MALOS TIEMPOS PARA LA PROSA
Acabo mi
lectura con un carraspeo, muchas gracias a todos. Aunque ya debería estar
acostumbrado, me entristece escuchar los desganados aplausos que, en opinión de
este esquivo público, merece mi relato. Levanto la mirada del estrado, y
compruebo que nadie me presta atención, por lo que permanezco parado como un
pasmarote, con las cuartillas de mi cuento colgando inútilmente de la mano. Cuando
ya ha transcurrido más de un minuto empiezo a preocuparme, pues no sé qué hacer:
¿me voy? ¿Me quedo? En esas estoy cuando entre el gentío se abre paso a codazos
un conserje que se dirige hacia mí con cara de pocos amigos y me entrega
apresuradamente un sobre arrugado, que abro con cautela: mi premio (¿solo
esto?, no te quejes, que eso que has escrito lo hace mejor mi hijo de seis
años). Tras mirarme de arriba abajo, me ordena que baje de la tarima y acceda a
mi asiento, allá en el fondo, venga, que no tengo todo el día. El rugido de
impaciencia del público, la forma en que se atusan inconscientemente el
cabello, la sonrisa de éxtasis que adorna sus rostros: todo indica que es
inminente la presencia que llevan esperando desde que comenzó la ceremonia, y
me embarga esa incómoda sensación de no ser más que un mero entretenimiento
para distraer al público mientras el cabeza de cartel estará recibiendo en su
camerino el homenaje de sus incontables fans. Me embarga un repunte nostálgico
al recordar que en Carrión de los Condes también a mí me hicieron un besamanos
que duró casi una hora: venga a venir concejales, y alcaldes de distintas
pedanías, también lectores de toda laya, qué tiempos aquéllos. Pero vuelvo
abruptamente a la realidad al notar que estoy siendo literalmente empujado por
el conserje, que no para de murmurar: esos juntaletras, qué cansinos son. Lo
dejo pasar, no quiero líos, y disciplinadamente sigo mi camino entre la total
indiferencia de los presentes, hace años que nadie me pide autógrafos, ya ni me
traigo bolígrafo, total para qué. Por el rabillo del ojo veo que, entre bambalinas,
ya está lista para salir la estrella de la noche, y cuando por fin pisa las
tablas, escoltado por el alcalde y demás autoridades civiles y militares, un
sincronizado aullido de satisfacción me ensordece, al tiempo en que la envidia
(sí, llamémosla por su nombre) me taladra los intestinos.
Alcantarilla (Murcia), 1998 |
- ¡La poesía
está aquí para quedarse!, oigo gritar a mi lado a un tipo que tiene toda la
pinta de ser un presidiario o un expresidiario, y que levanta los brazos llenos
de tatuajes mientras hace la señal de los cuernos con ambas manos. Dos filas
más allá, un grupo de ancianas agitan con denuedo una pancarta, con los rostros
de Antonio Machado y Jaime Gil de Biedma fielmente reproducidos en macramé. Paso
junto a un adolescente que, con los ojos en blanco, no para de girar la cabeza
y echar espumarajos por la boca mientras murmura: “Ha venido, está entre
nosotros”. El griterío es ensordecedor, como el que precede a un concierto de
rock. Llego por fin a mi asiento, detrás de una columna (el ganador del premio
de novela también está allí, humillado y contrito: nos saludamos con un tibio
encogimiento de hombros), y no puedo reprimir un respingo cuando veo que, justo
a mi lado, una chica rubia de explosiva anatomía se abre la camisa de un
zarpazo, para a continuación arrancarse el sujetador y arrojarlo con todas sus
fuerzas sobre el escenario, donde se une a docenas y docenas de prendas íntimas
femeninas. La chica se pone a gritar completamente despendolada, y entre
lágrimas me confiesa que dentro de la prenda le ha escrito su teléfono: “¿Usted
cree que me llamará?”. ¡Usted! ¡Como si yo fuera un viejo! Una chispa de
indignación me arde en las entrañas: tío, me dije, no te dejes pisar y ataca,
está en juego el prestigio de la prosa, de la novela, del cuento, de esos
géneros que hoy se consideran “menores”, pero que durante muchos años (¡durante
muchos siglos!) han formado el núcleo mismo del arte literario, su
quintaesencia. Desempolvo la más untuosa de mis sonrisas, y esforzándome por no
mirar a su pecho, que baila como si tuviera vida propia, le contesto:
- Bueno, señorita,
yo sí que la llamaría. No sé si se ha fijado, pero soy el ganador de la
modalidad de cuento…
Al oír mi voz, la chica parece despertar de
un sueño, y repara en mí por vez primera de forma consciente. Una mueca de
horror le trepa a la cara, e instintivamente se tapa el pecho con la mano, como
si yo fuera un sátiro. Con todo el desprecio del que es capaz me replica:
- ¡Prosista!
¡Uno de esos seres carentes de sensibilidad y tolerancia, que escriben para pasar
el rato y no para cambiar el mundo! ¿No le da vergüenza?
Moriles (Córdoba), 2008 |
A mi alrededor
algunas cabezas se giran, la gente empieza a mirarme con recelo. Unas sillas
más allá, un padre de familia esconde a su hijo tras de él, mientras que, a mis
espaldas, dos mujeres de mediana edad comentan (casi a voz en grito) que
posiblemente yo sea uno de esos cerdos machistas y homófobos en cuyos relatos
escasean los protagonistas transexuales. Afortunadamente, antes siquiera de que
pueda balbucir una excusa, una fanfarria anuncia la entrega de premios, y el
alcalde se destapa con una presentación del ganador en la que solo faltaba
compararle con Mandela y Gandhi, tal era el nivel de los hiperbólicos adjetivos.
La gente cesa de mirarme y se concentra en lo que está pasando en el escenario,
aplaudiendo fervorosamente, por lo que dejo escapar un suspiro de visible
alivio. Sé de lo que hablo: un par de mesas atrás, en un certamen de Ponferrada
en el que había quedado segundo en la modalidad de novela, tuve que salir por
piernas cuando me atreví a estornudar durante el recitado de un soneto. ¡Blasfemo!,
fue lo menos insultante que me dijeron. En fin, que me arrellano en la silla y
dejó vagar mi cabeza mientras espero a que acabe la ceremonia. Aunque durante
unos minutos me concentro en el recitado que resuena por toda la sala (“todo es muerte y podredumbre / las cuencas
arrancadas de mis ojos sangran sin cesar / el horror de la existencia desayuna
cada mañana en mi plato”), al quinto verso en que se nos recuerda que
nuestro destino es la tumba desconecto, qué manía. Escalofríos me da pensar que
semejantes dislates son la lectura de cabecera de nuestros adolescentes, su
vademécum espiritual (el otro día me crucé con uno que llevaba ambos brazos
tatuados con alejandrinos), trato de pensar en otras cosas: entre la gasolina y
demás, con doscientos euros hasta me va a salir a pagar esta excursión, me
lamento. Lo uno lleva a lo otro, y enseguida se me arremolina una pregunta en
la cabeza: ¿cómo hemos llegado a todo esto? ¿Cómo hemos pasado de ser un país
de charanga y pandereta a representar “el alma lírica de Occidente”, como ha
sancionado recientemente el presidente Rajoy al conceder el título de Marqués a
Pere Gimferrer? ¿Qué demonios ha pasado?
No me toméis
por un ególatra, pero puede que la mejor forma de responder a esa pregunta sea
contar mi historia: yo, como muchos otros aprendices de escritor, empecé a
tallar mis armas en los concursos literarios allá por el principio de los
lejanos años noventa del siglo XX. Con el advenimiento de la democracia los
ayuntamientos, las diputaciones y las comunidades autónomas (además de
numerosas iniciativas particulares) se dieron cuenta que supondría una loable
muestra de apertura para con la sociedad civil la convocatoria de todo tipo de
certámenes en los que los jóvenes (y no tan jóvenes) valores pudieran darse a
conocer. Y por esa puerta de entrada nos colamos muchísimos letraheridos, que
vimos la oportunidad de dar salida a ese remanente de textos que no lográbamos
endilgar a las editoriales, manteniendo así la esperanza de abandonar algún día
nuestros aburridos empleos y dedicarnos en exclusiva al apasionante mundo de
las letras.
Majadahonda (Madrid), 2010 |
Fueron tiempos
gloriosos. Los protocolos y las ordenanzas de cada ayuntamiento podrían cambiar
en lo accesorio, pero no en los principios básicos, que se repetían casi sin
alteraciones: se convocaban premios anuales de novela, cuento y poesía por
doquier, con la particularidad de que mientras los dos primeros estaban
generosamente dotados (¡sí, también hubo una burbuja literaria!), el de poesía
lo estaba bastante menos, en la creencia de que aquellos seres frágiles y
alunados que contaban sílabas con los dedos participaban movidos más por el
extraño embrujo con el que les hechizaban sus particulares musas que por el muy
prosaico monto dinerario, sutileza que no parecía preocuparnos a novelistas y
cuentistas, gente más apegada a las necesidades humanas, a las letras del
coche, a los plazos de la hipoteca, en fin, a ese tipo de cosas. No os voy a
contar todos los pormenores, pero bastará con que sepáis que, a los pocos años
de establecido este statu quo, éramos casi siempre los mismos los que copábamos
los primeros puestos en los distintos certámenes (nunca supe la razón, pero
extrañamente abundantes en Navarra y Murcia). Incluso llegamos a formar
pandilla, como el Rat Pack de Frank Sinatra o la Generación del 98 de Unamuno y
Baroja, y nos abrazábamos regocijados al coincidir en Jumilla o en Molinos de
Arriba: hoy ganabas tú, en el siguiente eras segundo o accésit, cuando te
tocaba hacer de jurado dejabas deslizar tu voto por alguien que en un futuro
haría lo mismo por ti. Hoy nos hemos vuelto todos super éticos, por lo que habrá
quien vea en ello un censurable caso de nepotismo, pero yo solo veo
solidaridad, esa palabra que ahora gusta tanto. En fin.
Fueron tiempos
gloriosos, no me cansaré de repetir. La mecánica se repetía (por lo menos en mi
caso) más o menos una vez al mes. Se nos comunicaba por teléfono la buena
noticia (tendríais que ver la maestría con la que yo fingía azoramiento cuando
me daban la enhorabuena), y días después llegábamos a algún rincón de la
geografía española que estaba en plenas fiestas patronales a recoger nuestros
premios (tengo una vitrina llena de diplomas y trofeos, como si fuera un ciclista).
No se escatimaban medios: se nos trataba a cuerpo de rey, la gente se rompía
las manos a la hora de aplaudir la lectura de nuestros textos (casi siempre
graciosos y sencillos, dejábamos las complicaciones a los poetas), y, como
parte inexcusable del ritual, salíamos aquella misma noche tras la ceremonia a
fundirnos la pasta con el presidente del jurado y el profesor de literatura del
instituto de enseñanza local, que nos informaba de dónde se podía pillar.
También venían con nosotros los poetas, claro que sí, pero no voy a negar que
nos burlábamos amablemente de ellos, qué raritos eran. Sé que es difícil de
creer, porque hoy en día lo primero que les obligan a hacer tras fichar por una
gran editorial o una corporación multimedia es a someterse a todos los
tratamientos posibles de cirugía estética (no en vano casi todos acaban
anunciando productos en la televisión, especialmente coches deportivos y planes
de ahorro), pero por aquel entonces todos los poetas que conocí eran calvos,
con gafas de culo de vaso y con los hombros sembrados de caspa (en el caso de ellos)
y ancianas medio tronadas que no paraban de hablarte de sus gatos (en el caso
de ellas), vaya tropa. No quiero generalizar, pero estaría por jurar que un
noventa y cinco por ciento no se desprendían jamás de una carpeta azul de gomas
en la que llevaban sus versos, que se empeñaban en recitar en los momentos más
insospechados, especialmente a altas horas de la madrugada, nadie les hacía ni
caso, pobrecillos. Los novelistas y cuentistas preferíamos dedicar nuestros
esfuerzos a bailar desaforadamente en las discotecas (casi nunca nos dejaban
pagar: lo que haga falta por esas mentes privilegiadas, ordenó a sus camareros el
propietario de “Pirulo’s”, en Quintanar de la Orden). Por contarlo todo, casi
indefectiblemente acababa la noche acostándome con la Reina de las Fiestas, una
chica razonablemente mona que se confesaba fascinada por mi cuento o novela (¡qué
imaginación, chico!), y que suspiraba por ir a vivir a la capital, por si acaso
le dabas una dirección falsa, no fuera a ser que se te presentara. Por cierto, y
por muy ascéticos que parecieran, también los poetas solían acabar la noche
acompañados, aunque en su caso normalmente fuera con la venerable Directora de
la Biblioteca, casi siempre una solterona entrada en años cuya inmensa devoción
por las bellas letras incluía desvirgar a todo poetastro desastrado y alopécico
que se cruzara en su camino. Cómo nos reíamos cuando éste se nos acercaba
atribulado pidiéndonos condones. ¡Vamos, campeón!, le animábamos cuando era
arrastrado por la solterona, ¡deja bien alto el pabellón!, sin buscarlo
habíamos hecho un verso, nos partíamos.
Casar de Cáceres (Cáceres), 2012 |
Para cerrar la
fiesta, al día siguiente todas las fuerzas vivas acudían a la estación a
despedirte (en Quintanilla de Onésimo me trajeron la banda de música: como os
lo cuento), y te subías al autobús a cuatro patas para a continuación
acurrucarte en tu asiendo, asediado por la resaca pero con la satisfacción de
haber dejado a tu paso ese reconocible aroma de Novelista Echado P’alante que
caracteriza a los de nuestra raza, me imagino que un aroma muy parecido
exhalaba Hemingway cuando se bebía tres botellas de bourbon de una sentada, o cuando
Pérez-Reverte masacró a aquella banda de motoristas que tuvieron la
desafortunada idea de reírse de sus gafas. En fin, y no es por presumir, pero,
sin llegar a esos excesos, yo mismo tuve que lidiar con dos demandas de
paternidad, con eso os lo digo todo (no prosperaron, menos mal)
Aquella fue
una etapa turbulenta y apasionante: como dice un colega, los noventa fueron
para los prosistas lo que los setenta fueron para los músicos, quizás exagere,
pero no mucho. Tan excesivo era todo que no me pude dar cuenta cabal de cuándo
empezaron a cambiar las cosas. Algún novelista, más atento que yo a las
veleidades literarias, sugiere el momento en que Aznar confesó ser un ávido
lector de poesía (ahora que lo pienso: ¿de dónde sacaría tiempo, si además de
presidir un país se pasaba horas y horas hablando catalán en la intimidad y
haciendo abdominales?). También influyó, supongo, que su sucesor en el cargo
nombrara como Consejeros Personales a Gamoneda y a Leopoldo María Panero (corre
el rumor de que la Alianza de Civilizaciones fue idea del poeta madrileño). El
caso es que, poco a poco, y sin que las revistas literarias se apercibiesen,
vimos cómo las tiradas de los libros de poesía, normalmente muy minoritarias y
marginales, alcanzaban cifras cada vez más respetables, al mismo tiempo en que
las bases de los concursos en los que participábamos fueron imperceptiblemente
modificando su naturaleza: la dotación económica, antaño tan favorable a
novelistas y prosistas en detrimento de los poetas, se equilibró, se volvió,
por decirlo con palabras del presidente Zapatero “igualitaria dentro del
concepto de equidistancia entre dos puntos que libremente han elegido la
similitud convergente” (era la época en la que Panero le escribía los
discursos). Nosotros no protestamos, al revés, expresamos repetidamente en
público nuestra alegría por el reconocimiento que por fin recibían los
camaradas poetas (“esos granujillas adorables que viven en las nubes”, como
bien supo expresar, con su verbo más postinero, Almudena Grandes), si bien es
verdad que en privado no dejábamos de censurar tamaña incongruencia: ¿para qué
querrán ellos el dinero, nos pasmábamos, si viven como pajaritos? En cuanto se
hagan ricos, pensábamos, dejaran de escribir esos versos angustiados y lúgubres
y se volverán optimistas, incluso jacarandosos. Pero de eso nada, monada:
cuanto más dinero tenían, más se empeñaban en contarnos que la vida es un
basurero infecto y que somos gusanos que merecen morir desgarrados por la guadaña
de la parca. Y a la gente le gusta esto, nos asombrábamos, nos estamos
volviendo majaras o qué. En fin, que como los prosistas somos gente
despreocupada y un punto frívola no le dimos demasiada importancia: será una
moda, pensábamos, como las novelas de templarios o las de detectives luteranos,
no hay motivos para preocuparse.
Elda (Alicante), 2016 |
Pues sí que
había motivos, ya lo creo que sí. Casi al final de la primera década del siglo
XXI, no había que fijarse mucho para darse cuenta de que el protocolo de
actuación estaba invirtiéndose en las ceremonias de premios: si en los buenos
tiempos salían al principio los poetas a declamar sus cosas (dando tiempo a
organizar el catering mientras llegaba el alcalde de turno o el diputado
provincial, siempre enredados en algo), éramos ahora los novelistas y
cuentistas los que ocupábamos la desdichada posición de los teloneros, para
nuestra inmensa congoja. Y más sorprendente aún fue la actitud del público, que
empezó a desdeñar nuestras obras y a valorar (¡e incluso a comprar!) libros de
poesía con la pasión que, pocos años atrás, dedicaban a las novelas de nazis o
de modistillas. En más de una ocasión, y como si estuviésemos en plena
temporada de rebajas, yo había asistido a insólitas peleas en librerías entre
dos compradores, disputándose a golpes el último ejemplar de la más reciente plaquette de Olvido García Valdés o de
Antonio Colinas, mientras que los contundentes ladrillos de Javier Marías o de
Mario Vargas Llosa acumulaban polvo en las estanterías. Qué cosas, recuerdo que
pensé, ligeramente obnubilado.
En fin, que
todo sucedió muy rápido, y el día en que clausuraron “Sálvame de Luxe” y lo
sustituyeron por “Encuentros con las Musas” (un talk show de tres horas de duración, íntegramente dedicado al mundo
de la poesía) me dije: muchacho, aquí está pasando algo. Sí, claro que intenté
reconducir mi carrera como otros muchos colegas, por lo que me puse a pergeñar
versos a toda leche, sabiendo que de ello dependía mi subsistencia (y con dos
bocas más en casa pidiéndome pan y videojuegos). Pero no me salían: yo siempre
he sido más de prosa, de narrar las cosas a la pata la llana, sin pararme a contar
el número de sílabas o las bondades de una rima: un fracaso, vaya. En el colmo
de la desesperación me compré una carpeta azul de gomas y un jersey de cuello
de pico, a ver si así me llegaba la inspiración. No me sirvieron de nada: la
carpeta acabó en el contenedor del papel y el jersey se lo di a Cáritas, cien
euros tirados a la basura.
Navalmoral de la Mata (Cáceres), 2016 |
En fin: malos
tiempos para la prosa, como diría aquel. Sentado en el rincón más oscuro de la
sala observo con una mezcla de perplejidad y envidia al desmedrado poeta que,
iluminado desde abajo como un gurú oriental (un sujetador ha caído sobre un
foco, envolviendo la escena con un subyugante tono asalmonado), recita
lentamente sus versos (“la vida es una
papelera de reciclaje / en la que somos desfragmentados por virus informáticos
que castigan nuestras faltas”), indiferente ante los sollozos histéricos de
sus admiradoras (y admiradores, eh, que los hay y muchos). Solo me queda esperar
a que acabe la ceremonia sin demasiada merma en mi dignidad. Y rezar para que,
en esta ocasión, la Directora de la Biblioteca (a la que ya veo cómo me pone
ojitos) no sea demasiado apasionada: la última casi me deja seco.