Yo nací (¡perdonadme!) con la tele. Desde que tengo uso de razón, desde
que mi cerebro empezó a asimilar todos aquellos conglomerados de emociones a
los que podemos llamar recuerdos, estos han sido configurados conforme a unos
parámetros que en muy poco (por no decir nada) difieren de lo que nos muestra
la pequeña pantalla, mi única amiga leal durante ese turbulento periodo,
idolatrado por los poetas y empuercado por los psicoanalistas, que denominamos
infancia.
Un hombre que empieza a hacerse
irreversiblemente adulto, de incipientes entradas, vestido con un jersey de
cuello vuelto. Está en el campo, a unas decenas de metros tiene un coche, y a
lo lejos se ve un toro, un impresionante animal de reluciente piel negra, con
cuernos de media luna. Ya hace tiempo que admití que aquél era el recuerdo más
antiguo que podía considerar como propio, un recuerdo que abarca a mi padre, al
primer coche al que pudimos llamar nuestro y a un mítico e indeterminado campo
en el que debí de pasear, inocente y feliz: una Arcadia mesetaria. Sin embargo,
también podría ser que estuviese usurpando alguno de los numerosos anuncios que
(por centenares, por miles) he ido absorbiendo en mis muchísimas horas frente
al televisor, un anuncio de bebidas castizas, de coñac para ser más exactos
(ahora lo llaman Brandy).
Si Alejandro
Magno tuvo como preceptor a Aristóteles, toda mi generación se abrió al mundo
siguiendo los dictados de aquel entrañable aparato en blanco y negro, que tan
vulnerable se mostraba a los fenómenos meteorológicos (hay nieve en la Bola del
Mundo, cabeceábamos apesadumbrados en casa cuando el UHF se veía aún peor de lo
habitual), y que hizo las funciones de lo que el Trivium y el Quadrivium
supusieron a los universitarios medievales. Félix Rodríguez de la Fuente nos
desveló la exuberante complejidad de la naturaleza, Chicho Ibáñez Serrador nos
previno contra los caprichos de azar, Sabrina nos alertó contra las formidables
dentelladas del deseo: quién podría balizar mejor el laberinto de la existencia
que aquel formidable plantel de mentores, a los que siempre guardare mi más
emocionada gratitud.
Habrá
quien abomine de tal aprendizaje, habrá quien lo considere bárbaro o banal. La
propia televisión, su multiplicidad de canales, su casi infinito perspectivismo
permite aceptar tal crítica, por muy infundada que a mí me resulte. Creo (sin
temor a exagerar) que todos y cada uno de los minutos que pasé frente a ella
dejaron su impalpable poso en mí, creando un sedimento en el que ha fermentado
(con mayor o menor fortuna) eso que ahora soy. A decir verdad, todos y cada uno
de los sentimientos y emociones que forman parte de mi vida diaria se me
aparecieron (como una epifanía doméstica) en la pequeña pantalla: allí descubrí
el amor, en una gozosa tarde en la que mis padres me dejaron solo, y en la que
Esmeralda Gabriela besó con singular fruición a Washington Salvador, en un
jardín umbrío cuyo sofocante olor no me cuesta imaginar. Aquel amor vicario se
me sigue apareciendo con toda su intensidad primigenia, aureolado de exultantes
colores, y mucho más auténtico de los tristes remedos (tan prosaicos, sin
jardines) que me tocó vivir, y cuya mera enumeración serviría para refutar ese
mandamiento aciago que dice que la realidad supera siempre a la ficción: la
realidad carece de guionista, carece de un mínimo de atrezzo, carece de ese
vertiginoso sentido de la exactitud que caracteriza a la televisión, el
verdadero arte de nuestro tiempo.
Fui poco
a poco cumpliendo años, y la televisión los cumplió conmigo. Me desarrollé, la
tele se abrió al color, mis intereses crecieron, sus canales se multiplicaron,
poco a poco ensanché, ella creció en pulgadas y definición. Su compañía no
flaqueó, al contrario, se hizo cada vez más presente en mi vida. Establecimos
una relación punto menos que simbiótica, en la que (qué alarde de generosidad
por su parte) yo apenas aportaba nada a cambio del enorme caudal que recibía,
sin que eso supusiera merma alguna en nuestra unión. Llegué a comprender que
aquel aparato, denostado por muchos al motejarlo de simple electrodoméstico,
era el filtro que se interponía entre mi delicada piel y el áspero mundo
exterior. Degusté con la avidez de los famélicos cada una de aquellas
suculentas creaciones efímeras, en las que un notable número de profesionales
inmolaban su creatividad para ver cómo su obra se emitía una sola vez, y en
feroz competencia con otras obras de arte no menos trabajadas. ¿Os imagináis a
Velázquez pintando un cuadro que solo pudiera verse una vez, y además
compitiendo con Rembrandt, Rubens, Van Dyck y Jordaens por la atención del
hipotético espectador? Pues esas son las draconianas condiciones en que se
exhiben los programas televisivos, aceptadas con sublime displicencia por unos
artistas catódicos que nada tienen que envidiar en cuanto a talento a los
pintores mencionados.
Puedo
recordar sin esfuerzo (“Louis de Funes, el memorioso” fue, durante mucho
tiempo, mi nom de guerre) el
emocionante capítulo en que J.R. fue aviesamente tiroteado, o aquella agónica
noche en la que la selección española ganó doce a uno a Malta, he llegado a
imitar a la perfección el desgalichado aullido del locutor con el último tanto.
Más de una vez he recurrido a esa
sacrosanta jurisprudencia a la hora de encarar esos problemas que parecían
acosarme en cuanto me alejaba de la pequeña pantalla: arbitrarias cuestiones
amorosas, peliagudos ritos sociales, decisiones sin marcha atrás. La misma
broma que admiré a José María Iñigo en “Directíssimo” me ha servido (atentos
los amantes de las paradojas) para solventar un velatorio particularmente
ominoso y para desactivar un reproche que amenazó seriamente la continuidad de
mi segundo matrimonio. Un exabrupto inclemente de un actor soez en una olvidada
sitcom me sirve como escudo cada vez
que me siento atacado. Una réplica especialmente lírica de “Yo, Claudio” me ha
granjeado fama de tierno ante personas de lo más disímil, y no descarto
utilizarla como epitafio, en un futuro que espero lejano.
Como comprenderéis, a pocas
personas afectaron más que a mí los acontecimientos que desembocaron en la
prohibición de la televisión (¡no vengamos con eufemismos: fue una
prohibición!). Es verdad que, hace ya de esto unos cuantos años, hasta los
convencidos como yo empezamos a inquietarnos ante la siniestra deriva que
empezó a tomar la pequeña pantalla. Las reyertas en directo dejaron de ser
solamente verbales, los programas basura alcanzaron un grado de toxicidad
difícilmente digerible, la inteligencia o el glamour se convirtieron en
hándicaps a la hora de alcanzar el estrellato. Incluso entretenimientos inocuos
como los partidos de fútbol (con su monótona acumulación de goles) o las películas
porno (con su monótona acumulación de orgasmos) renunciaron a sus predecibles
esquemas para constituirse en campos de batalla en los que la ordinariez y el
mal gusto dejaban en barbecho la sensibilidad del espectador más calafateado.
Yo (y no era el único)
albergaba la secreta esperanza de que aquello no fuera más que una moda, una
sarampión que afectaba a toda España (como sucede con los gobiernos, cada país
tiene la televisión que merece), algo en suma pasajero. No hacía falta tener
mucha memoria para recordar que la Transición había llenado los kioskos de tías
en pelotas, pero que a los pocos años todas aquellas opulentas señoritas dejaron
su lugar a docenas de periódicos económicos, que a su vez desertaron en favor
de fascículos de toda laya, en los que tanto podías aprender el swahili como
coleccionar replicas a escala de un tapiz de los Gobelinos. No nos alarmemos,
también la telebasura pasará (dijeron o pudieron haber dicho los expertos en
mass media).
Pero no pasó. La mugre se
enquistó en nuestras pantallas con una determinación de molusco, y llegó el día
en que dejamos de oler la hediondez, era como en esos sitios donde nunca llueve
o donde siempre llueve, terminas por acostumbrarte a tan atroz rutina. En fin,
es lo que hay, fuimos muchos los que nos encogimos de hombros y cogimos el
mando a distancia, lo mismo en otro canal la cosa no es tan así (pero sí era
tan así).
Mas lo que no podíamos
esperarnos era un giro de guión tan dramático como el que vino a acontecer. Ya
hacía tiempo en que sucesivos gobiernos, sin distinción de color (grisáceo en
un caso, gris marengo en otro, gris perla en el de un tercero), habían entrado
en una espiral prohibicionista que les llevó a suprimir costumbres que los
españoles llevábamos incorporadas en nuestro ADN con la misma férrea
determinación que en el extranjero llevan el civismo o la solidaridad. Primero
fueron los toros, luego el tabaco, más tarde la bollería industrial, los
anuncios de prostitución, el alcohol en la carretera, el maltrato doméstico, la
piratería digital, el abstencionismo laboral… Sin darnos cuenta, todo aquello
que podría considerarse como quintaesencialmente español nos fue escamoteado,
urgidos sin duda por una necesidad inaplazable de parecer más europeos, menos
carpetovetónicos.
Sin embargo, y sobre todo desde
que las prohibiciones del tabaco o de la bollería industrial habían generado un
cierto resquemor entre las élites intelectuales (Javier Marías escribió una
indignada soflama contra la erradicación de las palmeras de chocolate, cuya
masiva ingesta defendió a pesar de ser las causantes de su menguada estatura),
a nadie se le pasaba por la cabeza que la televisión podría ser la siguiente
víctima. Todo tiene un límite, nos decíamos, si quieren conservar la poltrona
no pueden enajenarse la simpatía de los televidentes, pueden bajar las
pensiones o subir los impuestos, pero la tele, ni tocarla.
Pero una encuesta lo cambio
todo. Algún estadístico desocupado tuvo la peregrina idea de hacer un sondeo sobre
las preferencias políticas de los españoles, muy original no era el chico, no.
Y (hete aquí la sorpresa) un número considerablemente alto de los encuestados
afirmaron que, de presentarse, ellas y ellos votarían por uno de los más
reputados ejemplos de lo que se ha dado en llamar Tele Basura: la ínclita
princesa del pueblo, esa modistilla postmoderna que atiende por el nombre de
Belén Esteban. Qué risa, dijimos todos. O casi todos, porque al gobierno no le
hizo ni puñetera gracia. Y de un plumazo, prohibió la televisión.
En uno de esos raros raptos de
dignidad colectiva que ya casi ni se recordaban, la ciudadanía salió a las
calles enfurecida enarbolando el “Supertele” y el “Teleprograma” con la misma
unción con la que en otros pagos exhiben el Corán o la Torá, y se retomó el
grito de guerra que ya expulsó a los afrancesados a principios del siglo XIX:
“¡Vivan las cadenas!” (en este caso, de televisión). Por muy alejados que estuvieran
de la realidad de la calle, los políticos no pudieron por menos que sentir que,
en aquella ocasión, había que replantearse el tema. Era un globo sonda,
gritaron a los cuatro vientos, y para distraer a la irritada ciudadanía
procedieron a prohibir la inmemorial tradición del amigo invisible, astuta
medida que atrajo la inmediata simpatía de la población, harta de tener que
comprar regalos para el compañero más detestado de la oficina.
Ah, debió de rumiar en la
soledad de sus aposentos el legislador de turno, qué volcánicos son estos
españoles, no es de extrañar que les gusten tanto las guerras civiles. Y sería
entonces cuando, aspirando el aroma de su Cohiba, el prócer se decidió a recurrir
al eufemismo, esa disciplina de la dialéctica que tantas tropelías ha
encubierto desde que los seres humanos descubrieron las virtualidades del
lenguaje. Expulsaría el humo con delectación, sonreiría paladinamente, y
pulsando algún interfono o cosa similar llamaría a su secretaria: que venga el
subsecretario del Departamento Interministerial de Denominaciones Sibilinas. Y
echando leches.
Llamemos a las cosas por su
nombre, eso de “Reconducción Conceptual de Medios Audiovisuales Lesivos para el
Intelecto” (el decreto-ley 32/2011) no es más que fraseología para disimular el
más vil de los ataques a los derechos humanos de los que se tiene noticia, y
que pagarán sin duda nuestros descendientes, obligados a partir de su
aprobación a consumir indiscriminadamente retransmisiones de ópera, entrevistas
a escritores (¡escritores hablando, la antítesis de la televisión!) o
documentales históricos, géneros que no vería nadie en sus cabales de no ser
por la torticera intención del gobierno de (supuestamente) culturizarnos.
Imaginad un mundo sin aire, un
mundo sin pájaros, un mundo sin niños: no creo exagerar si afirmo que parecido
cataclismo supuso para mí aquel giro copernicano que sufrió mi existencia.
Nunca hasta entonces comprendí lo enganchado que estaba a las andanzas de todos
aquellos personajes a los que sin impropiedad podría considerar mis amigos del
alma: ¿qué estará haciendo ahora Isabel Preysler, seguirá en la cárcel Julián
Muñoz, cuántos hijos secretos le habrán salido a Alejandro Sanz? Ah, qué
desazón hemos de vivir en este nuevo mundo tan culto y tan vacío.
Mis días se volvieron largos y
tediosos. Donde antes se me mostraba ebullición y dinamismo, ahora se me
castiga con supuesta erudición y aburrimiento. Y no me extrañaré (el rumor es
cada vez más insistente) cuando el visionado televisivo se vuelva obligatorio, cuando
se nos una a la pequeña pantalla con un nuevo cordón umbilical, que nos anegará
con toneladas de empalagosa cultura, cuando se nos obligue a diferenciar las
cuatro etapas de la pintura mural pompeyana o a deleitarnos con las
astracanadas dodecafónicas de Schonberg, o a ver una y otra vez todas las
películas de Carlos Saura, incluyendo sus enésimas y costosísimas incursiones
en el mundo de la seguidiya, el martinete o la soleá.
Eso sí,
pronto descubrí que no era el único al que la nueva televisión había destrozado
la vida. Poco a poco, en la clandestinidad más absoluta, una red de añorantes
televisivos se empezó a formar, adoptando la estructura de una secta y recibiendo
la feroz represión de la autoridades, alcanzando incluso (en el caso de los más
fervorosos) la envidiada palma del martirio. Como los cristianos, hubimos de
encontrar refugio en una fe ciega, gracias a la cual nos convencimos de que
alguien vendría a redimirnos. Como los cristianos, hubimos de soportar
escisiones y querellas, que condujeron a nuestra atomización en minúsculas
congregaciones y en odios africanos que el asesinato o la excomunión apenas
lograba apaciguar. En una de estas congregaciones (aquella que considera que el
Enviado adoptará la forma de Jose Luis Moreno, Uno y Trino) recalé, y en ella
fui prontamente ascendido, toda una vida de intensa devoción televisiva me hizo
merecedor de un privilegio que espero cumplir adecuadamente: el de memorizar
hasta en sus más livianos detalles un programa de televisión, y guardarlo en mi
cerebro para traspasarlo a las futuras generaciones. Gracias, sollocé, cuando
se me confió una vieja cinta de VHS que veo clandestinamente, una y otra vez,
atento siempre a una posible delación por parte de los vecinos (sería
considerado como un acto de civismo, tal y como explican los manuales de
Educación para la Ciudadanía).
El cielo
hoy es azul, se adivina ya la primavera. En este rincón del parque es donde
podemos reconocernos, gracias a una seña que me está vedado explicitar, y que
cambiamos tan a menudo como nos es posible. En cuanto alguien me la hace (como
si yo no hubiera adivinado antes la ansiedad en su cara, la urgencia en los
gestos, la implorante desazón), yo asiento con la cabeza, y me sigue a lo más
enrevesado de la floresta. Allí, al abrigo de miradas inquisidoras, comienza la
evangelización. No cobro por mi labor, quién sabe si ese trémulo joven al que
ahora estoy relatando el programa 32 de la cuarta temporada de “Gran Hermano”
con toda minuciosidad (las discusiones de Ana y Álex, los juegos amatorios de
Belén y Alberto, las escondidas borracheras de Fresita), no habrá de sucederme
cuando yo muera, o cuando me cacen los esbirros de la policía.