sábado, 4 de abril de 2015

El hombre de la linterna


Los peores eran los paracaidistas: en mitad de la proyección se ponían a cantar, o a empujarse, y no había quién se enterase de nada. Es verdad que aquellas películas de artes marciales no requerían excesiva concentración (todos los japoneses nos parecían iguales), pero siempre había quien llamaba al acomodador a voces, reclamando silencio. Saliendo sigilosamente desde algún lugar escondido, aparecía precedido por su linterna, ese sable de luz de andar por casa. En otras salas eran más corpulentos, o llevaban un uniforme con más galones, y solucionaban los problemas a las bravas, arrastrando a la calle a los alborotadores, incluso a mí me echaron alguna vez. Pero el del Cine Paz era flaco y desmedrado, no sería mucho más alto que yo. Sin apresurarse se acercaba a la zona de los paracas, y no sé cómo lo haría, pero les decía un par de cosas que no alcanzábamos a escuchar, se reían, y poco a poco iban callándose: una sábana de tranquilidad se extendía por la platea mientras los japoneses (quizás fueran chinos, quién sabe) seguían zurrándose la badana. Otras veces eran los de los pueblos vecinos, que venían a buscar bronca (y a ver alguna peli de destape): el acomodador se arrimaba a ellos como quien no quiere la cosa, les contaba un chiste, les vacilaba un poco, intercambiaban cigarrillos y aquí paz y después gloria. En todos los años que frecuenté aquella cueva llena de columnas mal colocadas y de butacas a medio disolver, no hubo ni un solo incidente que no resolviera con mano izquierda aquel señor del que nunca supe el nombre, pero al que yo hubiera puesto sin dudar como mediador entre árabes y judíos. Y si cuento esto es porque el otro día, y mira que han pasado años (ya solo veo cine en salas ultramodernas, donde la única interrupción son los omnipresentes móviles), creí reconocer a aquel acomodador de mi adolescencia sentado en un banco del parque, entregado a la espera sin recompensa. Al principio dudé, el tiempo le había reducido aún más, y el pelo era del color de la ceniza en otoño: un anciano indistinguible, quizás fuera otro, el parque estaba lleno de ellos. Pero cuando vi cómo engatusó a su perrito para que dejara de pelearse con un chihuahua me convencí: qué tío, no ha perdido maña.