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No se me demore, señora Hendricks, y prepare su cámara, porque lo que vamos
a ver merece sin duda ser inmortalizado. Ante ustedes, ladies and gentlemen,
damen und herren, mesdames et… euh, mesdames et caballegos, el auténtico cepillo
de dientes que utilizó Ernest Hemingway la última noche que se alojó en este
hotel.
Los depositó uno por uno sobre la
repisa del baño, rodeando el vaso en el que estaban el cepillo y el dentífrico,
y se palmeó en los bolsillos hasta dar con el móvil, que sacó para hacer una
foto al conjunto. Al notarlo en la mano la llamó una vez más, pero salió de
nuevo el contestador. Soltó una palabrota, a la que siguió una carcajada
ríspida, alunada.
- Esto no es todo, amigos. Este
cuarto de baño es un auténtico museo del siglo XX. ¿A ver quién me adivina qué
célebre pareja estuvo haciendo el amor en la bañera durante horas, hasta que
vino el conserje a quejarse? Venga, digan algo ¿Señora Tanqueray? ¿Ha dicho Ava
Gardner y Frank Sinatra? ¿Ha dicho eso? ¡Es usted una enciclopedia viviente, mi
buena señora! Déjeme que la felicite con un trago en muestra de admiración.
Aunque en circunstancias normales la
ginebra le hubiera raspado la garganta hasta hacerle toser, en aquella ocasión
la sintió descender con suavidad, casi con prudencia. Parpadeó un par de veces,
y saliendo del cuarto de baño se encaminó hacia la terraza. Apartó la cortina
de un manotazo, y la palabrota le salió rotunda, pulida como una piedra de río.
No mucho más aliviado, suspiró:
- ¿Pero cuándo va a parar todo esto?
Sobre el lienzo nocturno bailoteaban
los brochazos de la nieve, unos copos gruesos y malencarados que cubrían la
barandilla y las tumbonas de la terraza. Ahí fuera, en algún lugar, estaba el
Retiro, y Ricardo no pudo evitar un atisbo de carcajada al darse cuenta de la
ironía: era un turista en su propia ciudad, en la ciudad en la que había nacido.
Dio dos palmadas y volvió al cuarto de baño.
- En fin, señoras y señores, que no
nos vamos a desmoralizar por este tiempo de porquería. ¿Quién quiere conocer
las costumbres de los aborígenes? ¿Señora Stolichnaya? Usted siempre tan
callada. Venga conmigo, que le voy a explicar cómo son las gentes del lugar.
Pegó un trago largo a la botellita,
y se dejó caer en el sofá. Encendió la televisión y trasteó con el mando a
distancia. Tras una docena larga de intentonas fallidas, localizó lo que estaba
buscando.
- Señora Stolichnaya, sé que es
usted una mujer de mundo y no se va a escandalizar por nada. Vamos a ver un
poco del National Pornographic, un poco de antropología marrana. Vea cómo la
madrileña y el madrileño dedican sus energías al noble arte de la cópula. ¡No
se me ruborice, mi digna amiga! ¿O es que en la vieja Rusia no hacen ustedes
estas cosas? Observe con qué ardor se emplean estos madrileños, qué pasión
ponen.
Calculó mentalmente: llevaba cuatro
horas largas metido en la habitación. Cuatro horas largas. Se dice pronto.
Cogió el móvil para llamar a Javier y hablar de algo, pero se contuvo: en
teoría, estoy en un retiro rural de la empresa para motivar a sus empleados, se
supone que no hay cobertura, a ese bocazas seguro que se le escaparía algo
delante de Trini, y la muy cotilla no tardaría ni un minuto en contárselo a
Irene. Volvió a guardar el móvil en el bolsillo, mientras en la televisión la
película porno transcurría beatíficamente.
- Señora Stonislaya, o Stoninya, o
como se llame, usted apenas me conoce, pero le confieso que ahora mismo yo
tendría que estar haciendo lo mismo que esos retozones madrileños. En fin, que
vamos a tener que volver con el grupo. Esto empieza a ponerse reiterativo, y ni
siquiera la aparición de esos dos nuevos garañones tan portentosamente dotados parece
alterar a la pundonorosa señorita, que ya no da abasto.
Se levantó, apuró lo que quedaba de
vodka, y caminó hacia el cuarto de baño. Allí seguía el grupo, escoltando al
cepillo de dientes. Ricardo dejó la botellita vacía y agarró la barra de
Toblerone, a la que pegó un bocado furioso. Sin esperar a haberse tragado el
chocolate continuó su explicación al grupo.
- Si tienen la amabilidad de mirar
hacia aquí, hacia el dormitorio, observarán esta cama. A primera vista puede
parecer una cama normal, pero aquí fue donde, en una fecha que ahora mismo no
recuerdo, Orson Welles se zampó una paella entera. ¿Les gusta a ustedes la
paella? A usted le entusiasma, ¿verdad, señora Coronita? Ah, señora Coronita,
¿por qué tendré yo esta predilección por las rubias? Deme un besito, señora
Coronita.
En comparación con los tragos
anteriores, la cerveza resultó casi insípida, y el viscoso sabor a chocolate que
aún le embadurnaba el paladar contribuyó a dulcificar aún más la sensación. Fuera
se hizo notar un empellón de la ventisca, que tamborileó contra el cristal.
Esto sí que es turismo de interior, pensó, dejando a la señora Coronita en el
lavabo.
Al verse en el espejo se peinó de un
manotazo, y cogió el móvil. Lo encendió con premura. No tenía llamadas.
Especialmente, no tenía esa llamada.
Volvió al dormitorio.
- En esta habitación, estimado
rebaño de viajeros, tuvieron lugar acontecimientos fundamentales de la historia
mundial. Aquí inventó el doctor Samsung el reproductor de video, cuyo primer
prototipo conservan en recuerdo de aquel insigne descubrimiento. Hágale una
foto, señora Hendricks, que una cosa así no se ve todos los días. Si me vuelven
la cabeza, y se lo estoy pidiendo amablemente, no me obliguen a cabrearme, verán
este estimable cuadro de frutas y flores pintado por… hum… déjenme que lo
compruebe… un tal Díaz-Molina, artista que puede que no tenga mucho renombre,
pero qué vida insufla a estos racimos de uvas, qué lozanía desprenden sus
manzanas… admirable de todo punto.
Ahora la emprendió con lo poco que
quedaba de whisky. Al acabar chasqueó la lengua.
- ¿Tormentas a mí? ¡Me río yo de las
tormentas! Pero no sé por dónde iba. Ah, sí, por la decoración de la suite. A
sus entrenados ojos no se les habrá escapado que estas lámparas son de la casa
Tiffany’s, no tienen más que observar su fino acabado y la maestría de sus
detalles. No es de extrañar que Marlon Brando, siempre que venía a este hotel,
exigiese esta habitación.
A continuación imitó a don Vito
Corleone:
- Si no me dan la 234, pueden amanecer con una cabeza de caballo entre
las sábanas, ¿capito?
Al acabar la frase recuperó su voz normal (¿Marlon Brando había estado
alguna vez en Madrid?, pero qué más da, pensó).
- O peor aún, metidos en un frigorífico, concretamente en el hermano
mayor de éste.
Se rió de su propio chiste mientras
abría el minibar. Ya solo quedaban una bolsa de cacahuetes fritos y un frasco
de crema de café. Eso sí que no, decidió, y se quedó mirando la televisión
apagada, como diciendo: y ahora qué. De repente asintió con la cabeza, y volteó
todo el cuerpo hacia la cama, donde estaban desparramadas las botellitas y el
Toblerone.
- Amigos, tengo una buena noticia
para ustedes, el mejor grupo de turistas que yo haya conocido jamás. Se unen a
nosotros unos tipos de lo más simpático.
Echó mano a la maleta, y de un
zarpazo sacó una caja pequeña, de la que extrajo cinco preservativos, que
alineó concienzudamente junto al grupo.
- Venga, no sean tímidos, conózcanse
los unos a los otros, quién sabe en qué acabará esta amistad. Les presento a
los hermanos Dúrex, de los Dúrex de toda la vida. Venga, señora Tanqueray,
anime a los recién llegados, que les acaban de mandar el finiquito por sms y
están muy tristes.
Le salió una carcajada falsa, de
supervillano.
- ¿No me cree usted, señora
Tanqueray? Ah, eso está muy mal. A un guía tan bueno como yo hay que creerle
siempre.
Mientras hablaba sacó el teléfono, lo
encendió y buscó en la bandeja de mensajes recibidos.
- “No iré al hotel. Te repito que lo
nuestro ha terminado. Hasta nunca” Y la pobre familia Dúrex, al paro. ¿No le
apena, señora Tanqueray?
Acabó con la ginebra de un trago
que, esta vez sí, le desolló la garganta. Tiró la botellita sobre la cama,
manoteó hasta dar con la lata de Heineken aún sin abrir, y se sentó en el sofá.
- Señora Heineken, no sé si conoce
usted las costumbres de los madrileños. Las costumbres guarras, quiero decir.
Permítame enseñárselas en cuanto encuentre ese maldito canal.
La nieve seguía cayendo, nadie
recordaba una tormenta tan furiosa tan metidos ya en la primavera.
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