la pérdida, me han roto el corazón y he roto corazones, he visto cómo la vida se escurría entre las manos, también ganamos un Mundial, pero siempre que lo he necesitado me ha venido a salvar ese consejo que nos dejaste, Evangelina, en la que es de las tuyas mi canción favorita: el caso es andar. Sí, joder, eso es, he dicho antes de levantarme y sacudirme el polvo para a continuación seguir adelante, siempre adelante.    


domingo, 16 de agosto de 2015

Federalismo es no tener que decir nunca lo siento

El maravilloso hallazgo verbal que encabeza esta entrada corresponde a Manuel Jabois, una de las estrellas en alza del periodismo español, y al que me permito recomendar que abandone cuanto antes la viscosa sombra de Umbral para volar con sus propias alas. Pero a lo que vamos: el federalismo, ese Mejoral infantil con el que el Partido Socialista pretende combatir la brutal fiebre secesionista, no es más que un reflejo de la deriva que experimenta la socialdemocracia (a la que también podría aplicarse eso de es no tener que decir nunca lo siento). Incapaz de hacer oír su voz entre el berroqueño inmovilismo de la derecha y el desleal victimismo de los separatistas, al partido al que voté durante años (rompimos por motivos que no vienen al caso: en el acuerdo de divorcio ellos se quedaron con el aparato y a mí me toco la ideología) no se le ocurre otra cosa que recurrir al relato mágico del federalismo, convencido de que el talante es más importante que el talento a la hora de encarar los problemas políticos. A ver si lo explico sin parecer pedante: España es un estado federal de facto desde 1978, a pesar de que nuestros constituyentes prefirieran la denominación de Estado de las Autonomías (por seguir con el juego de Jabois, España es el Estado que no se atreve a decir su nombre). Cataluña y el País Vasco poseen competencias por las que suspiran regiones que, signo de los tiempos, de repente se han vuelto levantiscas y enfurruñadas (Escocia, Gales, Córcega, la imaginaria Padania: con decir que hasta la siempre caciquil Galicia se nos vuelve revolucionaria y pancéltica). Así que, señor Sánchez, a otro perro con ese hueso. Ármese de valor y, por una vez y sin que sirva de precedente, reconozca que en este asunto la razón, la Historia y hasta la realpolitik están con el gobierno central (por muy torpe que éste sea en los asuntos territoriales) y no con esa panda de adolescentes caprichosos que son los nacionalistas periféricos, dispuestos a lo que sea con tal de salir de los que algunos de ellos entienden una cárcel para meterse en una jaula. Abandone esa retórica de autoayuda que abunda en sus discursos y diga alto y claro lo que muchos pensamos: siempre se podrá mejorar en cuestiones puntuales, claro está, pero el nivel de autogobierno de nuestras autonomías ya ha llegado a su límite (y, no estará de más recordarlo, con un éxito sin precedentes en nuestra historia). Si es capaz de decirlo con convencimiento, no le oculto que perderá el apoyo de todos aquellos que lo único que le exigen es que atice inmisericordemente al Partido Popular, pero a cambio habrá recuperado mi voto. Usted mismo. 


Manuel Jabois