lunes, 19 de septiembre de 2016

Amapolas en NY

No es lo que uno espere encontrarse en una ciudad como Nueva York, desde luego. El secreto está en buscar en otro sitio: las cosas que no se encuentran están siempre en otro sitio. Deambulaba por el MoMa cuando, a lo lejos, un leve aleteo colorado me puso en sobreaviso. Me acerqué disimulando, ya que si te precipitas pueden salir volando, o cerrarse sobre sí mismas asustadas, tienen razones para ello. Regateé al vigilante de la sala, esperé a que se fueran una pareja de japoneses (creo que eran japoneses) para estar completamente solo. Sí, aquí hay una, musité entonces con voz de experto (no lo soy). La pintó una tal Ruth Asawa (ni puta idea) en 1965. Decidió hacerlo sobre un fondo de acuarela oscura, una especie de noche líquida de la que surge la flor, con los pétalos un poco despeinados, como si hubiera sido cogida entre los vaivenes del sueño. Amapola se dice Poppy en inglés, y tiene cierto sentido que esté allí, no lejos de Warhol, Lienchestein y otras luminarias del Pop. Me quedo un rato mirándola, contemplando su bostezo colorado, me recuerda a la gota de sangre de pato que, según García Lorca, había debajo de todas las multiplicaciones. Bueno, puede ser, no digo yo que no. Al final viene un grupo de gente y me voy, a las amapolas es mejor admirarlas en soledad.


          Metropolitan Museum, unos días después. O unos días antes: da igual. Revoloteo por la zona de pintura americana, sonriendo ante la ingenuidad que reflejan los cuadros de indios y vaqueros. Abundan los paisajes, las grandes estampas de territorios y montañas, la colosal traza de un país sin límites. Pero también hay sitio para lo pequeño, para la expresión reducida del mundo. Childe Hassan fue moderno a su manera, y goza de cierto crédito en los EEUU (un cuadro suyo cuelga en el Despacho Oval, justo al lado de donde los presidentes firman sus decretos: ahí es nada). Un día de 1890 cogió el caballete (la narración es ficticia, que conste) y se plantó en el jardín de su amiga Celia Thaxter. Pintó un ramillete de flores en el que destacan, privilegios del color, unas cuantas amapolas que se frotan contra el viento de Maine, mientras al fondo se divisa el mar. Hoy, fuera del Metropolitan, hace un calor pegajoso: es como si los últimos coletazos del verano estuvieran haciendo una fiesta de despedida hasta el año que viene y algún gracioso hubiera echado ginebra en la limonada. Pero aquí dentro, en una sala perdida en el museo más grande del mundo, casi se puede sentir esa brisa marina que sale del cuadro y que hace bailotear a las flores. Con desgana me encamino hacia la salida, con lo bien que se está aquí. Solo me alivia la posibilidad de encontrar más poppies (coquelicot, en francés: ¿por qué las cosas hermosas tienen nombres sonoros y relucientes?) en una ciudad tan áspera.