Mucho me temo, España, que quedamos solo tú y yo.
Los fachas de la pulserita están demasiado ocupados
con sus monterías de comisiones y sobresueldos,
mientras que los progres no se atreven siquiera
a decir tu nombre por miedo a que les tilden de franquistas.
A tu alrededor, paletos de toda laya y condición
aspiran a salir de tu cárcel para meterse en su propia
jaula.
Y para rematar la jugada los bárbaros se han instalado en tu
zaguán
exhibiendo esa rabia impostada de los que han follado poco.
Vaya panorama, España.
No me jodas que va a tener que defenderte el más elusivo de
tus hijos,
el que en cuanto puede se larga a vivir al extranjero (últimamente
menos: ya te contaré),
el que ha leído más a Conrad o a Proust que a Galdós,
y al que da alergia el mero contacto con tu bandera (del
himno ni hablamos).
Pero es curioso: ahora que ya no tienes respuestas,
ahora que ya no me puedes asfixiar con tu identidad de
matrona
es cuando me siento español (bueno, más o menos).
Creo que me conoces lo suficiente como para saber que no lo
digo con orgullo
(uno solo puede estar orgulloso de aquello que consigue tras
arduo esfuerzo),
y yo soy español como podría haber sido chino, o paraguayo,
y no han faltado las ocasiones en que hubiera preferido no
serlo.
Pero te aseguro que iré a verte al asilo en el que todos te
han metido
(de vez en cuando: tengo mucho que hacer intentando
comprenderme).
Te llevaré bombones, algunas flores quizás, y hablaremos de
los poemas de Garcilaso
y de las canciones de Cecilia, viejas fotos de lo lozana que
una vez estuviste.
Y nos reiremos de las absurdas teorías que sobre ti
elucubran los hispanistas:
“Cainita lo será su puta madre, qué se habrá creído ese
mamarracho”.
Y nos acordaremos del gol de Iniesta y de la batalla de
Lepanto,
y de esos chupitos de matarratas que te ponen en los
restaurantes de medio pelo.
Porque también eso (o sobre todo eso) es España,
sin olvidar a los médicos de la sanidad pública, y algunos amaneceres,
y una lengua vibrante y maleable, jugosa como una promesa de
amor.
Y cuando me vaya me preguntarás, fingiendo indiferencia,
Qué tal les va a todos aquéllos que se labraron su gloria
despreciándote.
Pero a mí no me engañas, sé que todavía te preocupan por
ellos,
y se te escapa al despedirnos: “Que se cuiden, que no cojan
frío”.
La semana que viene no puedo, España, tengo que pasar la ITV
del coche,
pero a la otra prometo traerte una bolsa de mandarinas de mi
huerto.