martes, 8 de diciembre de 2015

“Limónov”, de Emmanuel Carrère (Anagrama, 2013)


            No deja de ser curioso (incluso le dedicó una biografía) que una de las referencias de Emmanuel Carrère (París, 1957) sea Phillip K. Dick, una de las mentes más imaginativas de la literatura del siglo XX. Frente a los delirios y las fabulaciones del norteamericano, su biógrafo ha construido una sólida carrera sobre un género que se popularizó en la estela de “A sangre fría” y que, hoy en día, ha desembocado en una verdadera avalancha de libros etiquetados como “novelas biográficas” o “biografías noveladas” (piénsese en “La fiesta del Chivo”, o “Anatomía de un instante”), en los que, y ahora se entenderá la mención a Dick, la imaginación ha cedido el mando al estilo, a la eficacia narrativa, que, en el caso de Carrère, es innegable. ¿Para qué crear peripecias cuando tu personaje (como es el caso del inclasificable Eduard Limónov) ha tenido una vida que excede toda invención? Y si además esa vida te sirve como perfecto correlato de los últimos cuarenta años de historia de la URSS / Rusia, pues miel sobre hojuelas. Ya en “De vidas ajenas” (el título es toda una declaración de principios) y en “El adversario”, Carrère demostraba un olfato finísimo a la hora de recurrir a historias verdaderas a las que aplicaba el barniz de la creación novelística, aderezado con algunos toques del Nuevo Periodismo: el resultado era magnífico, tal y como acreditan la cantidad de premios que han recibido sus libros. Es cierto que en “Limónov” nunca sabes cuál es la droga que te engancha, si las volteretas vitales del personaje (¿es un personaje?: en realidad es una persona) o la pericia con la que el autor (¿es un autor?: el DRAE lo define como “el que inventa alguna cosa”) ordena los materiales que se le suministran. Pero qué más da: Carrère escribe de puta madre, que es lo que importa, y las sutilezas terminológicas es mejor dejárselas a los eruditos, con su pan se las coman. 


viernes, 4 de diciembre de 2015

Dos cuadros

 Sonará muy pomposo, pero entro en el Museo del Prado con la sensación de que éste es el único lugar en el mundo en el que me siento completamente seguro, a resguardo de yihadistas, acreedores y señoritas empeñadas en hacerme (¡qué manía!) el test de paternidad. En cuanto entrego en la consigna mi abrigo alcanzo un estado de euforia, casi de ingravidez, ni siquiera una excursión de ruidosos niños me alcanza, estoy muy por encima de las inquietudes humanas. Incapaz de elegir entre la fabulosa oferta de cuadros, me dejo llevar cual leucocito por el sistema linfático de un hipertenso (me lo he inventado, que quede claro: de medicina no tengo ni idea). Al girar por una de las salas veo un cartel con “La gran odalisca”: me anuncia la exposición dedicada a Ingres, y allá que te voy.
No creo que sea necesario que presente a Ingres, uno de los pocos pintores clásicos respetados tanto por impresionistas como vanguardistas en general. La selección de cuadros es apabullante: retratos hagiográficos de Napoleón (¡con la mano metida dentro de la chaqueta comme il faut!), alegorías medievalistas muy del gusto de la época, desnudos femeninos de todo tipo (incluyendo el muy audaz “El baño turco”)… El pintor francés se adentra con mano maestra en la apoteosis de la carne, gracias a una serie de cuadros de erotismo adulto que convierten el calendario Pirelli en la tosca fantasía de un adolescente granujiento. Como curiosidad, la exposición también explora la vertiente religiosa de su obra: “Virgen adorando la sagrada forma” o “Jesús entre los doctores” son dos muestras impagables de que un artista del siglo XIX podía, al mismo tiempo, ser profundamente sensual y un fervoroso cristiano. Hum, ahora que lo pienso, esa capacidad para integrar ideas tan opuestas se perdió en el siglo XX, donde la exigencia de autenticidad y coherencia fue una de las reglas básicas, dando lugar a artistas enormemente libres, pero también enormemente predecibles. En fin, no se puede tener todo (supongo). 
Pero la joya de la corona de la exposición es, sin ninguna duda, el retrato de Louis-Françoise Bertin, un adictivo imán para los ojos ante el que permanezco un buen rato, fascinado por ese pelo al tresbolillo y esa postura de gato a punto de saltar sobre el descuidado ratón. El señor Bertin nos mira con una mezcla de desfachatez y desafío muy propios de la clase social a la que representa (la burguesía enriquecida que superó todas las piruetas políticas de comienzos de XIX en Francia) y del estamento laboral en el que desarrolló su actividad (la prensa, ese cuarto poder que tan decisivo iba a ser a partir de entonces). Me tengo que remontar a los retratos del renacimiento italiano para encontrar una intensidad tal en la mirada: bien visto, los propietarios de periódicos fueron los herederos de los antiguos condottieri, y gracias a ellos se encumbró (y luego defenestró) a la clase política de la época. Estamos ante uno de los últimos grandes retratos de la Historia del Pintura, ya que, pocos años después, se popularizaría la cámara de fotos, y los pintores, para no morirse de hambre, tuvieron que inventarse ese coñazo del retrato subjetivo: a otro perro con ese hueso.
Mientras recobro fuerzas con un refrigerio en la cafetería del Museo, advierto que hay otra exposición, esta de muy distinto signo, dedicada al Divino Morales. Uf: con la excepción de las baladas heavys, no hay un género artístico que me irrite tanto como la pintura religiosa española. Ya sea en un museo diocesano o en la sala de estar de cualquier andaluz, esos cristos dolientes y esas magdalenas llorosas me ponen de los nervios, no lo puedo decir de otra forma. En fin, que ya que estoy aquí, pago mi café y mi napolitana de chocolate (¡cinco euros y diez céntimos por esto! ¿Viene con un Velázquez de regalo o qué?, le espeto al camarero), y me meto a ver la exposición, si no me gusta me largo y santas pascuas.
Al primer golpe de vista se confirman todos mis temores: Jesusitos almibarados, vírgenes de guardarropía, santos alopécicos, escenas de contrición y martirio. Me abruma esa sensación de pegajosa religiosidad que te asalta en cualquiera de nuestras iglesias, y de la que no te libras hasta la tercera ducha. El extremeño Morales (contemporáneo de Carlos V y Felipe II) dedicó su carrera a suministrar cuadros al por mayor para iglesias y conventos, por lo que no se planteó grandes aventuras artísticas ni retos estilísticos, las innovaciones no dan de comer, pensaría juiciosamente. Probablemente su estilo estuviese por encima del de sus colegas (de ahí su mote de El Divino: mote que, por cierto, comparte con Francisco Vallés, el médico que aún hoy da nombre a un hospital en Alcalá), pero no puedo decir que me entusiasme, al contrario, a los dos minutos estoy harto de vírgenes y natividades, es como vivir dentro de un belén, qué agobio.

Pero

(Siempre hay un pero)

Pero de repente… harto como estoy de iconografía con olor a cirio, abro los ojos como platos al toparme con “Cristo, varón de dolores”, un cuadro traído del Minneapolis Institute of Arts que me deja fascinado (y cuando digo fascinado, quiero decir fascinado). Hartos como estamos de ver representaciones canónicas de la crucifixión, esa imagen de Cristo sentado con las piernas cruzadas (¡con las piernas cruzadas!) y la cara apoyada en la palma de la mano como si fuera un novelista primerizo posando para la solapa de su libro me atrapa  inmediatamente. Solo le falta un cigarrillo entre los dedos de su mano derecha para convertirse en una figura de Edward Hopper, una especie de alegoría de la soledad o de la melancolía, de alguno de esos sentimientos que tanto abundan en otoño. No soy experto en la pasión de Cristo, pero en este cuadro (en el que, a pesar de que también aparece la cruz y algunos útiles de carpintería, no sabemos si está concebido antes o después del martirio) es como si el CEO de la Cristiandad se estuviera planteando alguna duda existencial de mucho calado: qué hago yo aquí, o quién me mandaría meterme en este fregado. En definitiva, un cuadro de una modernidad apabullante, que me ayuda a salir de la exposición dando una zapateta de alegría y confirmando ese refrán tan sabio que dice que nunca se sabe por dónde puede saltar la liebre.         

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Estampas británicas nº 2: The ladies who laugh


            Empecemos con un recuerdo personal: es agosto de 2011, y estoy en Phuket (Tailandia), donde he viajado con María. Nos acercamos a una de esas Full Moon Parties, una fiesta en la que abundan el alcohol y la desinhibición. La mayoría somos europeos, aunque también se distinguen australianos y algún que otro norteamericano, todos bajo una luna llena que se pelea contra las amenazadoras nubes. Una multitud que no sabría cuantificar se contorsiona sobre la playa al ritmo de la abominable música electrónica, mayormente vestidos con ropas de color fluorescente y monados hasta las trancas. La media de edad es bastante joven, pero mantengo el tipo parapetado tras mis gafas de sol, como si la cosa no fuera conmigo: tarde o temprano pondrán rock’n’roll, me digo (y no). Tras una hora larga de baile distingo junto a nosotros, en pleno furor dionisíaco, a media docena de funcionarias de Birmingham (y si no lo son, como si lo fueran), agarradas a sus mojitos y fumando como aspiradoras. Ninguna es especialmente atractiva (el detalle no resultará secundario), y acogen con razonable escepticismo las embestidas de los gigolós locales (¡uno de ellos va disfrazado de Jack Sparrow!). De repente, y en cuestión de segundos, el monzón se abate sobre la playa, y casi todos nos refugiamos en un tejadillo de cañas, esperando que se encoja la tormenta, un telón de agua pesada y furiosa que hace temblar las frágiles estructuras. Las mujeres holandesas, altas y elegantes, arreglan como pueden los desperfectos que el agua ha ocasionado en su peinado, mientras que las francesas se maquillan a toda velocidad, asustadas por haber perdido (aunque solo fuera por unos segundos) la fogosidad de su rouge. Sin embargo, las alegres chicas de Birmingham, empapadas hasta el tuétano, siguen retorciéndose impertérritas sobre la arena, al compás de las pocas notas que pueden atravesar el diluvio, riéndose sin parar, con el pelo convertido en una fregona mal escurrida, azotándose las unas a las otras sus poco torneados culos y burlándose con suavidad del resto de los turistas, que las miramos desde nuestro precario refugio con una mezcla de curiosidad y secreta admiración. No sé porqué, pero intuyo que estoy ante una de las últimas manifestaciones del Imperio Británico: su formidable capacidad para reírse de sí mismos y convertir el humor en una coraza contra las adversidades.
            Sé que suena muy cursi, incluso podría parecer un exceso retórico, pero si yo tuviera que proponer uno de esos Patrimonios Inmateriales de la Humanidad que con tanta prodigalidad se conceden últimamente, sin dudarlo nominaría el Humor Británico, así, en mayúsculas, esa maravillosa filosofía de vida que desdramatiza cualquier tentación de trascendencia y reduce todo lo humano a sus verdaderos límites de chiste millones de veces contado y recontado. Cualquiera que quiera comprobarlo no tiene más que buscar en youtube el famoso discurso de Winston Churchill en el que prometió a sus compatriotas “sangre, sudor y lágrimas” ante la perspectiva de una guerra sin cuartel contra los nazis. Más allá de las palabras angustiosas, que sin duda harían brotan más de una lágrima en los endurecidos parlamentarios, el Primer Ministro soltó algunas de sus memorables sentencias irónicas, las cuales provocaron generosas carcajadas en el Parlamento, demostrando que incluso el momento más intenso admite (siempre desde la inteligencia) una generosa rociada de sentido del humor (no voy a ser tan grosero como para comparar dicha actitud con la de nuestros políticos plasmáticos: no, no voy a ser tan grosero).
            Por lo tanto, a nadie extrañará si confieso que, durante bastante tiempo, decidí rebajar la resaca de Nochevieja descojonándome al día siguiente con los libros de Wodehouse, el más reputado de los escritores humorísticos británicos: qué mejor manera de empezar el año. Y desde entonces no ha faltado en mi dieta de lecturas anuales alguna dosis de ese indescriptible remedio contra la usura de los tiempos que te suministran unas cuantas carcajadas con sabor a sándwich de pepino. Pero ha tenido que llegar 2015 para que me haya decidido a probar una ligera variación en mi habitual cita con el humorismo británico: este año que acaba lo he dedicado a las escritoras británicas (The ladies who laugh, parafraseando la canción de Jerome Kern) que, sin ningún reparo, han entrado ya hace mucho tiempo en un terreno reservado en Europa para sus colegas masculinos, pero que en la Islas Británicas acoge a ambos sexos con similar fortuna: el humor.
     
       Empezamos por la londinense Stella Gibbons (nacida en 1902) cuya novela “Cold Confort Farm” (traducida aquí como “La hija de Robert Poste”) es un juguete cómico que bien podría haber firmado el creador de Jeeves. De la misma forma en que Cervantes utiliza el esquema de las novelas de caballerías para elevarse por encima de ellas, la Gibbons recurre a un género muy en boga: el de la novela rural, del que se burla inmisericordemente. El cottage inglés es algo más que un modelo arquitectónico, es un modelo de vida, y a su alrededor se despliegan las figuras tradicionales sobre las que con tanta certeza supo ironizar la escritora: la pequeña aristocracia rural, los capataces adustos y retrógrados, las solteronas, los párrocos de pocas luces, la jovencita rebelde e insatisfecha. En tan cerrado escenario desembarca Flora Poste, una mujer liberada y cosmopolita que pondrá todo el orden establecido cabeza abajo gracias a unas peripecias que nos aseguran unas cuantas horas de irrepetible felicidad. Tan suelta está la autora con su arte narrativo, que hasta se permite burlarse de la modernidad literaria de la época (aunque sea a través de personaje interpuesto, es hilarante su retrato de D.H.Lawrence, al que pinta permanentemente obsesionado por el sexo), llegando incluso (en un guiño a las guías de viajes) a puntuar con dos y tres asteriscos sus mejores párrafos. Y todo ello sin incurrir nunca en la pedantería o la pretenciosidad, y con un estilo que (y esto son palabras mayores) la emparenta con su estricto contemporáneo Jardiel Poncela (hum, no quiero ni pensar cómo hubiera salido el hipotético hijo de tan divertida pareja: todo menos aburrido, eso seguro).
      
      Con una producción novelística más variada que la de la Gibbons, Muriel Spark nació en Edimburgo (no me atrevo a afirmar que su sangre escocesa se nota en sus libros, ese tipo de juicios basados en la identidad se los dejo a otros más dogmáticos). Con ella empecé mal: hace unos años leí “Las señoritas de escasos medios”, y no le pillé el punto, quizás debido a que el eje medular de su comicidad pasaba por la diferencia de clases (muchos de sus párrafos estaban dedicados a los matices de la pronunciación inglesa, algo totalmente incomprensible para cualquier persona nacida en este lado del Canal, y que ya me privó de disfrutar “Lucky Jim”, la famosísima novela de Kinsgley Amis que trataba de lo mismo). Pero a la segunda fue la vencida: “La plenitud de la Señorita Brodie” (1961) es otro monumento a la ligereza con la que muchos escritores ingleses se toman la vida, actitud en las antípodas de tantos y tantos intelectuales europeas, convencidos de que poner cara de sufrir en silencio y balbucear nimiedades sobre la existencia dota de espesor sus textos. Su punto de partida es otro clásico de las letras (y de las películas picantonas): el internado femenino. Allí da clases la Señorita Brodie, que busca refinar a sus alumnas y diferenciarlas del resto de la humanidad, haciendo gala de un esnobismo tan ridículo como enternecedor. A diferencia de la Gibbons, Muriel Spark se permite algunas pinceladas de amargura (la traición de una de las niñas es parte del desenlace de la novela). Ambientada en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, “La plenitud…” puede ser considerada una novela de aprendizaje a la inglesa, y en sus breves páginas se alternan una ironía agridulce y la nostalgia por los tiempos que nunca volverán.
     
       “La familia Mitford, en su conjunto, no vino a la tierra a otra cosa que no fuera demostrarnos que la vida puede ser algo infinitamente más liviano y más grácil” (copio la frase del formidable “Pompa y circunstancia”, el vademécum de anglofilia de Ignacio Peyró). De entre las cinco hermanas Mitford, Nancy (nacida en Londres en 1904) fue la más constante y exitosa en sus propósitos literarios, y a su pluma debemos “A la caza del amor” (“The pursuit of love”, en el original: ¿no quedaría mejor La búsqueda en lugar del excesivamente predatorio La caza?), publicado en el año mismo del final de la Segunda Guerra Mundial. La novela (en parte autobiográfica) utiliza otro de esos recursos tan afines al carácter británico: la familia excéntrica. La protagonista, Linda, tendrá que aprender el difícil arte del amor, y lo hará sin perder jamás su buen humor y su entusiasmo por la vida, a pesar de los tropezones y los derrapajes. Sublimemente divertida en ocasiones, la autora no retrocede ante las adversidades, desplegando una ternura y una emoción (especialmente en la parte final) que hacen que la novela sobrevuele muy por encima de su etiqueta como literatura de entretenimiento. Tanto esta obra como las de sus hermanas son una excelente oportunidad para comprobar cómo pensaban las mujeres antes de ser abducidas por los libros de autoayuda.      
       
     Muy posterior en el tiempo, y con mucha más mala leche, Caitlin Moran (Brighton, 1975) ha sido durante años una de las columnistas más leídas de The Times, donde su acidez (y su mechón de pelo canoso a lo Kiko Veneno) han hecho de ella toda una celebridad. Su “Cómo se hace una chica” (2014) ha sido un best seller en toda Europa, siendo considerado como un verdadero manifiesto punk-feminista (o feminista-punk, lo que se prefiera). La Moran traviste apenas su biografía como aspirante a periodista musical, y reflexiona sobre la New Wave, la menstruación, las drogas, los hombres y la decadencia de la vieja Inglaterra sin bajar nunca de la quinta velocidad. Enormemente divertida, la novela revienta las costuras de esa chicklit al uso, tan empalagosa como sutilmente reaccionaria, y, a pesar de su evidente englishness, puede ser leída en cualquier parte con igual disfrute. Eso sí: fans de Almudena Grandes y su feminismo de axilas arborescentes, abstenerse.

            Vuelvo a la imagen del principio: el monzón descarga sobre aquellas feúchas  funcionarias de Birmingham, que siguen bailando sin parar sobre la arena mientras el resto de los turistas las observamos fascinados, como se observa a ese espontáneo que sale al karaoke y se lo pasa de puta madre destripando a Pimpinela, y luego pide otra, y otra. Ya hace mucho que no les queda ni rastro de maquillaje, y sus movimientos han dejado de ser armónicos tras el cuarto mojito. En los tiempos del bótox que vivimos nadie en su sano juicio les pediría que posasen para un calendario de moda, se diría que acaban de llegar de algún casting de las deprimentes películas de Ken Loach. En todo caso, no puedo quitar los ojos de ellas: no serán las más guapas, de acuerdo, pero son las que mejor se lo están pasando. No sé si estoy en lo correcto, pero pienso que quizás ése sea el secreto que llevó a un pequeño país de clima destemplado y gastronomía abyecta a dominar casi todo el globo: hacer algo que a los demás les parece una majadería. Y hacerlo (éste es el matiz) sin tomárselo demasiado en serio. God Save the Queen (otra adicta al humor, by the way)!