miércoles, 26 de octubre de 2016

Malos tiempos para la prosa

        Me llamó un señor diciéndome que había quedado segundo en el IV Concurso de Relatos cortos de la UNED en Mérida, y que el premio consistía en un e-book. Vaya, exclamé sin entusiasmo: a mí no me van esos cacharros. En fin, que subo aquí el cuento galardonado, pues habrá quien lo disfrute. Está basado en mi experiencia como concursero. Las fotos que lo acompañan son un perfecto resumen de lo inmune que soy a las modas.

MALOS TIEMPOS PARA LA PROSA

Acabo mi lectura con un carraspeo, muchas gracias a todos. Aunque ya debería estar acostumbrado, me entristece escuchar los desganados aplausos que, en opinión de este esquivo público, merece mi relato. Levanto la mirada del estrado, y compruebo que nadie me presta atención, por lo que permanezco parado como un pasmarote, con las cuartillas de mi cuento colgando inútilmente de la mano. Cuando ya ha transcurrido más de un minuto empiezo a preocuparme, pues no sé qué hacer: ¿me voy? ¿Me quedo? En esas estoy cuando entre el gentío se abre paso a codazos un conserje que se dirige hacia mí con cara de pocos amigos y me entrega apresuradamente un sobre arrugado, que abro con cautela: mi premio (¿solo esto?, no te quejes, que eso que has escrito lo hace mejor mi hijo de seis años). Tras mirarme de arriba abajo, me ordena que baje de la tarima y acceda a mi asiento, allá en el fondo, venga, que no tengo todo el día. El rugido de impaciencia del público, la forma en que se atusan inconscientemente el cabello, la sonrisa de éxtasis que adorna sus rostros: todo indica que es inminente la presencia que llevan esperando desde que comenzó la ceremonia, y me embarga esa incómoda sensación de no ser más que un mero entretenimiento para distraer al público mientras el cabeza de cartel estará recibiendo en su camerino el homenaje de sus incontables fans. Me embarga un repunte nostálgico al recordar que en Carrión de los Condes también a mí me hicieron un besamanos que duró casi una hora: venga a venir concejales, y alcaldes de distintas pedanías, también lectores de toda laya, qué tiempos aquéllos. Pero vuelvo abruptamente a la realidad al notar que estoy siendo literalmente empujado por el conserje, que no para de murmurar: esos juntaletras, qué cansinos son. Lo dejo pasar, no quiero líos, y disciplinadamente sigo mi camino entre la total indiferencia de los presentes, hace años que nadie me pide autógrafos, ya ni me traigo bolígrafo, total para qué. Por el rabillo del ojo veo que, entre bambalinas, ya está lista para salir la estrella de la noche, y cuando por fin pisa las tablas, escoltado por el alcalde y demás autoridades civiles y militares, un sincronizado aullido de satisfacción me ensordece, al tiempo en que la envidia (sí, llamémosla por su nombre) me taladra los intestinos.
Alcantarilla (Murcia), 1998
- ¡La poesía está aquí para quedarse!, oigo gritar a mi lado a un tipo que tiene toda la pinta de ser un presidiario o un expresidiario, y que levanta los brazos llenos de tatuajes mientras hace la señal de los cuernos con ambas manos. Dos filas más allá, un grupo de ancianas agitan con denuedo una pancarta, con los rostros de Antonio Machado y Jaime Gil de Biedma fielmente reproducidos en macramé. Paso junto a un adolescente que, con los ojos en blanco, no para de girar la cabeza y echar espumarajos por la boca mientras murmura: “Ha venido, está entre nosotros”. El griterío es ensordecedor, como el que precede a un concierto de rock. Llego por fin a mi asiento, detrás de una columna (el ganador del premio de novela también está allí, humillado y contrito: nos saludamos con un tibio encogimiento de hombros), y no puedo reprimir un respingo cuando veo que, justo a mi lado, una chica rubia de explosiva anatomía se abre la camisa de un zarpazo, para a continuación arrancarse el sujetador y arrojarlo con todas sus fuerzas sobre el escenario, donde se une a docenas y docenas de prendas íntimas femeninas. La chica se pone a gritar completamente despendolada, y entre lágrimas me confiesa que dentro de la prenda le ha escrito su teléfono: “¿Usted cree que me llamará?”. ¡Usted! ¡Como si yo fuera un viejo! Una chispa de indignación me arde en las entrañas: tío, me dije, no te dejes pisar y ataca, está en juego el prestigio de la prosa, de la novela, del cuento, de esos géneros que hoy se consideran “menores”, pero que durante muchos años (¡durante muchos siglos!) han formado el núcleo mismo del arte literario, su quintaesencia. Desempolvo la más untuosa de mis sonrisas, y esforzándome por no mirar a su pecho, que baila como si tuviera vida propia, le contesto:
- Bueno, señorita, yo sí que la llamaría. No sé si se ha fijado, pero soy el ganador de la modalidad de cuento…
   Al oír mi voz, la chica parece despertar de un sueño, y repara en mí por vez primera de forma consciente. Una mueca de horror le trepa a la cara, e instintivamente se tapa el pecho con la mano, como si yo fuera un sátiro. Con todo el desprecio del que es capaz me replica:
- ¡Prosista! ¡Uno de esos seres carentes de sensibilidad y tolerancia, que escriben para pasar el rato y no para cambiar el mundo! ¿No le da vergüenza?
Moriles (Córdoba), 2008
A mi alrededor algunas cabezas se giran, la gente empieza a mirarme con recelo. Unas sillas más allá, un padre de familia esconde a su hijo tras de él, mientras que, a mis espaldas, dos mujeres de mediana edad comentan (casi a voz en grito) que posiblemente yo sea uno de esos cerdos machistas y homófobos en cuyos relatos escasean los protagonistas transexuales. Afortunadamente, antes siquiera de que pueda balbucir una excusa, una fanfarria anuncia la entrega de premios, y el alcalde se destapa con una presentación del ganador en la que solo faltaba compararle con Mandela y Gandhi, tal era el nivel de los hiperbólicos adjetivos. La gente cesa de mirarme y se concentra en lo que está pasando en el escenario, aplaudiendo fervorosamente, por lo que dejo escapar un suspiro de visible alivio. Sé de lo que hablo: un par de mesas atrás, en un certamen de Ponferrada en el que había quedado segundo en la modalidad de novela, tuve que salir por piernas cuando me atreví a estornudar durante el recitado de un soneto. ¡Blasfemo!, fue lo menos insultante que me dijeron. En fin, que me arrellano en la silla y dejó vagar mi cabeza mientras espero a que acabe la ceremonia. Aunque durante unos minutos me concentro en el recitado que resuena por toda la sala (“todo es muerte y podredumbre / las cuencas arrancadas de mis ojos sangran sin cesar / el horror de la existencia desayuna cada mañana en mi plato”), al quinto verso en que se nos recuerda que nuestro destino es la tumba desconecto, qué manía. Escalofríos me da pensar que semejantes dislates son la lectura de cabecera de nuestros adolescentes, su vademécum espiritual (el otro día me crucé con uno que llevaba ambos brazos tatuados con alejandrinos), trato de pensar en otras cosas: entre la gasolina y demás, con doscientos euros hasta me va a salir a pagar esta excursión, me lamento. Lo uno lleva a lo otro, y enseguida se me arremolina una pregunta en la cabeza: ¿cómo hemos llegado a todo esto? ¿Cómo hemos pasado de ser un país de charanga y pandereta a representar “el alma lírica de Occidente”, como ha sancionado recientemente el presidente Rajoy al conceder el título de Marqués a Pere Gimferrer? ¿Qué demonios ha pasado?
No me toméis por un ególatra, pero puede que la mejor forma de responder a esa pregunta sea contar mi historia: yo, como muchos otros aprendices de escritor, empecé a tallar mis armas en los concursos literarios allá por el principio de los lejanos años noventa del siglo XX. Con el advenimiento de la democracia los ayuntamientos, las diputaciones y las comunidades autónomas (además de numerosas iniciativas particulares) se dieron cuenta que supondría una loable muestra de apertura para con la sociedad civil la convocatoria de todo tipo de certámenes en los que los jóvenes (y no tan jóvenes) valores pudieran darse a conocer. Y por esa puerta de entrada nos colamos muchísimos letraheridos, que vimos la oportunidad de dar salida a ese remanente de textos que no lográbamos endilgar a las editoriales, manteniendo así la esperanza de abandonar algún día nuestros aburridos empleos y dedicarnos en exclusiva al apasionante mundo de las letras.
Majadahonda (Madrid), 2010

Fueron tiempos gloriosos. Los protocolos y las ordenanzas de cada ayuntamiento podrían cambiar en lo accesorio, pero no en los principios básicos, que se repetían casi sin alteraciones: se convocaban premios anuales de novela, cuento y poesía por doquier, con la particularidad de que mientras los dos primeros estaban generosamente dotados (¡sí, también hubo una burbuja literaria!), el de poesía lo estaba bastante menos, en la creencia de que aquellos seres frágiles y alunados que contaban sílabas con los dedos participaban movidos más por el extraño embrujo con el que les hechizaban sus particulares musas que por el muy prosaico monto dinerario, sutileza que no parecía preocuparnos a novelistas y cuentistas, gente más apegada a las necesidades humanas, a las letras del coche, a los plazos de la hipoteca, en fin, a ese tipo de cosas. No os voy a contar todos los pormenores, pero bastará con que sepáis que, a los pocos años de establecido este statu quo, éramos casi siempre los mismos los que copábamos los primeros puestos en los distintos certámenes (nunca supe la razón, pero extrañamente abundantes en Navarra y Murcia). Incluso llegamos a formar pandilla, como el Rat Pack de Frank Sinatra o la Generación del 98 de Unamuno y Baroja, y nos abrazábamos regocijados al coincidir en Jumilla o en Molinos de Arriba: hoy ganabas tú, en el siguiente eras segundo o accésit, cuando te tocaba hacer de jurado dejabas deslizar tu voto por alguien que en un futuro haría lo mismo por ti. Hoy nos hemos vuelto todos super éticos, por lo que habrá quien vea en ello un censurable caso de nepotismo, pero yo solo veo solidaridad, esa palabra que ahora gusta tanto. En fin.
Fueron tiempos gloriosos, no me cansaré de repetir. La mecánica se repetía (por lo menos en mi caso) más o menos una vez al mes. Se nos comunicaba por teléfono la buena noticia (tendríais que ver la maestría con la que yo fingía azoramiento cuando me daban la enhorabuena), y días después llegábamos a algún rincón de la geografía española que estaba en plenas fiestas patronales a recoger nuestros premios (tengo una vitrina llena de diplomas y trofeos, como si fuera un ciclista). No se escatimaban medios: se nos trataba a cuerpo de rey, la gente se rompía las manos a la hora de aplaudir la lectura de nuestros textos (casi siempre graciosos y sencillos, dejábamos las complicaciones a los poetas), y, como parte inexcusable del ritual, salíamos aquella misma noche tras la ceremonia a fundirnos la pasta con el presidente del jurado y el profesor de literatura del instituto de enseñanza local, que nos informaba de dónde se podía pillar. También venían con nosotros los poetas, claro que sí, pero no voy a negar que nos burlábamos amablemente de ellos, qué raritos eran. Sé que es difícil de creer, porque hoy en día lo primero que les obligan a hacer tras fichar por una gran editorial o una corporación multimedia es a someterse a todos los tratamientos posibles de cirugía estética (no en vano casi todos acaban anunciando productos en la televisión, especialmente coches deportivos y planes de ahorro), pero por aquel entonces todos los poetas que conocí eran calvos, con gafas de culo de vaso y con los hombros sembrados de caspa (en el caso de ellos) y ancianas medio tronadas que no paraban de hablarte de sus gatos (en el caso de ellas), vaya tropa. No quiero generalizar, pero estaría por jurar que un noventa y cinco por ciento no se desprendían jamás de una carpeta azul de gomas en la que llevaban sus versos, que se empeñaban en recitar en los momentos más insospechados, especialmente a altas horas de la madrugada, nadie les hacía ni caso, pobrecillos. Los novelistas y cuentistas preferíamos dedicar nuestros esfuerzos a bailar desaforadamente en las discotecas (casi nunca nos dejaban pagar: lo que haga falta por esas mentes privilegiadas, ordenó a sus camareros el propietario de “Pirulo’s”, en Quintanar de la Orden). Por contarlo todo, casi indefectiblemente acababa la noche acostándome con la Reina de las Fiestas, una chica razonablemente mona que se confesaba fascinada por mi cuento o novela (¡qué imaginación, chico!), y que suspiraba por ir a vivir a la capital, por si acaso le dabas una dirección falsa, no fuera a ser que se te presentara. Por cierto, y por muy ascéticos que parecieran, también los poetas solían acabar la noche acompañados, aunque en su caso normalmente fuera con la venerable Directora de la Biblioteca, casi siempre una solterona entrada en años cuya inmensa devoción por las bellas letras incluía desvirgar a todo poetastro desastrado y alopécico que se cruzara en su camino. Cómo nos reíamos cuando éste se nos acercaba atribulado pidiéndonos condones. ¡Vamos, campeón!, le animábamos cuando era arrastrado por la solterona, ¡deja bien alto el pabellón!, sin buscarlo habíamos hecho un verso, nos partíamos.
Casar de Cáceres (Cáceres), 2012

Para cerrar la fiesta, al día siguiente todas las fuerzas vivas acudían a la estación a despedirte (en Quintanilla de Onésimo me trajeron la banda de música: como os lo cuento), y te subías al autobús a cuatro patas para a continuación acurrucarte en tu asiendo, asediado por la resaca pero con la satisfacción de haber dejado a tu paso ese reconocible aroma de Novelista Echado P’alante que caracteriza a los de nuestra raza, me imagino que un aroma muy parecido exhalaba Hemingway cuando se bebía tres botellas de bourbon de una sentada, o cuando Pérez-Reverte masacró a aquella banda de motoristas que tuvieron la desafortunada idea de reírse de sus gafas. En fin, y no es por presumir, pero, sin llegar a esos excesos, yo mismo tuve que lidiar con dos demandas de paternidad, con eso os lo digo todo (no prosperaron, menos mal)
Aquella fue una etapa turbulenta y apasionante: como dice un colega, los noventa fueron para los prosistas lo que los setenta fueron para los músicos, quizás exagere, pero no mucho. Tan excesivo era todo que no me pude dar cuenta cabal de cuándo empezaron a cambiar las cosas. Algún novelista, más atento que yo a las veleidades literarias, sugiere el momento en que Aznar confesó ser un ávido lector de poesía (ahora que lo pienso: ¿de dónde sacaría tiempo, si además de presidir un país se pasaba horas y horas hablando catalán en la intimidad y haciendo abdominales?). También influyó, supongo, que su sucesor en el cargo nombrara como Consejeros Personales a Gamoneda y a Leopoldo María Panero (corre el rumor de que la Alianza de Civilizaciones fue idea del poeta madrileño). El caso es que, poco a poco, y sin que las revistas literarias se apercibiesen, vimos cómo las tiradas de los libros de poesía, normalmente muy minoritarias y marginales, alcanzaban cifras cada vez más respetables, al mismo tiempo en que las bases de los concursos en los que participábamos fueron imperceptiblemente modificando su naturaleza: la dotación económica, antaño tan favorable a novelistas y prosistas en detrimento de los poetas, se equilibró, se volvió, por decirlo con palabras del presidente Zapatero “igualitaria dentro del concepto de equidistancia entre dos puntos que libremente han elegido la similitud convergente” (era la época en la que Panero le escribía los discursos). Nosotros no protestamos, al revés, expresamos repetidamente en público nuestra alegría por el reconocimiento que por fin recibían los camaradas poetas (“esos granujillas adorables que viven en las nubes”, como bien supo expresar, con su verbo más postinero, Almudena Grandes), si bien es verdad que en privado no dejábamos de censurar tamaña incongruencia: ¿para qué querrán ellos el dinero, nos pasmábamos, si viven como pajaritos? En cuanto se hagan ricos, pensábamos, dejaran de escribir esos versos angustiados y lúgubres y se volverán optimistas, incluso jacarandosos. Pero de eso nada, monada: cuanto más dinero tenían, más se empeñaban en contarnos que la vida es un basurero infecto y que somos gusanos que merecen morir desgarrados por la guadaña de la parca. Y a la gente le gusta esto, nos asombrábamos, nos estamos volviendo majaras o qué. En fin, que como los prosistas somos gente despreocupada y un punto frívola no le dimos demasiada importancia: será una moda, pensábamos, como las novelas de templarios o las de detectives luteranos, no hay motivos para preocuparse.
Elda (Alicante), 2016
Pues sí que había motivos, ya lo creo que sí. Casi al final de la primera década del siglo XXI, no había que fijarse mucho para darse cuenta de que el protocolo de actuación estaba invirtiéndose en las ceremonias de premios: si en los buenos tiempos salían al principio los poetas a declamar sus cosas (dando tiempo a organizar el catering mientras llegaba el alcalde de turno o el diputado provincial, siempre enredados en algo), éramos ahora los novelistas y cuentistas los que ocupábamos la desdichada posición de los teloneros, para nuestra inmensa congoja. Y más sorprendente aún fue la actitud del público, que empezó a desdeñar nuestras obras y a valorar (¡e incluso a comprar!) libros de poesía con la pasión que, pocos años atrás, dedicaban a las novelas de nazis o de modistillas. En más de una ocasión, y como si estuviésemos en plena temporada de rebajas, yo había asistido a insólitas peleas en librerías entre dos compradores, disputándose a golpes el último ejemplar de la más reciente plaquette de Olvido García Valdés o de Antonio Colinas, mientras que los contundentes ladrillos de Javier Marías o de Mario Vargas Llosa acumulaban polvo en las estanterías. Qué cosas, recuerdo que pensé, ligeramente obnubilado.
En fin, que todo sucedió muy rápido, y el día en que clausuraron “Sálvame de Luxe” y lo sustituyeron por “Encuentros con las Musas” (un talk show de tres horas de duración, íntegramente dedicado al mundo de la poesía) me dije: muchacho, aquí está pasando algo. Sí, claro que intenté reconducir mi carrera como otros muchos colegas, por lo que me puse a pergeñar versos a toda leche, sabiendo que de ello dependía mi subsistencia (y con dos bocas más en casa pidiéndome pan y videojuegos). Pero no me salían: yo siempre he sido más de prosa, de narrar las cosas a la pata la llana, sin pararme a contar el número de sílabas o las bondades de una rima: un fracaso, vaya. En el colmo de la desesperación me compré una carpeta azul de gomas y un jersey de cuello de pico, a ver si así me llegaba la inspiración. No me sirvieron de nada: la carpeta acabó en el contenedor del papel y el jersey se lo di a Cáritas, cien euros tirados a la basura.
Navalmoral de la Mata (Cáceres), 2016
En fin: malos tiempos para la prosa, como diría aquel. Sentado en el rincón más oscuro de la sala observo con una mezcla de perplejidad y envidia al desmedrado poeta que, iluminado desde abajo como un gurú oriental (un sujetador ha caído sobre un foco, envolviendo la escena con un subyugante tono asalmonado), recita lentamente sus versos (“la vida es una papelera de reciclaje / en la que somos desfragmentados por virus informáticos que castigan nuestras faltas”), indiferente ante los sollozos histéricos de sus admiradoras (y admiradores, eh, que los hay y muchos). Solo me queda esperar a que acabe la ceremonia sin demasiada merma en mi dignidad. Y rezar para que, en esta ocasión, la Directora de la Biblioteca (a la que ya veo cómo me pone ojitos) no sea demasiado apasionada: la última casi me deja seco.

viernes, 14 de octubre de 2016

Autovía 92 revisitada

            Sobre la mesa compuso el bocadillo de calamares y la cerveza, y les hizo una foto. Unos turistas, frente a él, le miraban intrigados. ¿Mexicanos?, les preguntó, y asintieron. Levantó la Mahou y brindó solemnemente.
            - No llores, mi querida, Dios nos vigila, soon the horse will take us to Duraaango…
            Comió con delectación, mientras bebía a grandes sorbos directamente de la botella. El calor (y las circunstancias) justificaban una segunda cerveza, pero lo dejó correr, ya se la tomaría en el tren. Cogió la mochila, saludó con la cabeza a los mexicanos (se habían pedido sendos bocadillos de calamares, que le mostraron orgullosos), y cruzó la carretera hacia la estación de Atocha. Vestido como estaba aún de traje, con la chaqueta puesta y la corbata a medio anudar, el sol atronaba como un solo de batería demasiado largo.
            Somos sedentarios desde hace ¿cuánto, cinco mil años?, especuló. Apenas un suspiro en la evolución humana, una excentricidad ajena a nuestro diseño genético que había logrado convertirnos en una plaga, en una amenaza para la supervivencia del planeta (lo decían los expertos, que Luis era de letras). Estamos traicionando demasiado nuestros fundamentos, suspiró, mientras entraba en la estación, no me extraña que nazca gente sin sexo definido, o con cuatro brazos, y todo por hacernos sedentarios. O que las mujeres quieran ser madres cuando ya casi podrían ser abuelas, cabeceó. Con más de cuarenta años, qué locura. Cualquier viaje sacaba recurrentemente sus fantasías de nomadismo, incluso algo tan anodino en apariencia como hacer Madrid – Murcia en tren: la vida está ahí, se juraba, en el camino. Comprobó que tenía tiempo y se metió en el bar de la estación, a tomarse una cerveza, mientras se despojaba la corbata, guardándosela en un bolsillo.
            Se quitó las gafas de sol al subir al tren, para poder contemplar a sus anchas aquel vagón que iba a ser su domicilio efímero (como siempre, al bajar diría eso de que aquí yo fui feliz, y seguramente fuese verdad). Perdone, señora, pero el de la ventanilla es mío, para otras cosas podía ser más generoso, pero contemplar el paisaje le hipnotizaba. Por fin logró dejarse caer sobre el asiento y miró por la ventana justo en el momento en el que el tren empezaba a moverse. Yeeepa, pensó, secretamente regocijado.
Dudó por un instante si fue en 1988 o en 1989 cuando había dado comienzo el “Never Ending Tour”, luego recordó que fue al año siguiente de haberse casado (¿por dónde andaría ahora Pilar, a qué pobre incauto estaría haciendo la vida imposible?: ah, y a ti qué más te da a estas alturas), y contuvo la respiración al ver cómo cogían velocidad, esa sensación de estar dejando atrás los problemas, los miedos, también el dolor (no había mucho dolor, pero en fin). Aguantó con expectación mientras atravesaban la costra herrumbrosa que rodea a Madrid, esa desagradable adiposidad de uralitas y sofás a medio disolver: en cuanto se desplegó ante sus ojos el inapelable horizonte castellano se quedó dormido.
            Le despertó el móvil. Mierda, se le había olvidado completamente (quizás no). Salió al descansillo, y durante una décima de segundo dudó sobre si improvisar una excusa o recurrir al sentido del humor, se decidió por la excusa.
            - ¡María! Lo siento muchísimo, se me ha ido el santo al cielo. Perdóname.
            - No pasa nada. ¿Dónde estás?
            Le describió el aplastante calor que se intuía más allá de la ventanilla, derramándose sobre la meseta, llenando cada uno de los caminos y de los surcos. ¿Por qué me da la impresión de que vivimos en permanente barbecho, no debería haber trigo o algo?, le dijo a María, y aunque no pudo ver su gesto supo que se había encogido de hombros, lo hacía siempre que él se dejaba enredar por lo inexplicable.
            - No bebas demasiado. No quiero que el domingo me traigas balas de fogueo. 
            Qué ingeniosa era cuando quería. Al despedirse esa mañana le había espetado: no sé cómo puedes perder un fin de semana para ver a ese tío, que canta como una zarigüeya acatarrada. Y la verdad es que la comparación (¡una zarigüeya acatarrada!) tenía su aquel. Le dijo que no se preocupara, y aprovechó un corte en la cobertura para despedirse, ya te llamo yo el domingo, cuando esté llegando a la clínica. Al fondo de la línea creyó escuchar un te quiero, pero también pudo ser el rítmico zumbido de las vías. Ella hace el amor como una mujer, recordó, pero se rompe (se desmorona) como una niña pequeña. El tren estaba llegando a Murcia, y le apetecía horrores una cerveza.
             Nada más bajar de la estación comprobó que aún quedaba una hora para coger el tren para Lorca. Buscó el bar (siempre hay un bar), y a punto estuvo de dar media vuelta cuando vio el gentío que en él se agolpaba. Somos una plaga, se recordó. Pero tenía demasiada sed, así que braceó con vigor hasta hacerse un hueco en la barra. Una cerveza, gritó. El camarero se la trajo, junto con unas aceitunas. Tras el primer sorbo miró a su alrededor, y desempolvó su juego favorito: a cuántos de los presentes se podría exterminar sin que el futuro de la humanidad quedara seriamente comprometido. Quizás se salvaran aquella rubia de allí y el anciano del fondo, parece alguien al que han pasado cosas interesantes (y la rubia por las tetas, no por otra cosa). Pero no más, el resto era una patulea mal barajada de borrachines de estación y restos de tienta. Ah, él sí que se salvaba, algún día haría algo verdaderamente memorable, lo intuía (si es que le dejaban hacerlo, claro).
            Llegó la hora. Pagó, cogió la mochila, y se metió en el cercanías para Lorca. Abarrotado hasta los topes. Cómo podemos haber crecido en una religión cuyo Chief Executive Officer organiza diluvios que no sirven para nada. Si yo llamo a un fumigador para que me deje la casa libre de cucarachas y veo que aún siguen correteando por las paredes, yo no le pago. Tan sumido estaba en sus elucubraciones que casi no se dio cuenta de que habían llegado a su destino. Bajó de un salto, y recitó la frase que llevaba rato preparando.
- Stuck inside Lorca (with the Memphis blues again)
Había reservado un hostal cerca de la estación, y lo encontró sin dificultades. Iba un poco justo de hora, por lo que se duchó a toda prisa. Sin apenas secarse sacó de la mochila las botas de piel de serpiente, los vaqueros raídos, la camisa negra, la corbata de lacito y, rematando el conjunto, el sombrero de fieltro que se había comprado en Amsterdam, y que le daba un auténtico toque de enterrador (aunque María juraba que le hacía parecer un amish). Se miró al espejo, se guiñó un ojo, se dijo hay que joderse, no maduras, chaval, y salió dando un portazo. Tengo una cita con Bob, le gustaría haber dicho al miope recepcionista, mientras le dejaba la llave, pero no se atrevió.
No tuvo necesidad de preguntar por la Plaza de Toros, y se limitó a seguir la marea de gente que iba hacia el centro de la ciudad. Todos con los cuarenta cumplidos, y exhalando esa sensación de beatitud que no recordaba desde los lejanos días en que (qué poco duró aquello) iba a la iglesia tras haber hecho la primera comunión. Un grupo de adolescentes, sentados sobre un coche, le miraron con cierta guasa. Qué mala suerte tiene que ser crecer en una época en la que las canciones de tu vida serán esas mamarrachadas que se oyen en la tele, se indignó, qué mierda de banda sonora tendrán cuando descubran el amor, o cuando les rompan el corazón por primera vez: cuando por fin logró besar a Raquel estaba sonando “Seven days” (bueno, era la versión de Ron Wood, pero tampoco está mal), y el día en que le presentaron a María en una fiesta pusieron insistentemente el “What’s goin’ on”, todo el LP. He sido un tipo afortunado, se dijo, enderezándose la corbata de lacito. Le aterró la posibilidad de que estuviera abusando de esa suerte: sí, eso es, María está estirando demasiado la goma.
Frente a la Plaza de Toros se agolpaba un gentío familiar, y no dudó en dejarse llevar por la excitación. Sacó con minuciosidad su entrada de la cartera, franqueó los controles sin contener lo que él llamaba la sonrisa de los grandes acontecimientos, y cuando se asomó al ruedo desplegó los sentidos para empaparse de aquella sensación única de entregarse, que tan raras veces lograba colmatar. Un grande, sin límites, se formó en su cabeza, en su respiración, apenas contenido por su piel. Levantó los brazos, y dejó escapar el síííííí, que se expandió entre el bramido de la multitud.
Se tomó dos cervezas y un bocadillo mientras veía cómo se llenaba la Plaza, cómo se metía el sol. Una plaza de toros, pensó, España es brutal. Serpenteó por los  burladeros, se sentó en esa repisa (no sabía el nombre exacto) en la que se apoyan los toreros cuando tienen que saltar precipitadamente al callejón. Brutal. Un aullido inconfundible precedió la parrafada de introducción que se sabía de memoria, y que escuchó con los ojos cerrados: Ladies and gentlemen, please welcome the poet laureate of rock ‘n’ roll… Sólo los abrió cuando supo que allí, a apenas una veintena de metros de él, estaba Bob Dylan, que además llevaba un sombrero muy parecido al suyo. Aprovechando la catarata de decibelios que surgía del escenario lanzó su grito de guerra, el mismo de cada día ante el espejo, tras darse la loción del afeitado:
- Play it FUCKING loud!!!!
Luego se sucedieron las canciones, más o menos reconocibles. La noche lo envolvió todo, y Luis se dejó llevar, lejos, más lejos, a un lugar tan primitivo o tan puro que las cosas aún estaban a medio secar. Soy eterno, creyó oírse, camuflado entre la ululante multitud. Soy eterno porque bailo, sus piernas y sus brazos se agarraron a la batería para seguir un ritmo que serpenteaba a su alrededor, que lo había enganchado y por el que se colaba una voz nasal y plañidera, la voz de un tipo que llevaba veinte años en la carretera sin parar, dando conciertos en casi todas las ciudades del mundo, un tipo que había visto a Jesús y que (a pesar de ello, o debido a ello) se había convertido en el Perfecto Nómada del Siglo XXI, en una nueva versión del Judío Errante, huyendo de su propia leyenda, comiendo hamburguesas en bares de carretera, renunciando a ese abrasador opiáceo que es la familia.
- ¡Bob, tú sí que sabes!
Un fogonazo cegador le despertó de sus fantasías. No era un novato en estas lides, ya había visto a Dylan en 1997 y en 2004, y sabía que no accedería a un segundo bis. La compacta muchedumbre berreó a gusto, pero nada. ¿Ha tocado “Don’t think twice, it’s allright”?, preguntó alguien, y no supieron responderle (o no quisieron). El bullicio bajó pronto de intensidad, convirtiéndose en el satisfecho ronroneo de un gato, y la Plaza se fue vaciando sin agobios, dejando ver una alfombra de vasos y papeles. La temperatura era cálida, apenas era medianoche, la sed le atacaba de nuevo: no necesitó mucho más para saber que no quería volver tan pronto a dormir, que le apetecía una copa, brindar por el muy arisco Bob (hoy ha estado aún más arisco de lo habitual, había dicho a su lado un hombre que parecía conocerle bien, no había nada más que ver con qué desgana cogía la armónica). ¿Bar “Los Hermanos”? Bar “Los Hermanos”.
España es brutal, se reafirmó, al ver las tragaperras, el chirriante televisor, las lámparas de quirófano, el rastro de cabezas de gamba que rodeaba el fortín donde se atrincheraba un camarero hiperbólico, al que pidió que le pusiera un cubatita, jefe. Ya al primer sorbo se dio cuenta de que allí no tomaban prisioneros, y se reafirmó en su intención de no volver tan pronto al Hostal, así somos los nómadas, nuestra vida no tiene nada de artificial, qué artificioso es lo artificial, pensó, recordando de nuevo a María, que llevaba cuatro meses sin beber, desde que empezó el tratamiento. Jefe, mire a ver qué le debo (y qué barato es todo en provincias).
Ya en la calle, lo divisó desde lejos, un neón desgalichado de palmeras y chicas (España es brutal) en el que decía “Pasarela” (la a central parpadeaba, como si le guiñara un ojo, quizás por eso la habían dejado así, o era mera casualidad: a determinadas horas todo es casualidad). Tuvo la precaución de quitarse el sombrero y llevarlo en la mano, pero entró de todos modos, dejándose acariciar por los cortinajes de manoseada franela. Se acodó en la barra, y al instante llegó una chica.
- Hola, vaquero.
Ambos rieron. Me gustan las chicas ingeniosas (y era verdad). Al fondo había dos tipos que también tenían toda la pinta de venir del concierto, sentados con dos mujeres (no eran sus mujeres) y bebiendo cerveza. Bob, viejo zorro, tus incondicionales no te defraudaremos. La chica se presentó: me llamo Verónica, pero Luis cabeceó.
- Te llamas Isis. Bueno, mejor dicho, Aisis. I married Isis on the fifth day of may…
La chica le miró con simpatía, o con lo que podría interpretarse (había que tener en cuenta las circunstancias) por simpatía. Le preguntó si a él también le gustaba ese Bob Dylan. Luis desenfundó su viejo chiste.
- Bob lo ve todo. Bob lo sabe todo.
Isis arqueó las cejas. Yo soy más de reggaeton, le confesó. ¿A ti te gusta el reggaeton, mi amor? Luis puso tal cara que ambos estallaron en carcajadas. Bueno, invítame a una copa, ¿quieres? De entre las sombras se materializó un camarero barrigudo y pequeñito, muy poco mefistofélico, que le sirvió otro de esos cubalibres de alto octanaje, y a Isis un brebaje sin identificar, con burbujas. Estuvieron un buen rato sin hablar, bebiendo a sorbitos.
- Isis, ¿tú tienes hijos?
La chica ensombreció ligeramente su semblante. Era y no era guapa, la luz no ayudaba a esclarecerlo. Tengo uno, en Quito, todo esto lo hago por él, dijo, con una dulzura que descolocó a Luis. Se quedaron silenciosos por un rato. Aquel cubata era incluso más recio que el de “Los Hermanos”. España es brutal, recordó. Brutal. Se hurgó en la cartera y sacó un billete de cincuenta euros, que depositó sigilosamente en la mano de la chica. ¿Es hijo… natural?, quiero decir… concebido como se conciben los niños. La chica se puso seria.
- Bueno, oye, ¿quieres subir conmigo o no? Te aseguro que te va a gustar.
Luis se levantó y se puso el sombrero, no, muchas gracias, pero me tengo que ir, mañana me espera un día muy duro. La chica intercambió una mirada con el camarero, y éste se encogió de hombros. Adiós, Aisis, y estuvo a punto de besarla en la mejilla, al final no.
Encontró enseguida el hostal. Entró con sigilo, se desnudó parsimoniosamente. Dudó si ducharse o no: se sentía muy colocado. Al final se dejó caer en la cama, y de repente recordó, claro que habían tocado “Don’t think twice, it’s allright”, no había quien la reconociese, pero seguro que sí. Se durmió tarareándola.
Se levantó sobresaltado, tres minutos antes de que sonara el despertador del móvil. Joder, España es brutal, dijo, al recordar que tenía apenas media hora para coger el autobús que iba a llevarle a Granada. Se duchó a toda prisa, y sólo cuando estaba empacando frenéticamente le llegaron los embates de la resaca. Tiró dos billetes sobre el mostrador de recepción sin esperar a la factura, corrió bajo un sol que ya empezaba a calentar, llegó a la estación con la lengua fuera y compró el billete, y sólo cuando vio que aún quedaban cuatro minutos se metió en un bar y se zampó un bocadillo de un embutido sin identificar. Se subió al autobús casi en marcha, yeeeeepa.
Dentro reconoció a algunos que había visto la noche anterior, en especial un inglés (tenía todas las trazas de serlo), que leía parsimoniosamente un libro de considerables dimensiones. Sabía de la existencia de una tribu de admiradores del Maestro, que le seguían a todos sus conciertos, y quizás fuera uno de ellos. Una especie de seminómadas, que durante el año trabajaban en sus respectivas ocupaciones sin despertar sospechas, pero que a la llegada de Bob a Europa eran misteriosamente convocados a su presencia, un poco como los vampiros. El tipo (sí, era incuestionablemente inglés) pasaba largamente la sesentena, y sus rizos eran ya completamente blancos, pero ahí estaba, en un autobús en un país extraño, leyendo su libro sin dar explicaciones a nadie a la espera de la siguiente epifanía. La envidia por aquel tipo creció hasta dimensiones casi mitológicas cuando le vio negarse a quitar su bolsa del asiento contiguo ante el requerimiento de una señora, que le quería encasquetar a su hijo adolescente. Busca otro sitio, le escuchó gritar, en un español más que aceptable. La señora le puso de cabrón para arriba, pero al final se fue. Qué tío, se extasió Luis, y hasta ponderó la posibilidad de ir a charlar con él, del concierto y eso, pero al final lo dejó pasar, le entró sueño y se quedó dormido.
España es brutal, volvió a pensar, al despertarse en medio de un páramo. Bueno, no tan brutal, rectificó: el autobús era excelente, la autovía por la que se deslizaban impecable, hasta sus compañeros de viaje bisbiseaban educadamente. Casi sin darse cuente, habían llegado a la estación de Granada. 
Para su sorpresa, el autobús para Jaén salía con una puntualidad suiza, con lo que apenas tuvo tiempo para ir al servicio y comprar un sándwich. No, si al final vamos a ser más europeos que nadie, reflexionó, y no pudo evitar mirar al inglés, por si daba muestras de apreciar aquel definitivo acceso de modernidad. Pero el tipo seguía con su libro, impertérrito. Eso sí, esta vez sonrió con untuosidad cuando a su lado se sentó una belleza local, una mujer que bien podría haber salido de cualquier tablao flamenco al uso. Ah, picarón, susurró Luis, con un punto de envidia (a su lado roncaba un anciano).
Llegaron a Jaén justo cuando empezaba a apretar el hambre. Apenas tardó cinco minutos en llegar al Hotel, dejó la mochila y se precipitó a la única calle que recordaba de su anterior visita a la ciudad: aquélla en la que se arracimaban los bares y restaurantes. Se metió en uno por cuyo escaparate se asomaban antenas y caparazones de mariscos. Allá que te vamos, se dijo, y no se retractó ni siquiera al ver el bullicio de gente que se interponía entre él y la barra. Una fritura de pescado y una cerveza, gritó en cuanto divisó al camarero, que le respondió arsa (o algo así). Pues arsa, se rió Luis, España es brutal.
A base de codazos conquistó un espacio diminuto, y allí se comió la fritura de pescado y se bebió dos, tres cervezas. ¿Estaría Bob (como asegura la leyenda) comiéndose su sempiterna hamburguesa, sin hablar, junto a sus músicos que raramente se atreverían a interrumpir las insondables meditaciones de su jefe? Ah, Bob, cómo son los genios, qué distintas son sus preocupaciones de las nuestras. Yo, sin ir más lejos, y levantó la cerveza, mañana por la tarde tengo que llenar de esperma un vasito como éste (bueno, rectificó, espero que sea más pequeño que éste) para que haya aún más gente en este mundo, y miró a su alrededor, completamente rodeado de una multitud que vociferaba sin control, devorando langostinos, chipirones, helados de varios sabores, bebiendo de todo. La televisión retransmitía alguna catástrofe lejana, o un discurso ininteligible, o el bucle sin final de los deportes. Arsa, gritó, sin destinatario conocido, al próximo que me hable del síndrome de Peter Pan le voy a meter esto por el culo, pensó mientras agitaba vagamente el tenedor, aún con un chopito ensartado. Preguntó por los postres, y le recomendaron un flan casero: pues venga ese flan casero, y luego pidió un licorcito de manzana, aún quedaban muchas horas para el concierto.
Sólo al salir del bar y al tener que enfrentarse al inmisericorde calor se dio cuenta de que iba muy cocido, everybody must get stoned!. Fantaseó durante un instante con la posibilidad de acercarse al hotel a echarse la siesta, pero le pareció poco rockero, era una idea demasiado pop para un tío que iba completamente vestido de negro, con corbata de lacito y con un sombrero de enterrador. ¿Dónde está la marcha aquí?, farfulló, y se puso a andar. Vio un cajero automático, y recordó que tenía que sacar dinero. Debería ahorrar para los pañales, se rió, pero tengo sed. Tecleó, recogió los billetes. La máquina creyó conveniente demostrar cierta amabilidad, y en la pantalla pudo leerse: “Agradecemos sinceramente que haya utilizado nuestros servicios”.
“¿Sinceramente?”, se indignó. ¿Puede una máquina ser sincera? Pero ¿qué cojones está pasando?, y sin poder remediarlo escupió sobre la pantalla, mira lo que opino yo de tu sinceridad. La saliva resbaló con indiferencia sobre la pulida superficie. Guarro, oyó que graznaban detrás de él, y al girar la cabeza descubrió a una anciana, cuidadosamente endomingada, que le miraba con indignación. Euh, perdone, señora, no sé qué me ha podido, y se marchó sin acabar la frase, muerto de vergüenza. Hippie, remachó la mujer, ya a lo lejos.
Se metió en una cafetería, y pidió un café con hielo. ¿Cuándo había sido la última vez en que le habían llamado inmaduro (porque le había llamado guarro, de acuerdo, pero había querido decir inmaduro)?  Hacía apenas un mes, cuando María sacó el fuego cruzado (eres un inmaduro, no quieres aceptar responsabilidades: el argumentario habitual, vaya) y había arrasado su debilísima línea de defensa, se sentía como cuando la caballería polaca se había enfrentado a los tanques de la Wehrmacht: todo muy romántico, de acuerdo, pero de los caballos no habían quedado ni las herraduras. Tuvo que transigir con la inseminación artificial, con el más que probable cambio de casa, con la amenaza de dejar de salir de noche, con la desgarradora perspectiva de renunciar a la vida nómada (es verdad que no había viajado mucho, pero pensaba hacerlo). ¿En serio me ha llamado hippie?, recordó de pronto, y acabó riéndose, dejó el café a medias y se pidió un licorcito de manzana, no había y se conformó con uno de melocotón, sabían casi igual. Luego se tomó otro.
Cuando salió de la cafetería ya hacía menos calor, apenas faltaba una hora para el concierto. Preguntó a unos chicos si sabían dónde estaba, dejadme que lo mire, el Pabellón Exterior Descubierto IFEJA. Por allí, a media hora andando, le respondieron, y supuso que no le vendría mal caminar. Gracias, chavales, y no perdáis nunca el swing, le miraron como a un bicho raro y se fue pavoneando.
Al llegar no pudo evitar una mueca de desconcierto. Las misteriosas siglas de IFEJA debían significar algo sobre Feria de Ganado o Feria de Muestras, a juzgar por la apariencia que tenía todo aquello. Sobre el escenario relucían los instrumentos, encabezados por la poderosa batería, pero sin necesidad de aguzar mucho el olfato podían intuirse delicados aromas agropecuarios. En ese mismo momento un rugido que ya conocía le informó de que el Maestro salía a escena ¿Se daría cuenta de dónde iba a actuar? ¿Se dio cuenta de las cigüeñas que rodeaban el Palacio Arzobispal, cuando actuó en Alcalá de Henares allá por julio del 2004? En realidad la pregunta era: ¿se daba cuenta de algo, o éramos una masa indiferenciable de cabecitas (algo así como un puñado de espermatozoides) que canturreábamos mal que bien sus canciones? Tío, se dijo, necesitas una cerveza, y se dirigió al bar a pesar de que estaban tocando “Summer days”, una de sus favoritas (o por lo menos ésa le pareció que era).
A su alrededor había de todo: una pareja que miraba al escenario con arrobado éxtasis, una chica que hablaba a gritos por el móvil, un tipo que bostezaba, unos extranjeros que fumaban porros sin mucho entusiasmo, un negro con una camiseta de Prince. Tuvo un repunte de hambre y se pidió un bocadillo de panceta. ¿Bob tenía hijos? Luis por lo menos conocía a uno, no se acordaba de su nombre, pero estaba seguro de que también era músico. ¿Le saldría el suyo ejecutivo de ventas? Un escalofrío le recorrió la espalda, anda no jodas. ¡Bob, saluda a Jaén!, gritó a su lado una mujer con gafas de pasta y pelo corto, y todo su grupo estalló en una carcajada. Sí va a saludar, vamos, por tu cara bonita, replicó un sabihondo. Cuando Luis se quiso dar cuenta habían dado las luces, y el gentío se encaminaba hacia la salida. Me he pasado todo el concierto en el bar, se asombró. Ya no le sirvieron la última cerveza, ya no les dejaban vender alcohol.
El camino de vuelta al hotel se le hizo larguísimo: le apretaban las botas y le empezó a doler la cabeza. Cuando estaba a punto de llamar un taxi por teléfono divisó un bar que presumía de servir las mejores hamburguesas de Jaén, y se metió. Sonará infantil, se justificó, pero ya verás cómo viene aquí Bob de incógnito a tomarse su hamburguesa, hablaremos un rato y le preguntaré cómo se hizo nómada. Tenía muchas fantasías similares, a pesar de que nunca se cumplían. Pidió la especial de la casa (pero sin pepinillo), una cerveza, y se sentó a esperar, le diré que mi álbum favorito es “Love & Theft”, seguro que le encanta oír eso, debe de ser un coñazo que todo el mundo te hable de discos que hiciste hace treinta años o más, es como si a mí, y no supo cómo acabar la analogía. No vino Bob, pero la hamburguesa estaba muy rica (estuvo a punto de pedirse otra), y cuando preguntó por su hotel le dijeron que estaba ahí al lado, nada, tres minutos a lo sumo.
Y fueron tres minutos exactos, mira, para que luego digan que los andaluces son exagerados. Subió a la habitación, cuando se estaba desnudando pensó que quizás lo mejor fuera volver a la calle, pero al final no, se conformó con picotear una bolsa de palomitas y beberse la botellita de whisky del minibar. Le supo un poco raro, hasta sospechó que lo mismo era de relleno. Vaya, hombre, whisky de inseminación artificial, y prorrumpió en una carcajada rasposa, tenía mucho sueño.
El eructo matutino le supo a maíz y whisky. Joder mi cabeza, susurró. El espejo le devolvió una borrosa metáfora de la confusión, y a tientas sacó un par de aspirinas del neceser de baño. Se las metió en la boca, dejó correr el grifo y se las tragó con un buen chorro de agua. Su puta madre. Su puta madre. Su puta madre. Sólo dejó de refunfuñar cuando se metió en la ducha.
Recogió sus cosas y bajó a desayunar. No había nadie, eran ya casi las once y cuarto. El café era insólitamente bueno, nada que ver con ese aguachirle que te suelen endilgar en los hoteles. One more cup of coffee for the road, se dijo, y otro croissant con chocolate (María le obligaba a desayunar muesli, y con leche desnatada). El autobús salía en una hora, pero estaba tan a gusto, sólo se activó al recordar que era domingo (¿desde cuándo las clínicas abren los domingos, nos estamos volviendo todos un poco locos o qué?). El recepcionista, un tipo estirado y melifluo, le estaba esperando con la cuenta. Luis no encontraba la tarjeta de crédito, y se apresuró a buscarla, no fuera a ser que ese tiempo muerto fuese aprovechado por el recepcionista para comenzar cualquier conversación insustancial.
- Me encantó el concierto de anoche. ¿A usted también, señor?
  Tardó en comprender, pero al final la luz entró en su magullado cerebro: si ya pueden ir a un concierto de Bob hasta los recepcionistas de hotel, qué será lo próximo (sí, nos estábamos volviendo todos un poco locos). Por fin apareció la tarjeta, y firmó a toda velocidad, se me escapa el autobús.
Un domingo a mediodía, de julio, con resaca. En Jaén. Todo podía parecer muy rockero, pero al día siguiente tenía seminario de ventas (y en apenas unas horas lo del vasito: no lo había olvidado). Le hacían daño las botas, le escocían los ojos. Qué bien me vendría ahora una crisis religiosa: a su edad Bob se había hecho cristiano y había editado algunos infumables discos de rock apostólico, quizás fuera una solución. Pero no. Llegó a la estación de autobuses, buscó el rincón más oscuro de la sala de espera, y se arrellanó en un banco corrido. Respiró profundamente, se atusó el pelo: crees que cuando has cumplido determinados años ya has evitado cosas como el acné o la paternidad, y te das cuenta de que no, que ahí están para joderte la vida. El autobús para Madrid está situado en el muelle cuatro, anunció el altavoz. Estoy exagerando, se replicó. Esperó a que montara toda la tropa para subirse el último, yeeepa, pensó, sin mucha convicción.
Durmió hasta Despeñaperros, cuando le invadió el remordimiento por no haberla llamado. Lo intentó, justo en un tramo en el que no había cobertura, y guardó el móvil en el fondo de la mochila, aliviado. Yo le enseñaré (sea chico o chica) a apreciar la buena música, nada de techno ni mierdas por el estilo. La Mancha se derramó ante sus ojos, un evanescente brochazo terroso en el que vibraba el horizonte.

Pararon en Manzanares, para comer. Se pidió una botella de agua y un bocadillo de jamón, del que no dejó ni las migas. Al acabar se levantó a curiosear las revistas, los increíbles souvenirs, España de nuevo brutal. En ese momento entraron un par de adolescentes, repeinados y bulliciosos. Uno de ellos vestía un Lacoste (pero ¿aún se fabrican los Lacoste?), y se acercó a la torre de los CDs, escogió uno de sevillanas. Luis parpadeó, era como si existiera un complot del que había sido repentinamente informado. Buscó al conductor, corrió hacia él y le preguntó cuánto tiempo quedaba. El hombre se quitó el palillo de la boca y calculó que unos diez minutos. Suficiente, pensó Luis, y se precipitó a los servicios. Se metió en una cabina, cerró la puerta, limpió como pudo el inodoro y se masturbó con fiereza, huid, huid ahora que podéis, jadeó.  


lunes, 10 de octubre de 2016

Comentarios






Cambió de página. No tardó en encontrar un artículo sobre la última película de un conocido actor. Comenzó a leerlo, pero antes de concluir el primer párrafo ya estaba tecleando la contraseña que le daba acceso a los comentarios: “Decir que ese señor es actor es una vergüenza. Es un cer.do que vive a costa de todos los que trabajamos de verdad y no nos pegamos la vida padre”. Enviar. Saltó a otro periódico, que relataba las más recientes negociaciones políticas. “Vale ya de engañar a los ciudadanos. Sois una panda de co.rrup.tos ¿A qué estamos esperando para instaurar la pena de muerte?”. Enviar. Dio un sorbo a su cerveza (se estaba quedando tibia) antes de pasearse por los diarios deportivos. “Ese i.di.o.ta debería irse a su país, no necesitamos cre.ti.nos que vengan a quitarnos nuestros puestos de trabajo” Enviar. A continuación añadió: “Que conste que no soy racista, lo que pasa es que ya empezamos a estar muy hartos”. Enviar. Un enlace de la noticia le llevó a la última hora sobre una huelga de basuras: “Llevamos años en manos de gen.tu.za impresentable. ¡Disolución de los sindicatos pero ya!”. Enviar. En un suelto sobre una economía tampoco se lo pensó mucho: “Me fríen a impuestos, y todo para que los caraduras y cho.ri.zos nos roben. Silla eléctrica ya”. Enviar. De repente miró el reloj: era tardísimo. Apuró la cerveza, apagó el ordenador y salió de la habitación apresuradamente. Por el pasillo se alisó el pelo, y se esforzó por desprenderse de su rictus de sempiterno cabreo, incluso intentó sonreír. Cuando llegó al dormitorio, su hijo estaba esperándole con “Blancanieves” en las manos. Cada vez parecía más consumido, y ya apenas abultaba debajo de las sábanas. Se sentó a sus pies y cogió el libro delicadamente. Una frase se fraguó en su cabeza: “¿Cómo te atreves a hacerle esto a un niño tan pequeño, im.bé.cil?” El mensaje era sencillo, pero ¿a quién dirigírselo? Reprimió un sollozo y empezó a leer. 

domingo, 2 de octubre de 2016

El pasado está aquí para quedarse



Voy a tomar el metro en la Plaza de San Bernardo cuando veo el cartel. Lo examino con atención, puede que sea un truco publicitario (pero ¿destinado a quién? ¿Los millenials saben qué puñetas fue el Rock Ola?). El pasado: qué pegajoso es, qué contumaz. ¿Tan faltos estamos de nuevas ideas como para tener que exhumar aquel trademark  más o menos momificado (han pasado treinta y pico años desde su cierre) para bautizar una sala de conciertos? No sé qué decir: aún sigo perplejo tanto por la resurrección de los vinilos como por la cada vez más preocupante profusión de los grupos de tributo (hoy mismo, en El País, se anuncian conciertos de homenaje a los Beatles, los Stones y hasta Supertramp, el grupo que inventó el veganismo sonoro). Sé que va a quedar muy abuelo Cebolleta, pero empiezo a creer que el rock and roll (y todo aquello que significaba) ha pasado a la historia, como la revolución industrial o el gótico flamígero. Ya sé que siguen editándose discos, y que greñudos supervivientes de la época dorada no han parado de enchufar sus guitarras en giras cada vez más geriátricas, pero el rock ya hace mucho tiempo que ha descendido a las catacumbas mediáticas, y su memoria ha sido usurpada por taxidermistas y falsificadores. Solo estos arreones de nostalgia nos lo traen, deshuesado y pálido cual Lázaro redivivo, a la primera línea de actualidad como una pieza vintage más. ¡El pasado está aquí para quedarse! Ya solo nos falta que, en el próximo congreso federal del PSOE, los militantes elijan como líder a esa joven promesa que responde al nombre de… Felipe González.

PS. En fin, para instruir a quienes no estuvieron allí he sacado de mis archivos un cuento que escribí hace años sobre mis andanzas en el auténtico Rock Ola . Como todos los textos que trabajan con la memoria, la mayoría de lo que se narra en él no sucedió nunca. Encomiendo a la perspicacia del lector descubrir los escasos grumos de verdad. 


                                                       Noches de Rock Ola

Gemma: auuuuuuuuu, grité al entrar por la puerta del Rockola por primera vez, de la mano de aquella chica a la que apenas conocía desde una semana antes, desde que coincidimos en un bar de Aurrerá y fuimos presentados por amigos comunes. Auuuuuuuuuu, berreé de nuevo, al divisar a Polanski y el Ardor sobre el escenario, ¿te gusta, eh? Auuuuuuuuu, respondí, loco de alegría por estar en el Templo de la Movida, como se decía pomposamente en los atribulados artículos de prensa que se atrevían a tratar el tema. Auuuuuuu, al verme rodeado de gente rara, de crestas desplegadas, de vestidos violentamente encarnados, de mujeres ambiguas como ciervos y de hombres equívocos y fluorescentes. Auuuuuuuu, la música atronaba, hacía vibrar los descoloridos posters, cada latido del bajo se te aposentaba en el estómago, cada estacazo de la batería era respondido por un rugiente coro de feligreses. Auuuuuuuuuu, Gemma seguía mirándome con curiosidad, pareces un niño con zapatos nuevos (qué coño zapatos nuevos: todo era nuevo, empezando por ese maremoto socialista que sacaba lustre a España, fregoteando en todas esas esquinas atoradas por la mugre inmemorial, y yo habría de contarlo en mis futuras novelas: yo, ese tipo que saltaba entre el gentío y gritaba auuuuuuuuu). A la cuarta canción descubrí que estaba sudando, extático, integrado, pleno, mundano, solar, expandido, giróvago, era capaz de abarcar todos los adjetivos imaginables, epicúreo, dionisíaco, coyuntural, estructural, yo soy multitudes, whitmaniano, yo soy muchedumbres, nijinskiniano, bailongo, pletórico, sinuoso. Auuuuuuuuuu, aplaudí hasta desfallecer, gracias, otra, otra, otra (y eso que los Polanski no eran de mis grupos favoritos), tuvieron que dar las luces y empezar a barrer para que descubriera que Gemma se había ido, la verdad es que no le había hecho mucho caso, también se había ido el resto de la audiencia, y hasta el grupo, solo quedábamos un camarero con una escoba y yo, ahuecando, chaval, que se acabó lo que se daba. Auuuuuuuuu, susurré mientras me iba.

Cristina: parecía vivir en Rockola, cada vez que yo iba, ella estaba allí, saltando, riendo, hablando con todo el mundo, en el centro de una espiral de energía que ella misma generaba. Una noche decidí abordarla, me había puesto mi gabardina mod y me sentía jaranero, oye, ¿tú vienes aquí todos los días o qué? Era hermosa, de piel transparente y grandes ojos azules, con ese brillo especial que da la marihuana, a pesar de la bronca que estaban montando los Brighton 64 su carcajada me llegó nítida y fresca, pues lo mismo que tú, porque yo también te veo aquí a todas horas. Le di mi nombre, y ella me dio el suyo, tuvimos que bracear con energía entre la muchedumbre para encontrar un rincón donde poder besarnos. Me gusta la noche, me gusta la música, me gusta el alcohol, me gustáis los chicos, Rockola, para mí, es el paraíso, aquí nadie es feo, aquí todo el mundo parece a punto de inventar algo: fue dicho de carrerilla, pero si lo hubieran labrado en mármol y exhibido en la entrada no pocos lo hubiésemos suscrito como manifiesto, ¡aleluya, hermana!, grité, y ambos reímos (y luego nos besamos, con el eco de las carcajadas aún en nuestras bocas). Cristina despedía buenas vibraciones, era de esas chicas a las que no te importaría acompañar al cine para ver un rollazo de amor, o ir a unos grandes almacenes a comprar ropa (nunca lo hice, es una forma de hablar), sabías que, en todo caso, ibas a divertirte con ella. Me gustas, chaval, hueles a pirata, o a monje, qué sé yo, reconozco mi debilidad por ellas, por las chicas que saben reírse, y Cristina reía como si no hubiera hecho otra cosa en su vida, ni siquiera paró de reír cuando le pedí acompañarla a casa, no, nuestra casa es el Rockola, aquí nos veremos siempre, atravesó la puerta y se fundió en la oscuridad de la noche. Dos días después la vi morreando con otro tío junto a la salida de emergencia, me guiñó un ojo y me mandó un beso, no pude evitar sonreír, la verdad es que la muy cabrona me gustaba, te gustan más las chicas que no consigues (la frase suena un poco sentenciosa, pero es así).

Maruchi: siempre iba pasadísima, y aquella noche no iba a ser la excepción, parecía importarle una mierda quién tocara, o si tocaban o no. Aunque ya se había tomado un par de tripis, se bebió de un trago su cubata y la mitad del mío, controla un poco, joder, que la noche es larga, me miró con el cardado medio caído, vete a tomar por culo. No sé por qué estaba saliendo con ella, no era guapa, vivía muy lejos de mi casa, y no hacía más que amargarme con sus historias, estoy en paro y todo es una mierda, ya, relativicé, como el veinte por ciento de los españoles, no es para tanto. Se sorbió los mocos con estrépito, universitario de mierda, intenté acercarla al escenario para ver al grupo de mi amigo Álex, que por fin debutaban en Rockola como teloneros de Sindicato Malone, déjame en paz, ve tú solo, yo me quedo aquí, estaba medio espatarrada sobre un taburete, y se le veían las bragas, me asaltó una mezcla de rabia y vergüenza, quién iba a contratar a una drogata como ella, pero no me decidía a enfadarme, quizás me gustara más de lo que pensaba. Venga Maruchi, joder, que es mi colega, el que te presenté el otro día, nos pasamos la vida suplicando cosas que nunca obtenemos, y cuando las obtenemos no nos gustan: tuve que currármelo mucho para poder salir con ella, y, en aquel momento, a mis pies, completamente colocada y babeando carmín, me asaltó la impresión de que nada merecía verdaderamente la pena, ve tú solo y déjame en paz. Llegué a tiempo para ver cómo salía Álex, apenas habría media entrada, pero para mí aquello era histórico, se cumplían (por persona interpuesta, eso sí) mis sueños frustrados, ¡dale, Álex! Solo cuando acabaron me acordé de Maruchi, y volví la cabeza para buscarla, seguía medio tirada en el suelo. ¿Has visto?, ¿a que lo hace de puta madre?, me miró desenfocada, no me des más el coñazo con el amiguito ese tuyo de los cojones, me espetó, todos los tíos sois medio maricas, el camarero me ayudó a sacarla de la sala y la metí en un taxi, oye, yo es que he quedado con los del grupo para celebrarlo, cabeceó como diciendo que le importaba una mierda lo que yo hiciera o dejara de hacer, ya te llamo, no la llamé.

Carmela: con ella salí solo un día, ni siquiera eso, apenas cinco o seis horas, el tiempo en que tardé en pasar a buscarla, cenar algo (que no sea carne, porfa, estamos en Cuaresma: se me pusieron los ojos como platos) e ir al Rockola. ¿Crees que voy vestida adecuadamente para ir a un concierto?, claro que sí, vas muy guapa y muy elegante, sus grandes ojos quizás oscuros, su pelo más o menos largo, sus pendientes ni muy discretos ni muy escandalosos, todo en Carmela parecía difuso, tan propio para ir a ver a Derribos Arias como para comparecer en un entierro o en una jura de bandera, ¿no sería mejor que me quitase la cola de caballo?, no, tonta, si vas bien. Ya para entonces yo habría estado en Rockola una cincuentena larga de ocasiones, pero fue Carmela la primera persona que me hizo notar que el color de las paredes era horrible, no pega para nada con el resto de la decoración, para nada, eso es verdad, y que el escenario era ridículamente pequeño, y que al vocalista no se le entendía ni una palabra, y que el whisky era de garrafón, yo no es que sea muy experta, pero huele, acerqué la nariz a su vaso y le di la razón. Para ser alguien tan evanescente, Carmela tenía la virtud de detectar las anomalías en cuestión de segundos, mientras Poch atacaba “Branquias bajo el agua” empecé a darme cuenta de que aquel era un lugar extraño, en el que no permeaba lo que estaba sucediendo fuera (todavía recordaba la mirada de suficiencia que me dedicaron algunos de los habituales cuando intenté sondear qué pensaban de la historia esa de los GAL: aquí no se habla de política, me escupieron). Sí, había tenido que venir Carmela (una enfermera en ciernes: quizás fuera por eso) para descubrir ciertas singularidades que se le habían escapado a un flamante estudiante de Derecho (con dos cursos aprobados ya, y con buena nota), vaya un instinto qué tienes, me deprimí. Al acabar el concierto me volví hacia ella, sonreía, me imaginé que en un futuro utilizaría ese mohín para comunicar a sus pacientes que lo suyo era mortal, cuestión de días, si no de horas, ¿ya nos podemos ir?, tengo que estar en casa a la una. Fuera llovía, su cara se contrajo en un gesto de frío, hice ademán de quitarme mi cazadora de cuero para ponérsela por los hombros pero ella no quiso, ni hablar, puedes coger un resfriado, tienes razón, asentí, siempre tenía razón.

Lola: Me llamó para que nos viéramos en el sitio ese tan de moda donde había triunfado su hijo Álex, él no quiere llevarme y lo entiendo, no va a ir allí con su madre como si fuera una folkórica, imagínate. Por teléfono parecía animada y bulliciosa, ya tengo unos añitos, me soltó, no creas que me voy a asustar así como así, pero por si acaso esperé a que actuaran los muy pavisosos de la Décima Víctima para invitarla, no quería que pensara que aquello era una madriguera de degenerados. ¿Cómo te va?, bien, ¿y tú?, bien también, tardamos en romper a hablar, ella ya no era aquella señora fascinante y pulposa que protagonizó los sueños húmedos de mi remota adolescencia, se había separado un par de años atrás. Fuimos los primeros en presentar el divorcio en Alcalá, ya ves tú qué honor, se reía a medio gas, mientras miraba sin curiosidad el local, qué sitio más raro, se había vuelto a dejar el pelo largo y había abandonado aquel chirriante tinte rubio, su lánguida melena no desentonaba en absoluto con la fauna que ramoneaba aquella noche y que bailaba sin estridencias. Estoy yendo a un psiquiatra muy bueno, me dice que lo voy a superar, pidió un segundo Gin-Tonic, que bebió a hachazos, como quien derriba un árbol dañino o absurdo, ¿te acuerdas cuando te pedía que vigilases a Álex?, para que veas, le repliqué, es el único que ha llegado lejos. Tú también llegarás, serás un abogado de primera, me revolvió el pelo, haciéndome sentir incómodo, este sitio me ha gustado mucho, me dan ganas de volver a pintar, es lo que tienes que hacer, ¿te he dicho que nos divorciamos?, sí, ya me lo has dicho. El concierto acabó sin gritos ni aplausos, la Décima Víctima era un grupo de fans sigilosos, ¿tú también cortaste con aquella chica, cómo se llamaba?, Marga, repliqué, quizás con cierta aspereza. Son cosas que pasan, me respondió, lo mejor va a ser que vayamos saliendo, luego se forman unos jaleos enormes en el guardarropa, claro, admitió, claro. La quise acompañar al coche, pero me dijo que había venido en autobús, me di un castañazo hace unos meses, y me han retirado el carnet, apúntate a un gimnasio o algo, le sugerí cuando se iba, no sé muy bien porqué. Al despedirnos me besó en la boca, pero creo que fue por casualidad, estaba muy cocida.
 
Fabienne: ¿el Museo de Prado?, eso es de turistas, mon cher, yo lo que quiero es que me presentes a tu amigo Almodóvar. Qué coño iba a ser mi amigo, simplemente habíamos coincidido en algún concierto y en una exposición de Pérez Villalta, pero cuando estás delante de una francesita con ese flequillo y esas piernas kilométricas uno promete lo que sea. Con chicas menos decididas no hay problema, a los dos minutos se les ha olvidado todo, pero se ve que en Francia comen mucho fósforo (¿no era de allí Louis de Funes, el memorioso?), pues vamos a ese Grockola que tú dices y allí me lo presentas. Dejamos a medias la ración de bravas y nos plantamos a la sombra nocturna de Torres Blancas, saludé con desparpajo a un portero que no conocía, respiré aliviado al ver que tocaban Los Elegantes, pop demasiado recio para los gustos demasiado transmanchegos del gran Pedro, con suerte en un rato estaríamos en casa poniendo en práctica todas esas marranadas que los franceses tuvieron el detalle de bautizar y repertoriar, cuando no directamente de inventar. ¡Mira, está ahí!, la cabellera escarolada (hasta mis adjetivos se estaban almodovarizando: lo que hace el carisma) destacaba poderosamente junto a la barra, rodeada de su habitual cohorte de rocinantes y bucéfalos. ¡Preséntame, dile que soy actriz!, ¿pero no eras estudiante de Filología Hispánica?, parpadeó como si quisiera apagar o avivar un fuego con las pestañas, todas las chicas francesas somos actrices, connard, luego vamos, primero Los Elegantes, esta canción es una versión de otra que. Fabienne abrió las contraventanas de su escote, se lubricó los labios de un lengüetazo que me provocó una erección instantánea, y se enzarzó a empujones contra la multitud, siendo absorbida por la troupe del director. Me tiré media hora cagándome en la movida y en su puta madre para después volver junto al escenario, me puse a corear “La calle del ritmo”, Los Elegantes no estuvieron mal, pero no era ese el plan que yo tenía para aquella noche, la última en la que vi a Fabianne, porque nunca estuve muy seguro de que esa chica con gafas de sol y peluca afro que se cruza (sin frase) con Carmen Maura en una de las últimas escenas de “La ley del deseo” fuera ella.

Teresa / Tessa: estaba conmigo cuando cerraron Rockola, allí nos habíamos conocido apenas un mes antes, presentados por la prima de un amigo, ¿Teresa?, yo te llamaré Tessa, como la cantante de los Zombies, no le andaba a la zaga en hermosura, el pelo negro y corto, los ojos profundos, el cuerpo ligero e intenso de un haiku (sus manos se me aparecieron como delicados pentagramas, ¿tocas el piano, o sabes solfeo?, no, ¿por?, nada, cosas mías). Desde hacía meses un clima intangible de amenaza flotaba en la sala como una niebla o un prejuicio: peleas continuas, redadas, malos rollos, quizás los años que, como en el anuncio, empezaban a pesarme, a pesarnos, Tessa me lo hizo ver en nuestra primera conversación, es como si estuviéramos en vísperas de algo, de algo malo, estudiaba Políticas, solo me he dejado caer por aquí para ver de qué va esto, lo suyo era más sociológico, más denso. En realidad escuchaba a gente del estilo de Pablo Milanés o Silvio Rodríguez, no te lo tomes a mal, pero creo que sois todos una panda de pijos frívolos y hedonistas, no solo no me lo tomé a mal, sino que esperé a que acabara su implacable dictamen para poner mi mirada más crápula y declararme como un gorrioncillo (¡y la cosa funcionó!). No sé cómo hice, pero la convencí para que volviera a aquel averno de escapismo, cosa que hizo una semana después, hasta bailó un poco (¡jódete, Silvio Milanés!, pensé, en un rapto de frivolidad y hedonismo, ¡vete a abrir la muralla esa de los cojones!). Ella me compró unas gafas negras, yo le regalé unos pendientes: era todo lo que llevábamos puesto cuando escuchamos por la radio que cerraban Rockola. Llegamos a tiempo para ver cómo la Policía precintaba la puerta: habían matado a un chico en una pelea unos días antes, a nuestro alrededor se agrupaba una cincuentena de incondicionales: el chico de la cazadora de indio, el del corte de pelo asimétrico, la chica que follaba en los servicios, Juanma El Terrible (a la luz del día no era tan terrible, hasta parecía simpático), incluso me pareció divisar a Cristina, rigurosamente vestida de duelo. Como nosotros, habían venido a evitar lo inevitable, se gritaron los insultos de rigor, alguien empezó a tararear “Chica de ayer”, un policía ordenó sin énfasis que nos fuéramos, aquí no hay nada que ver. Tessa apretó mi mano, recordé que también lo hizo Marga cuando mataron a John Lennon, vámonos de aquí, le rogué, ¡vámonos!