miércoles, 25 de noviembre de 2015

“La mano azul. La generación beat en la India”, de Deborah Baker (Fórcola, 2014)



            Entre los muchos descubrimientos que debemos a la llamada Década Prodigiosa (y espero no tener que especificar de qué década estamos hablando), uno de los más relevantes fue la identificación de la India como la quintaesencia de la espiritualidad. Cualquiera que haya pasado un tiempo en aquel país excesivo podrá argumentar que la realidad es mucho más compleja y resbaladiza, pero cuando Allen Ginsberg, faro de la Generación Beat, parte en 1961 hacia la patria de Gandhi y de Tagore lo hace urgido por la necesidad de encontrar respuestas que no podía proporcionarle la pimpante Norteamérica que extendía por el mundo, y sin oposición aparente, ese modelo de sociedad en el que ahora sobrenadamos (casi) todos. Deborah Baker nos cuenta con oficio las andanzas del muy pirado autor de “Aullido”, acompañado por su pareja Peter Orlovsky, en las que se mezclan intuiciones muy de la época (ese anhelo de trascendencia que a continuación caricaturizarían los hippies) con desafueros también muy de la época (ah, esos años en los que los intelectuales enviaban candorosas cartas a los mandatarios mundiales exigiéndoles la paz y el desarme…). Sin embargo, el insospechado hallazgo del libro es una presencia lateral y escurridiza: la musa beat Hope Savage (¡sí, se llamaba así!: Esperanza Salvaje), cuyo viaje errático y alucinado por Oriente encapsula a la perfección el evangelio nómada y desarraigado de un movimiento (nunca mejor dicho) literario al que el tiempo está poniendo en su verdadero sitio. Eso sí, avisamos que este no es el libro adecuado para el que espere conocer la India a través de las gruesas gafas de pasta de un personaje como Ginsberg: el barbudo poeta solo tenía ojos para sus obsesiones, que eran muchas, y no es buena idea interponerse entre un beatnik y sus neurosis. 


domingo, 22 de noviembre de 2015

Humo y más humo


            El rostro de aquella anciana que dormitaba completamente borracha en un sofá me resultó familiar. Le di varias vueltas en la cabeza: ¿uno de esos parientes con los que solo coincides en las bodas? ¿Quizás una tía lejana? No, mis tías no son tan extravagantes, no me las imagino vestidas con una minifalda psicodélica y tocadas con una peluca estilo Cleopatra, menudas son. De repente caí: sí, era una actriz de segunda fila, solía hacer de novia de José Sacristán en aquellas películas infectas de finales del franquismo, o de amiga ye-yé de la protagonista. El anfitrión se acercó acarreando una caja de cervezas, y al ver mi gesto de intriga me dijo su nombre.

            - Vive en el piso de arriba –añadió-, siempre que damos una fiesta se apunta.

            A decir verdad, tampoco sabía cómo se llamaba el anfitrión: Marta, la becaria de producción que me había invitado, me lo había presentado simplemente como su novio. Está preparando su primer largo, me confesó orgullosa mientras nos saludábamos, va un poco en la onda Wong Kan-Wai, ya sabes, y asentí apreciativamente, a pesar de que no tengo ni idea de quién es el chino ese, hace ya mucho que no voy al cine. En realidad, no sabía nada ni del chino ni de las treinta o cuarenta personas que me rodeaban, y empecé a creer que Marta me había invitado por compromiso: llevaba muy poco en el programa y nuestros horarios apenas coincidían. Por lo tanto, y aunque parezca una tontería, me reconfortó comprobar que al menos aquella anciana incongruentemente vestida que agarraba un vaso vacío estaba tan desubicada como yo. Me esforcé por recordar alguna de sus películas: tenía una voz ronca, y estaba siempre cabreada. Comprobé que la memoria no me fallaba cuando abrió los ojos de golpe.

            - ¿Y tú quién coño eres?  

            Me reí, ¿qué iba a hacer si no? Me presenté, le dije que era un gran admirador de su trabajo (no me costaba nada tal concesión), y le comenté que trabajaba con Marta, una chica estupenda que llegaría muy lejos. Me dejó hablar mirándome fijamente, me preguntó quién coño era Marta, y antes de que pudiera responder me pidió un cigarrillo. No fumo, me excusé. La juventud de hoy sois todos unos flojos, se rió entre dientes, y a continuación me ordenó que fuera buen chico y que le consiguiera un paquete de Marlboro Light, luego te lo pago. Sí, claro, repuse: para mi sorpresa, no me encontraba demasiado incómodo por la situación, se ve que con los años me estoy volviendo tolerante. Ya iba a salir a buscarlo cuando me agarró por el brazo y me suplicó que me sentara a su lado. Lo hice. Tenía una mirada chisporroteante, volcánica.

            - Yo era muy contestataria, por eso no me dieron papeles protagonistas. Si hubiera sido más dócil, si hubiera dicho sí a todo como otras, y no voy a decir nombres, otro gallo me habría cantado. Pero la nena es mucha nena, y te juro que no me arrepiento. Ahora tráeme el Marlboro, cielo. Pero que sea light, no te olvides.

            Me soltó y se dejó caer sobre el sofá, cerrando los ojos como un telón que bajan o un árbol al que abaten. No sé si se durmió o fingió dormirse para librarse de mí, pero me levanté sin hacer ruido y busqué la puerta de salida. Tuve que preguntar, la casa era muy grande, pero al final la encontré. Bajé a la calle, no se veía mucha gente. Era una de estas noches de julio en Madrid en las que el termómetro no se apea de los treinta grados, un horror. Sabía que un poco más allá había un VIPS, supuse que tendrían tabaco, y hacia allí me dirigí. No sé porqué (esas ideas te asaltan sin explicación posible), pero mientras caminaba comprobé que mi ciudad estaba llena de grandes coches, de esos con tracción a las cuatro ruedas, la publicidad te bombardea constantemente para que te compres uno, al parecer denotan libertad, fortaleza y seguridad, todas las virtudes posibles, también solidez. Muchos de ellos estaban aparcados a ambos lados de la calle, como tanques descansando tras la batalla, mientras que otros pasaban a cada rato, retumbando con sus motores de miles de centímetros cúbicos. No me imaginé a ninguno de sus conductores tumbado en un sofá, borracho, con un hilito de baba cayéndole por las comisuras de la boca, no parece lógico, es otro mundo con otros valores (libertad y fortaleza, repito, y muchas cosas más). Cuando te compras uno de esos chismes (cuestan un riñón, y no puedes olvidar el mantenimiento y todo lo que acarrean, como una plaza de garaje), también compras una especie de tela metálica que te protege de acabar así, pidiendo a un desconocido que te compre un paquete de Marlboro Light. No hablo con conocimiento de causa, que conste, nunca he tenido un coche de esos, y además no sé qué relación puede haber entre los hábitos de sus conductores y una pobre actriz olvidada que abusa del alcohol y que provoca un repentino acceso de ternura en alguien como yo, que ni siquiera es muy cinéfilo. En fin, que compré el paquete, volví a la fiesta pensando en otra cosa completamente distinta (tengo mis propios problemas, que no vienen al caso) y al llegar me comunicaron que la actriz se había marchado sin despedirse. Estaría cansada, dije yo, intentando esconder un conato de decepción, y aproveché para confesar que yo también estaba hecho polvo, ¿no te apetece una raya?, di dos besos a Marta y me fui, no soy muy de drogas.

            Al bajar a la calle me acordé del paquete de Marlboro Light que tenía en el bolsillo, y no supe qué hacer con él, de repente me estorbaba muchísimo. Ya iba a tirarlo en una papelera cuando vi que, a su lado, estaba aparcado uno de esos cochazos, quizás el más pintón de la camada: parecía un rinoceronte al que hubieran blindado la piel con planchas de metal, un monstruo pavoroso y desafiante. No me lo pensé: rompí uno a uno los cigarros, y espolvoreé aquel confeti parduzco sobre la impoluta carrocería. Cuando al día siguiente llegara su propietario no entendería nada, pero en aquel momento intuí que ese gesto lo llenaba todo de coherencia. 


miércoles, 18 de noviembre de 2015

“Maitreyi”, de Mircea Eliade (1933)



            Borges (que de eso sabía un poco) no dudó en clasificar la Biblia como una de las cimas de la literatura fantástica. Partiendo de tan rotunda afirmación, es bastante lógico que uno de los mayores historiadores sobre las religiones que nos ha dado el siglo XX, Mircea Eliade (1907 – 1986), nos haya dejado algunas obras maestras de lo inexplicable y lo inverosímil, como por ejemplo “Tiempo de un centenario” o “Medianoche en Serampor”, volumen que atesora dos nouvelles que habré leído y releído sin agotar su inmenso caudal de extrañeza. Para nuestro regocijo, el autor rumano también demuestra su talento a la hora de adentrarse en el sofocante mundo de la pasión amorosa (otra religión más, al fin y al cabo). Basada en su propia experiencia personal (Eliade pasó varios años en Calcuta estudiando filosofía oriental, y en el texto se intercalan con solvencia trozos de su diario), “Maitreyi” es una novela de aprendizaje claustrofóbica a la par que lírica, y un testimonio impagable de los últimos coletazos de la dominación británica en India. El protagonista, habituado a las toscas maniobras del cortejo occidental, bordeará la locura al tener que plegarse a las sutilidades de la seducción y el erotismo que practican los inventores del Kamasutra. Ecos de “Romeo y Julieta”, “Cumbres borrascosas”, “El diablo en el cuerpo” y otros clásicos del amour fou pueden encontrarse en las conversaciones de los dos amantes, en sus miradas escondidas, en sus escenas de celos, en su decidida intención de penetrar el abismo asumiendo todas las consecuencias. El clima de gradual opresión que va invadiendo al lector, unido a un desenlace nada complaciente, hacen de ese singular libro una magnífica oportunidad para conocer los rituales y la coreografía del amor interracial mucho antes de que se hartaran de darnos la murga con el famoso choque de civilizaciones.
   
Mircea Eliade, en su época Maitreyi

martes, 17 de noviembre de 2015

Pedro el Americano

Llego con el tiempo justo al auditorio del Conde Duque, y la chica de las entradas me sonríe: “Tienes suerte, solo queda una entrada”. Vaya (me sorprendo), al parecer hay más personas que, como yo, han tenido la peregrina idea de desplazarse un lunes a las ocho de la noche a escuchar a Pedro Ruy-Blas, uno de los escasos cantantes supervivientes de aquella primera generación que trajo los ritmos norteamericanos a nuestro país, y cuyo nombre nada dirá a todos aquellos que creen que la música pop española nació con la Movida. Me apresuro a entrar, y veo que un numeroso gentío se agolpa en la puerta: hombres y mujeres en la sesentena y más allá, de la quinta del cantante. Elegantemente vestidos, desprenden ese aire de burguesía bohemia que caracteriza a los personajes de Woody Allen. La acomodadora me indica: fila 1, asiento 3, y al sentarme compruebo que estoy a dos metros escasos del escenario. Me froto las manos, va a ser como una especie de concierto privado. La platea está a rebosar, y a mi lado se sienta un clon de Allen Ginsberg de dos metros largos de altura (espero que no se ponga a recitar “Aullido”, no tengo yo el cuerpo para excesos beatniks).
Pedro Ample (lo de Ruy-Blas es un homenaje a Victor Hugo) lleva cincuenta años sobre los escenarios, a pesar de lo cual es únicamente recordado por su éxito “A los que hirió el amor”, la canción con la que consiguió un incuestionable número uno allá por 1970, veinte años o así antes de Internet (no tardaremos en retirar el antes o después de Jesucristo como punto de inflexión de la Historia para poner a la red de redes como el momento en que todo cambió). Y para festejar tan longeva carrera, ha sacado un disco llamado “Pedro el Americano” en el que versiona una selección de standars del jazz. No creo que llegue a lo más alto de las listas (Miley Cyrus y Beyoncé pueden respirar tranquilas), pero unos cuantos melómanos sabrán apreciar la gran voz que aún conserva un cantante que empezó sustituyendo a Teddy Bautista en “Los Canarios” y que, tras hartarse de hacer musicales, sobrevive como puede a la absoluta indiferencia en la que se han visto relegados pioneros como Bruno Lomas, Miguel Ríos, Fernando Arbex, Juan Pardo, Pepe Robles, o incluso los hoy muy desprestigiados Dúo Dinámico, todos injustamente postergados por un país con tanta memoria histórica como alzheimer musical.    
Pero ya son las ocho y cinco, y aquí aparece nuestro hombre, sobriamente vestido con una camisa de ferretero que apenas disimula su oronda figura. Tras explicar la génesis del disco, no tarda en calentar el ambiente con su versión de “Sixteen tons”, aquella canción que tantas veces escuché en el Chrysler de mi padre (solo tenía dos cassettes que íbamos alternando: los grandes éxitos de The Platters y una cinta con poemas de Antonio Machado, así he salido yo). El vozarrón de Ruy-Blas no parece resentirse por el paso de los años, y es de agradecer que su inglés sea más que notable, no como el de los grupos indies. Respaldando al cantante madrileño está su grupo (piano, contrabajo y batería), y empiezan a desgranar un repertorio que, no por manido, deja de tener su encanto. Eso sí, la temperatura empieza de verdad a caldearse con “A whiter shade of pale”, la inmortal balada de Procol Harum, pasada por la túrmix del jazz más sensual. A continuación viene una reinvención del “Take five” (con un alarde de scat marca de la casa que arranca vítores del auditorio), y un “Black is black” customizada al swing, con dedicatoria a Alain Milhaud, el productor de Los Bravos, que al parecer está entre el público (aunque no se decide a corresponder a los aplausos que para él ha pedido Pedro Ruy-Blas, quizás es que sea muy tímido, a saber). El saber estar del cantante es más que evidente: solo por la forma en la que coge el micrófono intuyes que ha pateado muchos escenarios. Su voz se retuerce, gime, retumba como un trueno en el desierto, saca chispas a canciones cuyos arreglos de estatuilla de Lladró las convierten a veces en ornamentales. Con el público ya entregado viene el inevitable solo de batería (desde “Whiplash” los bateristas andan muy crecidos, y cualquiera les niega sus diez minutos de fama), el más sorprendente solo de bajo (de esos que te dan ganas de tomarte un whiskito con un par de piedras en un garito de mala muerte, como si fueras un detective de serie B), y el relamido solo de piano (el que menos me gusta). El auditorio se viene arriba, Ruy-Blas también, empiezo a creer que esa voz tiene matices que la aproximan más al soul que al jazz, en cuanto acabo de pensarlo va y ataca “Try a Little tenderness”, la sublime balada de Otis Redding: es como si quisiera darme la razón. Nos partimos las manos a aplaudir (Allen Ginsberg no para de berrear bravos y más bravos, qué entregado), y el bis, solo piano y voz,  no es otro que aquel remoto “A los que hirió el amor”, un lametón de nostalgia para acabar el concierto.

A la salida hace un frío importante: qué raro, es difícil asociar el jazz con temperaturas tan bajas. Aún así, me voy a casa con ese solo de contrabajo latiendo aún en la boca de mi estómago, y ferreamente convencido de que los viejos jazzmen nunca mueren. Es un juego de palabras muy facilón, lo reconozco, pero si me quedo mucho tiempo a la intemperie pensándome otro mejor lo mismo me congelo.   

lunes, 16 de noviembre de 2015

Río abajo

 
     Mañana espléndida de otoño, de esas que te echan de casa, venga, a la calle. Como lo primero es lo primero, me meto en un bar: desde hace veintipico años largos no he desayunado en casa ni una sola vez, qué triste se me antoja eso de calentarte la tostada y remover lánguidamente el café mientras escuchas las noticias de la cadena SER como si fueras un Subsecretario o un Diputado Autonómico, quita, quita. En un bar es otra cosa, hay otra alegría, el sonido de la máquina tragaperras ejerciendo de eficaz banda sonora, te lees el periódico mientras prestas atención a las conversaciones a tu alrededor, especialmente a las chicas que tienen toda la pinta de no haberse pasado por casa (…y va el tío y me dice sin cortarse un pelo…), todo es mucho más ciudadano, más convivial, dónde va a parar. Dejo el bar, ya hace calorcito, enfilo hacia Plaza de España, bajo por la Cuesta de San Vicente, llego al Manzanares, el sol me está esperando como un perrito fiel (es una imagen metida un poco con calzador, eh, que a mí los perros ni fu ni fa). En mi nada modesta opinión, el soterramiento del ramal oeste de la M-30 y el consiguiente aprovechamiento del terreno ganado para crear un parque urbano de más de 120 hectáreas (lo que se llama “Madrid Río”) ha sido la operación urbanística más importante y exitosa emprendida por los sucesivos ayuntamientos de Madrid en las últimas tres décadas, el periodo del que yo puedo dar testimonio directo. Aún recuerdo cómo era este corredor hace diez o doce años: un pasillo oscuro y sucio de tráfico infernal, una ronda de circunvalación permanentemente atascada que parecía salida de alguna película postapocalíptica de serie B, una cloaca urbana trufada de coches que apenas dejaba sitio para un atribulado Manzanares. Sé que es muy poco posmoderno alabar algo que ha sido concebido y llevado a cabo por ayuntamientos del PP (¡herejía! ¡anatema!), pero como no tengo ninguna necesidad de ser aclamado como el más progre del barrio no me cuesta admitir que, si bien en otras muchas actuaciones municipales la derecha ha metido la pata hasta el fondo, Madrid Río es un completo acierto. Eso sí, no discuto que el monto financiero de la operación ha sido, como mínimo, bastante abultado (410 millones de euros, según Alberto Ruiz Gallardón, el alcalde que lo inauguró), y mis magros conocimientos no dan para saber si eso ha sido o no excesivamente caro. Sin embargo, y no hace falta ser un experto, la comparación con otra obra atribuible al PP como es la Caja Mágica (que costó más de 300 millones y apenas se utiliza un par de fines de semana al año) demuestra que nada es barato ni caro per se, todo depende de la utilización que se haga de tal infraestructura. Y la afluencia de peatones, ciclistas, corredores, jubilados, mediopensionistas, madrileños y extranjeros, niños y niñas, monstruos y monstruas, demuestra que Madrid Río es un éxito, y bien que me alegro de ello mientras sigo caminando a la vera del escuchimizado Manzanares, que apenas bisbisea su presencia.
       
    Me paro en la Ermita de la Virgen del Puerto, uno de los edificios más Exin Castillos que haya visto nunca, con sus chapiteles y sus campanarios, está recién restaurado, luce impoluto como regalo que se entrega, me asomo a su interior, están en plena misa, una mujer con frenillo está rezando en voz alta ante una veintena de sofronizados feligreses (media de edad: 87 años), prefiero no entrar, desde la puerta ya me hago una idea. A mi lado dos runners lo contemplan todo con unción, sus ajustadas mallas color fosforito marcan hasta la más irrelevante de sus bultosidades, no sé si es el sitio ideal para tales exhibiciones, entiendo que alguien que dedica sus horas libres a correr sin motivo necesita encontrar sentido a su vida y quizás la religión le ayude y por eso se sientan en la última bancada mientras comentan entre susurros las más novedosas tendencias en zapatillas pronadoras, yo es que soy muy maniático, pero no termino de entender esta moda de estar todo el día corriendo echando el bofe embutido en unas mallas tipo superhéroe, por muchos kilómetros que hagas tu escasa autoestima te va a acompañar en la carrera, en fin, que me salgo de la ermita, sigo caminando, hace una mañana realmente espectacular, el calorcito me obliga a quitarme la chaqueta, me la cuelgo a la espalda como hacía Raphael, comprendo que no es normal esta temperatura en pleno mes de noviembre, supuestamente es una consecuencia más del cambio climático, por su culpa ahora mismo se está extinguiendo la salamandra rayada del amazonas (pongamos por caso), pero da tanto gustito caminar así, dejarse masajear por el sol, avanzar por esta radiante vibración en mitad del fúnebre noviembre, cogiendo colorcito, al final te vienes arriba y exclamas: oye, pues que le den a la puta salamandra, ya me gustaría ser más ecosolidario pero yo soy así, qué le vamos a hacer. 

      Sigo mi camino (yo soy muy de seguir mi camino), me asomo al río, hay pájaros escarbando en su lecho (juraría que son garcetas blancas, hay un libro de Derek Walcott dedicado a ellas, qué raros son los poetas, dedicar un libro a un bicho), se ve algún que otro pez, atravieso el Puente de Segovia y me encuentro con la sala La Riviera, aquí he visto, entre otros a Stevie Windwood (¡qué conciertazo!: toneladas de electricidad bien aliñada de soul y rock, lo que disfruté bailando como un loco, aprovecho para darle las gracias a Rafa, que me regaló la entrada) y a James Taylor, hoy hay una cola de adolescentes que están esperando a sacar entradas, supongo que para algún ídolo de los suyos, prefiero no preguntar quién es no vaya a ser que me descojone, qué mala suerte haber crecido en una época sin referencias musicales de interés (llamadme dogmático, bien que lo admito), yo todavía me emociono al escuchar el “London Calling” o “Escuela de calor”, siento que esas (y otras) canciones retratan a un Muñoz que se asomaba al mundo y quería comérselo (luego no lo hizo, pero éste no es el sitio para explicar porqué no), me pregunto qué canciones emocionarán a estos chavales y chavalas dentro de veinte años, qué canciones les harán recordar que un día quisieron comerse el mundo (¿David Bisbal? ¿el Reggaeton?: no me jodas), las canciones de la adolescencia son el verdadero himno de tu vida, las que te dan el tono, tu diapasón existencial, si careces de ellas acabas por entregarte al patriotismo o a la filatelia (¡o al running!), a esos hobbies ridículos que no sirven para nada. Cierro el paréntesis introspectivo-musical, deseo buena suerte mentalmente a los chavales que esperan, sigo andando. 
     
    Contorneo con alegre despreocupación el Centro de Estudios Hidrográficos, me satisface comprobar que los paisajistas que diseñaron Madrid Río fueron lo bastante viejunos como para poner miles y miles de árboles, otro más modernete hubiera preferido plazas duras o acero corten, de ese que parece permanentemente oxidado como si le hubieran meado todos los perros del mundo, pero aquí se ve que era gente sensata, más atenta a las necesidades del ciudadano que a cultivar su reputación transgresora, hay alguna inevitable concesión al postureo (los bosques de palos secos, el puente de Perrault) pero por lo general el tono es jovialmente arbóreo, es un paseo que te permite pensar que estás, al mismo tiempo, en un bosque de Guadarrama y en la plaza mayor de algún pueblo manchego, ya me sobra hasta la camiseta, la euforia de la mañana va subiendo, crece la secreta delectación de la existencia, cuando creía que ya no podía sentirme más a gusto me doy cuenta de que estoy frente al Vicente Calderón, el estadio del Atlético de Madrid, el club al que llevo animando (y padeciendo) desde que a mediados de los años setenta me entró la afición por el fútbol, mi lealtad no ha decaído con sus abundantes tropezones ni con sus esporádicos triunfos, como tengo previsto dedicarle un monográfico no me extenderé mucho al respecto, ya habrá tiempo, me limito a hacerme el inevitable selfie, además empiezo a necesitar una cerveza, el agradable calorcito de hace una hora se está convirtiendo en una aplastante sensación de sofoco.

       La abundancia de hipsters paseando mientras empujan el carrito de sus niños empieza a agobiarme, hay tramos en los que puedo contar doce o trece barbas de explorador victoriano, a su lado siempre hay una mujer con camiseta de tirantes gracias a la cual se adivinan sus arborescentes tatuajes, no quiero ni pensar cómo les va a salir el niño, en lugar de hacer la primera comunión en los escolapios la va a hacer en Malasaña, en fin, no puedo evitar maliciarme que si en lugar de estar todo el día pendientes de su aspecto hubieran cuidado un poco más el tema de la contracepción hoy no estarían empujando esos carritos de bebé, ya lo decían The Specials (“Too much, too young”), le reprochaban a un tipo no haber usado condones y por eso estaba cambiando pañales en lugar de seguir bailando ska, eran otros tiempos y yo me he quedado muy desfasado (¡ahora por lo visto tener niños es cool! ¡lo que hay que ver!), para despejarme me tomo una Mahou que me sabe a gloria bendita. Saco mi cuaderno y apunto mis reflexiones mientras me refugio del sol, las señoras a mi alrededor se hacen lenguas con las últimas propuestas de Podemos, alguna insinúa propósitos definitivamente venéreos respecto de Iñigo Errejón (se ve que el look repelente niño Vicente también tiene su público), ¿cuánto es y por qué tanto?, le espeto al camarero, recordando un antiguo chiste de Localia que, naturalmente, el camarero no entiende y ni falta que hace. 
         
    Me levanto, paso debajo del puente de Toledo, sobre el césped tres chicas extranjeras con una pinta de Erasmus que tira para atrás están jugando a los naipes, con una segunda cerveza quizás me hubiera atrevido a proponer un mus, quizás a la vuelta, me noto cada vez más espídico, es como cuando estás escuchando una canción que te encanta y adivinas el inminente estribillo, ¡arriba esas palmas!, llego junto al Puente Sacacorchos (yo le llamo así, para el resto del mundo es el Puente Monumental de Arganzuela, diseñado por Dominique Perrault, uno de esos arquitectos estrella que están llenando el mundo de pisapapeles carísimos), tuerzo el morro, me parece que no está en la misma dirección del resto de Madrid Río, supongo que habrá costado un pastizal y tarde o temprano se descubrirá que alguno de los tentáculos de la Gürtel ronda por sus alambicadas estructuras, en fin, como estoy de buenas lo dejo pasar sin hacer excesivo escarnio, sigo por la orilla, hay columpios, una exposición dedicada a “Star Wars”, cada vez hay más hipsters empujando carritos, qué plaga, cruzo de orilla (por fin Madrid tiene su rive droite y su rive gauche, como si estuviésemos en Paris). 
  
       Llego hasta el último de los puentes, en este caso son dos puentes gemelos como canoas invertidas, ambos con bóvedas decoradas por Daniel Canogar, me gustan mucho más que el anterior, tienen un punto de recogimiento casi románico, yo me entiendo, al fondo se distingue el Matadero, el sitio que ahora mismo más me gusta en el mundo, las viejas instalaciones industriales en las que se sacrificaban vacas y cerdos han sido recuperadas como gigantesco contenedor cultural de estética brutista, allí voy a dar fin a la excursión de hoy, ya son las dos y tengo un hambre importante, al pasar veo el cartel que publicita una exposición que tiene una pinta buenísima (se anuncia como “Esta permitida la insumisión a la clasificación” y está organizada por un colectivo feminista: hum, me digo, esto no me lo pierdo yo por nada del mundo), hay un bar en el que sirven Mahou bien fresquita y unas hamburguesas de buey que te suben el colesterol hasta límites sencillamente deliciosos, me siento en la primera mesa que veo y le digo al camarero que la mía muy hecha, apunto apresuradamente mis últimas impresiones del paseo en mi cuaderno, lo cierro cuando depositan la hamburguesa frente a mí, allá que te vamos.