sábado, 31 de octubre de 2015

Finales de octubre en Madrid

Madrid parece pensado para perderse. No: es acabar de escribir la frase, y ya te das cuenta de que es mentira (a pesar de que me gusta la aliteración de las Pés: Parece Pensado Para Perderse, muy bonito, pero no), como todas las frases redondas es mentira. Madrid tiene su orden, su lógica, otra cosa es que, simplemente porque estamos a finales de octubre y hace un sol radiante, decidas ignorar ese orden, esa lógica: a otro perro con ese hueso, dices, así como al desgaire. Te dejas llevar, eludes un grumo de gente que tapona una calle, doblas por la esquina que no es, y cuando fijas la mirada estás (qué casualidad) delante del lugar en el que se levantaron las casas de Ruy González de Clavijo, aquel diplomático castellano que cruzó medio orbe para visitar a Tamorlán en Samarcanda. Muchos años después, y por razones que no vienen al caso, repetí ese mismo viaje, gracias al cual guardo una delicada amistad con Ruy a la que no afectan los siglos. 

Me asombro al ver que su antigua morada ha sufrido un lavado de cara, la han pintado de un color difícil de describir (¿crema? ¿grisáceo? ¿camuflaje?), no sé si ha sido iniciativa de la nueva corporación o de la anterior (acabáramos: es color relaxing café con leche). No termina de gustarme ese afeite innecesario (la fachada anterior, de ladrillo visto, me parecía más digna, más cercana a la árida prosa de Ruy). Saco mi cámara, quiero inmortalizarme delante de la casa, mientras estoy preparando mi lado bueno pasa una mujer muy guapa que se sonríe al ver mis contorsiones para salir medio decente, dudo si pedirle que me haga ella la foto, pero veo que tras de sí arrastra un perrito, una de esas miniaturas ladradoras que no sirven para nada y a las que no me explico cómo Noé dejó que subieran al Arca, le obligaría su mujer, como si lo viera. Miro de nuevo a la chica: será todo lo guapa que quieras, de acuerdo, pero yo con ésas no quiero nada, al final me hago un selfie, la chica se marcha despacio, un poco decepcionada quizás, siento ser tan radical, pero con perritos, no.

El sol lo está dando todo, hace un calor que me obliga a quitarme la chaqueta. Sigo andando, al llegar al mercado de la Cebada tuerzo a la derecha, de repente me descubro en una concatenación de calles que creo no haber hollado nunca, me embarga la alegría de la novedad, de lo inesperado. Incluso veo una tienda sencillamente inolvidable, exclusivamente dedicada a la venta de botas, esos artilugios de cuero que te permiten beber el vino a las bravas, sin importarte ni los taninos ni el retrogusto ni la madre que los parió. Al rato, y tras cruzar la calle Toledo, entro en los dominios del Rastro, un tanto mustio en esta mañana de viernes. Veo a gitanos muy bien vestidos, uno de ellos consulta con prosopopeya un reloj que lleva en el bolsillo del chaleco y le cuelga de una cadena: qué tronío. Observo sin mucho interés las pocas cosas expuestas, nunca he sido muy de comprar, algún trauma infantil, supongo. Cuando encaro la calle Carlos Arniches, de fuerte pendiente, veo que en una antigua corrala se ha abierto el Museo de Artes y Tradiciones Populares (entiendo que no utilicen su acrónimo: MAPT no es muy comercial que digamos). ¿Por qué no?, y me meto, el hecho de que sea gratis lo hace aún más atractivo (miento, no me gusta la gratuidad en los museos, y no tanto por mi muy acendrado esnobismo cuanto por la indiferencia que provoca en los españoles aquello por lo que no tienen que pagar: si no cuesta es que no vale). No hay grandes alardes expositivos: vitrinas con chismes más allá de lo vintage (botijos, planchas, forjas, vasijas), carros de madera, recordatorio de los oficios antes no ya de internet sino incluso del plástico o del trabajo en cadena. Bueno, es gratis, me recuerdo mientras reprimo un bostezo.

Sin embargo (en estos museos insospechados siempre hay un sin embargo, una sorpresa con la que no contabas), hay una sección muy interesante sobre diversos trajes para las fiestas populares y los carnavales. Me encanta un rincón dedicado a los gigantes y cabezudos (muy activos en Alcalá cuando yo era crío, ahora ya no sé). Durante unos instantes me dejó marear por el tiempo, por el lento pero implacable paso de los años y las generaciones, por el recuerdo de los niños que habrán perseguido a estas figuras, por el olvido de los adultos que iban dentro y ahora son polvo en sus tumbas. Me hago las inevitables fotos, la monja y el Quevedo (creo que es él) están muy bien, hay un diablo que me podría servir para la portada de algún libro mío (un libro que quizás nunca vea la luz, pero ésa es otra historia).  

A la salida veo algo que, sin discordar, no guarda relación aparente con el resto: un traje de marinerito (de Cuenca, concretamente) como los que utilizaban para hacer la primera comunión (no explicita cuándo: ya lo digo yo, a principios de los setenta, el mío era muy parecido, cuando lo ven mis sobrinos se mueren de risa, no se creen mi explicación de que era un homenaje a Corto Maltés, no cuela). Escalofriante: no se necesita mucho más para saber qué es España, los hispanistas deberían dejar de martirizarse los ojos consultando polvorientos legajos, aquí está todo. Sí, somos un país rematadamente cursi. Tengo entendido que hace unos días, en el Rincón de la Victoria (Málaga) un  alcalde o alcaldesa del PSOE ha instituido las comuniones civiles, el progresismo al servicio de la horterez. Sí, somos muy cursis: supongo que los niños de hoy ya no irán vestidos de guardiamarinas gays (porque talmente es la pinta que llevabas con los cordoncitos, los guantes blancos y las charreteras), hoy irán con tatuajes de colores y peinado de futbolista, pero el fondo es lo mismo: somos muy cursis.


Abandono el Museo, le echo un par de fotos a la corrala (restaurada un poco demasiado “Malasaña Premium” para mi gusto), me he ganado una cerveza. Subo hasta Ribera de Curtidores, vuelvo a la Plaza de la Paja, tuerzo por calles y callejones y llego a uno de esos puntos de Madrid que no salen en las guías (sí que salen: hoy en las guías sale todo) pero que en mi GPS emocional están calificados con tres estrellas: la Travesía del Nuncio. Una calle peatonal por la que se baja desde San Pedro a la Calle Segovia. El desnivel se salva por unos trancos de escalera que el Bar del Nuncio utiliza para poner sillas y mesas. Allí me siento y pido una cerveza, mientras veo a lo lejos el tráfico que va y viene, saco mi cuaderno y escribo algo. Madrid es malo para las metáforas, no es la Ciudad Luz como París, o la Ciudad Eterna como Roma, o la Tacita de Plata como Cádiz (somos muy cursis, creo que ya lo he dicho), Madrid se aviene mal a las frases publicitarias, no me extraña que no quieran darnos las Olimpiadas. Pero sentado como estoy (con la segunda Mahou ya en danza), pienso que qué más da, solo las ciudades simples pueden encapsularse en un slogan, Madrid es simplemente lo que yo quiero que sea, y un viernes a las dos de la tarde Madrid es un sitio en el que hace calorcito y por el que las chicas guapas pasean indolentemente (con un perrito: qué le vamos a hacer), pago y mientras vuelvo a mi barrio pienso dónde me sentaré a comer, porque Madrid, básicamente, es eso: el lugar en el que se desarrollan mis pensamientos, y quien dice pensamientos dice sentimientos, yo no los distingo bien.