viernes, 25 de septiembre de 2015

España

Mucho me temo, España, que quedamos solo tú y yo.
Los fachas de la pulserita están demasiado ocupados
con sus monterías de comisiones y sobresueldos,
mientras que los progres no se atreven siquiera
a decir tu nombre por miedo a que les tilden de franquistas.
A tu alrededor, paletos de toda laya y condición
aspiran a salir de tu cárcel para meterse en su propia jaula.
Y para rematar la jugada los bárbaros se han instalado en tu zaguán
exhibiendo esa rabia impostada de los que han follado poco.
Vaya panorama, España.
No me jodas que va a tener que defenderte el más elusivo de tus hijos,
el que en cuanto puede se larga a vivir al extranjero (últimamente menos: ya te contaré),
el que ha leído más a Conrad o a Proust que a Galdós,
y al que da alergia el mero contacto con tu bandera (del himno ni hablamos).
Pero es curioso: ahora que ya no tienes respuestas,
ahora que ya no me puedes asfixiar con tu identidad de matrona
es cuando me siento español (bueno, más o menos).
Creo que me conoces lo suficiente como para saber que no lo digo con orgullo
(uno solo puede estar orgulloso de aquello que consigue tras arduo esfuerzo),
y yo soy español como podría haber sido chino, o paraguayo,
y no han faltado las ocasiones en que hubiera preferido no serlo.
Pero te aseguro que iré a verte al asilo en el que todos te han metido
(de vez en cuando: tengo mucho que hacer intentando comprenderme).
Te llevaré bombones, algunas flores quizás, y hablaremos de los poemas de Garcilaso
y de las canciones de Cecilia, viejas fotos de lo lozana que una vez estuviste.
Y nos reiremos de las absurdas teorías que sobre ti elucubran los hispanistas:
“Cainita lo será su puta madre, qué se habrá creído ese mamarracho”.
Y nos acordaremos del gol de Iniesta y de la batalla de Lepanto,
y de esos chupitos de matarratas que te ponen en los restaurantes de medio pelo.
Porque también eso (o sobre todo eso) es España,
sin olvidar a los médicos de la sanidad pública, y algunos amaneceres,
y una lengua vibrante y maleable, jugosa como una promesa de amor.
Y cuando me vaya me preguntarás, fingiendo indiferencia,
Qué tal les va a todos aquéllos que se labraron su gloria despreciándote.
Pero a mí no me engañas, sé que todavía te preocupan por ellos,
y se te escapa al despedirnos: “Que se cuiden, que no cojan frío”.
La semana que viene no puedo, España, tengo que pasar la ITV del coche,
pero a la otra prometo traerte una bolsa de mandarinas de mi huerto.



miércoles, 23 de septiembre de 2015

“En la orilla”, de Rafael Chirbes (Anagrama, 2013)


            Habida cuenta los panegíricos que han proliferado tras su reciente fallecimiento, habrá quien se plantee adentrarse en la obra de ese tal Chirbes del que todo el mundo habla tan bien. En realidad, leerle es como ir al dentista: una tortura absolutamente necesaria. Si ya en “Crematorio” (Premio de la Crítica 2010) nos arrasaba las caries con un soplete, en esta su última novela (que le ha reportado el Premio Nacional de Narrativa) golpea inmisericordemente nuestras encías hasta hacernos llorar. Frente a tanto fariseo que atribuye a los demás (a los políticos, a la herencia franquista, a la globalización…: las excusas son infinitas) la actual pérdida de valores y la galopante corrupción que nos aflige, el narrador valenciano lo dice bien clarito: la responsabilidad (o la culpa, a elegir) es nuestra, por lo que hemos hecho y por lo que hemos permitido que nos hagan. En el asfixiante territorio de Misent (a su lado, Comala parece Marina d’Or) campan la trapacería y la codicia, la impostura y el engaño, la simulación y la crueldad. Incluyendo al poco empático protagonista Esteban, todos los personajes son un compendio de inmoralidades, y sus lastimeras vidas orbitan en torno a dos escenarios: el real que conforma el pantano (una metáfora nada rebuscada de la turbiedad en la que chapoteamos) y el simbólico de la burbuja inmobiliaria, verdadera peste negra de comienzos de milenio, y que sacó lo peor de una ciudadanía obnubilada por el dinero fácil y el consumismo feroz. En todo caso, es indudable que estamos ante uno de los libros que permanecerá, tanto por la contundencia y valentía de su mensaje como por la excelencia literaria del texto, un verdadero tour de force más propio de las grandes construcciones novelísticas del Boom que de sus pálidas imitaciones españolas. Y aunque ya es un poco tarde para pedírselo, rogaríamos al autor que levante un poco el pie del acelerador: dedicar páginas y páginas a describir minuciosamente los estragos del Alzheimer roza el miserabilismo, el ensañamiento con el lector. Sus muelas lo agradecerán.



martes, 15 de septiembre de 2015

“Memorias de un liberal psicodélico”, de Luis Racionero (RBA, 2011)


            Volteretas, fascinantes volteretas. La misma persona que, a principios de los setenta, colabora para fundar la revista underground “Ajoblanco” acabará, treinta años después, dirigiendo la Biblioteca Nacional por petición de Aznar, el presidente menos underground que imaginarse pueda. A ver: ya sé que la noche comienza al mediodía, y que el cambio es consustancial al ser humano, hasta ahí podíamos llegar. Pero la peripecia vital de Luis Racionero (La Seu D’Urgell, 1940) es un buen ejemplo de eso que podría llamarse “intelectualidad líquida”, concepto al que si Bauman no le ha dedicado un libro ya está tardando. Fiel a la máxima de Groucho (“estos son mis principios: si no le gustan, tengo otros”), Racionero fue el primero en España en hablar del taoísmo, para a continuación entrar en política de la mano de Esquerra Republicana, al tiempo en que se convertía en un más que aceptable divulgador de la contracultura (confieso haber leído con agrado “Del paro al ocio” y “Oriente y Occidente”: sus libros de ficción, que son muchos, no me atraen). Con un instinto innegable para saber estar en el sitio adecuado en el momento justo, el autor vive en el Berkeley de la explosión psicodélica; más tarde se trasladará al Ampurdán justo a tiempo para amistarse con Pla y Dalí; en Madrid se aliará con el grupo de periodistas y escritores conocidos como “el sindicato del crimen”; en París dirige el Colegio de España y se pega comilonas con Phillipe Sollers. Todo esto lo cuenta en estas memorias (que, muy significativamente, eluden la infancia: qué freudiano) que le han supuesto ganar el Premio Gaziel, a pesar de que el libro está escrito a brochazos (hay párrafos que parecen apresuradamente dictados). Un paseo, en fin, por la cultura española e internacional de los últimos cuarenta años, y gracias al cual descubrimos que el taoísmo y la venganza no son excluyentes, a juzgar por el repasito que el autor le pega a su ex esposa Elena Ochoa.   



martes, 1 de septiembre de 2015

El caso es andar

Déjame ahora que levante mi copa por ti, Evangelina, que adoptaste el nombre de “Cecilia” para el siglo y las discográficas, y permíteme que te confiese que te escuchaba en el reproductor de nuestro Chrysler 180 verde cuando íbamos de vacaciones, en los casettes que ponía mi madre (“Grandes éxitos 74”, “Lo mejor de RCA”) siempre había una canción tuya, yo gruñía porque quería poner a los Rolling pero secretamente tenía que admitir mi extraña fascinación por los violines rampantes que introducen “Dama, dama”, o por el uppercut embadurnado de mermelada que es “Me quedaré soltera”, o por la melancólica alegría que desprende “Mi querida España”, yo miraba por la ventanilla y a todos lados se extendía el campo, las casas, eso que los mapas llaman España, las gentes, no sé, me confundía y me exaltaba todo, ¿quieres que escuchemos ahora a los melenudos esos?, decía mi madre, no hace falta, pon otra vez a la chica del pelo lacio, yo fingía ceder, Evangelina, qué puntazo.

Déjame ahora que levante mi copa por ti, Evangelina, qué triste tiene que ser morir con apenas veintisiete años en un sitio premonitoriamente llamado Colinas de Trasmonte, bien visto es un nombre precioso, y embistiendo un carro de bueyes, cuántas cosas te perdiste, algunas te hubieran gustado, otras no tanto, no sé si te han contado que ahora todas las cantantes actúan en sujetador y bragas, no soy experto en el tema pero me parece que ese feminismo no tiene nada que ver con el tuyo, ese que se escondía en versos de mazapán que tanto se le atragantaron a aquellos cazurros, tú ya sabes a quiénes me refiero, había que tenerlos bien puestos para decir que no eras nadie de nadie, Evangelina, muy bien puestos.


Déjame ahora que levante mi copa por ti, Evangelina, desde que te fuiste hemos tenido otros coches (el pobre Chrysler 180 verde acabó en un desguace), y hemos escuchado muchas músicas, y por lo que a mí respecta he pasado por buenos y malos momentos, conocí el dolor de la pérdida, me han roto el corazón y he roto corazones, he visto cómo la vida se escurría entre las manos, también ganamos un Mundial, pero siempre que lo he necesitado me ha venido a salvar ese consejo que nos dejaste, Evangelina, en la que es de las tuyas mi canción favorita: el caso es andar. Sí, joder, eso es, he dicho antes de levantarme y sacudirme el polvo para a continuación seguir adelante, siempre adelante.