Es
curioso: a pesar de considerarme ateo, me causa cierto desasosiego
determinados ataques a la Iglesia Católica o al Cristianismo en general. No me
refiero a esa inquina burda, propia de tertulias de bar, del que asegura que
todos los curas son pederastas y que la jerarquía eclesiástica está formada por
una panda de retrógrados oscurantistas que aspiran a vivir sin hacer nada útil
gracias a nuestros impuestos. Intuyo que atacar a la Iglesia, hoy en día, es
buscarse un adversario torpe y sin reflejos, al que su propio boato y el
espesor de sus dogmas imposibilitan para devolver los sarcasmos y las puyas que
le vienen encima.
No
seré yo quien defienda a la multinacional más eficaz de los últimos dos mil
años (de eso ya se encargan los apolillados columnistas del ABC, el diario de
las grapas equidistantes), pero, en mí nada modesta opinión, dedicar tiempo y
esfuerzo a desgarrarnos las túnicas ante los ultramontanos dicterios de la
Curia Romana tiene más que ver con nuestra necesidad de reafirmar una
tambaleante identidad izquierdista (zurrar a la Iglesia te permite recuperar
los puntos que perdiste de tu carnet de progre cuando te compraste esa
desaforada televisión de plasma) que con una supuesta alarma por un regreso a
los años de la frailocracia. Llamadme frívolo si queréis, pero estimo que ante
las encíclicas del Papa y ante las tronituantes opiniones de nuestra castiza
Conferencia Episcopal hay que comportarse como lo hacemos con esos enajenados
que nos juran haber sido abducidos por visitantes del planeta X-25, del que han
regresado con la conciencia expandida: nos reímos blandamente de su locura, no
nos atrevemos a llevarles la contraria, hasta les preguntamos si en X-25 el IVA es más reducido que en el nuestro, pero nos abstenemos de ensañarnos con
ellos, bastante tienen con lo suyo.
¿Y
a qué venía todo esto? Ah, sí: como ya he explicado, me resulta ligeramente /
bastante démodé que se critique a la Iglesia, ya que es lo mismo que censurar a
la navegación a vapor por ser excesivamente lenta, o escandalizarse ante la
ineficacia de los sacrificios rituales como método para atajar las epidemias. Por
eso, reconozco que abrí con cierta prevención, allá por el verano de 2009, el
libro que me descubrió a Christopher Hitchens: “dios no es bueno”. Apenas
conocía la reputación del polemista británico, pero a medida que atravesaba las
páginas del ensayo se me antojó que la indudable brillantez expositiva del
autor y su vigoroso uso del lanzallamas se desperdiciaban en una presa menor.
Sin necesidad de tanta erudición, cualquier comecuras de provincias hubiera
llegado a la misma conclusión de que las instituciones religiosas son un bochornoso
anacronismo en la (supuesta) edad de la razón. Para este viaje no hacía falta
alforjas, podría haber dicho cualquier adicto a las frases hechas.
Pero
lo uno no quita lo otro. Al terminar el libro comprobé que, además de ser un
polemista de primera, Hitchens entroncaba en la tradición británica de los
grandes ensayistas políticos, cuyo representante más eximio es Orwell, pero que
en estas últimas décadas ha suministrado una serie de nombres a los que
agradezco que, con sus libros, hayan intentado convertirme en alguien menos
ignorante: Hobsbawn, Judt, Robin Lane Fox, Peter Watson, Niall Ferguson,
incluso nuestro Ian Gibson. Pensadores a los que no les importa cargar con el
desdoro de escribir con claridad, algo para lo que parecen genéticamente incapaces
toda esa patulea de sacamuelas franceses (Lyotard, Debord, Bordieau) a los que
he leído sin entender ni papa (con Foucault ni lo he intentado). Hum, musité al
cerrar “dios no es bueno”, habrá que darle otra oportunidad al autor.
Y
como soy hombre de palabra, en el verano de 2011, junto a los acantilados de
Cadavedo, me adentré en “Amor, pobreza y guerra”, una recopilación de artículos
en los que, en su mayor parte, Hitchens defendía y argumentaba su toma de
postura a favor de la última (por el momento) Guerra del Golfo, la invasión
norteamericana de Irak que condujo al ajusticiamiento final de Sadam Hussein. A
decir verdad, conforme leía el libro no tuve la impresión de que el autor
estuviera defendiéndose: más justo sería decir que arremetía a toda máquina
contra todos aquellos que habían adoptado la decisión contraria. Aunque no
todos los artículos me interesaron por igual (algunos exigían un conocimiento exhaustivo
de los meandros de la política estadounidense), aprecié en su justa medida que
el autor tuviese la valentía de adoptar una postura tan poco popular, y que
desplegase para ello una capacidad de argumentación tan formidable como para
llegar a erosionar algunos de los sillares sobre los que se asienta mi
inveterado pacifismo. Al cerrar el libro, a pesar de todo, permanecí fiel a mi
negativa a la guerra (buen intento, Mr. Hitchens, pero no), embargado por la
íntima satisfacción de comprobar que no hay lectura más productiva y
estimulante que aquella que nos pone a prueba, de la misma forma en que nada
existe más pernicioso que limitar nuestra dieta intelectual a aquellos libros
destinados únicamente a reforzar nuestras certezas. A partir de aquel momento,
y por mucho que sus detractores se empeñasen en calificarle como neoconservador
y belicista, Christopher Hitchens contaba con un (devoto) lector más.
Ya
estamos en marzo de 2013, fecha en la que tiene lugar mi tercera y definitiva
aproximación al universo hitchensiano: su esperada autobiografía “Hitch-22” ha
entrado directamente al selecto grupo que forman aquellas obras que, más pronto
que tarde, habré de releer. Dando por descontados la brillantez y el brío
marcas de la casa, estas memorias (adecuadamente subtituladas “Confesiones y
contradicciones” en su traducción española) ejemplifican de forma harto gráfica
esa voltereta que ha dado la historia de las ideas políticas en los últimos
cuarenta años, durante los cuales el formidable huracán que soplaba desde la
izquierda en los años sesenta ha ido perdiendo paulatinamente vigor, para
convertirse en la actualidad en un no menos abrumador tsunami (con rachas que
va de lo alarmante a lo muy alarmante) y que sopla sin obstáculos desde lo más
profundo de la derecha económica. ¿Quiere esto decir que, a lo largo de su
vida, Hitchens traicionó sus ideales progresistas para (¡vade retro, Satanás!)
mutar en adalid del neoconservadurismo más recalcitrante? A ver, no seamos
simples, escondamos ese pequeño (¡qué coño pequeño: enorme!) Torquemada que
dormita dentro de cada español y pensemos un poco con la cabeza.
Hace ya tiempo leí, no sé dónde y dicho por
no sé quién (esta maldita manía que tengo de no apuntar las cosas) un aserto
que me hizo reflexionar: “El que de joven no es de izquierdas, no tiene
corazón; el que de mayor no es de derechas, no tiene cerebro”. Las casi
quinientas páginas de “Hitch-22” nos ayudan a bucear dentro de esa elegante
paradoja. En el capítulo adecuadamente titulado: “¿Declive, mutación o
metamorfosis?”, el autor recuerda un párrafo de su contemporáneo y amigo Julian
Barnes, en el que se habla de “el giro
ritual a la derecha” por el que han de pasar, indefectiblemente, todos
aquellos que, en algún momento de su vida, se autodefinieron como
izquierdistas, progresistas o incluso revolucionarios. Glups: ¿es así de fácil?
¿así de irremediable? ¿estamos ante una ley cuasibiológica, como la alopecia o
la menopausia? Más importante aún: ¿me volveré yo de derechas? ¿Empezarán a
gustarme los polos con la banderita de España, los toros, el despido libre, la
xenofobia… en definitiva, todos los tópicos con los que se asocia tal opción
política? Peor aún: ¿abjuraré de mi apasionada militancia rojiblanca y me
pasaré al lado blanco de la Fuerza? Uf, me está dando un sofoco, necesito
echarme agua en la cara…
En
fin, aparquemos la ironía, lenguaje que (a pesar de haber sido llevado a lo más
alto por nuestro compatriota Cervantes) es comprendido en España aún peor que
el inglés. En el manido debate izquierda / derecha, en lugar de descalificar a
todos aquellos que cuestionan los anticuados mapas por los que nos regimos,
deberíamos buscar cartógrafos que nos indicasen dónde está la una y dónde está
la otra. Deberíamos incluso arriesgarnos a descubrir que ambos continentes,
antaño en las antípodas el uno del otro, hoy están más próximos de lo que nos conviene
admitir. En política, saber dónde están las ideas es mucho más importante que
saber dónde están las personas. Hora es ya de que acabemos con esta ficción que
alimenta las fantasías de muchos de los guardianes de la ortodoxia, que afirman
que la izquierda está donde están ellos. Si eso no es egocentrismo (o, para ser exactos, egoizquierdismo), que venga
el Che Guevara y lo vea.
Pues
bien, en “Hitch-22” el polemista británico se convierte en autorizado dragomán
de este viaje en busca de la verdad, aún a costa de dibujar el mapa sobre jirones
de su propia piel. El lector asiste a una revisión minuciosa y sin reservas de
todos y cada uno de los fundamentos de la izquierda occidental, eviscerados por
la formidable energía intelectual del apasionado Hitchens, comprobando que es
posible mantener la coherencia siendo al mismo tiempo partidario de la Guerra
del Golfo y furibundo detractor de todo tipo de religiones. Al lado de tal
proeza, la cuadratura del círculo es un juego de niños.
Bueno,
bueno, maticemos: a pesar de mantenerse inmune al atractivo de las religiones,
hay circunstancias que incluso a alguien tan radical como Hitchens no le pueden
dejar indiferente. Cuando se entera, ya largamente entrado en la madurez, de
que su familia posee sangre judía, su reacción refleja (una vez más) todas las
contradicciones que atenazan a la izquierda occidental. Será el novelista
Martin Amis quien, informado de la nueva condición de su amigo, escenifique la
incapacidad patológica de su entorno para enfrentarse desprejuiciadamente al
llamado conflicto de Oriente Medio: Amis reconoce sin ambages tener envidia de
su camarada, pues, de golpe y porrazo, ha adquirido una especie de aureola de
trascendencia, un sello de intangibilidad histórica con el que la inteligencia
occidental ha envuelto a todo lo que tenga que ver con la tan traída y llevada
Cuestión Judía, y que podría resumirse con la siguiente aporía: ¿Qué partido
tomar en una guerra en la que las dos partes se proclaman (y las proclamamos)
víctimas? Una muestra sangrante de que, hoy en día, abundan los problemas
políticos que ni siquiera alguien tan libre como Hitchens puede abordar sin
desprenderse de sus anteojeras ideológicas.
Pero
además de un vademécum de la confusión política contemporánea, “Hitch-22” es
una autobiografía, la transcripción literaria y forzosamente subjetiva de una
vida. Y aunque en algún momento puede caer en la tentación del namedropping, no podemos por menos que
reconocer que estamos ante un relato lleno de brío y pasión, desbordante de ese
patrimonio inmaterial de la humanidad que conocemos como humor inglés. Como
cada uno tenemos nuestras obsesiones, permitidme que reproduzca un párrafo que
me hizo singular gracia, y en el que Hitchens nos cuenta su tonificante dieta
alcohólica:
“(…) En torno a las
doce y media, un buen trago del reconstituyente del señor Walker, mezclado con
agua de Perrier (un sistema ideal) y sin hielo. A la hora de comer, quizá media
botella de vino tinto: no siempre más, pero nunca menos. Después vuelvo a la
mesa, preparado para repetir el tratamiento en la comida de la noche (…) Las
copas dependen de lo bien que haya ido el día, pero siempre el combinado de
antes: nada de enredar con ginebra aquí y vodka allá (…)”
¿Por qué los
intelectuales españoles (con la gozosa excepción de Fernando Savater) lucen tan
sosos, tan pálidos, tan monaguillescos en comparación con el dionisíaco
Hitchens? Encerrados en sus cómodas certezas, nuestros reconcentrados
compatriotas se muestran más preocupados por mantener a toda costa su estatus
libertario, guardándose de adentrarse en excursiones ideológicas por terrenos
pantanosos. Aterrados ante la posibilidad de ser motejados como chaqueteros,
traidores o (directamente) fascistas, nuestros pensadores, en lugar de intentar
atraer con sus escritos a nuevos adeptos para la causa, prefieren recolectar el
aplauso fácil de los suyos, gracias a lo cual los periódicos están plagados de
artículos terroríficamente banales y retóricos, cuidadosamente pergeñados para
evitar herir cualquier tipo de sensibilidad, especialmente aquellas que
provienen de una minoría (y hoy en día todos nos refugiamos en una). Eso sí,
cuando por fin deciden salir de su refugio es peor, pues, como hacía Tarzán con
las lianas, solo sueltan una ortodoxia para aferrarse a otra, tal y como
demuestra la hornada de antiguos ultraizquierdistas que hoy en día publicitan
desde jugosas tribunas (Roma sí paga traidores) las excelencias del libre
mercado.
Apenas
unos meses después de dejarme embriagar por la estimulante lectura de
“Hitch-22”, su autor fallecía en Texas a la improbable edad de 62 años, víctima
de un cáncer. La prensa se ocupó con profusión de su dolorosa agonía, quizás
esperando una retractación en su firme rechazo de la religión. Hitchens no solo
eludió con elegancia las trampas de la fe, sino que se convirtió en una mezcla
de apóstol y mártir de la causa del ateísmo (tal y como atestiguan los
numerosos debates en los que intervino, y que hoy pueden encontrarse con
facilidad en youtube), circunstancia que, sin duda, habrá provocado más de una
nostálgica carcajada entre el círculo de sus incondicionales, entre los que me
cuento (“¿qué hubiera pensado Hitch de esto?”, no puedo evitar fantasear cuando
la actualidad nos sirve alguna noticia descabalada). Un referente más que se
pierde, y los puntos cardinales están cada vez más borrosos.
CODA:
Aquí finalizaría mi relación (por libros interpuestos, pero no por ello menos
intensa) con el escritor inglés, de no ser por uno de esos avatares (por
decirlo de alguna forma) que nos demuestran que la vida es una formidable caja
de sorpresas. Me explicaré: un año y medio después de la muerte de Hitchens, en
mayo de 2014, cumplí cincuenta años, y para celebrar tamaño acontecimiento mi
novia y yo decidimos pasar unos días en Venecia. Tranquilos, os ahorraré toda
la quincallería descriptiva (¡pero qué ciudad!), e iré al grano.
La noche del
doce, el día de mi cumpleaños, nos encaminamos hacia el “Harry’s Bar”,
dispuestos a brindar con una copa de Bellini, ese cóctel que tantos momentos de
placer ha provocado a dispsómanos de medio mundo, y que fue inventado allí. El
pequeño bar estaba abarrotado de gente, y solo a duras penas conquistamos un
hueco en la barra. Pedimos la especialidad de la casa, y ya habíamos
entrechocado nuestras copas cuando se fueron nuestros vecinos de la derecha,
siendo inmediatamente sustituidos por dos mujeres indudablemente
norteamericanas, con toda probabilidad recién desembarcadas de algún crucero.
Más o menos de mi edad, peripuestas, guapas a su manera, adictas sin duda al
gimnasio y al aggiornamiento estético. Alegres y confiadas ciudadanas del
mundo, varios escalones por encima de los sacafotos, unos pocos por debajo del
verdadero cosmopolitismo. Elvira y yo levantamos nuestros Bellinis hacia ellas,
que nos correspondieron: un signo de complicidad entre los turistas que nos
jactamos de no serlo. Fue al pedir refuerzos al camarero cuando noté que alguien
había atracado junto a las dos señoras. A pesar de situarse en mi ángulo ciego,
pude percibir los contornos de un hombre de robusta constitución, bien vestido
pero mal afeitado, que estaba haciendo reír a aquellas dos gallinitas de
Brooklyn (un suponer) con su recio acento cockney. Nada nuevo bajo el sol: el
recurrente ciclo cinegético, la eterna zarabanda del depredador y la presa.
Cuidado, advertí mentalmente a nuestro Romeo, éstas tienen espolones. A la
tercera carcajada no pude evitar volverme, y al mirar al tipo me asaltó un
atisbo de intriga: y a mí que esta cara me suena. Durante unas décimas de
segundo (quizás algo más: los dos Bellinis ya estaban haciendo de las suyas)
analicé, calculé, rebusqué, deseché. No, cómo va a ser. A ver si dejas de
cotillear, me interrumpió Elvira, tironeándome de la manga de la chaqueta. No
te lo vas a creer, le repliqué, pero el que está detrás de mí es un escritor inglés
al que admiro mucho. No le conté que en realidad estaba muerto, qué necesidad
había de alarmarla. Disimulé como pude el desconcierto, tamborileé con los
dedos sobre la madera de la barra, me bebí de un trago lo que quedaba de copa.
El alboroto a mis espaldas se iba transformando paulatinamente, la voz del
hombre se hizo menos acechante, se convirtió en un melodioso solo de saxofón.
Vaya pájaro tu amigo el escritor, me informó mi novia, que estaba frente a
ellos, se va a pegar un atracón de padre y muy señor mío con esas dos cacatúas.
No pude resistirlo más: dejé el vaso vacío sobre la barra y me di media vuelta.
No, claro que no era Hitchens, qué tontería. Se daba un aire, de acuerdo, pero
éste tenía el pelo más castaño, y los ojos eran oscuros y huidizos. Era otro,
vaya. Nos sonreímos, yo a consecuencia del alivio, él por razones que
desconozco. Me volví suspirando, y levantando mi copa vacía le hice al camarero
ese gesto universal del que solicita más combustible. De eso nada, monada, me
reconvino amablemente Elvira, nos vamos. Nos pusimos los abrigos: mayo, en
Venecia, puede ser muy inclemente. Mientras pagábamos comprendí que la suerte
estaba echada: el hombre había elegido a la más pimpolluda, a la que engatusaba
con lindezas al oído, mientras que la otra removía mecánicamente el hielo de su
combinado. Pura selección natural, mascullé, incrédulo aún de que, aunque solo
hubiera sido durante unos segundos, hubiera confundido a aquel pichabrava con
mi admirado Hitchens. Eso sí: no puedo asegurarlo con certeza, pues ya
estábamos casi fuera, pero según salíamos me pareció que el tipo llamaba al
camarero y le pedía una copa del reconstituyente del señor Walker. No sé, a
veces mi inglés no es tan bueno como yo quisiera, y además estaba un poco
curda, lo más seguro es que me confundiese.