domingo, 16 de agosto de 2015

Federalismo es no tener que decir nunca lo siento

El maravilloso hallazgo verbal que encabeza esta entrada corresponde a Manuel Jabois, una de las estrellas en alza del periodismo español, y al que me permito recomendar que abandone cuanto antes la viscosa sombra de Umbral para volar con sus propias alas. Pero a lo que vamos: el federalismo, ese Mejoral infantil con el que el Partido Socialista pretende combatir la brutal fiebre secesionista, no es más que un reflejo de la deriva que experimenta la socialdemocracia (a la que también podría aplicarse eso de es no tener que decir nunca lo siento). Incapaz de hacer oír su voz entre el berroqueño inmovilismo de la derecha y el desleal victimismo de los separatistas, al partido al que voté durante años (rompimos por motivos que no vienen al caso: en el acuerdo de divorcio ellos se quedaron con el aparato y a mí me toco la ideología) no se le ocurre otra cosa que recurrir al relato mágico del federalismo, convencido de que el talante es más importante que el talento a la hora de encarar los problemas políticos. A ver si lo explico sin parecer pedante: España es un estado federal de facto desde 1978, a pesar de que nuestros constituyentes prefirieran la denominación de Estado de las Autonomías (por seguir con el juego de Jabois, España es el Estado que no se atreve a decir su nombre). Cataluña y el País Vasco poseen competencias por las que suspiran regiones que, signo de los tiempos, de repente se han vuelto levantiscas y enfurruñadas (Escocia, Gales, Córcega, la imaginaria Padania: con decir que hasta la siempre caciquil Galicia se nos vuelve revolucionaria y pancéltica). Así que, señor Sánchez, a otro perro con ese hueso. Ármese de valor y, por una vez y sin que sirva de precedente, reconozca que en este asunto la razón, la Historia y hasta la realpolitik están con el gobierno central (por muy torpe que éste sea en los asuntos territoriales) y no con esa panda de adolescentes caprichosos que son los nacionalistas periféricos, dispuestos a lo que sea con tal de salir de los que algunos de ellos entienden una cárcel para meterse en una jaula. Abandone esa retórica de autoayuda que abunda en sus discursos y diga alto y claro lo que muchos pensamos: siempre se podrá mejorar en cuestiones puntuales, claro está, pero el nivel de autogobierno de nuestras autonomías ya ha llegado a su límite (y, no estará de más recordarlo, con un éxito sin precedentes en nuestra historia). Si es capaz de decirlo con convencimiento, no le oculto que perderá el apoyo de todos aquellos que lo único que le exigen es que atice inmisericordemente al Partido Popular, pero a cambio habrá recuperado mi voto. Usted mismo. 


Manuel Jabois

viernes, 14 de agosto de 2015

Hotel Continental, Tánger

          
El recepcionista finge no haberme entendido, por lo que me veo obligado a repetírselo: Quiero una habitación sin aire acondicionado, y el WIFI te lo metes por el culo. Ah, las servidumbres del fetichismo literario: me encantan los hoteles decadentes, aquellos que conservan en el aire las vivencias de los antiguos viajeros, tan distintos a los atribulados turistas de hoy en día. En el Hotel Continental de Tánger las comodidades brillan por su ausencia: no hay minibar con Toblerone, no hay spa, no hay gym, no hay brunch… De hecho, no hay casi nada, excepto inmensos pasillos cubiertos por polvorientas alfombras que desembocan en estancias de dudosa funcionalidad, pero de fascinante decoración. Hay que tener una sensibilidad de lija para no dejarse empapar por el encanto de lo obsoleto que destila su comedor, en el que se rodaron algunas de las escenas más señaladas de “El cielo protector”. Sí, ya salió la palabra: soy un mitómano, qué pasa, hay vicios peores.
He vuelto a Tánger porque es una ciudad fea, ajena al ominoso barniz del diseño que está convirtiendo el mundo en un parque temático de Disney (o de Apple, o de Ikea). He vuelto a Tánger porque aún se puede pasear por callejones en los que tipos turbulentos traman planes peligrosos (en realidad están hablando de fútbol, o de comprarse un coche, pero prefiero imaginármelos patibularios y misteriosos, qué le vamos a hacer). He vuelto a Tánger porque me gustan los edificios leprosos que vivieron tiempos mejores, con la ropa colgada a secar encima de un minarete o de una legación diplomática abandonada. He vuelto a Tánger porque es casi imposible encontrar alcohol, por lo que cuando consigues una cerveza (¡aleluya!) te sabe como la mejor del mundo. Al regresar al hotel me arrepiento de no tener aire acondicionado (hace un calor de morirse), por lo que paso la noche asomado a la ventana, contemplando el puerto. Al amanecer refresca un poco y me echo en la cama, no tardo ni un minuto en dormirme y soñar que tengo que volver a Tánger algún día.