No es lo que uno espere encontrarse en una ciudad como Nueva York, desde
luego. El secreto está en buscar en otro sitio: las cosas que no se encuentran
están siempre en otro sitio. Deambulaba por el MoMa cuando, a lo lejos, un leve
aleteo colorado me puso en sobreaviso. Me acerqué disimulando, ya que si te
precipitas pueden salir volando, o cerrarse sobre sí mismas asustadas, tienen
razones para ello. Regateé al vigilante de la sala, esperé a que se fueran una
pareja de japoneses (creo que eran japoneses) para estar completamente solo.
Sí, aquí hay una, musité entonces con voz de experto (no lo soy). La pintó una
tal Ruth Asawa (ni puta idea) en 1965. Decidió hacerlo sobre un fondo de
acuarela oscura, una especie de noche líquida de la que surge la flor, con los
pétalos un poco despeinados, como si hubiera sido cogida entre los vaivenes del
sueño. Amapola se dice Poppy en inglés, y tiene cierto sentido que esté allí,
no lejos de Warhol, Lienchestein y otras luminarias del Pop. Me quedo un rato
mirándola, contemplando su bostezo colorado, me recuerda a la gota de sangre de
pato que, según García Lorca, había debajo de todas las multiplicaciones.
Bueno, puede ser, no digo yo que no. Al final viene un grupo de gente y me voy,
a las amapolas es mejor admirarlas en soledad.
Metropolitan Museum, unos días después. O unos días antes: da igual. Revoloteo por la zona de
pintura americana, sonriendo ante la ingenuidad que reflejan los cuadros de
indios y vaqueros. Abundan los paisajes, las grandes estampas de territorios y
montañas, la colosal traza de un país sin límites. Pero también hay sitio para
lo pequeño, para la expresión reducida del mundo. Childe Hassan fue moderno a
su manera, y goza de cierto crédito en los EEUU (un cuadro suyo cuelga en el
Despacho Oval, justo al lado de donde los presidentes firman sus decretos: ahí
es nada). Un día de 1890 cogió el caballete (la narración es ficticia, que
conste) y se plantó en el jardín de su amiga Celia Thaxter. Pintó un ramillete
de flores en el que destacan, privilegios del color, unas cuantas amapolas que
se frotan contra el viento de Maine, mientras al fondo se divisa el mar. Hoy,
fuera del Metropolitan, hace un calor pegajoso: es como si los últimos
coletazos del verano estuvieran haciendo una fiesta de despedida hasta el año
que viene y algún gracioso hubiera echado ginebra en la limonada. Pero aquí
dentro, en una sala perdida en el museo más grande del mundo, casi se puede
sentir esa brisa marina que sale del cuadro y que hace bailotear a las flores.
Con desgana me encamino hacia la salida, con lo bien que se está aquí. Solo me
alivia la posibilidad de encontrar más poppies
(coquelicot, en francés: ¿por qué las
cosas hermosas tienen nombres sonoros y relucientes?) en una ciudad tan áspera.