miércoles, 28 de diciembre de 2016

Resumen de 2016: música

Hasta que mi cerebro (machacado por décadas y décadas de bollería industrial y sexo tumultuoso) se convierta en una papilla con la consistencia del cartón mojado, 2016 permanecerá en mis recuerdos como el año en el que por fin pude ver en directo a algunos de los héroes de mi cada vez más lejana adolescencia. Paul McCartney se dejó la piel en el Calderón (o, por lo menos, eso nos pareció ver en las pantallas de video, pues Macca estaba a tomar por culo), mientras que los dos Who supervivientes (Pete & Roger) regaron de electricidad y decibelios el Mad Cool Festival. Y allí estaba yo, extático y bailarín, con el sombrero de fieltro que me compré en Amsterdam, aullando a la luna de mayo “Golden Slumbers”, aullando a la luna de junio “Won’t get fooled again”, un poco a lo loco, olvidando la presciencia de la muerte.

Pero dejando aparte los conciertos, el año en el que nos dejaron Bowie, Prince y Leonard Cohen ha tenido un goloso menú musical. Gracias a la inagotable sabiduría de Diego Manrique descubrí a She & Him, un dúo de folk-rock cuyas gozosas canciones me han alegrado más de un día. La trabajosa lectura (¡en inglés!) de la biografía de Lou Reed me llevo a profundizar en el legado del más conspicuo de los animales que nos ha dado el rock’n’roll. Para acabar, los azares de Spotify me condujeron a revisitar los grandes éxitos de Mitch Ryder & The Detroit Wheels, gasolina de muchísimos octanos, ideal para combatir unos tiempos tan dietéticos como los que padecemos.

Pero sin duda, el acontecimiento musical del año fue un deslumbrante re-descubrimiento, coincidiendo con el cincuentenario de su publicación ¡Por supuesto que había escuchado, y no pocas veces, el “Pet Sounds” de los Beach Boys! Y aun apreciándolo mucho, no terminaba de entender su fama, su reputación de ser uno de los escasísimos discos que podía disputar a alguno de los Beatles su condición de mejor disco de la historia del Pop. Frente a la exuberancia del “Pepper’s” o al desenfrenado barroquismo de “Abbey Road”, el sonido casi gregoriano y el minimalismo instrumental que proponían Brian Wilson y su gente se me quedaba corto, desfasado, excesivamente vintage. Y hasta en un detalle menor como en el diseño de la portada, la diferencia era insalvable. Compara el monumento Pop que creó Peter Blake para el “Pepper’s” o el icónico paso de cebra de “Abbey Road” con la rutinaria foto que sirve como introducción al “Pet Sounds”: ni Disney lo hubiera hecho peor. En resumen: que sí, que era un gran disco (un grandísimo disco), que lo escuchaba con agrado (con muchísimo agrado), pero no, le faltaba algo, esa chispa (ese knack) que los Beatles exudaban por toneladas, o esa trascendencia que asociamos con Dylan. Si hasta el título lo decía bien clarito: Sonidos mascotas, amaestrados, pulidos hasta la extenuación, tan brillantes como efímeros.


Pero la vida da muchas vueltas, y no todas a peor. Quizás el Muñoz que escuchó “Pet Sounds” hace años ha desaparecido, ha cambiado, ha mutado, su composición química es otra, ni mejor ni peor: otra. Y la epifanía surgió al leer “Yeah, yeah, yeah!”, el fabuloso ensayo sobre la historia del rock escrito por Bob Stanley, alguien que sabe de lo que habla, ya que fue cocinero antes que fraile (es decir, fue músico antes de cambiar la guitarra por el ordenador). Aunque discrepo rotundamente del deslumbramiento (un tanto snob) con el que ensalza estilos que a mí me parecen muy circunstanciales (el Hip Hop o las nuevas elucubraciones electrónicas: puaaaaag), sus páginas sobre los Beach Boys se me ofrecieron luminosas, especialmente por reorientar mi antena a la hora de sintonizar el LP más conocido de los californianos. En afortunada imagen, Stanley afirma que la obra cumbre de Brian Wilson ha de escucharse como la banda sonora de “Peanuts”, los conocidísimos dibujos de Charlie Schultz (aquí adaptados bajo el título de “Charlie Brown” o “Carlitos & Snoopy”) que quintaesencian esa Norteamérica mítica que nació de la Segunda Guerra Mundial y que murió en Vietnam. Hum, musité, aquí hay algo, un rastro a seguir, una pista. Recuerdo haber leído a “Carlitos” durante mi adolescencia, y, en aquellos años en los que todo tu afán es mostrarte resuelto y adulto, me encantaba la ternura socarrona que desprendían aquellas tiras de diseño tan básico, la vulnerabilidad de su protagonista (nada que ver que la insoportable Mafalda, cuya sombra de sabihondo dogmatismo está detrás de la muchachada podemita), su ingenuidad esencial, su cándida visión del mundo. Fantaseando, no tardé en especular: Charlie Brown, al correr de los años, abandona su bate de béisbol, se compra una guitarra eléctrica y se convierte en… ¡Brian Wilson! ¡Eso es! ¡Todo encaja! Me precipité al ordenador, pinché el “Pet Sounds”, y el milagro sucedió, mi mente se expandió como dicen que lo hacen aquellos cerebros sometidos a una sistemática ingesta de sustancias alucinatorias. Desde “Wouldn’t be so nice?” a “Caroline, no” lo estuve escuchando una, dos, tres, muchas veces, cada vez más asombrado, más levitante, más estupefacto. Esa instrumentación mínima, que antes se me hubo antojado insuficiente, ahora me parecía maravillosa, sensual en su parquedad, en su contención. La ausencia de manierismo rockeros (no hay guitarras estruendosas, ni solos apabullantes, ni estribillos pegajosos) y su sustitución por sonidos casi infantiles (melódicas, xilófonos, marimbas), unida a esos coros celestiales, derribaron todas mis objeciones. Tras numerosas escuchas me atrevía modificar (ligeramente) el preclaro dictamen de Bob Stanley: sí, es verdad que se trata de música que encaja perfectamente en el universo de Carlitos y sus amigos, pero yo elevaría un poco el espectro, y diría que es el zumbido esencial que llevamos dentro en el momento de acabar la selectividad y hasta que entras en la Universidad, esa banda sonora del último verano de tu libertad, cuando te preparas para ser abducido por un sistema del que solo en contadas ocasiones podrás escapar. Vendrán años más intensos, descubrirás el amor y el sexo, también sus siniestros reversos, aprenderás a apreciar ofertas sonoras más sofisticadas (¡los aterradores Pink Floyd! ¡El hosco heavy metal! ¡La insoportable ópera!). Pero lo que nunca olvidarás es que, en mitad de aquel verano luminoso, justo mientras escuchabas los gloriosos coros de “God Only Knows” (la mejor canción de la Historia según Paul McCartney, y creo que ese señor entiende un poco del tema) dejaste la adolescencia para siempre y te convertiste en un adulto, en un viaje que puedes revertir cada vez que escuchas “Pet Sounds”. (¡Ah! Y para rematar la jugada, también este año descubrí un LP en solitario de Brian Wilson (“That Lucky Old Sun”, de 2008), que escuché con pasión durante todo el verano, y que me acompañó durante la mágica mañana que pasé en Coney Island, emborrachado de sol y arena.)


Pero no solo de California me llegaron sorpresas sonoras: también la Francia de principios de los sesenta quiso regalarme los oídos gracias a un recopilatorio que compré casi por casualidad antes de irme a Asturias, y que he escuchado desde entonces hasta la extenuación: “Nouvelle Vague” recoge canciones y génériques de las películas de Truffaut, Godard, Jacques Tati (¡cómo le gustaba Tati a mi hermana!) que me han hecho sentirme Belmondo o Gainsbourg mientras las tarareaba. Jazz europeo, rock primitivo, bossa de guateque de soltero y hasta chanson forman la estructura de unas canciones que evocan aquella Europa optimista y hermosa que hoy ha degenerado en un balneario repleto de vejestorios acojonados (¡Cuidado con los emigrantes!¡Con la recesión!¡Con los populismos!¡Con el colesterol!). Ahora ya solo falta que el destino arroje sobre mi camino a la versión actual de Françoise Hardy, o de Miou Miou, y el círculo se habrá cerrado, con la esperanza de que 2017 (el año en el que cumple medio siglo “Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band”) sea, al menos tan intenso como ha sido este 2016 al que despido con esa musgosa melancolía que nos provoca el recuerdo de aquellos amigos que nos han visto llorar: hasta siempre, y gracias.  

martes, 27 de diciembre de 2016

Resumen del 2016. Cine y TV.

Vamos ahora con otro de los platos que forman parte de mi menú cultural: el cine. Y por utilizar una boutade más gastada que algo muy gastado, diré que el mejor cine que he disfrutado en 2016 ha sido gracias a la cadena televisiva HBO y su formidable “Breaking Bad”. Nada de lo que he visto en la gran pantalla en el año que se agota (entre otros, pesos pesados como “Café Society”, la última de Woody Allen, “La juventud”, de Paolo Sorrentino o “Los odiosos ocho” de Tarantino; también vi “¡Bruja, más que bruja!”, una marcianada de Fernán-Gómez que bien pudiera ser el “Rocky Horror Picture Show” español) puede compararse con la serie firmada por Vince Gilligan, en la que un atribulado profesor de química (apabullante Bryan Cranston) muta en despiadado barón de la droga, arrastrando a su familia a una espiral de destrucción y muerte que podría haber firmado (no soy muy original al decirlo) el propio Shakespeare. Siete temporadas repletas de hallazgos, de las que solo quiero destacar un momento que podría ser utilizado por todos los talleres de escritura del mundo como ejemplo del lenguaje de los objetos: en la sala de espera de un hospital, la familia de Walter White espera noticias sobre su cuñado, que se debate entre la vida y la muerte. El abatimiento es general, el dolor se refleja en cada gesto, el ominoso silencio no hace más que aumentar el desgarro. De repente, Walter nota que la mesita en la que se acumulan las revistas cojea ligeramente. Y, en una secuencia verdaderamente extraordinaria, dedica varios minutos (rodados sin interrupciones), ante la atónita mirada de su familia (y, por ende, de los espectadores), a arreglar la pata que cojea, concentrándose en su trabajo con una intensidad que al principio puede parecer anecdótica, pero que dice más del personaje que todas las frases y subrayados que pongamos en su boca. Una persona que, en circunstancias tan dramáticas, se entrega con tal determinación para arreglar una irrelevante mesita es alguien que hace las cosas concienzudamente, y eso (que en otro contexto podría ser una virtud), en la historia que está viviendo Walter va a convertirle en la mayor amenaza para la Agencia Antidrogas. Eso es un guión, sí señor. Me la alquilé en el videoclub y, a razón de tres y cuatro episodios diarios, no la solté hasta el desolador final, en el que la canción de Badfinger “My baby blue” ejerce de apropiadísimo réquiem (so long, Mr. White!). Y por no abandonar el imperio de las 625 líneas (forma cursi de nombrar la televisión), reconozco que las mayores (y casi únicas) carcajadas del año me las han provocado los frikies de “The Big Bang Theory” (sí, ya sé que llevan en antena una burrada de tiempo, pero yo lo descubro todo tarde): humor no ya inteligente, sino superdotado.

Hum, repaso algo de lo escrito más arriba (o ut supra, como decimos los jurisconsultos), y noto la desagradable sensación de no ser del todo justo. ¿De verdad te ha parecido tan tediosa la temporada cinematográfica, o es otra vez tu bien cebado esnobismo el que habla por tu boca? Es verdad que este año he ido poco al cine, pero tengo mis razones: cada vez es mayor el espacio que, en la cartelera, ocupan las películas de superhéroes (¿películas en las que el protagonista va en leggins, como si fuera un tuno? Ni de coña). En todo caso, me gustaría destacar dos películas que he visto casi en los últimos días del año y que, por razones dispares, han subido la nota global. “Rogue one: una historia de Star Wars”: qué le vamos a hacer, con las películas de la saga se utilizan criterios distintos que con el resto, ventajas de estar nimbado por el mito. Pero creo que esta (a la cual no sé si calificar como parte del proyecto, hija putativa o pariente lejano del mismo) levanta el tono respecto de la anterior, tiene algo más. Destinada obviamente a hacer caja, “Rogue One” cuenta, desde la génesis misma del primer boceto del guión, con ciertos imponderables: la protagonista es una mujer, los rebeldes pertenecen todos a minorías raciales o sexuales (latinos, negros, homosexuales), mientras que el Imperio se nutre exclusivamente de varones blancos y presumiblemente heterosexuales (y no me extrañaría que fueran, perdonadme la crudeza… ¡socialdemócratas!). Pero menos previsible es ese ramalazo de turbiedad que aporta el personaje de Diego Luna, y que nos descubre que incluso los inmaculados miembros de la Rebelión pueden tener una pulsión maquiavélica. Las escenas de lucha están bien rodadas, y el diseño de producción es tan apabullante como siempre. En fin, que disfruté de la peli, y eso es lo que cuenta.


Más adulta es “La llegada”, una película de ciencia-ficción seca, de ribetes filosóficos, sin alardes ni efectos especiales. Es evidente que Abbott y Costello no reemplazarán a ET como nuestro alienígena favorito, pero se agradece que aún haya directores que traten al espectador como adulto y no meramente como comedor de palomitas y comprador de merchandising. Amy Adams está soberbia en su papel de traductora-heroína (hum, otra protagonista femenina en una película no estrictamente romántica: ¿llegará un momento en el que los actores se manifestarán pidiendo papeles de acción también para ellos?), y la tensión está sabiamente dosificada. Un colofón más que digno para un año en el que (me repito más que el ajo) no acudí lo suficiente a las salas, contribuyendo a la decadencia del séptimo arte: para compensar, me comprometo a tragarme la próxima sesión de los Goya sin rechistar. Mayor sacrificio, imposible.   

viernes, 23 de diciembre de 2016

Resumen del 2016. Literatura

¿Pilates a alta temperatura? ¿La dieta Dukan? ¿Sexo tántrico? Ya os lo digo yo: chorradas. Mi secreto para llegar a los cien años es estar siempre leyendo. Un hipotético Dios todopoderoso puede fulminarte en pleno coito, o cuando estás a punto de descubrir la vacuna del cáncer, incluso mientras recibes el Premio Nobel, todos conocemos su retorcido sentido del humor. Pero ni siquiera el más desagradable de los bromistas se atrevería a quitarte la vida cuando estás a mitad de una novela y aún no sabes el nombre del asesino, o porqué Meursault mató precisamente a ese árabe, o si al final esa loca adorable de Emma Bovary colmatará sus fantasías románticas o hará como todas y se limitará a apuntarse a una ONG. No, vamos, hasta ahí podríamos llegar: un libro a medio acabar es un valladar inexpugnable ante la Parca. Eso sí, en cuanto leas la palabra fin coges otro, no hay que dar tregua. No hablo por hablar, tengo pruebas: Borges exhaló su último suspiro el día en que (no podemos ni imaginar el horror que se apoderaría de él al ser consciente de ello) descubrió que ya se había leído no solo todos los libros de su nutrida biblioteca, sino todos los libros del mundo. Mucho menos erudito, infinitamente menos sistemático que el maestro bonaerense, a mí me quedan la tira en las estanterías, y en ese empeño devorador he consumido muchas horas del año que ahora acaba, y del que procedo a hacer resumen.

Empecemos con una de esas frases provocadoras que tanto me gustan: cuando una mujer escribe un libro y le sale mal, eso es literatura femenina; cuando una mujer escribe un libro y le sale bien, eso es simplemente literatura. Pues bien: las dos novelas que más me han gustado de las que he leído este año son dos grandes obras de literatura (a secas, sin adjetivos condescendientes) y han sido escritas por sendas mujeres. Cuando vi la versión cinematográfica de “La edad de la inocencia”, hace ya muchos años (¿hacia 1991, 92?) recuerdo que pensé: “¿qué puñetas hace Scorsese filmando vajillas de porcelana y guantes de cabritilla?”. Ni siquiera la abrasadora belleza de Michelle Pfeiffer logró reconciliarme con una película que no terminé de entender, ese rollo James Ivory no le pegaba al anfetamínico padre de “Toro salvaje” o “Uno de los nuestros”. Pero hete aquí que decidí dedicar este año 2016 (una vez que hube tomado la determinación de pasar mis vacaciones en Nueva York) a profundizar en algunas vetas de la literatura norteamericana que no conocía con profundidad, y eso me llevó a leer la novela de Edith Wharton. La historia no me sorprendió, ya me la sabía por la película. Pero no estaba preparado para la ferocidad que, bajo un manto de terciopelo, manejaba la escritora neoyorquina a la hora de diseccionar las costumbres de sus coterráneos. Sin elevar la voz, sin truculencias, sin innecesarios subrayados: todo en la novela es una quiet storm, ese concepto que utilizan los cantantes de soul para describir esas baladas sedosas que, bajo su capa de melaza, nos recuerdan los aspectos más desgarradores de las relaciones humanas. Ni literatura femenina ni hostias: “La edad de la inocencia” (como “Cumbres borrascosas”, como “La señora Dalloway”, como “Nada”, como otras muchas) es gran literatura tout court.

“Same same… but different”: este es el slogan burlesco que llevan algunas camisetas vendidas en la India. Lo mismo, pero diferente: eso cabe también decir de “Ejercicios respiratorios”, de Anne Tyler, un libro que comparte con el de Wharton ciertos estilemas que (sí, lo admito) podrían pertenecer a la mal llamada literatura femenina (aversión a la grandilocuencia, preferencia de lo íntimo frente a lo épico, entronización de la familia como núcleo de la sociedad, idealización de la pareja), pero que las maneja con una gracia y donaire que queda a años luz de la boba literatura postmenstrual que tanto éxito tiene en los clubs de lectura de mujeres. La Tyler (de la que yo no había leído nada) es capaz de narrarnos algo tan low-key como un día de una pareja ya madura (viajan a ver a su hija, y después se desplazan a la casa de unos amigos) y convertirlo en una odisea fascinante. Ira y Maggie Moran son una de esas parejas en las que él (o ella) empieza una frase y el otro la acaba (todos conocemos gente así). Los Moran se gruñen, se aburren, están sólidamente moldeados a los hábitos del otro… y sin embargo mantienen el fuego sagrado de su matrimonio sin necesidad de apuntarse a un maratón de sadomasoquismo o de irse a vivir a Namibia. Quema tus libros de inteligencia emocional, manda a la mierda al ratón que te ha robado el puto queso, pégale tres tiros al caballero de la armadura oxidada… Anne Tyler y “Ejercicios respiratorios” (gran literatura, repito por enésima vez) sabe más de todo esto (esto: la vida) que Paulo Coelho y Jorge Bucay juntos, ese par de sacamuelas.

Sin salir de la literatura norteamericana, el Phillip Roth que leí este año (“Pastoral americana”) me gustó, claro que sí, pero está un escalón por debajo de “El teatro de Sabbath” o de “Sale el espectro”. “Trampa 22”, todo un clásico de los tiempos modernos, me encantó, aunque le sobra la mitad de la novela, que se repite una y otra vez (quizás esa era la intención de Joseph Heller, hacernos sentir la sensación de circularidad y retorno que se vive en un manicomio, que es donde se desarrolla la trama). También cayeron dos clásicos de la literatura antibelicista (“Adiós a las armas”, de Hemingway y “La roja insignia del valor”, de Stephen Crane). Ah, y Don DeLillo (“Mao II”) engrosó la lista de esos escritores que te deslumbran al descubrir su primer libro (a mí me pasó con “Ruido de fondo”, que me dejó boquiabierto), pero que todo lo que lees después te parece una patata.

¿Se parece o no se parece?
Sí, también leí otras literaturas, pero (no sé porqué) este año raramente saltó la chispa. Me sorprendió el rigor y la insobornable apuesta por no halagar al lector de Gonzalo Hidalgo Bayal (“Conversación”), y leyendo a Héctor Bianciotti (“El amor no es amado”) revisé mi concepto de plagio: qué más da si se imita descaradamente el estilo y fraseo de Borges, hay cuentos que podrían estar en “Ficciones” y (casi) no desmerecer. Reforzaré mi imagen de costumbrista (así me dicen en los talleres literarios que frecuento: ¡costumbrista, adicto al argumento!, y cosas peores) afirmando que disfruté mucho con “El rapto de las sabinas”, del injustamente olvidado Francisco García Pavón, un señor cuyo defecto más imperdonable es que se parecía como una gota de agua a otra gota de agua a José María Ruiz-Mateos. Literatura latinoamericana: frecuenté a autores menos conocidos, como Uslar Pietri (“Las lanzas coloradas”) o Ciro Alegría (“Los perros hambrientos”): a pesar de haber sido excluidos del famoso boom, conservan un vigor expresivo que no se resiente por el paso de los años.

 Por lo que respecta al ensayo, me intrigó sobremanera (al parecer no he sido el único: ha sido casi un best-seller) “La España vacía”, el libro que Sergio del Molino ha dedicado a esa inmensa parte de nuestro país que no sale nunca en las noticias, y cuando sale es en la sección de asesinatos por quítame allá esas lindes. Un libro que enlaza la pervivencia del Carlismo con los jerseys que utilizaba el locutor Joaquín Luqui es, cuando menos, original. “El desmoronamiento”, de George Packer, es una de esas filípicas que escriben los norteamericanos para reafirmarse en la convicción de que todo va mal en la primera potencia mundial (y eso que aún no había ganado Trump). Mi cita anual con Christopher Hitchens se saldó con un relativo fracaso: su “Cartas a un disidente” me pareció flojo, manido: hay que tener mucho cuajo para utilizar el concepto de disidencia en nuestros días (hablo de Occidente), donde cualquier amago de rebeldía se suprime a golpe de subvención.

Quizás sea más revelador el censo de mis relecturas: uno puede caer por casualidad en una insospechada obra maestra, pero nos retratamos al elegir leer de nuevo (¡con el poco tiempo que hay!) algo que nos deslumbró cinco o veinte años atrás. Así, he desempolvado “Un episodio distante”, de Paul Bowles (¡qué fijación tengo con alguien cuyos libros han sido eclipsados por el personaje que los escribió!), “Rimas” de Bécquer (lo tenían en la casa rural que alquilamos en Asturias, y a nadie le amarga un dulce), “Viaje a la Alcarria”, de Cela (me sigue pareciendo su mejor libro), “Nueve cuentos” y “El guardián entre el centeno”, de Salinger (¿Será el “Guardián” uno de mis diez libros favoritos? Si no lo es, está muy cerca), “Ficciones”, de Borges (un año sin releer a Borges es un año perdido) y “Las armas secretas” de Cortázar (ídem). Dejó a los críticos la labor de encontrar el mínimo común denominador de estas relecturas.

¿Novedades? Sí, también, qué remedio, hay que estar al corriente de lo que se está haciendo. Pero me da la impresión que no se puede ser objetivo (por lo menos yo) con algo tan reciente, falta perspectiva, ecuanimidad, faltan esos dos o tres años que permiten a los textos coger aplomo. “Farándula”, de Marta Sanz, tiene momentos de brío, pero no me terminó de convencer, su denuncia social no me la creo, le falta rabia para ser considerada la heredera (como dicen algunos críticos) de Rafael Chirbes. “Piel de mail”, de Iñaki Túrnez, tiene un punto de valentía que me gustó, aunque el tema de las relaciones por internet se me hace demasiado explotado. “Cicatriz”, de Sara Mesa, me intrigó, lo leí casi de un tirón, pero el final me pareció cobarde, demasiado elusivo. Seré piadoso y no me extenderé demasiado en tres libros de cuentos (“Solitario empeño”, de Christian Crusat, “Manual de jardinería (para gente sin jardín)”, de Daniel Monedero y “La acústica de los iglús”, de Almudena Sánchez) que no me gustaron: demasiado ombliguista el uno, demasiado lírico la otra, simplemente irrelevante el de Monedero. En fin, que no se preocupe nadie, ya me encargaré yo de llevar la literatura española a una nueva edad dorada, en cuanto acabe unas movidas que tengo me pongo a ello.

Para acabar el repaso de mi dieta literaria del 2016, vamos a inaugurar la sección “Los fiascos del año” (elegí ese título después de rechazar “Libros que no sirven ni para limpiarte el culo”, pues deduje que podía espantar a mis patrocinadores), no todo va a ser pasar la mano por el lomo y esparcir incienso. Dos libros me han provocado intensos encogimientos de hombros, cuando no decididos rictus de perplejidad: “La niña del pelo raro”, de David Foster Wallace (¿qué puedes esperar de un escritor que sale en las fotos promocionales luciendo un pañuelo bandana?) y “Las gomas” (durante años ansié leer el libro con el que Alain Robbe-Grillet, según decían, había pilotado la renovación de las letras francesas tras el chapapote existencialista; pues bien, lo dejé en la página 100, harto de las idas y venidas de un detective sin interés en una ciudad sin relieve: a otro perro con ese hueso).


En fin, que ya empiezo a hacerme planes lectores para el año que asoma su párvula jeta por el horizonte. ¿Qué libros, qué arrebatadas lecturas habrán de venir, qué decepciones, qué inesperados descubrimientos? La celebración del cincuentenario de “Cien años de soledad” puede ser una pista, y llevo mucho tiempo deseando hincar el diente a “Guerra y Paz”. ¿Sacaré tiempo para lanzarme de cabeza a la obra maestra de Tolstoi? ¿Preferiré, por el contrario, “Moby Dick”? ¿Me atreveré con “Paradiso”, que ya me ha hecho la cobra en dos ocasiones? La respuesta, como dijo alguna vez un Premio Nobel de Literatura de cuyo nombre no quiero acordarme, está en el viento…  

lunes, 12 de diciembre de 2016

Lo que esconde la piel


            Ahora ya nadie lo hace (ahora ya nadie hace nada), pero acordaos de unos años atrás, quince o veinte, cuando por la televisión ponían las imágenes de un chalado (no creo que quepa calificarle de otro modo) que saltaba completamente desnudo a un campo de fútbol y correteaba entre los afanosos bobbies (casi siempre era en Inglaterra, algo en los genes les obliga a ejercer de excéntricos: conducen por el otro lado, comen cosas raras, beben la cerveza caliente, los ejemplos se amontonan), torpes en su intención de atrapar al impúdico sujeto que estaba haciendo streaking (así lo llamaban, presumiblemente del verbo to streak along, correr como un rayo, qué pudorosos a la vez que libertinos los ingleses, capaces de saltar en pelotas a un campo de deportes pero tan delicados como para fijarse, a la hora de designar tal tropelía, en la velocidad de la ejecución más que en la desnudez de la performance: prodigios de la semántica). El streaker, grácil metáfora de polimórficos significados, atravesaba el césped sin trampa ni cartón, sin el débil refugio que nos proporciona una indumentaria, abierto (aquí estoy y no me escondo) a las especulaciones de todos los espectadores sobre su motivación (o la falta de ella), prístino, en una palabra, como se siente Enrique inmediatamente después de haber comunicado a Elena su propuesta de vivir juntos, qué tal si nos lo tomamos más en serio y te vienes a vivir a mi casa, el streaker cuenta (o contaba, que ya no los hay, ya no hay de casi nada, perdonad que sea tan pesado) con la ventaja de que su acto no le acarreará más que una reprimenda, a lo sumo un coscorrón si el alcohol retrasara su pacífica entrega, Enrique siente que sus palabras no le han dejado menos desnudo, pero que la mirada de Elena (una mirada inescrutable, cómodamente protegida por incontables capas de ropajes, de prendas de todas las texturas, batas, mandiles, hasta obsoletos miriñaques) puede ir mucho más lejos, o quedarse aquí mismo, convertirse en una mirada doméstica, qué difícil es interpretar las miradas (especialmente cuando uno está desnudo).

            Antes había streakers, hicieron furor cuando aquí arrasaban las películas de destape, no sé si habrá alguna relación entre ambos fenómenos (todo está relacionado: todo está en todo, que decían los alquimistas). ¿Por qué ya no hay streakers? ¿Por qué ya no hay alquimistas? Dejemos de momento los alquimistas y concentrémonos en los streakers: ¿por qué ya no hay streakers? La pregunta es nuestra, pero bien podría adoptarla Enrique como punto de referencia, ¿nos hemos acostumbrado a ver gente desnuda, hemos mejorado los sistemas de vigilancia en los espectáculos públicos, la protesta (o el simple gamberrismo) han adoptado otros modos más eficaces, más persuasivos?, no estaría de más que Enrique calibrara todos estos considerandos en su justa medida, Elena está a punto de pronunciarse (para Enrique se ha pronunciado ya, el titubeo a la hora de empezar a hablar es para él toda una declaración de principios, pero quizás no sea así, el mismo Enrique se contradice, se rearma interiormente, ¿no estaré poniendo la venda antes de la herida?), y nuestro streaker acelera, cruza como un gamo, como una liebre una extensión verde e infinita, jaleado (o él quiere creer que jaleado) por un público que sabe valorar en lo que merece un gesto que puede quedarse sin recompensa (Elena un mes atrás: ya me han roto el corazón más de una vez, no conviene precipitarse; Elena hace apenas tres días: todo tiene su tiempo, y no por mucho madrugar amanece más temprano; Elena meramente al salir del coche: hace un día de perros, mejor me había quedado en casa, éste último testimonio no es tan concluyente, parece un poco metido de rondón): corre, Enrique, corre.
            Todo tiene una historia, uno no se hace streaker de repente, uno no renuncia a toda defensa, a todo artificio para exponerse, piel, músculos, tendones, para mostrar urbi et orbe esa desnudez que siglos de represión han anatemizado, uno no se lanza a este tipo de cosas porque sí, Enrique se lo ha pensado, se lo ha pensado mucho, la vida, esa sensación caliente y viscosa, le ha llevado de la mano a dar este paso, a saltar (alehop) por encima de la escasa valla de seguridad y atravesar a paso ligero el atónito solar por el que ahora se desliza. Los streakers no improvisan, ya antes de llegar al estadio saben a quién van a dejar en depósito sus pantalones, su camisa, hasta la un poco embarazosa ropa interior (no puedes confiar en manos de un desconocido tu ropa interior: yo, por lo menos, no lo haría), su cartera (los streakers nadan y guardan la ropa, por lo menos los streakers ingleses, si los hubiera españoles sería otra cosa, estoy seguro, aquí somos de otro modo), son como kamikazes ordenancistas, preparan el salto como preparó Enrique la frase (vente a vivir a mi casa), evitó con astucia el cásate conmigo y se decidió por una perspectiva más de logística: Elena vive de alquiler, él es (aunque hipotecado) propietario, incluso un resabio de inmemorial machismo subyace tras la lógica (para Enrique, habrá quien no la comparta) que dicta que sea la mujer la que vaya a vivir a casa del hombre, su barrio (magro argumento) es mejor que el de Elena, está justo al lado de un parque (sutil indirecta sobre la perpetuación de la especie), con columpios (por si la indirecta ha sido demasiado sutil), ya llevamos saliendo casi un año (aquí el streaker acelera, acelera, sortea sin problemas a bobbies gordos y sin cintura, sus pies apenas rozan la húmeda hierba, el streaking como una de las bellas artes: escucha cómo ruge el estadio, Enrique, escúchalo).

Pero tarde o temprano la carrera acaba (lo atestiguan las fotos, que suelen preferir el momento de la captura, el momento en que el orden establecido se impone sobre la poesía, los pesados brazos de los bobbies cubriendo con furia al streaker, desmintiendo su condición de tal), tarde o temprano el campo mengua, se acaba, la vida del streaker (mariposa efímera) tiene un sentido mientras mantiene la sorpresa, pero no cuando se convierte en monótona exhibición de mal gusto (imaginaos un streaker full time, un streaker de nueve a cinco de lunes a viernes, con apenas media hora para el bocadillo). Elena está a punto (ya lo estaba antes, da la impresión de que siempre ha estado a punto) de confirmar o desmentir, de cerrar el párrafo, de cubrir pudorosamente con ropas lujosas o ásperas al agotado streaker, que aún así zigzaguea apelando a sus últimas fuerzas, a su pundonorosa profesionalidad, a su orgullo de clase (de las, pongamos, cien mil  personas reunidas allí, él es el único que se ha lanzado, y no podía ser de otra forma, nada más extemporáneo que un segundo streaker: ¿y si yo fuera un segundo, un tercer streaker?, es pensarlo y a Enrique se le eriza la piel), pero todo este aparataje teórico no termina de convencerle, incluso comienza a sentir frío (ah, amigo, en eso no habíamos pensado: la ropa no sólo tapa las vergüenzas, también nos protege de la arisca meteorología), su piel de gallina piensa por él, el último regate al bobbie ha sido torpe, sus piernas han perdido gracia, el más ágil de los policías (siempre hay un policía más ágil que los otros, estimulado por la certidumbre de que será su cara la que salga en la foto, de que podrá apropiarse de la anécdota) ya lanza su garra sobre él, Elena se aclara la voz (gesto un poco impostado, un poco teatral, pero acuérdate que dijo que el día era de perros, quizás sí que esté acatarrada), respira hondo, y Enrique se deja atrapar por el más competente de los bobbies, no tardan en apiñarse los demás, uno gordo no puede dejar escapar un bofetón algo gratuito, mira, Enrique, yo también lo he pensado muchas veces, pero, no necesitas escuchar más, y tu súplica nos enternece a todos, nos lo pides con los ojos porque no te hacen falta palabras, dejas de correr justo en el momento en el que nos imploras: ponedme un casco ahí, y la grada deja escapar un silencio definitivo, un silencio elocuente y desnudo.

domingo, 4 de diciembre de 2016

Cientos de artistas y una docena de cabezas de vaca


(Rebuscando en mis archivos he encontrado esta pieza que escribí para ARCO 96. Entonces yo estaba muy interesado en el arte contemporáneo, religión de la que hoy afortunadamente descreo)

         Ella lleva una camiseta con una foto de la rana Kermit, unos pantalones de campana azul azafata, por los que asoman sendos zapatos de plataforma, y se cubre con El Abrigo De Aspirante A Artista, sólo que tres tallas más grande de lo necesario, sobre el que caen dos coletas entre pelirrojas y moradas. Él enarbola bigote, patillas y melena a lo Joaquín Cortés, gasta chupa claveteada de cuero con pantalones a juego, y botas de matar cucharachas. Ambos escrutan con una fijeza implacable la obra que tienen enfrente: treinta mil centímetros cuadrados de tela blanca, con unas pocas manchas de negro y amarillo. La intensidad de su mirada es absoluta, como corresponde a alguien sobre cuyos frágiles hombros reposa el peso de sacar al resto de los mortales de su ignominiosa incultura en materia de arte actual. Criado con la televisión, su capacidad de concentración es breve, y apenas han pasado veinte segundos cuando se vuelve hacia la chica, y con voz sentenciosa le dice:
            - Este cuadro está al revés.

     La Feria Internacional de Arte Contemporáneo de Madrid (ARCO) hace ya tiempo que ha trascendido del estrecho marco que podría presuponer su elitista enunciado para convertirse en uno de los acontecimientos más esperados de la temporada social española. "Todos los años nos encontramos en ARCO", se saludan efusivamente dos señoras de mediana edad, cubiertas de pieles y collares, a las que no parece importunar la presencia de una instalación en la que Barbie y Ken copulan incansablemente. Sobreviviendo a  la inevitable crisis de madurez, a los cambios de emplazamiento y a la timidez de los inversionistas, la feria festeja su XV edición, superando año tras año las cifras de ventas, de asistentes y de participación. No resulta difícil pronosticar que el número de visitantes rebasará el del año pasado, que ya alcanzó las ciento cuarenta y dos mil personas. Genuino producto de la España democrática, las galerías exponen lo mejor de cada casa ante una muchedumbre ávida de experiencias, que, al menos en este campo, ha conservado el espíritu lúdico e innovador de la tan añorada 'movida madrileña'. En la primera quincena de Febrero, y poco antes de los carnavales, cualquier persona que tenga ganas de divertirse sabe que tiene una cita con los conejos de Barry Flanagan, los gordos de Botero, los graffitis de Keith Haring, las fotocopias de Andy Warhol, el cuadro interminable de Tapies, las españoladas de Eduardo Arroyo, y montones de cuadros, esculturas y cosas más, fiel reflejo de un mundo tan confuso como sus obras de arte.
            Porque esto es arte ¿o no? Ramón, un médico jubilado del barrio de Salamanca, mira con escepticismo una espiral de pies de plástico cercenados por el tobillo y se encoge de hombros. "Esto ni es arte ni es nada. Es una tomadura de pelo". Cuando se atreve a preguntar el precio no puede evitar una mueca irónica: "Y habrá gente que lo pague". Ramón ha venido con su hijo y su nuera, y en toda la mañana no ha encontrado más que unos grabados de Picasso que le han gustado. Y las chicas de las galerias, claro está.
           
En esta edición de ARCO han venido ciento noventa y tres galerias, cien españolas y el resto de sitios tan remotos como Letonia o Paraguay, y si tuvieramos que encontrar el punto común, el nexo unificador entre todas ellas, no se debería despreciar el hecho de que, al mando de la operativa de charme y seducción, hay casi siempre una encantadora señorita de enormes ojos claros que vocaliza sin atragantarse cifras con tantísimos ceros. Claro que tales atenciones sólo se reservan a los posibles clientes, al tiempo en que se despacha sin contemplaciones a los demandantes de folletos ("Oiga, ¿tienen posters o lo que sea, pero que sea gratis?", pide un adolescente lleno de granos). Y, según parece, yo no debo cuadrar con ese ideal que ellas deben de tener de alma sensible que detrae unos milloncejos de su nuevo Jaguar para apostar por el arte de vanguardia, pues ante mi inocente pregunta sobre el precio de un cuadro para cuya descripción sólo encuentro la imagen de Canal + sin descodificar, una de esas maravillosas muchachas (eso sí, con mucho redoble de pestañas y una sonrisa coast to coast) me dice, confortándome en mi desgracia:
            - Bueno, éste en especial es un poquito caro...
          Dinero. Estamos en el Recinto Ferial Juan Carlos I, una más de las muchas joyas de las muchas coronas de ese vendaval llamado ultraliberalismo económico, que sopla con fuerza por todo el mundo. Algo así como una especie de zoológico de mercancías, bienes y servicios, que dentro de unos días albergará la Semana Internacional de la Moda, y posteriormente ExpoÓptica, o La Feria del Yate. Y aunque es moneda común decir que ya pasaron los ochenta y toda aquella mandanga del dinero-rey, todavía ese acre perfume que exudan los billetes impregna el ambiente. Nada ejemplifica mejor tal fenómeno que la presencia de empresas, las cuales, en un esfuerzo que ya se encargan de machacarnos sus departamentos de marketing ("No sólo somos jóvenes y emprendedores, sino que además compramos esa escultura hecha de trozos de coche y tenemos los huevos de ponerla en la entrada de una de nuestras sedes de provincia") promocionan el arte moderno, subvencionando artistas y dando premios, al parecer con la misma generosidad y entusiasmo que antaño dedicaban a patrocinar guerrillas contrarrevolucionarias. Los enormes paneles de Coca-Cola, Deustche Bank, Renault (¡Sí! ¡También hay artistas JASP!) y otros señalan el declive irremediable del coleccionismo privado, que sostuvo el mercado del arte desde que reyes e Iglesia dejaron de ser los únicos mecenas, entregando ahora el testigo a empresas privadas e Instituciones públicas. Como ejemplo de éstas últimas pueden verse las más que aceptables colecciones con las que se han hecho AENA (Aeropuertos Españoles) y el Museo de Bellas Artes de Álava.

        Sin embargo, la omnipresencia de los grandes números no debe asustar al pequeño coleccionista, que puede encontrar grabados de artistas jóvenes por diez mil pesetas, o fotografías de Ouka Lele a partir de cien mil. Estando tan cerca de San Valentin, es indudable que, como regalo, es mucho más original que el (inevitable) teléfono móvil. Y si lo que se quiere es mostrar que se está verdaderamente enamorado, tan enamorado como sólo pueden estarlo los muy ricos, las obras de Chillida suben hasta los diez millones.
       Pero la inmensa mayoría de los visitantes parecen ignorar la vertiente comercial de la feria, centrándose en el aspecto transgresor y de creación del arte contemporáneo. Neófitos y sesudos expertos se arremolinan en torno los estilizadísimos retratos de la Infanta Elena y los duques de Alba surgidos del pincel del artista mejicano Alonso Mateo, o ante la apoteosis kitsch de los cuadros de Antonio de Felipe (con Isabel Pantoja convertida en una Inmaculada de Murillo), o, a falta de una vaca en formol como la que recientemente ha conmocionado el mundo del arte británico, ante el disfraz de oveja que expone Elise Ferguson en la galería Uncomfortable Spaces. Si, como mucha gente dice, el arte moderno no es más que una colección de chistes, hay que reconocer que estos son los más graciosos de la feria.
       "Hay mucha bazofia, pero también hay cosas muy divertidas". Las palabras de Merche, estudiante madrileña de Bellas Artes, parecen abundar en ese sentido. Al igual que sus amigas, Merche es una de esas Lánguidas Muchachas de Negro que rivalizan en abundancia con el otro gran colectivo capilar femenino: el de las pelirrojas Alborch style. Tamaña profusión no es gratuíta: las mujeres ya hace tiempo que han afirmado su posición en el mundo del arte contemporáneo, y sin necesidad de cuotas o zarandajas similares. Desde la directora del certámen (la incombustible Rosina Gómez-Acebo) hasta afamadas galeristas como Juana de Aizpuru, pasando por Ministras de Cultura o directoras de museos como María Corral, sin olvidar que el premio al artista revelación de este año ha recaído en Chelo Matesanz por su instalación (de confuso contenido feminista) "Mi niña está ansiosa".

            Fumando sin parar ("un artista fuma y no hace deporte"),  Merche me destaca algunas de las propuestas más innovadoras, si bien no puede evitar referirse a los clásicos cuando se le pregunta por el cuadro/escultura que se llevaría a casa. Aunque lo más posible es que acaben en las salas de un museo, las obras que más suspiros recolectan son el tríptico del siempre inquietante Francis Bacon, un estupendo cuadro de Picasso de 1919, el lírico intimismo de Claudio Bravo. Mención especial merecen las fotos imperecederas de Cartier-Bresson (la de Truman Capote, un auténtico monumento al desasosiego, debería ser de visionado obligatorio para todo aprendiz de escritor), custodiadas por otro de los grandes atractivos del presente certamen: las morrocotudas azafatas de Babelia, embutidas en unos trajes que resaltan su, digamos, donaire modiglianesco.
            Pero justo es advertir que la inmensa mayoría de los visitantes no parecen dispuestos a que criterio estético alguno les impida disfrutar de la feria (que, al fin y al cabo no es más que un elefantíasico 'Todo a 100' con ínfulas posmodernas), y así las hordas de niños que corren de acá para allá como si estuvieran en un banquete de boda arrastran a sus padres a ver una docena de cabezas de vaca plantadas en el suelo, o manosean sin reparos unos tambores contra los que un motor acciona unas baquetas. Una pareja de la Policía Nacional, contagiados sin duda de la atmósfera reinante, contempla con perplejidad un amasijo de metales retorcidos, sin comprender muy bien por qué el artista ha titulado aquello 'El latido del tiempo'. Los adolescentes que vienen en grupos escolares (andaluces y catalanes, sobre todo) comentan sin prejuicios lo que ven, y su falta de papanatismo logra a veces infundir a las obras la gracia de la que carecen. Muchos vienen con la mochila y el bocadillo, y a la hora de comer convierten los pasillos en un animado merendero en el que el tema mayoritario de conversación (y no podía ser de otra forma) es la noche de juerga que les espera en este Madrid que para ellos es la madre de todos los pecados, antes de volver el día siguiente a Sevilla o Barcelona. Javier y Marcos confirman que esto de ARCO está muy bien, pero que lo que de verdad quieren es ir esta misma noche a una discoteca: "Ya dormiremos mañana en el autobús". 
            Y es que ARCO ha perdido (si es que alguna vez la tuvo) esa imagen de radicalidad y marginalidad que algunos atribuyen al arte contemporáneo, y puede que ese no sea el menor de sus méritos. Una generación de españoles ha asumido sin sobresaltos aquello que no hace mucho revolvía a sus padres, y lo que se ha ganado en normalización cultural se ha perdido (y bien que lo lamentaba Buñuel) en capacidad de escandalizar. Hay que ser muy mojigato o muy excentrico para asustarse por los priápicos angelitos que exhibe la galería finlandesa Pelin, o por la multitud de sexos de todas clases y medidas que inundan telas y fotografías. Jose Luis y sus amigos, que hacen primero de hispánicas en Madrid, se encogen de hombros ante tal exhibición erótica, y concluyen rotundos: "Como si fuéramos a asustarnos por ver un coño". Pues eso.

            ¿Hacia dónde va el arte contemporáneo? La mueca de displicencia de Fabienne, de la galería Yvonamor Palix, me indica bien a las claras que he hecho la-pregunta-que-no-se-debe-hacer. "El arte electrónico", me dice sin mucho convencimiento, "será el arte del futuro". Fabienne es tan francesa que parece una caricatura, y como para muchos de los galeristas extranjeros que vienen a ARCO, ésta es una feria de gran interés (la segunda de Europa, tras Basilea). Tras hacerme una exhibición de su conocimiento del Madrid más canalla y noctámbulo ("la feria se abre a las doce de la mañana, y los artistas no madrugamos, bien sûr"), no duda en alabar abiertamente tanto la organización como la apertura de espíritu que muestran los visitantes, la famosa joie de vivre posfranquista. Evidentemente, Fabienne no lee ciertos periódicos españoles, y no seré yo quien la saque de su error.
            Lo cual me recuerda que puede que estemos ante el último ARCO socialista. ¿Influirá en algo el inminente comeback de la España Profunda en futuros certámenes? La mayoría de los encuestados optan por una prudencia que desmiente la tradición vanguardista del ramo, y sólo algún arriesgado se atreve a aventurar tecnicismos sobre la ley del Mecenazgo o sobre el tipo del IVA (situado actualmente en el 16 %). La previsible supresión del Ministerio de Cultura con que amenazan los populares apenas altera el pulso de un sector que, sin un decidido apoyo institucional, puede pasar por serios problemas.
            Pero hasta que tan nefastas noticias se confirmen, artistas y galeristas siguen al pie de la letra la vieja divisa del mundo de la farándula (con el que, por otra parte, tantas cosas tienen en común) de que el espectáculo debe continuar. Y apenas se apaguen los ecos de esta edición, creadores y marchantes comenzarán a planificar sus temporadas para que, al igual que los ciclistas con el Tour de Francia, todo esté a punto en el aún lejano febrero del 97, en el que dos señoras cargadas de pieles y que no se ven en todo el año tendrán oportunidad de abrazarse y decir: "Todos los años nos encontramos en ARCO".

Muñoz en 1994 (no se han encontrado fotos de él en 1996)

lunes, 28 de noviembre de 2016

Fogonazos de Ifni. Nº 1: el Twist Club


El 19 de septiembre de 1960 fue un día como otro cualquiera en Sidi Ifni. No se conservan las estadísticas meteorológicas de la época, pero es fácil deducir que el sol de finales de verano protagonizaría aquella jornada, obligando a los militares españoles y al resto de ciudadanos a circular por la sombra y resguardarse del calor. La pomposamente llamada “Plaza de Soberanía”, tan lejos de todo y de todos, se estiraba con languidez a lo largo de la costa, mirando al mar sin interés, como esos gatos que se enroscan a una prudencial distancia de la chimenea, sabedores de su mordisco de fuego. Seguramente alguien nacería ese día en Sidi Ifni, o moriría, o se casaría (en estos pueblos pequeños siempre está naciendo alguien, o muriéndose, o casándose), pero por muy importantes que puedan parecer tales acontecimientos (y que no se me enfaden aquellos que nacieron o se casaron en aquella fecha, los que se murieron me dan un poco igual), no fue eso lo más trascendente que pasó para Ifni aquel día. Lo más trascendente que pasó para Sidi Ifni aquel día tuvo lugar a diez mil kilómetros de distancia, al otro lado del Atlántico.

Ese día 19 de septiembre de 1960 se encaramaba a lo más alto de la lista Billboard una canción de título retorcido: “The Twist”, interpretada por Chubby (“gordito”) Checker, un vocalista completamente desconocido que revolucionó el mundo con un baile que aún hoy causa furor en los guateques más camp (“con el pie hágase como si apagara un cigarrillo contra el suelo, mientras con las manos simula secarse los riñones con una toalla imaginaria”, recomendaba un locutor enrollado). El bueno de Chubby repetiría un par de años después con “Let’s twist again”, para a continuación desaparecer de las listas y pasar a engrosar el memorial de los artistas que rozaron la gloria y después adiós muy buenas. Pero aunque no lo sepa, Mr. Checker dejó plantada una semillita que germinaría unos años después en aquella improbable Plaza de Soberanía de la que hablábamos al principio, y que llevó a algún empresario medio ye-yé (quizás enriquecido con el comercio de pescado, la fuente de riqueza local más apreciada) a liarse la manta a la cabeza y abrir el “Twist Club”, el establecimiento en el que menearon el esqueleto (por emplear la terminología de la época) los escasos habitantes de Ifni así como modernos, y que cerraría apresuradamente sus puertas el 30 de junio de 1969, el día en el que España cedió la soberanía de Ifni (¡incluyendo, que no se nos olvide, la del “Twist Club”!) a Marruecos.

Supongamos que allí actuaron los dos o tres conjuntos de melenudos locales (a falta de registros fiables, inventémonos sus nombres: Los Pinkie’s, o Los Easy Guitar’s, incluso Los Moritos del Ritmo) que había en todas las ciudades de su tamaño en España, y que suplían con entusiasmo sus carencias musicales. Supongamos que las chicas minifalderas (esas primas un poco locuelas cuya mera mención provoca murmullos reprobatorios entre las abuelas y las tías abuelas) acudirían encantadas a bailar y olvidar las angustias derivadas de la guerra en sordina que cercaba la cada vez más aislada Ifni. Supongamos que, en la oscuridad de sus esquinas y recovecos, se trabaron discretos adulterios, también romances que acabarían (o no) en boda. Supongamos que los camareros sirvieron con generosidad esas copas de anís y de orujo que tan eficaces fueron para hacer olvidar a la soldadesca los horrores de las trincheras, a apenas unos kilómetros de allí. Supongamos que algunos espíritus libres se atrevieron a fumar esas hierbas que, según juraban, expandían la mente y te hacían ver las cosas que se esconden en la cara B de la realidad. Supongamos que algún artista de la península (por ejemplo Los Bravos) accedieron a tocar sus hits en aquel rincón perdido (¿Sidi qué?, preguntaría un confundido Mike Kennedy cuando le montaron en el avión), logrando que los chavales más modernos y las chicas más vacilonas les acosaran por la noche, intentando convencerles para ir a bañarse a la playa, ¡podemos asar sardinas, Mike!, no, gracias, estamos muy cansados y mañana tenemos que madrugar para volver a Madrid. Supongamos que. Supongamos que. Supongamos que.


Pero lo que sigue no es una suposición, hay documentos que lo prueban, fotos, ahí tenemos una.  Muchos años después, en febrero de 2011, Muñoz se pone su camisa de colores y llega a Sidi Ifni haciendo uno de esos viajes que hace él (así como medio melancólicos y medio disparatados). Sale a conocer la ciudad, ve palmeras y mezquitas, se come un cuscús morrocotudo, pasea un poco para bajarlo, y, al torcer por la Plaza Hassan II, se encuentra de repente con la sorpresa de contemplar el cartel del “Twist Club” (¡El “Twist Club”! ¡Qué bueno!). Ya lo que le faltaba, no tarda ni un minuto en ponerse a fantasear: esto no es casualidad, qué sitio más ideal para poner un club de música, si lograra contactar con el actual propietario podría indagar si tiene interés por reabrirlo, podría intentar alquilarlo (no creo que me pidan una renta excesiva) y montar ese club de pop y rock con el que llevo tantos años especulando y al que siempre he querido llamar “Mogambo” (aunque reconozco que “Twist Club” es mejor aún como nombre, es insuperable), me vestiría como un supervillano de James Bond y me haría llamar Dr. Achilipú, solo se escucharía la música que a mí me gusta, nada de tecnomierdas ni de chorradas pseudolatinas, dedicaríamos un día (los jueves, por ejemplo) al pop español de la época, y solo dejaría entrar a aquellos que pertenecemos al Club de Corazones Solitarios, con un par de camareros tendríamos suficiente, ah, y pondría jazz los domingos por la noche, porque el jazz es una música muy de domingos por la noche, etc, etc, etc, todo ese arsenal de ensoñaciones que lleva años y años amasando y que no termina de edificar (pero qué buen rato pasa con ello, y además no hace mal a nadie).

martes, 22 de noviembre de 2016

Juez y arte


            Confieso que cuando oí la manida cantinela de que es mejor pedir que robar y que mi único delito es no encontrar trabajo, bajé los ojos hacia la puntera de mis Martinelli. Estaba maldiciendo en secreto la lentitud del idioma castellano en inventar una palabra (como han hecho los americanos con Homeless o los franceses con eso tan delicioso de Sans Domicile Fixe) que burocratice esas presencias molestas y, por tanto, nos despoje del desasosiego que nos causan, cuando algo me hizo enderezarme y prestar atención. Cada una de las calamidades que conformaban su particular recuento se abría con un Otrosí digo que, en labios de un esquimal, no hubiera sonado más extraño. Ese perfil de denario, esa mirada de fuego a la que la miseria apenas ha arrebatado lustre, esas manos... Sobre todo esas manos: no serían muy diferentes las que le indicaban a Adán que su contrato de arrendamiento quedaba inmediatamente cancelado y le señalaban la puta calle. No tardé más de unos segundos en darme cuenta de que aquel tipo que pedía para poder pagarse una pensión era el más celoso de los vigilantes de la justicia que se hubieran conocido, el peor enemigo de corruptos y demás ralea, el azote del mal y sus secuaces. Aquel tipo era el Juez Sanabria.


            Misterios del insondable ser humano: lo primero que sentí al identificar al Juez Sanabria (bueno, para ser estrictos, al ex-Juez Sanabria) fue un súbito ramalazo de melancolía. Quizá porque el comienzo de su fulgurante carrera me pilló preparando selectividad, y no me lo pensé, papá, quiero hacer Derecho y ser como el Juez Sanabria. A mi padre no le caía muy bien aquel tipo tan refitolero por el que (con muy poco disimulo) suspiraba mi madre, ese sí que es un hombre, luchando a brazo partido contra el mal y no haciendo pólizas de seguro como tú, que eres como el ángel de la muerte. Las reticencias de mi padre se desmoronaron cuando se enteró de que el dichoso juez de mierda (contraviniendo el tópico de que los perdedores son generosos y humanos, mi padre siempre ha gastado una mala leche que tumba) tenía un rollo con Vanessa Rickenbacker, una modelo de piernas kilométricas que declaraba haber encontrado junto al Juez su verdadera vocación, a partir de ahora mi único desfile será por la Justicia. Sea como fuere, mi padre accedió a que estudiara Derecho, con lo que un día partí hacia la facultad, resonándome aún en los oídos sus palabras de despedida (¿he dicho ya que tenía muy mala leche?), suerte, hijo mío, y no te preocupes si no triunfas como Juez o Fiscal, ser abogado tampoco es tan deshonroso.

            Aquel primer año de carrera coincidió con los grandes éxitos del Juez Sanabria. De encarcelar narcotraficantes pasó a enchironar políticos, concitando los rugidos de satisfacción de periodistas y tertulianos, que aplaudieron a rabiar tal medida hasta que se lo impidieron las esposas. Ya por entonces yo no me atrevía a salir de casa sin haberme embadurnado a conciencia de Habeas Corpus, el perfume que comercializaba el Juez y cuyas ganancias destinaba (por supuesto) a media docena de ONG's. Tampoco me perdía ninguno de sus programas de televisión, Dura Lex, Sed Lex o El peso de la Toga, incluso llegué a aprender algo de francés con su curso interactivo Causes Celèbres. En fin, aquel hombre incorruptible, al que no afectaban ni las maledicencias de sus enemigos ni los halagos de sus seguidores, era mí ídolo, y conforme aumentaba la audacia de sus incriminaciones (llegó a descabezar medio sistema financiero con una sola sentencia, o a pedir  la extradición de los descendientes del General Custer por manifiesto desprecio de minoría racial) mi admiración rozaba la idolatría, lo que me trajo no pocos problemas con Marta, mi novia de entonces, que veía en aquel paladín de la ética y la moral un obstáculo para su pretensión de que yo montara, al acabar la carrera, algo tan alejado de esos principios como una Inmobiliaria, sí, sí, mucho rollo con la Justicia, pero ¿cómo vamos a sacar dinero para comprarnos el pisito?.


            Fue cortar con Marta, y, casi simultáneamente, la estrella del Juez Sanabria empezó a oscurecerse. Su incontestable liderazgo moral estomagaba a más de uno, y la desafortunada sentencia en la que tronaba contra los que no pedían las facturas con el IVA generó el primer distanciamiento con sus acólitos, que decían que una cosa es una cosa, pero que otra cosa es otra cosa. A tal desliz siguió el affaire Tizziani, en el que la conocida actriz confesó llorosa que el Juez apenas prestaba atención a sus indudables encantos por estar más preocupado en perseguir criminales, y por eso había intentado suicidarse, no sin antes avisar a todas las televisiones. El público se distanció de él con la misma rapidez con que lo habían adoptado como gurú, y cuando el Juez se autoinculpó ante el Supremo por haberse saltado un paso de cebra, los buitres de la prensa y los pocos políticos que aún quedaban en la calle se aprestaron a hacer leña del árbol (¿o tendría que decir del ángel?) caído.

            Una amargura sin límites me trepó al recordar aquel proceso infame: el Juez  Sanabria se empeñó en hacer de su propio Fiscal, y se acusó públicamente de conducta temeraria indigna de un probo ciudadano. En una sesión espeluznante convenció a todos los miembros de la Sala de que era un peligro público, y que el mejor ejemplo que podía dar a las nuevas generaciones era purgando su culpa en el más cruel de los presidios. Los jueces, conteniendo las lágrimas, se limitaron a desposeerle de su condición de Letrado, y no aceptaron su recurso de apelación, en el que impugnaba la sentencia por ser demasiado benévola.


             Desde su salida del Tribunal, nadie había vuelto a saber nada de él. Y ahora yo lo tenía frente a mí, con la palma de la mano extendida en posición de súplica. El tren había llegado a mi estación, y aproveché para rebuscar apresuradamente en los bolsillos. Cuando por fin di con una moneda la deposité con respeto sobre aquella mano que con tanta firmeza había empuñado el mazo de la justicia. El juez pareció sopesarla durante unos instantes, y sin sonreír me miró fijamente: circule, joven, me dijo con aspereza, está infringiendo el artículo 123, apartado 2º B, en el que se insta a los pasajeros a no bloquear la entrada al vagón so pena de multa. Qué tío, recuerdo que pensé admirado mientras salía a toda leche del vagón, no ha perdido el swing. 

sábado, 19 de noviembre de 2016

Diatriba del nefelibata

            No envidiéis mi trabajo. Los poetas (¡qué daño no habrán hecho! ¡qué realidades no habrán distorsionado!) forjaron una imagen de nosotros, los diseñadores de nubes, que nos ha marcado para siempre, exiliados en un limbo de ensoñación y fantasía. Ese tópico que nos atribuye una vida ensimismada y vagorosa fue (he de reconocerlo) el que me condujo por una senda que, era tarde cuando me di cuenta, no tiene marcha atrás. Moriré, pues, ideando estratos y cúmulos, poblando cielos infinitos con estas promesas de lluvia que tan necesarias son tanto para la fertilidad de los campos como para la imaginación de los hombres.

            Yo nací como uno más de vosotros, jugué a vuestros mismos juegos, sufrí engañado por los mismos o muy parecidos amores. Entonces yo levantaba la cabeza (quién no lo ha hecho alguna vez, puede que ahora mismo lo estéis haciendo muchos de vosotros) y sentía que estaba protegido por aquella bóveda azul, cruce afortunado entre un escudo y una metáfora. Los fenómenos meteorológicos (deliciosos unos, vengativos otros, aleatorios todos) se me antojaban un capricho más de la naturaleza, y rara vez me planteé siquiera pensar en sus motivos últimos, en las razones por las cuales la nieve acude a su cita invernal, o el viento ansía comprobar la solidez de las cosas. Aquella comprensión habría necesitado una mayor capacidad de entendimiento, si aun yo me hubiera planteado sacar una lógica al pedrisco, a la lluvia, a los tornados.
            A las nubes. Sí, porque fue en los amenes de mi adolescencia (a mediados de abril, justo el día en el que los cielos de repente abren el telón, y dejan en mitad de ese fabuloso escenario una nube solitaria) cuando la curiosidad me hizo ver aquel espectáculo de una forma distinta. Los transeúntes que me rodeaban, desconocidos y conocidos, no daban muestra de reparar en aquella deslumbrante aparición que, como una epifanía, parecía dirigirse personalmente a mí. Y no lo hacía con la compacta arrogancia que desprenden las nubes de los cuadros barrocos, sino con la sencillez de las palabras medio susurradas, de las verdades apenas intuidas, palabras y verdades que se abrieron paso en mis pensamientos y me hicieron reflexionar: no hay dos nubes iguales.
            El primer amor, el primer zarpazo de la enfermedad (esa embajadora de la muerte): os ofrezco dos ejemplos para que entendáis el devastador impacto que tuvo en mí aquel descubrimiento no sé si atroz o providencial, quizás ambas cosas. A partir de ese momento, y rechazando obligaciones y placeres, dediqué mis días a cerciorarme de mi primer pálpito, y descubrí tan extasiado como contrito que sí, que no había dos nubes iguales. A pesar de la simplicidad de su materia, de la escasa paleta de sus colores, de los imperativos de la aerodinámica, de la tiranía de las condiciones atmosféricas: no existían dos nubes iguales. De ahí a admitir un concepto tan agotador como el infinito no había más que un paso, que no tardé en franquear, para caer en brazos de la fiebre, luego me dijeron que también del delirio.
Durante unos días interminables, encerrado en la habitación de un hospital en la que no había ventanas, mis pensamientos (que no mi mirada) frecuentaron los cielos, intentando refutar la aplastante evidencia. Y sólo cuando tomé la determinación que habría de marcar mi vida volví a abrir los ojos, para comunicar a mi atribulada familia, que me rodeaba en angustiosa vigilia, que iba a diseñar nubes.
            Las cosas son si pueden ser, y para poder ser han de tener un nombre: el silogismo no es mío, pero lo suscribo sin ambages. En el diccionario dormía la preciosa palabra nefelibata: dícese del soñador, del que anda por las nubes, y al descubrirla supe que el primer obstáculo hacia mi nueva vida estaba derruido: yo ya sabía lo que era, y el conocimiento de uno mismo es la esencia de la felicidad. Más inopinado, mucho menos evidente fue el descubrimiento de que los nefelibatas no frecuentaban las muy tecnológicas agencias de meteorología, sino las oscuras garitas donde malviven los filósofos. Tras arduas pesquisas, fue un hegeliano alto y barbudo, con evidentes signos de vivir en perpetua embriaguez, el que me dio la pista definitiva. Busca una academia que no existe, y encontrarás a unas personas que nunca fueron, me dijo, y los siete angustiosos años que dediqué a resolver tan enrevesado enigma bien valieron la pena cuando (amanecía, este viaje sólo podía hacerse en una hora tan simbólica) golpeé muy delicadamente una puerta situada en un lugar que he jurado no revelar, y una anciana muy pulcra me recibió con una sonrisa. Te estábamos esperando, me susurró, y mucho tuve que contenerme para no llorar.

            Una veintena larga de personas se afanaban en una sala ni pequeña ni grande, y cuya principal peculiaridad es que sus paredes y techo eran de cristal. Dos o tres de los presentes se volvieron hacia mí y me dieron la mano, incluso un señor perfectamente trajeado me palmeó la espalda. Así que tú eres el que viene a sustituir a Agnes, y yo asentí sin saber muy bien si eso era verdad (luego resulto que sí era verdad). Tras los protocolarios saludos se me asignó una mesa de dibujo, unos lápices muy usados, y se me dijo que tenía que diseñar una autocumulus caballa para dentro de dos horas, la anciana (a la que acertadamente identifiqué con Agnes) no me dejó que abriera la boca, hoy vamos fatal, ponte manos a la obra.
            Os ahorraré las peripecias del aprendizaje, tan áspero como el de cualquier otra disciplina. Bastará con que sepáis que mis dieciocho primeros proyectos acabaron en la papelera, inmisericordemente rechazados por una Agnes a la no me costó odiar. Mi ego, órgano del que hasta entonces yo creí carecer, sufrió un acoso en toda regla, especialmente cuando se me echó en cara que el nimbostratus que acababa de pergeñar era demasiado evanescente. Pero llegó una mañana de finales de noviembre (la luz entraba a empujones por las ventanas, una luz mortecina y fugaz) en que Agnes cogió mi proyecto (era el número diecinueve, cualquier persona versada en la cábala comprenderá lo poco que el azar tuvo que ver en lo que a continuación aconteció), lo levantó ante sus ojos, y simplemente me dijo que ya se podía ir tranquila. Sus compañeros aplaudieron, algunos incluso parecieron llorar, bebimos con apresuramiento un champagne tibio que alguien había traído y despedimos a Agnes hasta siempre, nadie me contó porqué se iba.
            Pasaban los años, las estaciones. Bastará con que sepáis que mi pericia creció, y que a los pocos meses de mi llegada hasta se me permitió diseñar cirrus Kevin-Helmholtz. También creció mi curiosidad, pero todas mis pesquisas por saber quién me ingresa cada mes un salario ni escaso ni abundante se han encontrado con el (un punto) condescendiente silencio de mis compañeros. Sólo en una ocasión, y gracias quizás al alcohol con el que festejábamos la inminente Nochebuena, a Diana se le escapó algo sobre el Primer Diseñador, aquel que descubrió el secreto de las nubes. No digas a nadie lo que te acabo de contar, me apremió, con una mueca que oscilaba entre la embriaguez y el temor, para a continuación apresurarse a besarme, menos impelida por el amor que por el deseo de emborronar sus palabras, que al día siguiente negaría haber pronunciado.
Tengo mis vacaciones pagadas (un mes, tiempo que normalmente empleo en viajar a países sin nubes, de perpetuos cielos azules), Félix mencionó en cierta ocasión (no sé si en broma) que incluso tenemos un convenio colectivo, no me consta que alguna vez se haya hecho huelga. Ignoro quién lleva a cabo, cómo se llevan a cabo (no me atrevo a decir se construyen: se me antoja un verbo demasiado funcionarial) las nubes que nosotros diseñamos. Se han ido compañeros, han llegado sustitutos, a mis sucesivas novias les conté que trabajo en algo relacionado con el clima, una cosa así como medio científica: mi actual mujer, de letras puras, dejó de indagar tras una explicación en que abundaban términos como troposfera o hidrocarburos. No tuve la sensación de estar engañándola, y de hecho no era así.

            Sin embargo, no me gustaría que sacaseis conclusiones apresuradas. Los poetas (¡qué impunidad les concede su estatus! ¡qué arrogancia, cuando no estupidez, hay en sus ensoñaciones!) gustan de pensar una vida idílica para el que se dedica a mirar las nubes. Nada más lejos de la realidad, cuando tienes que llenar unas cielos bulímicos sin la posibilidad de utilizar los bocetos ya usados. Cada día hay que empezar de nuevo, cada mañana supone un reto que ha exprimido los nervios de más de uno, yo mismo estuve de baja varios meses: una niebla grumosa ocupó mi cabeza, y no creí conveniente rectificar al medico que me diagnosticó una vulgar depresión.
            Pero eso no es nada en comparación con el mayor de nuestros males, con nuestra herida secreta, con esa ominosa certidumbre que ha de asediar mis últimos días, cada vez más cercanos Vosotros (y nunca sabréis cómo os envidio por ello) os podéis refugiar en la cómoda fe de un cielo que se os dará como premio si sois buenos. Nosotros (y nunca sabréis cómo se sufre por ello) somos dolorosamente conscientes de que allí no hay nada, apenas las nubes que con tanto trabajo diseñamos. 

lunes, 14 de noviembre de 2016

No incluye propinas


            - No se me demore, señora Hendricks, y prepare su cámara, porque lo que vamos a ver merece sin duda ser inmortalizado. Ante ustedes, ladies and gentlemen, damen und herren, mesdames et… euh, mesdames et caballegos, el auténtico cepillo de dientes que utilizó Ernest Hemingway la última noche que se alojó en este hotel.
            Los depositó uno por uno sobre la repisa del baño, rodeando el vaso en el que estaban el cepillo y el dentífrico, y se palmeó en los bolsillos hasta dar con el móvil, que sacó para hacer una foto al conjunto. Al notarlo en la mano la llamó una vez más, pero salió de nuevo el contestador. Soltó una palabrota, a la que siguió una carcajada ríspida, alunada.  
            - Esto no es todo, amigos. Este cuarto de baño es un auténtico museo del siglo XX. ¿A ver quién me adivina qué célebre pareja estuvo haciendo el amor en la bañera durante horas, hasta que vino el conserje a quejarse? Venga, digan algo ¿Señora Tanqueray? ¿Ha dicho Ava Gardner y Frank Sinatra? ¿Ha dicho eso? ¡Es usted una enciclopedia viviente, mi buena señora! Déjeme que la felicite con un trago en muestra de admiración.
            Aunque en circunstancias normales la ginebra le hubiera raspado la garganta hasta hacerle toser, en aquella ocasión la sintió descender con suavidad, casi con prudencia. Parpadeó un par de veces, y saliendo del cuarto de baño se encaminó hacia la terraza. Apartó la cortina de un manotazo, y la palabrota le salió rotunda, pulida como una piedra de río. No mucho más aliviado, suspiró:
            - ¿Pero cuándo va a parar todo esto?
            Sobre el lienzo nocturno bailoteaban los brochazos de la nieve, unos copos gruesos y malencarados que cubrían la barandilla y las tumbonas de la terraza. Ahí fuera, en algún lugar, estaba el Retiro, y Ricardo no pudo evitar un atisbo de carcajada al darse cuenta de la ironía: era un turista en su propia ciudad, en la ciudad en la que había nacido. Dio dos palmadas y volvió al cuarto de baño.
            - En fin, señoras y señores, que no nos vamos a desmoralizar por este tiempo de porquería. ¿Quién quiere conocer las costumbres de los aborígenes? ¿Señora Stolichnaya? Usted siempre tan callada. Venga conmigo, que le voy a explicar cómo son las gentes del lugar.
            Pegó un trago largo a la botellita, y se dejó caer en el sofá. Encendió la televisión y trasteó con el mando a distancia. Tras una docena larga de intentonas fallidas, localizó lo que estaba buscando.
            - Señora Stolichnaya, sé que es usted una mujer de mundo y no se va a escandalizar por nada. Vamos a ver un poco del National Pornographic, un poco de antropología marrana. Vea cómo la madrileña y el madrileño dedican sus energías al noble arte de la cópula. ¡No se me ruborice, mi digna amiga! ¿O es que en la vieja Rusia no hacen ustedes estas cosas? Observe con qué ardor se emplean estos madrileños, qué pasión ponen.
            Calculó mentalmente: llevaba cuatro horas largas metido en la habitación. Cuatro horas largas. Se dice pronto. Cogió el móvil para llamar a Javier y hablar de algo, pero se contuvo: en teoría, estoy en un retiro rural de la empresa para motivar a sus empleados, se supone que no hay cobertura, a ese bocazas seguro que se le escaparía algo delante de Trini, y la muy cotilla no tardaría ni un minuto en contárselo a Irene. Volvió a guardar el móvil en el bolsillo, mientras en la televisión la película porno transcurría beatíficamente.

            - Señora Stonislaya, o Stoninya, o como se llame, usted apenas me conoce, pero le confieso que ahora mismo yo tendría que estar haciendo lo mismo que esos retozones madrileños. En fin, que vamos a tener que volver con el grupo. Esto empieza a ponerse reiterativo, y ni siquiera la aparición de esos dos nuevos garañones tan portentosamente dotados parece alterar a la pundonorosa señorita, que ya no da abasto.   
            Se levantó, apuró lo que quedaba de vodka, y caminó hacia el cuarto de baño. Allí seguía el grupo, escoltando al cepillo de dientes. Ricardo dejó la botellita vacía y agarró la barra de Toblerone, a la que pegó un bocado furioso. Sin esperar a haberse tragado el chocolate continuó su explicación al grupo.
            - Si tienen la amabilidad de mirar hacia aquí, hacia el dormitorio, observarán esta cama. A primera vista puede parecer una cama normal, pero aquí fue donde, en una fecha que ahora mismo no recuerdo, Orson Welles se zampó una paella entera. ¿Les gusta a ustedes la paella? A usted le entusiasma, ¿verdad, señora Coronita? Ah, señora Coronita, ¿por qué tendré yo esta predilección por las rubias? Deme un besito, señora Coronita.
            En comparación con los tragos anteriores, la cerveza resultó casi insípida, y el viscoso sabor a chocolate que aún le embadurnaba el paladar contribuyó a dulcificar aún más la sensación. Fuera se hizo notar un empellón de la ventisca, que tamborileó contra el cristal. Esto sí que es turismo de interior, pensó, dejando a la señora Coronita en el lavabo.
            Al verse en el espejo se peinó de un manotazo, y cogió el móvil. Lo encendió con premura. No tenía llamadas. Especialmente, no tenía esa llamada. Volvió al dormitorio.
            - En esta habitación, estimado rebaño de viajeros, tuvieron lugar acontecimientos fundamentales de la historia mundial. Aquí inventó el doctor Samsung el reproductor de video, cuyo primer prototipo conservan en recuerdo de aquel insigne descubrimiento. Hágale una foto, señora Hendricks, que una cosa así no se ve todos los días. Si me vuelven la cabeza, y se lo estoy pidiendo amablemente, no me obliguen a cabrearme, verán este estimable cuadro de frutas y flores pintado por… hum… déjenme que lo compruebe… un tal Díaz-Molina, artista que puede que no tenga mucho renombre, pero qué vida insufla a estos racimos de uvas, qué lozanía desprenden sus manzanas… admirable de todo punto.
            Ahora la emprendió con lo poco que quedaba de whisky. Al acabar chasqueó la lengua.
            - ¿Tormentas a mí? ¡Me río yo de las tormentas! Pero no sé por dónde iba. Ah, sí, por la decoración de la suite. A sus entrenados ojos no se les habrá escapado que estas lámparas son de la casa Tiffany’s, no tienen más que observar su fino acabado y la maestría de sus detalles. No es de extrañar que Marlon Brando, siempre que venía a este hotel, exigiese esta habitación.
            A continuación imitó a don Vito Corleone:
- Si no me dan la 234, pueden amanecer con una cabeza de caballo entre las sábanas, ¿capito?
Al acabar la frase recuperó su voz normal (¿Marlon Brando había estado alguna vez en Madrid?, pero qué más da, pensó).   
              - O peor aún, metidos en un frigorífico, concretamente en el hermano mayor de éste.
            Se rió de su propio chiste mientras abría el minibar. Ya solo quedaban una bolsa de cacahuetes fritos y un frasco de crema de café. Eso sí que no, decidió, y se quedó mirando la televisión apagada, como diciendo: y ahora qué. De repente asintió con la cabeza, y volteó todo el cuerpo hacia la cama, donde estaban desparramadas las botellitas y el Toblerone.
            - Amigos, tengo una buena noticia para ustedes, el mejor grupo de turistas que yo haya conocido jamás. Se unen a nosotros unos tipos de lo más simpático.
            Echó mano a la maleta, y de un zarpazo sacó una caja pequeña, de la que extrajo cinco preservativos, que alineó concienzudamente junto al grupo.
            - Venga, no sean tímidos, conózcanse los unos a los otros, quién sabe en qué acabará esta amistad. Les presento a los hermanos Dúrex, de los Dúrex de toda la vida. Venga, señora Tanqueray, anime a los recién llegados, que les acaban de mandar el finiquito por sms y están muy tristes.
            Le salió una carcajada falsa, de supervillano.
            - ¿No me cree usted, señora Tanqueray? Ah, eso está muy mal. A un guía tan bueno como yo hay que creerle siempre.
            Mientras hablaba sacó el teléfono, lo encendió y buscó en la bandeja de mensajes recibidos.
            - “No iré al hotel. Te repito que lo nuestro ha terminado. Hasta nunca” Y la pobre familia Dúrex, al paro. ¿No le apena, señora Tanqueray?
            Acabó con la ginebra de un trago que, esta vez sí, le desolló la garganta. Tiró la botellita sobre la cama, manoteó hasta dar con la lata de Heineken aún sin abrir, y se sentó en el sofá.
            - Señora Heineken, no sé si conoce usted las costumbres de los madrileños. Las costumbres guarras, quiero decir. Permítame enseñárselas en cuanto encuentre ese maldito canal.
            La nieve seguía cayendo, nadie recordaba una tormenta tan furiosa tan metidos ya en la primavera.