jueves, 3 de noviembre de 2016

Fahrenheit 625

         
Yo nací (¡perdonadme!) con la tele. Desde que tengo uso de razón, desde que mi cerebro empezó a asimilar todos aquellos conglomerados de emociones a los que podemos llamar recuerdos, estos han sido configurados conforme a unos parámetros que en muy poco (por no decir nada) difieren de lo que nos muestra la pequeña pantalla, mi única amiga leal durante ese turbulento periodo, idolatrado por los poetas y empuercado por los psicoanalistas, que denominamos infancia.
            Un hombre que empieza a hacerse irreversiblemente adulto, de incipientes entradas, vestido con un jersey de cuello vuelto. Está en el campo, a unas decenas de metros tiene un coche, y a lo lejos se ve un toro, un impresionante animal de reluciente piel negra, con cuernos de media luna. Ya hace tiempo que admití que aquél era el recuerdo más antiguo que podía considerar como propio, un recuerdo que abarca a mi padre, al primer coche al que pudimos llamar nuestro y a un mítico e indeterminado campo en el que debí de pasear, inocente y feliz: una Arcadia mesetaria. Sin embargo, también podría ser que estuviese usurpando alguno de los numerosos anuncios que (por centenares, por miles) he ido absorbiendo en mis muchísimas horas frente al televisor, un anuncio de bebidas castizas, de coñac para ser más exactos (ahora lo llaman Brandy).

            Si Alejandro Magno tuvo como preceptor a Aristóteles, toda mi generación se abrió al mundo siguiendo los dictados de aquel entrañable aparato en blanco y negro, que tan vulnerable se mostraba a los fenómenos meteorológicos (hay nieve en la Bola del Mundo, cabeceábamos apesadumbrados en casa cuando el UHF se veía aún peor de lo habitual), y que hizo las funciones de lo que el Trivium y el Quadrivium supusieron a los universitarios medievales. Félix Rodríguez de la Fuente nos desveló la exuberante complejidad de la naturaleza, Chicho Ibáñez Serrador nos previno contra los caprichos de azar, Sabrina nos alertó contra las formidables dentelladas del deseo: quién podría balizar mejor el laberinto de la existencia que aquel formidable plantel de mentores, a los que siempre guardare mi más emocionada gratitud.

            Habrá quien abomine de tal aprendizaje, habrá quien lo considere bárbaro o banal. La propia televisión, su multiplicidad de canales, su casi infinito perspectivismo permite aceptar tal crítica, por muy infundada que a mí me resulte. Creo (sin temor a exagerar) que todos y cada uno de los minutos que pasé frente a ella dejaron su impalpable poso en mí, creando un sedimento en el que ha fermentado (con mayor o menor fortuna) eso que ahora soy. A decir verdad, todos y cada uno de los sentimientos y emociones que forman parte de mi vida diaria se me aparecieron (como una epifanía doméstica) en la pequeña pantalla: allí descubrí el amor, en una gozosa tarde en la que mis padres me dejaron solo, y en la que Esmeralda Gabriela besó con singular fruición a Washington Salvador, en un jardín umbrío cuyo sofocante olor no me cuesta imaginar. Aquel amor vicario se me sigue apareciendo con toda su intensidad primigenia, aureolado de exultantes colores, y mucho más auténtico de los tristes remedos (tan prosaicos, sin jardines) que me tocó vivir, y cuya mera enumeración serviría para refutar ese mandamiento aciago que dice que la realidad supera siempre a la ficción: la realidad carece de guionista, carece de un mínimo de atrezzo, carece de ese vertiginoso sentido de la exactitud que caracteriza a la televisión, el verdadero arte de nuestro tiempo.

            Fui poco a poco cumpliendo años, y la televisión los cumplió conmigo. Me desarrollé, la tele se abrió al color, mis intereses crecieron, sus canales se multiplicaron, poco a poco ensanché, ella creció en pulgadas y definición. Su compañía no flaqueó, al contrario, se hizo cada vez más presente en mi vida. Establecimos una relación punto menos que simbiótica, en la que (qué alarde de generosidad por su parte) yo apenas aportaba nada a cambio del enorme caudal que recibía, sin que eso supusiera merma alguna en nuestra unión. Llegué a comprender que aquel aparato, denostado por muchos al motejarlo de simple electrodoméstico, era el filtro que se interponía entre mi delicada piel y el áspero mundo exterior. Degusté con la avidez de los famélicos cada una de aquellas suculentas creaciones efímeras, en las que un notable número de profesionales inmolaban su creatividad para ver cómo su obra se emitía una sola vez, y en feroz competencia con otras obras de arte no menos trabajadas. ¿Os imagináis a Velázquez pintando un cuadro que solo pudiera verse una vez, y además compitiendo con Rembrandt, Rubens, Van Dyck y Jordaens por la atención del hipotético espectador? Pues esas son las draconianas condiciones en que se exhiben los programas televisivos, aceptadas con sublime displicencia por unos artistas catódicos que nada tienen que envidiar en cuanto a talento a los pintores mencionados.
            Puedo recordar sin esfuerzo (“Louis de Funes, el memorioso” fue, durante mucho tiempo, mi nom de guerre) el emocionante capítulo en que J.R. fue aviesamente tiroteado, o aquella agónica noche en la que la selección española ganó doce a uno a Malta, he llegado a imitar a la perfección el desgalichado aullido del locutor con el último tanto. Más de una vez  he recurrido a esa sacrosanta jurisprudencia a la hora de encarar esos problemas que parecían acosarme en cuanto me alejaba de la pequeña pantalla: arbitrarias cuestiones amorosas, peliagudos ritos sociales, decisiones sin marcha atrás. La misma broma que admiré a José María Iñigo en “Directíssimo” me ha servido (atentos los amantes de las paradojas) para solventar un velatorio particularmente ominoso y para desactivar un reproche que amenazó seriamente la continuidad de mi segundo matrimonio. Un exabrupto inclemente de un actor soez en una olvidada sitcom me sirve como escudo cada vez que me siento atacado. Una réplica especialmente lírica de “Yo, Claudio” me ha granjeado fama de tierno ante personas de lo más disímil, y no descarto utilizarla como epitafio, en un futuro que espero lejano.  

Como comprenderéis, a pocas personas afectaron más que a mí los acontecimientos que desembocaron en la prohibición de la televisión (¡no vengamos con eufemismos: fue una prohibición!). Es verdad que, hace ya de esto unos cuantos años, hasta los convencidos como yo empezamos a inquietarnos ante la siniestra deriva que empezó a tomar la pequeña pantalla. Las reyertas en directo dejaron de ser solamente verbales, los programas basura alcanzaron un grado de toxicidad difícilmente digerible, la inteligencia o el glamour se convirtieron en hándicaps a la hora de alcanzar el estrellato. Incluso entretenimientos inocuos como los partidos de fútbol (con su monótona acumulación de goles) o las películas porno (con su monótona acumulación de orgasmos) renunciaron a sus predecibles esquemas para constituirse en campos de batalla en los que la ordinariez y el mal gusto dejaban en barbecho la sensibilidad del espectador más calafateado.

Yo (y no era el único) albergaba la secreta esperanza de que aquello no fuera más que una moda, una sarampión que afectaba a toda España (como sucede con los gobiernos, cada país tiene la televisión que merece), algo en suma pasajero. No hacía falta tener mucha memoria para recordar que la Transición había llenado los kioskos de tías en pelotas, pero que a los pocos años todas aquellas opulentas señoritas dejaron su lugar a docenas de periódicos económicos, que a su vez desertaron en favor de fascículos de toda laya, en los que tanto podías aprender el swahili como coleccionar replicas a escala de un tapiz de los Gobelinos. No nos alarmemos, también la telebasura pasará (dijeron o pudieron haber dicho los expertos en mass media).

Pero no pasó. La mugre se enquistó en nuestras pantallas con una determinación de molusco, y llegó el día en que dejamos de oler la hediondez, era como en esos sitios donde nunca llueve o donde siempre llueve, terminas por acostumbrarte a tan atroz rutina. En fin, es lo que hay, fuimos muchos los que nos encogimos de hombros y cogimos el mando a distancia, lo mismo en otro canal la cosa no es tan así (pero sí era tan así).

Mas lo que no podíamos esperarnos era un giro de guión tan dramático como el que vino a acontecer. Ya hacía tiempo en que sucesivos gobiernos, sin distinción de color (grisáceo en un caso, gris marengo en otro, gris perla en el de un tercero), habían entrado en una espiral prohibicionista que les llevó a suprimir costumbres que los españoles llevábamos incorporadas en nuestro ADN con la misma férrea determinación que en el extranjero llevan el civismo o la solidaridad. Primero fueron los toros, luego el tabaco, más tarde la bollería industrial, los anuncios de prostitución, el alcohol en la carretera, el maltrato doméstico, la piratería digital, el abstencionismo laboral… Sin darnos cuenta, todo aquello que podría considerarse como quintaesencialmente español nos fue escamoteado, urgidos sin duda por una necesidad inaplazable de parecer más europeos, menos carpetovetónicos.

Sin embargo, y sobre todo desde que las prohibiciones del tabaco o de la bollería industrial habían generado un cierto resquemor entre las élites intelectuales (Javier Marías escribió una indignada soflama contra la erradicación de las palmeras de chocolate, cuya masiva ingesta defendió a pesar de ser las causantes de su menguada estatura), a nadie se le pasaba por la cabeza que la televisión podría ser la siguiente víctima. Todo tiene un límite, nos decíamos, si quieren conservar la poltrona no pueden enajenarse la simpatía de los televidentes, pueden bajar las pensiones o subir los impuestos, pero la tele, ni tocarla.  

Pero una encuesta lo cambio todo. Algún estadístico desocupado tuvo la peregrina idea de hacer un sondeo sobre las preferencias políticas de los españoles, muy original no era el chico, no. Y (hete aquí la sorpresa) un número considerablemente alto de los encuestados afirmaron que, de presentarse, ellas y ellos votarían por uno de los más reputados ejemplos de lo que se ha dado en llamar Tele Basura: la ínclita princesa del pueblo, esa modistilla postmoderna que atiende por el nombre de Belén Esteban. Qué risa, dijimos todos. O casi todos, porque al gobierno no le hizo ni puñetera gracia. Y de un plumazo, prohibió la televisión.

En uno de esos raros raptos de dignidad colectiva que ya casi ni se recordaban, la ciudadanía salió a las calles enfurecida enarbolando el “Supertele” y el “Teleprograma” con la misma unción con la que en otros pagos exhiben el Corán o la Torá, y se retomó el grito de guerra que ya expulsó a los afrancesados a principios del siglo XIX: “¡Vivan las cadenas!” (en este caso, de televisión). Por muy alejados que estuvieran de la realidad de la calle, los políticos no pudieron por menos que sentir que, en aquella ocasión, había que replantearse el tema. Era un globo sonda, gritaron a los cuatro vientos, y para distraer a la irritada ciudadanía procedieron a prohibir la inmemorial tradición del amigo invisible, astuta medida que atrajo la inmediata simpatía de la población, harta de tener que comprar regalos para el compañero más detestado de la oficina. 

Ah, debió de rumiar en la soledad de sus aposentos el legislador de turno, qué volcánicos son estos españoles, no es de extrañar que les gusten tanto las guerras civiles. Y sería entonces cuando, aspirando el aroma de su Cohiba, el prócer se decidió a recurrir al eufemismo, esa disciplina de la dialéctica que tantas tropelías ha encubierto desde que los seres humanos descubrieron las virtualidades del lenguaje. Expulsaría el humo con delectación, sonreiría paladinamente, y pulsando algún interfono o cosa similar llamaría a su secretaria: que venga el subsecretario del Departamento Interministerial de Denominaciones Sibilinas. Y echando  leches.

Llamemos a las cosas por su nombre, eso de “Reconducción Conceptual de Medios Audiovisuales Lesivos para el Intelecto” (el decreto-ley 32/2011) no es más que fraseología para disimular el más vil de los ataques a los derechos humanos de los que se tiene noticia, y que pagarán sin duda nuestros descendientes, obligados a partir de su aprobación a consumir indiscriminadamente retransmisiones de ópera, entrevistas a escritores (¡escritores hablando, la antítesis de la televisión!) o documentales históricos, géneros que no vería nadie en sus cabales de no ser por la torticera intención del gobierno de (supuestamente) culturizarnos.

Imaginad un mundo sin aire, un mundo sin pájaros, un mundo sin niños: no creo exagerar si afirmo que parecido cataclismo supuso para mí aquel giro copernicano que sufrió mi existencia. Nunca hasta entonces comprendí lo enganchado que estaba a las andanzas de todos aquellos personajes a los que sin impropiedad podría considerar mis amigos del alma: ¿qué estará haciendo ahora Isabel Preysler, seguirá en la cárcel Julián Muñoz, cuántos hijos secretos le habrán salido a Alejandro Sanz? Ah, qué desazón hemos de vivir en este nuevo mundo tan culto y tan vacío.
           
           Mis días se volvieron largos y tediosos. Donde antes se me mostraba ebullición y dinamismo, ahora se me castiga con supuesta erudición y aburrimiento. Y no me extrañaré (el rumor es cada vez más insistente) cuando el visionado televisivo se vuelva obligatorio, cuando se nos una a la pequeña pantalla con un nuevo cordón umbilical, que nos anegará con toneladas de empalagosa cultura, cuando se nos obligue a diferenciar las cuatro etapas de la pintura mural pompeyana o a deleitarnos con las astracanadas dodecafónicas de Schonberg, o a ver una y otra vez todas las películas de Carlos Saura, incluyendo sus enésimas y costosísimas incursiones en el mundo de la seguidiya, el martinete o la soleá.
            
            Eso sí, pronto descubrí que no era el único al que la nueva televisión había destrozado la vida. Poco a poco, en la clandestinidad más absoluta, una red de añorantes televisivos se empezó a formar, adoptando la estructura de una secta y recibiendo la feroz represión de la autoridades, alcanzando incluso (en el caso de los más fervorosos) la envidiada palma del martirio. Como los cristianos, hubimos de encontrar refugio en una fe ciega, gracias a la cual nos convencimos de que alguien vendría a redimirnos. Como los cristianos, hubimos de soportar escisiones y querellas, que condujeron a nuestra atomización en minúsculas congregaciones y en odios africanos que el asesinato o la excomunión apenas lograba apaciguar. En una de estas congregaciones (aquella que considera que el Enviado adoptará la forma de Jose Luis Moreno, Uno y Trino) recalé, y en ella fui prontamente ascendido, toda una vida de intensa devoción televisiva me hizo merecedor de un privilegio que espero cumplir adecuadamente: el de memorizar hasta en sus más livianos detalles un programa de televisión, y guardarlo en mi cerebro para traspasarlo a las futuras generaciones. Gracias, sollocé, cuando se me confió una vieja cinta de VHS que veo clandestinamente, una y otra vez, atento siempre a una posible delación por parte de los vecinos (sería considerado como un acto de civismo, tal y como explican los manuales de Educación para la Ciudadanía).

            El cielo hoy es azul, se adivina ya la primavera. En este rincón del parque es donde podemos reconocernos, gracias a una seña que me está vedado explicitar, y que cambiamos tan a menudo como nos es posible. En cuanto alguien me la hace (como si yo no hubiera adivinado antes la ansiedad en su cara, la urgencia en los gestos, la implorante desazón), yo asiento con la cabeza, y me sigue a lo más enrevesado de la floresta. Allí, al abrigo de miradas inquisidoras, comienza la evangelización. No cobro por mi labor, quién sabe si ese trémulo joven al que ahora estoy relatando el programa 32 de la cuarta temporada de “Gran Hermano” con toda minuciosidad (las discusiones de Ana y Álex, los juegos amatorios de Belén y Alberto, las escondidas borracheras de Fresita), no habrá de sucederme cuando yo muera, o cuando me cacen los esbirros de la policía.

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