Los peores
eran los paracaidistas: en mitad de la proyección se ponían a cantar, o a
empujarse, y no había quién se enterase de nada. Es verdad que aquellas
películas de artes marciales no requerían excesiva concentración (todos los
japoneses nos parecían iguales), pero siempre había quien llamaba al acomodador
a voces, reclamando silencio. Saliendo sigilosamente desde algún lugar
escondido, aparecía precedido por su linterna, ese sable de luz de andar por
casa. En otras salas eran más corpulentos, o llevaban un uniforme con más
galones, y solucionaban los problemas a las bravas, arrastrando a la calle a los
alborotadores, incluso a mí me echaron alguna vez. Pero el del Cine Paz era flaco y desmedrado, no sería mucho más
alto que yo. Sin apresurarse se
acercaba a la zona de los paracas, y no sé cómo lo haría, pero les decía un par
de cosas que no alcanzábamos a escuchar, se reían, y poco a poco iban
callándose: una sábana de tranquilidad se extendía por la platea mientras los
japoneses (quizás fueran chinos, quién sabe) seguían zurrándose la badana. Otras veces eran los de los pueblos
vecinos, que venían a buscar bronca (y a ver alguna peli de destape): el
acomodador se arrimaba a ellos como quien no quiere la cosa, les contaba un
chiste, les vacilaba un poco, intercambiaban cigarrillos y aquí paz y después gloria. En todos los años que
frecuenté aquella cueva llena de columnas mal colocadas y de butacas a medio
disolver, no hubo ni un solo incidente que no resolviera con mano izquierda aquel
señor del que nunca supe el nombre, pero al que yo hubiera puesto sin dudar como mediador entre árabes y judíos. Y si cuento esto es porque el otro día, y mira
que han pasado años (ya solo veo cine en salas ultramodernas, donde la única
interrupción son los omnipresentes móviles), creí reconocer a aquel acomodador
de mi adolescencia sentado en un banco del parque, entregado a la espera sin recompensa. Al principio dudé, el tiempo le había reducido aún más, y el pelo era del color de la ceniza en otoño: un anciano indistinguible, quizás fuera otro, el parque estaba lleno de ellos. Pero
cuando vi cómo engatusó a su perrito para que dejara de pelearse con un chihuahua
me convencí: qué tío, no ha perdido maña.