lunes, 28 de noviembre de 2016

Fogonazos de Ifni. Nº 1: el Twist Club


El 19 de septiembre de 1960 fue un día como otro cualquiera en Sidi Ifni. No se conservan las estadísticas meteorológicas de la época, pero es fácil deducir que el sol de finales de verano protagonizaría aquella jornada, obligando a los militares españoles y al resto de ciudadanos a circular por la sombra y resguardarse del calor. La pomposamente llamada “Plaza de Soberanía”, tan lejos de todo y de todos, se estiraba con languidez a lo largo de la costa, mirando al mar sin interés, como esos gatos que se enroscan a una prudencial distancia de la chimenea, sabedores de su mordisco de fuego. Seguramente alguien nacería ese día en Sidi Ifni, o moriría, o se casaría (en estos pueblos pequeños siempre está naciendo alguien, o muriéndose, o casándose), pero por muy importantes que puedan parecer tales acontecimientos (y que no se me enfaden aquellos que nacieron o se casaron en aquella fecha, los que se murieron me dan un poco igual), no fue eso lo más trascendente que pasó para Ifni aquel día. Lo más trascendente que pasó para Sidi Ifni aquel día tuvo lugar a diez mil kilómetros de distancia, al otro lado del Atlántico.

Ese día 19 de septiembre de 1960 se encaramaba a lo más alto de la lista Billboard una canción de título retorcido: “The Twist”, interpretada por Chubby (“gordito”) Checker, un vocalista completamente desconocido que revolucionó el mundo con un baile que aún hoy causa furor en los guateques más camp (“con el pie hágase como si apagara un cigarrillo contra el suelo, mientras con las manos simula secarse los riñones con una toalla imaginaria”, recomendaba un locutor enrollado). El bueno de Chubby repetiría un par de años después con “Let’s twist again”, para a continuación desaparecer de las listas y pasar a engrosar el memorial de los artistas que rozaron la gloria y después adiós muy buenas. Pero aunque no lo sepa, Mr. Checker dejó plantada una semillita que germinaría unos años después en aquella improbable Plaza de Soberanía de la que hablábamos al principio, y que llevó a algún empresario medio ye-yé (quizás enriquecido con el comercio de pescado, la fuente de riqueza local más apreciada) a liarse la manta a la cabeza y abrir el “Twist Club”, el establecimiento en el que menearon el esqueleto (por emplear la terminología de la época) los escasos habitantes de Ifni así como modernos, y que cerraría apresuradamente sus puertas el 30 de junio de 1969, el día en el que España cedió la soberanía de Ifni (¡incluyendo, que no se nos olvide, la del “Twist Club”!) a Marruecos.

Supongamos que allí actuaron los dos o tres conjuntos de melenudos locales (a falta de registros fiables, inventémonos sus nombres: Los Pinkie’s, o Los Easy Guitar’s, incluso Los Moritos del Ritmo) que había en todas las ciudades de su tamaño en España, y que suplían con entusiasmo sus carencias musicales. Supongamos que las chicas minifalderas (esas primas un poco locuelas cuya mera mención provoca murmullos reprobatorios entre las abuelas y las tías abuelas) acudirían encantadas a bailar y olvidar las angustias derivadas de la guerra en sordina que cercaba la cada vez más aislada Ifni. Supongamos que, en la oscuridad de sus esquinas y recovecos, se trabaron discretos adulterios, también romances que acabarían (o no) en boda. Supongamos que los camareros sirvieron con generosidad esas copas de anís y de orujo que tan eficaces fueron para hacer olvidar a la soldadesca los horrores de las trincheras, a apenas unos kilómetros de allí. Supongamos que algunos espíritus libres se atrevieron a fumar esas hierbas que, según juraban, expandían la mente y te hacían ver las cosas que se esconden en la cara B de la realidad. Supongamos que algún artista de la península (por ejemplo Los Bravos) accedieron a tocar sus hits en aquel rincón perdido (¿Sidi qué?, preguntaría un confundido Mike Kennedy cuando le montaron en el avión), logrando que los chavales más modernos y las chicas más vacilonas les acosaran por la noche, intentando convencerles para ir a bañarse a la playa, ¡podemos asar sardinas, Mike!, no, gracias, estamos muy cansados y mañana tenemos que madrugar para volver a Madrid. Supongamos que. Supongamos que. Supongamos que.


Pero lo que sigue no es una suposición, hay documentos que lo prueban, fotos, ahí tenemos una.  Muchos años después, en febrero de 2011, Muñoz se pone su camisa de colores y llega a Sidi Ifni haciendo uno de esos viajes que hace él (así como medio melancólicos y medio disparatados). Sale a conocer la ciudad, ve palmeras y mezquitas, se come un cuscús morrocotudo, pasea un poco para bajarlo, y, al torcer por la Plaza Hassan II, se encuentra de repente con la sorpresa de contemplar el cartel del “Twist Club” (¡El “Twist Club”! ¡Qué bueno!). Ya lo que le faltaba, no tarda ni un minuto en ponerse a fantasear: esto no es casualidad, qué sitio más ideal para poner un club de música, si lograra contactar con el actual propietario podría indagar si tiene interés por reabrirlo, podría intentar alquilarlo (no creo que me pidan una renta excesiva) y montar ese club de pop y rock con el que llevo tantos años especulando y al que siempre he querido llamar “Mogambo” (aunque reconozco que “Twist Club” es mejor aún como nombre, es insuperable), me vestiría como un supervillano de James Bond y me haría llamar Dr. Achilipú, solo se escucharía la música que a mí me gusta, nada de tecnomierdas ni de chorradas pseudolatinas, dedicaríamos un día (los jueves, por ejemplo) al pop español de la época, y solo dejaría entrar a aquellos que pertenecemos al Club de Corazones Solitarios, con un par de camareros tendríamos suficiente, ah, y pondría jazz los domingos por la noche, porque el jazz es una música muy de domingos por la noche, etc, etc, etc, todo ese arsenal de ensoñaciones que lleva años y años amasando y que no termina de edificar (pero qué buen rato pasa con ello, y además no hace mal a nadie).

martes, 22 de noviembre de 2016

Juez y arte


            Confieso que cuando oí la manida cantinela de que es mejor pedir que robar y que mi único delito es no encontrar trabajo, bajé los ojos hacia la puntera de mis Martinelli. Estaba maldiciendo en secreto la lentitud del idioma castellano en inventar una palabra (como han hecho los americanos con Homeless o los franceses con eso tan delicioso de Sans Domicile Fixe) que burocratice esas presencias molestas y, por tanto, nos despoje del desasosiego que nos causan, cuando algo me hizo enderezarme y prestar atención. Cada una de las calamidades que conformaban su particular recuento se abría con un Otrosí digo que, en labios de un esquimal, no hubiera sonado más extraño. Ese perfil de denario, esa mirada de fuego a la que la miseria apenas ha arrebatado lustre, esas manos... Sobre todo esas manos: no serían muy diferentes las que le indicaban a Adán que su contrato de arrendamiento quedaba inmediatamente cancelado y le señalaban la puta calle. No tardé más de unos segundos en darme cuenta de que aquel tipo que pedía para poder pagarse una pensión era el más celoso de los vigilantes de la justicia que se hubieran conocido, el peor enemigo de corruptos y demás ralea, el azote del mal y sus secuaces. Aquel tipo era el Juez Sanabria.


            Misterios del insondable ser humano: lo primero que sentí al identificar al Juez Sanabria (bueno, para ser estrictos, al ex-Juez Sanabria) fue un súbito ramalazo de melancolía. Quizá porque el comienzo de su fulgurante carrera me pilló preparando selectividad, y no me lo pensé, papá, quiero hacer Derecho y ser como el Juez Sanabria. A mi padre no le caía muy bien aquel tipo tan refitolero por el que (con muy poco disimulo) suspiraba mi madre, ese sí que es un hombre, luchando a brazo partido contra el mal y no haciendo pólizas de seguro como tú, que eres como el ángel de la muerte. Las reticencias de mi padre se desmoronaron cuando se enteró de que el dichoso juez de mierda (contraviniendo el tópico de que los perdedores son generosos y humanos, mi padre siempre ha gastado una mala leche que tumba) tenía un rollo con Vanessa Rickenbacker, una modelo de piernas kilométricas que declaraba haber encontrado junto al Juez su verdadera vocación, a partir de ahora mi único desfile será por la Justicia. Sea como fuere, mi padre accedió a que estudiara Derecho, con lo que un día partí hacia la facultad, resonándome aún en los oídos sus palabras de despedida (¿he dicho ya que tenía muy mala leche?), suerte, hijo mío, y no te preocupes si no triunfas como Juez o Fiscal, ser abogado tampoco es tan deshonroso.

            Aquel primer año de carrera coincidió con los grandes éxitos del Juez Sanabria. De encarcelar narcotraficantes pasó a enchironar políticos, concitando los rugidos de satisfacción de periodistas y tertulianos, que aplaudieron a rabiar tal medida hasta que se lo impidieron las esposas. Ya por entonces yo no me atrevía a salir de casa sin haberme embadurnado a conciencia de Habeas Corpus, el perfume que comercializaba el Juez y cuyas ganancias destinaba (por supuesto) a media docena de ONG's. Tampoco me perdía ninguno de sus programas de televisión, Dura Lex, Sed Lex o El peso de la Toga, incluso llegué a aprender algo de francés con su curso interactivo Causes Celèbres. En fin, aquel hombre incorruptible, al que no afectaban ni las maledicencias de sus enemigos ni los halagos de sus seguidores, era mí ídolo, y conforme aumentaba la audacia de sus incriminaciones (llegó a descabezar medio sistema financiero con una sola sentencia, o a pedir  la extradición de los descendientes del General Custer por manifiesto desprecio de minoría racial) mi admiración rozaba la idolatría, lo que me trajo no pocos problemas con Marta, mi novia de entonces, que veía en aquel paladín de la ética y la moral un obstáculo para su pretensión de que yo montara, al acabar la carrera, algo tan alejado de esos principios como una Inmobiliaria, sí, sí, mucho rollo con la Justicia, pero ¿cómo vamos a sacar dinero para comprarnos el pisito?.


            Fue cortar con Marta, y, casi simultáneamente, la estrella del Juez Sanabria empezó a oscurecerse. Su incontestable liderazgo moral estomagaba a más de uno, y la desafortunada sentencia en la que tronaba contra los que no pedían las facturas con el IVA generó el primer distanciamiento con sus acólitos, que decían que una cosa es una cosa, pero que otra cosa es otra cosa. A tal desliz siguió el affaire Tizziani, en el que la conocida actriz confesó llorosa que el Juez apenas prestaba atención a sus indudables encantos por estar más preocupado en perseguir criminales, y por eso había intentado suicidarse, no sin antes avisar a todas las televisiones. El público se distanció de él con la misma rapidez con que lo habían adoptado como gurú, y cuando el Juez se autoinculpó ante el Supremo por haberse saltado un paso de cebra, los buitres de la prensa y los pocos políticos que aún quedaban en la calle se aprestaron a hacer leña del árbol (¿o tendría que decir del ángel?) caído.

            Una amargura sin límites me trepó al recordar aquel proceso infame: el Juez  Sanabria se empeñó en hacer de su propio Fiscal, y se acusó públicamente de conducta temeraria indigna de un probo ciudadano. En una sesión espeluznante convenció a todos los miembros de la Sala de que era un peligro público, y que el mejor ejemplo que podía dar a las nuevas generaciones era purgando su culpa en el más cruel de los presidios. Los jueces, conteniendo las lágrimas, se limitaron a desposeerle de su condición de Letrado, y no aceptaron su recurso de apelación, en el que impugnaba la sentencia por ser demasiado benévola.


             Desde su salida del Tribunal, nadie había vuelto a saber nada de él. Y ahora yo lo tenía frente a mí, con la palma de la mano extendida en posición de súplica. El tren había llegado a mi estación, y aproveché para rebuscar apresuradamente en los bolsillos. Cuando por fin di con una moneda la deposité con respeto sobre aquella mano que con tanta firmeza había empuñado el mazo de la justicia. El juez pareció sopesarla durante unos instantes, y sin sonreír me miró fijamente: circule, joven, me dijo con aspereza, está infringiendo el artículo 123, apartado 2º B, en el que se insta a los pasajeros a no bloquear la entrada al vagón so pena de multa. Qué tío, recuerdo que pensé admirado mientras salía a toda leche del vagón, no ha perdido el swing. 

sábado, 19 de noviembre de 2016

Diatriba del nefelibata

            No envidiéis mi trabajo. Los poetas (¡qué daño no habrán hecho! ¡qué realidades no habrán distorsionado!) forjaron una imagen de nosotros, los diseñadores de nubes, que nos ha marcado para siempre, exiliados en un limbo de ensoñación y fantasía. Ese tópico que nos atribuye una vida ensimismada y vagorosa fue (he de reconocerlo) el que me condujo por una senda que, era tarde cuando me di cuenta, no tiene marcha atrás. Moriré, pues, ideando estratos y cúmulos, poblando cielos infinitos con estas promesas de lluvia que tan necesarias son tanto para la fertilidad de los campos como para la imaginación de los hombres.

            Yo nací como uno más de vosotros, jugué a vuestros mismos juegos, sufrí engañado por los mismos o muy parecidos amores. Entonces yo levantaba la cabeza (quién no lo ha hecho alguna vez, puede que ahora mismo lo estéis haciendo muchos de vosotros) y sentía que estaba protegido por aquella bóveda azul, cruce afortunado entre un escudo y una metáfora. Los fenómenos meteorológicos (deliciosos unos, vengativos otros, aleatorios todos) se me antojaban un capricho más de la naturaleza, y rara vez me planteé siquiera pensar en sus motivos últimos, en las razones por las cuales la nieve acude a su cita invernal, o el viento ansía comprobar la solidez de las cosas. Aquella comprensión habría necesitado una mayor capacidad de entendimiento, si aun yo me hubiera planteado sacar una lógica al pedrisco, a la lluvia, a los tornados.
            A las nubes. Sí, porque fue en los amenes de mi adolescencia (a mediados de abril, justo el día en el que los cielos de repente abren el telón, y dejan en mitad de ese fabuloso escenario una nube solitaria) cuando la curiosidad me hizo ver aquel espectáculo de una forma distinta. Los transeúntes que me rodeaban, desconocidos y conocidos, no daban muestra de reparar en aquella deslumbrante aparición que, como una epifanía, parecía dirigirse personalmente a mí. Y no lo hacía con la compacta arrogancia que desprenden las nubes de los cuadros barrocos, sino con la sencillez de las palabras medio susurradas, de las verdades apenas intuidas, palabras y verdades que se abrieron paso en mis pensamientos y me hicieron reflexionar: no hay dos nubes iguales.
            El primer amor, el primer zarpazo de la enfermedad (esa embajadora de la muerte): os ofrezco dos ejemplos para que entendáis el devastador impacto que tuvo en mí aquel descubrimiento no sé si atroz o providencial, quizás ambas cosas. A partir de ese momento, y rechazando obligaciones y placeres, dediqué mis días a cerciorarme de mi primer pálpito, y descubrí tan extasiado como contrito que sí, que no había dos nubes iguales. A pesar de la simplicidad de su materia, de la escasa paleta de sus colores, de los imperativos de la aerodinámica, de la tiranía de las condiciones atmosféricas: no existían dos nubes iguales. De ahí a admitir un concepto tan agotador como el infinito no había más que un paso, que no tardé en franquear, para caer en brazos de la fiebre, luego me dijeron que también del delirio.
Durante unos días interminables, encerrado en la habitación de un hospital en la que no había ventanas, mis pensamientos (que no mi mirada) frecuentaron los cielos, intentando refutar la aplastante evidencia. Y sólo cuando tomé la determinación que habría de marcar mi vida volví a abrir los ojos, para comunicar a mi atribulada familia, que me rodeaba en angustiosa vigilia, que iba a diseñar nubes.
            Las cosas son si pueden ser, y para poder ser han de tener un nombre: el silogismo no es mío, pero lo suscribo sin ambages. En el diccionario dormía la preciosa palabra nefelibata: dícese del soñador, del que anda por las nubes, y al descubrirla supe que el primer obstáculo hacia mi nueva vida estaba derruido: yo ya sabía lo que era, y el conocimiento de uno mismo es la esencia de la felicidad. Más inopinado, mucho menos evidente fue el descubrimiento de que los nefelibatas no frecuentaban las muy tecnológicas agencias de meteorología, sino las oscuras garitas donde malviven los filósofos. Tras arduas pesquisas, fue un hegeliano alto y barbudo, con evidentes signos de vivir en perpetua embriaguez, el que me dio la pista definitiva. Busca una academia que no existe, y encontrarás a unas personas que nunca fueron, me dijo, y los siete angustiosos años que dediqué a resolver tan enrevesado enigma bien valieron la pena cuando (amanecía, este viaje sólo podía hacerse en una hora tan simbólica) golpeé muy delicadamente una puerta situada en un lugar que he jurado no revelar, y una anciana muy pulcra me recibió con una sonrisa. Te estábamos esperando, me susurró, y mucho tuve que contenerme para no llorar.

            Una veintena larga de personas se afanaban en una sala ni pequeña ni grande, y cuya principal peculiaridad es que sus paredes y techo eran de cristal. Dos o tres de los presentes se volvieron hacia mí y me dieron la mano, incluso un señor perfectamente trajeado me palmeó la espalda. Así que tú eres el que viene a sustituir a Agnes, y yo asentí sin saber muy bien si eso era verdad (luego resulto que sí era verdad). Tras los protocolarios saludos se me asignó una mesa de dibujo, unos lápices muy usados, y se me dijo que tenía que diseñar una autocumulus caballa para dentro de dos horas, la anciana (a la que acertadamente identifiqué con Agnes) no me dejó que abriera la boca, hoy vamos fatal, ponte manos a la obra.
            Os ahorraré las peripecias del aprendizaje, tan áspero como el de cualquier otra disciplina. Bastará con que sepáis que mis dieciocho primeros proyectos acabaron en la papelera, inmisericordemente rechazados por una Agnes a la no me costó odiar. Mi ego, órgano del que hasta entonces yo creí carecer, sufrió un acoso en toda regla, especialmente cuando se me echó en cara que el nimbostratus que acababa de pergeñar era demasiado evanescente. Pero llegó una mañana de finales de noviembre (la luz entraba a empujones por las ventanas, una luz mortecina y fugaz) en que Agnes cogió mi proyecto (era el número diecinueve, cualquier persona versada en la cábala comprenderá lo poco que el azar tuvo que ver en lo que a continuación aconteció), lo levantó ante sus ojos, y simplemente me dijo que ya se podía ir tranquila. Sus compañeros aplaudieron, algunos incluso parecieron llorar, bebimos con apresuramiento un champagne tibio que alguien había traído y despedimos a Agnes hasta siempre, nadie me contó porqué se iba.
            Pasaban los años, las estaciones. Bastará con que sepáis que mi pericia creció, y que a los pocos meses de mi llegada hasta se me permitió diseñar cirrus Kevin-Helmholtz. También creció mi curiosidad, pero todas mis pesquisas por saber quién me ingresa cada mes un salario ni escaso ni abundante se han encontrado con el (un punto) condescendiente silencio de mis compañeros. Sólo en una ocasión, y gracias quizás al alcohol con el que festejábamos la inminente Nochebuena, a Diana se le escapó algo sobre el Primer Diseñador, aquel que descubrió el secreto de las nubes. No digas a nadie lo que te acabo de contar, me apremió, con una mueca que oscilaba entre la embriaguez y el temor, para a continuación apresurarse a besarme, menos impelida por el amor que por el deseo de emborronar sus palabras, que al día siguiente negaría haber pronunciado.
Tengo mis vacaciones pagadas (un mes, tiempo que normalmente empleo en viajar a países sin nubes, de perpetuos cielos azules), Félix mencionó en cierta ocasión (no sé si en broma) que incluso tenemos un convenio colectivo, no me consta que alguna vez se haya hecho huelga. Ignoro quién lleva a cabo, cómo se llevan a cabo (no me atrevo a decir se construyen: se me antoja un verbo demasiado funcionarial) las nubes que nosotros diseñamos. Se han ido compañeros, han llegado sustitutos, a mis sucesivas novias les conté que trabajo en algo relacionado con el clima, una cosa así como medio científica: mi actual mujer, de letras puras, dejó de indagar tras una explicación en que abundaban términos como troposfera o hidrocarburos. No tuve la sensación de estar engañándola, y de hecho no era así.

            Sin embargo, no me gustaría que sacaseis conclusiones apresuradas. Los poetas (¡qué impunidad les concede su estatus! ¡qué arrogancia, cuando no estupidez, hay en sus ensoñaciones!) gustan de pensar una vida idílica para el que se dedica a mirar las nubes. Nada más lejos de la realidad, cuando tienes que llenar unas cielos bulímicos sin la posibilidad de utilizar los bocetos ya usados. Cada día hay que empezar de nuevo, cada mañana supone un reto que ha exprimido los nervios de más de uno, yo mismo estuve de baja varios meses: una niebla grumosa ocupó mi cabeza, y no creí conveniente rectificar al medico que me diagnosticó una vulgar depresión.
            Pero eso no es nada en comparación con el mayor de nuestros males, con nuestra herida secreta, con esa ominosa certidumbre que ha de asediar mis últimos días, cada vez más cercanos Vosotros (y nunca sabréis cómo os envidio por ello) os podéis refugiar en la cómoda fe de un cielo que se os dará como premio si sois buenos. Nosotros (y nunca sabréis cómo se sufre por ello) somos dolorosamente conscientes de que allí no hay nada, apenas las nubes que con tanto trabajo diseñamos. 

lunes, 14 de noviembre de 2016

No incluye propinas


            - No se me demore, señora Hendricks, y prepare su cámara, porque lo que vamos a ver merece sin duda ser inmortalizado. Ante ustedes, ladies and gentlemen, damen und herren, mesdames et… euh, mesdames et caballegos, el auténtico cepillo de dientes que utilizó Ernest Hemingway la última noche que se alojó en este hotel.
            Los depositó uno por uno sobre la repisa del baño, rodeando el vaso en el que estaban el cepillo y el dentífrico, y se palmeó en los bolsillos hasta dar con el móvil, que sacó para hacer una foto al conjunto. Al notarlo en la mano la llamó una vez más, pero salió de nuevo el contestador. Soltó una palabrota, a la que siguió una carcajada ríspida, alunada.  
            - Esto no es todo, amigos. Este cuarto de baño es un auténtico museo del siglo XX. ¿A ver quién me adivina qué célebre pareja estuvo haciendo el amor en la bañera durante horas, hasta que vino el conserje a quejarse? Venga, digan algo ¿Señora Tanqueray? ¿Ha dicho Ava Gardner y Frank Sinatra? ¿Ha dicho eso? ¡Es usted una enciclopedia viviente, mi buena señora! Déjeme que la felicite con un trago en muestra de admiración.
            Aunque en circunstancias normales la ginebra le hubiera raspado la garganta hasta hacerle toser, en aquella ocasión la sintió descender con suavidad, casi con prudencia. Parpadeó un par de veces, y saliendo del cuarto de baño se encaminó hacia la terraza. Apartó la cortina de un manotazo, y la palabrota le salió rotunda, pulida como una piedra de río. No mucho más aliviado, suspiró:
            - ¿Pero cuándo va a parar todo esto?
            Sobre el lienzo nocturno bailoteaban los brochazos de la nieve, unos copos gruesos y malencarados que cubrían la barandilla y las tumbonas de la terraza. Ahí fuera, en algún lugar, estaba el Retiro, y Ricardo no pudo evitar un atisbo de carcajada al darse cuenta de la ironía: era un turista en su propia ciudad, en la ciudad en la que había nacido. Dio dos palmadas y volvió al cuarto de baño.
            - En fin, señoras y señores, que no nos vamos a desmoralizar por este tiempo de porquería. ¿Quién quiere conocer las costumbres de los aborígenes? ¿Señora Stolichnaya? Usted siempre tan callada. Venga conmigo, que le voy a explicar cómo son las gentes del lugar.
            Pegó un trago largo a la botellita, y se dejó caer en el sofá. Encendió la televisión y trasteó con el mando a distancia. Tras una docena larga de intentonas fallidas, localizó lo que estaba buscando.
            - Señora Stolichnaya, sé que es usted una mujer de mundo y no se va a escandalizar por nada. Vamos a ver un poco del National Pornographic, un poco de antropología marrana. Vea cómo la madrileña y el madrileño dedican sus energías al noble arte de la cópula. ¡No se me ruborice, mi digna amiga! ¿O es que en la vieja Rusia no hacen ustedes estas cosas? Observe con qué ardor se emplean estos madrileños, qué pasión ponen.
            Calculó mentalmente: llevaba cuatro horas largas metido en la habitación. Cuatro horas largas. Se dice pronto. Cogió el móvil para llamar a Javier y hablar de algo, pero se contuvo: en teoría, estoy en un retiro rural de la empresa para motivar a sus empleados, se supone que no hay cobertura, a ese bocazas seguro que se le escaparía algo delante de Trini, y la muy cotilla no tardaría ni un minuto en contárselo a Irene. Volvió a guardar el móvil en el bolsillo, mientras en la televisión la película porno transcurría beatíficamente.

            - Señora Stonislaya, o Stoninya, o como se llame, usted apenas me conoce, pero le confieso que ahora mismo yo tendría que estar haciendo lo mismo que esos retozones madrileños. En fin, que vamos a tener que volver con el grupo. Esto empieza a ponerse reiterativo, y ni siquiera la aparición de esos dos nuevos garañones tan portentosamente dotados parece alterar a la pundonorosa señorita, que ya no da abasto.   
            Se levantó, apuró lo que quedaba de vodka, y caminó hacia el cuarto de baño. Allí seguía el grupo, escoltando al cepillo de dientes. Ricardo dejó la botellita vacía y agarró la barra de Toblerone, a la que pegó un bocado furioso. Sin esperar a haberse tragado el chocolate continuó su explicación al grupo.
            - Si tienen la amabilidad de mirar hacia aquí, hacia el dormitorio, observarán esta cama. A primera vista puede parecer una cama normal, pero aquí fue donde, en una fecha que ahora mismo no recuerdo, Orson Welles se zampó una paella entera. ¿Les gusta a ustedes la paella? A usted le entusiasma, ¿verdad, señora Coronita? Ah, señora Coronita, ¿por qué tendré yo esta predilección por las rubias? Deme un besito, señora Coronita.
            En comparación con los tragos anteriores, la cerveza resultó casi insípida, y el viscoso sabor a chocolate que aún le embadurnaba el paladar contribuyó a dulcificar aún más la sensación. Fuera se hizo notar un empellón de la ventisca, que tamborileó contra el cristal. Esto sí que es turismo de interior, pensó, dejando a la señora Coronita en el lavabo.
            Al verse en el espejo se peinó de un manotazo, y cogió el móvil. Lo encendió con premura. No tenía llamadas. Especialmente, no tenía esa llamada. Volvió al dormitorio.
            - En esta habitación, estimado rebaño de viajeros, tuvieron lugar acontecimientos fundamentales de la historia mundial. Aquí inventó el doctor Samsung el reproductor de video, cuyo primer prototipo conservan en recuerdo de aquel insigne descubrimiento. Hágale una foto, señora Hendricks, que una cosa así no se ve todos los días. Si me vuelven la cabeza, y se lo estoy pidiendo amablemente, no me obliguen a cabrearme, verán este estimable cuadro de frutas y flores pintado por… hum… déjenme que lo compruebe… un tal Díaz-Molina, artista que puede que no tenga mucho renombre, pero qué vida insufla a estos racimos de uvas, qué lozanía desprenden sus manzanas… admirable de todo punto.
            Ahora la emprendió con lo poco que quedaba de whisky. Al acabar chasqueó la lengua.
            - ¿Tormentas a mí? ¡Me río yo de las tormentas! Pero no sé por dónde iba. Ah, sí, por la decoración de la suite. A sus entrenados ojos no se les habrá escapado que estas lámparas son de la casa Tiffany’s, no tienen más que observar su fino acabado y la maestría de sus detalles. No es de extrañar que Marlon Brando, siempre que venía a este hotel, exigiese esta habitación.
            A continuación imitó a don Vito Corleone:
- Si no me dan la 234, pueden amanecer con una cabeza de caballo entre las sábanas, ¿capito?
Al acabar la frase recuperó su voz normal (¿Marlon Brando había estado alguna vez en Madrid?, pero qué más da, pensó).   
              - O peor aún, metidos en un frigorífico, concretamente en el hermano mayor de éste.
            Se rió de su propio chiste mientras abría el minibar. Ya solo quedaban una bolsa de cacahuetes fritos y un frasco de crema de café. Eso sí que no, decidió, y se quedó mirando la televisión apagada, como diciendo: y ahora qué. De repente asintió con la cabeza, y volteó todo el cuerpo hacia la cama, donde estaban desparramadas las botellitas y el Toblerone.
            - Amigos, tengo una buena noticia para ustedes, el mejor grupo de turistas que yo haya conocido jamás. Se unen a nosotros unos tipos de lo más simpático.
            Echó mano a la maleta, y de un zarpazo sacó una caja pequeña, de la que extrajo cinco preservativos, que alineó concienzudamente junto al grupo.
            - Venga, no sean tímidos, conózcanse los unos a los otros, quién sabe en qué acabará esta amistad. Les presento a los hermanos Dúrex, de los Dúrex de toda la vida. Venga, señora Tanqueray, anime a los recién llegados, que les acaban de mandar el finiquito por sms y están muy tristes.
            Le salió una carcajada falsa, de supervillano.
            - ¿No me cree usted, señora Tanqueray? Ah, eso está muy mal. A un guía tan bueno como yo hay que creerle siempre.
            Mientras hablaba sacó el teléfono, lo encendió y buscó en la bandeja de mensajes recibidos.
            - “No iré al hotel. Te repito que lo nuestro ha terminado. Hasta nunca” Y la pobre familia Dúrex, al paro. ¿No le apena, señora Tanqueray?
            Acabó con la ginebra de un trago que, esta vez sí, le desolló la garganta. Tiró la botellita sobre la cama, manoteó hasta dar con la lata de Heineken aún sin abrir, y se sentó en el sofá.
            - Señora Heineken, no sé si conoce usted las costumbres de los madrileños. Las costumbres guarras, quiero decir. Permítame enseñárselas en cuanto encuentre ese maldito canal.
            La nieve seguía cayendo, nadie recordaba una tormenta tan furiosa tan metidos ya en la primavera.

jueves, 3 de noviembre de 2016

Fahrenheit 625

         
Yo nací (¡perdonadme!) con la tele. Desde que tengo uso de razón, desde que mi cerebro empezó a asimilar todos aquellos conglomerados de emociones a los que podemos llamar recuerdos, estos han sido configurados conforme a unos parámetros que en muy poco (por no decir nada) difieren de lo que nos muestra la pequeña pantalla, mi única amiga leal durante ese turbulento periodo, idolatrado por los poetas y empuercado por los psicoanalistas, que denominamos infancia.
            Un hombre que empieza a hacerse irreversiblemente adulto, de incipientes entradas, vestido con un jersey de cuello vuelto. Está en el campo, a unas decenas de metros tiene un coche, y a lo lejos se ve un toro, un impresionante animal de reluciente piel negra, con cuernos de media luna. Ya hace tiempo que admití que aquél era el recuerdo más antiguo que podía considerar como propio, un recuerdo que abarca a mi padre, al primer coche al que pudimos llamar nuestro y a un mítico e indeterminado campo en el que debí de pasear, inocente y feliz: una Arcadia mesetaria. Sin embargo, también podría ser que estuviese usurpando alguno de los numerosos anuncios que (por centenares, por miles) he ido absorbiendo en mis muchísimas horas frente al televisor, un anuncio de bebidas castizas, de coñac para ser más exactos (ahora lo llaman Brandy).

            Si Alejandro Magno tuvo como preceptor a Aristóteles, toda mi generación se abrió al mundo siguiendo los dictados de aquel entrañable aparato en blanco y negro, que tan vulnerable se mostraba a los fenómenos meteorológicos (hay nieve en la Bola del Mundo, cabeceábamos apesadumbrados en casa cuando el UHF se veía aún peor de lo habitual), y que hizo las funciones de lo que el Trivium y el Quadrivium supusieron a los universitarios medievales. Félix Rodríguez de la Fuente nos desveló la exuberante complejidad de la naturaleza, Chicho Ibáñez Serrador nos previno contra los caprichos de azar, Sabrina nos alertó contra las formidables dentelladas del deseo: quién podría balizar mejor el laberinto de la existencia que aquel formidable plantel de mentores, a los que siempre guardare mi más emocionada gratitud.

            Habrá quien abomine de tal aprendizaje, habrá quien lo considere bárbaro o banal. La propia televisión, su multiplicidad de canales, su casi infinito perspectivismo permite aceptar tal crítica, por muy infundada que a mí me resulte. Creo (sin temor a exagerar) que todos y cada uno de los minutos que pasé frente a ella dejaron su impalpable poso en mí, creando un sedimento en el que ha fermentado (con mayor o menor fortuna) eso que ahora soy. A decir verdad, todos y cada uno de los sentimientos y emociones que forman parte de mi vida diaria se me aparecieron (como una epifanía doméstica) en la pequeña pantalla: allí descubrí el amor, en una gozosa tarde en la que mis padres me dejaron solo, y en la que Esmeralda Gabriela besó con singular fruición a Washington Salvador, en un jardín umbrío cuyo sofocante olor no me cuesta imaginar. Aquel amor vicario se me sigue apareciendo con toda su intensidad primigenia, aureolado de exultantes colores, y mucho más auténtico de los tristes remedos (tan prosaicos, sin jardines) que me tocó vivir, y cuya mera enumeración serviría para refutar ese mandamiento aciago que dice que la realidad supera siempre a la ficción: la realidad carece de guionista, carece de un mínimo de atrezzo, carece de ese vertiginoso sentido de la exactitud que caracteriza a la televisión, el verdadero arte de nuestro tiempo.

            Fui poco a poco cumpliendo años, y la televisión los cumplió conmigo. Me desarrollé, la tele se abrió al color, mis intereses crecieron, sus canales se multiplicaron, poco a poco ensanché, ella creció en pulgadas y definición. Su compañía no flaqueó, al contrario, se hizo cada vez más presente en mi vida. Establecimos una relación punto menos que simbiótica, en la que (qué alarde de generosidad por su parte) yo apenas aportaba nada a cambio del enorme caudal que recibía, sin que eso supusiera merma alguna en nuestra unión. Llegué a comprender que aquel aparato, denostado por muchos al motejarlo de simple electrodoméstico, era el filtro que se interponía entre mi delicada piel y el áspero mundo exterior. Degusté con la avidez de los famélicos cada una de aquellas suculentas creaciones efímeras, en las que un notable número de profesionales inmolaban su creatividad para ver cómo su obra se emitía una sola vez, y en feroz competencia con otras obras de arte no menos trabajadas. ¿Os imagináis a Velázquez pintando un cuadro que solo pudiera verse una vez, y además compitiendo con Rembrandt, Rubens, Van Dyck y Jordaens por la atención del hipotético espectador? Pues esas son las draconianas condiciones en que se exhiben los programas televisivos, aceptadas con sublime displicencia por unos artistas catódicos que nada tienen que envidiar en cuanto a talento a los pintores mencionados.
            Puedo recordar sin esfuerzo (“Louis de Funes, el memorioso” fue, durante mucho tiempo, mi nom de guerre) el emocionante capítulo en que J.R. fue aviesamente tiroteado, o aquella agónica noche en la que la selección española ganó doce a uno a Malta, he llegado a imitar a la perfección el desgalichado aullido del locutor con el último tanto. Más de una vez  he recurrido a esa sacrosanta jurisprudencia a la hora de encarar esos problemas que parecían acosarme en cuanto me alejaba de la pequeña pantalla: arbitrarias cuestiones amorosas, peliagudos ritos sociales, decisiones sin marcha atrás. La misma broma que admiré a José María Iñigo en “Directíssimo” me ha servido (atentos los amantes de las paradojas) para solventar un velatorio particularmente ominoso y para desactivar un reproche que amenazó seriamente la continuidad de mi segundo matrimonio. Un exabrupto inclemente de un actor soez en una olvidada sitcom me sirve como escudo cada vez que me siento atacado. Una réplica especialmente lírica de “Yo, Claudio” me ha granjeado fama de tierno ante personas de lo más disímil, y no descarto utilizarla como epitafio, en un futuro que espero lejano.  

Como comprenderéis, a pocas personas afectaron más que a mí los acontecimientos que desembocaron en la prohibición de la televisión (¡no vengamos con eufemismos: fue una prohibición!). Es verdad que, hace ya de esto unos cuantos años, hasta los convencidos como yo empezamos a inquietarnos ante la siniestra deriva que empezó a tomar la pequeña pantalla. Las reyertas en directo dejaron de ser solamente verbales, los programas basura alcanzaron un grado de toxicidad difícilmente digerible, la inteligencia o el glamour se convirtieron en hándicaps a la hora de alcanzar el estrellato. Incluso entretenimientos inocuos como los partidos de fútbol (con su monótona acumulación de goles) o las películas porno (con su monótona acumulación de orgasmos) renunciaron a sus predecibles esquemas para constituirse en campos de batalla en los que la ordinariez y el mal gusto dejaban en barbecho la sensibilidad del espectador más calafateado.

Yo (y no era el único) albergaba la secreta esperanza de que aquello no fuera más que una moda, una sarampión que afectaba a toda España (como sucede con los gobiernos, cada país tiene la televisión que merece), algo en suma pasajero. No hacía falta tener mucha memoria para recordar que la Transición había llenado los kioskos de tías en pelotas, pero que a los pocos años todas aquellas opulentas señoritas dejaron su lugar a docenas de periódicos económicos, que a su vez desertaron en favor de fascículos de toda laya, en los que tanto podías aprender el swahili como coleccionar replicas a escala de un tapiz de los Gobelinos. No nos alarmemos, también la telebasura pasará (dijeron o pudieron haber dicho los expertos en mass media).

Pero no pasó. La mugre se enquistó en nuestras pantallas con una determinación de molusco, y llegó el día en que dejamos de oler la hediondez, era como en esos sitios donde nunca llueve o donde siempre llueve, terminas por acostumbrarte a tan atroz rutina. En fin, es lo que hay, fuimos muchos los que nos encogimos de hombros y cogimos el mando a distancia, lo mismo en otro canal la cosa no es tan así (pero sí era tan así).

Mas lo que no podíamos esperarnos era un giro de guión tan dramático como el que vino a acontecer. Ya hacía tiempo en que sucesivos gobiernos, sin distinción de color (grisáceo en un caso, gris marengo en otro, gris perla en el de un tercero), habían entrado en una espiral prohibicionista que les llevó a suprimir costumbres que los españoles llevábamos incorporadas en nuestro ADN con la misma férrea determinación que en el extranjero llevan el civismo o la solidaridad. Primero fueron los toros, luego el tabaco, más tarde la bollería industrial, los anuncios de prostitución, el alcohol en la carretera, el maltrato doméstico, la piratería digital, el abstencionismo laboral… Sin darnos cuenta, todo aquello que podría considerarse como quintaesencialmente español nos fue escamoteado, urgidos sin duda por una necesidad inaplazable de parecer más europeos, menos carpetovetónicos.

Sin embargo, y sobre todo desde que las prohibiciones del tabaco o de la bollería industrial habían generado un cierto resquemor entre las élites intelectuales (Javier Marías escribió una indignada soflama contra la erradicación de las palmeras de chocolate, cuya masiva ingesta defendió a pesar de ser las causantes de su menguada estatura), a nadie se le pasaba por la cabeza que la televisión podría ser la siguiente víctima. Todo tiene un límite, nos decíamos, si quieren conservar la poltrona no pueden enajenarse la simpatía de los televidentes, pueden bajar las pensiones o subir los impuestos, pero la tele, ni tocarla.  

Pero una encuesta lo cambio todo. Algún estadístico desocupado tuvo la peregrina idea de hacer un sondeo sobre las preferencias políticas de los españoles, muy original no era el chico, no. Y (hete aquí la sorpresa) un número considerablemente alto de los encuestados afirmaron que, de presentarse, ellas y ellos votarían por uno de los más reputados ejemplos de lo que se ha dado en llamar Tele Basura: la ínclita princesa del pueblo, esa modistilla postmoderna que atiende por el nombre de Belén Esteban. Qué risa, dijimos todos. O casi todos, porque al gobierno no le hizo ni puñetera gracia. Y de un plumazo, prohibió la televisión.

En uno de esos raros raptos de dignidad colectiva que ya casi ni se recordaban, la ciudadanía salió a las calles enfurecida enarbolando el “Supertele” y el “Teleprograma” con la misma unción con la que en otros pagos exhiben el Corán o la Torá, y se retomó el grito de guerra que ya expulsó a los afrancesados a principios del siglo XIX: “¡Vivan las cadenas!” (en este caso, de televisión). Por muy alejados que estuvieran de la realidad de la calle, los políticos no pudieron por menos que sentir que, en aquella ocasión, había que replantearse el tema. Era un globo sonda, gritaron a los cuatro vientos, y para distraer a la irritada ciudadanía procedieron a prohibir la inmemorial tradición del amigo invisible, astuta medida que atrajo la inmediata simpatía de la población, harta de tener que comprar regalos para el compañero más detestado de la oficina. 

Ah, debió de rumiar en la soledad de sus aposentos el legislador de turno, qué volcánicos son estos españoles, no es de extrañar que les gusten tanto las guerras civiles. Y sería entonces cuando, aspirando el aroma de su Cohiba, el prócer se decidió a recurrir al eufemismo, esa disciplina de la dialéctica que tantas tropelías ha encubierto desde que los seres humanos descubrieron las virtualidades del lenguaje. Expulsaría el humo con delectación, sonreiría paladinamente, y pulsando algún interfono o cosa similar llamaría a su secretaria: que venga el subsecretario del Departamento Interministerial de Denominaciones Sibilinas. Y echando  leches.

Llamemos a las cosas por su nombre, eso de “Reconducción Conceptual de Medios Audiovisuales Lesivos para el Intelecto” (el decreto-ley 32/2011) no es más que fraseología para disimular el más vil de los ataques a los derechos humanos de los que se tiene noticia, y que pagarán sin duda nuestros descendientes, obligados a partir de su aprobación a consumir indiscriminadamente retransmisiones de ópera, entrevistas a escritores (¡escritores hablando, la antítesis de la televisión!) o documentales históricos, géneros que no vería nadie en sus cabales de no ser por la torticera intención del gobierno de (supuestamente) culturizarnos.

Imaginad un mundo sin aire, un mundo sin pájaros, un mundo sin niños: no creo exagerar si afirmo que parecido cataclismo supuso para mí aquel giro copernicano que sufrió mi existencia. Nunca hasta entonces comprendí lo enganchado que estaba a las andanzas de todos aquellos personajes a los que sin impropiedad podría considerar mis amigos del alma: ¿qué estará haciendo ahora Isabel Preysler, seguirá en la cárcel Julián Muñoz, cuántos hijos secretos le habrán salido a Alejandro Sanz? Ah, qué desazón hemos de vivir en este nuevo mundo tan culto y tan vacío.
           
           Mis días se volvieron largos y tediosos. Donde antes se me mostraba ebullición y dinamismo, ahora se me castiga con supuesta erudición y aburrimiento. Y no me extrañaré (el rumor es cada vez más insistente) cuando el visionado televisivo se vuelva obligatorio, cuando se nos una a la pequeña pantalla con un nuevo cordón umbilical, que nos anegará con toneladas de empalagosa cultura, cuando se nos obligue a diferenciar las cuatro etapas de la pintura mural pompeyana o a deleitarnos con las astracanadas dodecafónicas de Schonberg, o a ver una y otra vez todas las películas de Carlos Saura, incluyendo sus enésimas y costosísimas incursiones en el mundo de la seguidiya, el martinete o la soleá.
            
            Eso sí, pronto descubrí que no era el único al que la nueva televisión había destrozado la vida. Poco a poco, en la clandestinidad más absoluta, una red de añorantes televisivos se empezó a formar, adoptando la estructura de una secta y recibiendo la feroz represión de la autoridades, alcanzando incluso (en el caso de los más fervorosos) la envidiada palma del martirio. Como los cristianos, hubimos de encontrar refugio en una fe ciega, gracias a la cual nos convencimos de que alguien vendría a redimirnos. Como los cristianos, hubimos de soportar escisiones y querellas, que condujeron a nuestra atomización en minúsculas congregaciones y en odios africanos que el asesinato o la excomunión apenas lograba apaciguar. En una de estas congregaciones (aquella que considera que el Enviado adoptará la forma de Jose Luis Moreno, Uno y Trino) recalé, y en ella fui prontamente ascendido, toda una vida de intensa devoción televisiva me hizo merecedor de un privilegio que espero cumplir adecuadamente: el de memorizar hasta en sus más livianos detalles un programa de televisión, y guardarlo en mi cerebro para traspasarlo a las futuras generaciones. Gracias, sollocé, cuando se me confió una vieja cinta de VHS que veo clandestinamente, una y otra vez, atento siempre a una posible delación por parte de los vecinos (sería considerado como un acto de civismo, tal y como explican los manuales de Educación para la Ciudadanía).

            El cielo hoy es azul, se adivina ya la primavera. En este rincón del parque es donde podemos reconocernos, gracias a una seña que me está vedado explicitar, y que cambiamos tan a menudo como nos es posible. En cuanto alguien me la hace (como si yo no hubiera adivinado antes la ansiedad en su cara, la urgencia en los gestos, la implorante desazón), yo asiento con la cabeza, y me sigue a lo más enrevesado de la floresta. Allí, al abrigo de miradas inquisidoras, comienza la evangelización. No cobro por mi labor, quién sabe si ese trémulo joven al que ahora estoy relatando el programa 32 de la cuarta temporada de “Gran Hermano” con toda minuciosidad (las discusiones de Ana y Álex, los juegos amatorios de Belén y Alberto, las escondidas borracheras de Fresita), no habrá de sucederme cuando yo muera, o cuando me cacen los esbirros de la policía.