lunes, 14 de noviembre de 2016

No incluye propinas


            - No se me demore, señora Hendricks, y prepare su cámara, porque lo que vamos a ver merece sin duda ser inmortalizado. Ante ustedes, ladies and gentlemen, damen und herren, mesdames et… euh, mesdames et caballegos, el auténtico cepillo de dientes que utilizó Ernest Hemingway la última noche que se alojó en este hotel.
            Los depositó uno por uno sobre la repisa del baño, rodeando el vaso en el que estaban el cepillo y el dentífrico, y se palmeó en los bolsillos hasta dar con el móvil, que sacó para hacer una foto al conjunto. Al notarlo en la mano la llamó una vez más, pero salió de nuevo el contestador. Soltó una palabrota, a la que siguió una carcajada ríspida, alunada.  
            - Esto no es todo, amigos. Este cuarto de baño es un auténtico museo del siglo XX. ¿A ver quién me adivina qué célebre pareja estuvo haciendo el amor en la bañera durante horas, hasta que vino el conserje a quejarse? Venga, digan algo ¿Señora Tanqueray? ¿Ha dicho Ava Gardner y Frank Sinatra? ¿Ha dicho eso? ¡Es usted una enciclopedia viviente, mi buena señora! Déjeme que la felicite con un trago en muestra de admiración.
            Aunque en circunstancias normales la ginebra le hubiera raspado la garganta hasta hacerle toser, en aquella ocasión la sintió descender con suavidad, casi con prudencia. Parpadeó un par de veces, y saliendo del cuarto de baño se encaminó hacia la terraza. Apartó la cortina de un manotazo, y la palabrota le salió rotunda, pulida como una piedra de río. No mucho más aliviado, suspiró:
            - ¿Pero cuándo va a parar todo esto?
            Sobre el lienzo nocturno bailoteaban los brochazos de la nieve, unos copos gruesos y malencarados que cubrían la barandilla y las tumbonas de la terraza. Ahí fuera, en algún lugar, estaba el Retiro, y Ricardo no pudo evitar un atisbo de carcajada al darse cuenta de la ironía: era un turista en su propia ciudad, en la ciudad en la que había nacido. Dio dos palmadas y volvió al cuarto de baño.
            - En fin, señoras y señores, que no nos vamos a desmoralizar por este tiempo de porquería. ¿Quién quiere conocer las costumbres de los aborígenes? ¿Señora Stolichnaya? Usted siempre tan callada. Venga conmigo, que le voy a explicar cómo son las gentes del lugar.
            Pegó un trago largo a la botellita, y se dejó caer en el sofá. Encendió la televisión y trasteó con el mando a distancia. Tras una docena larga de intentonas fallidas, localizó lo que estaba buscando.
            - Señora Stolichnaya, sé que es usted una mujer de mundo y no se va a escandalizar por nada. Vamos a ver un poco del National Pornographic, un poco de antropología marrana. Vea cómo la madrileña y el madrileño dedican sus energías al noble arte de la cópula. ¡No se me ruborice, mi digna amiga! ¿O es que en la vieja Rusia no hacen ustedes estas cosas? Observe con qué ardor se emplean estos madrileños, qué pasión ponen.
            Calculó mentalmente: llevaba cuatro horas largas metido en la habitación. Cuatro horas largas. Se dice pronto. Cogió el móvil para llamar a Javier y hablar de algo, pero se contuvo: en teoría, estoy en un retiro rural de la empresa para motivar a sus empleados, se supone que no hay cobertura, a ese bocazas seguro que se le escaparía algo delante de Trini, y la muy cotilla no tardaría ni un minuto en contárselo a Irene. Volvió a guardar el móvil en el bolsillo, mientras en la televisión la película porno transcurría beatíficamente.

            - Señora Stonislaya, o Stoninya, o como se llame, usted apenas me conoce, pero le confieso que ahora mismo yo tendría que estar haciendo lo mismo que esos retozones madrileños. En fin, que vamos a tener que volver con el grupo. Esto empieza a ponerse reiterativo, y ni siquiera la aparición de esos dos nuevos garañones tan portentosamente dotados parece alterar a la pundonorosa señorita, que ya no da abasto.   
            Se levantó, apuró lo que quedaba de vodka, y caminó hacia el cuarto de baño. Allí seguía el grupo, escoltando al cepillo de dientes. Ricardo dejó la botellita vacía y agarró la barra de Toblerone, a la que pegó un bocado furioso. Sin esperar a haberse tragado el chocolate continuó su explicación al grupo.
            - Si tienen la amabilidad de mirar hacia aquí, hacia el dormitorio, observarán esta cama. A primera vista puede parecer una cama normal, pero aquí fue donde, en una fecha que ahora mismo no recuerdo, Orson Welles se zampó una paella entera. ¿Les gusta a ustedes la paella? A usted le entusiasma, ¿verdad, señora Coronita? Ah, señora Coronita, ¿por qué tendré yo esta predilección por las rubias? Deme un besito, señora Coronita.
            En comparación con los tragos anteriores, la cerveza resultó casi insípida, y el viscoso sabor a chocolate que aún le embadurnaba el paladar contribuyó a dulcificar aún más la sensación. Fuera se hizo notar un empellón de la ventisca, que tamborileó contra el cristal. Esto sí que es turismo de interior, pensó, dejando a la señora Coronita en el lavabo.
            Al verse en el espejo se peinó de un manotazo, y cogió el móvil. Lo encendió con premura. No tenía llamadas. Especialmente, no tenía esa llamada. Volvió al dormitorio.
            - En esta habitación, estimado rebaño de viajeros, tuvieron lugar acontecimientos fundamentales de la historia mundial. Aquí inventó el doctor Samsung el reproductor de video, cuyo primer prototipo conservan en recuerdo de aquel insigne descubrimiento. Hágale una foto, señora Hendricks, que una cosa así no se ve todos los días. Si me vuelven la cabeza, y se lo estoy pidiendo amablemente, no me obliguen a cabrearme, verán este estimable cuadro de frutas y flores pintado por… hum… déjenme que lo compruebe… un tal Díaz-Molina, artista que puede que no tenga mucho renombre, pero qué vida insufla a estos racimos de uvas, qué lozanía desprenden sus manzanas… admirable de todo punto.
            Ahora la emprendió con lo poco que quedaba de whisky. Al acabar chasqueó la lengua.
            - ¿Tormentas a mí? ¡Me río yo de las tormentas! Pero no sé por dónde iba. Ah, sí, por la decoración de la suite. A sus entrenados ojos no se les habrá escapado que estas lámparas son de la casa Tiffany’s, no tienen más que observar su fino acabado y la maestría de sus detalles. No es de extrañar que Marlon Brando, siempre que venía a este hotel, exigiese esta habitación.
            A continuación imitó a don Vito Corleone:
- Si no me dan la 234, pueden amanecer con una cabeza de caballo entre las sábanas, ¿capito?
Al acabar la frase recuperó su voz normal (¿Marlon Brando había estado alguna vez en Madrid?, pero qué más da, pensó).   
              - O peor aún, metidos en un frigorífico, concretamente en el hermano mayor de éste.
            Se rió de su propio chiste mientras abría el minibar. Ya solo quedaban una bolsa de cacahuetes fritos y un frasco de crema de café. Eso sí que no, decidió, y se quedó mirando la televisión apagada, como diciendo: y ahora qué. De repente asintió con la cabeza, y volteó todo el cuerpo hacia la cama, donde estaban desparramadas las botellitas y el Toblerone.
            - Amigos, tengo una buena noticia para ustedes, el mejor grupo de turistas que yo haya conocido jamás. Se unen a nosotros unos tipos de lo más simpático.
            Echó mano a la maleta, y de un zarpazo sacó una caja pequeña, de la que extrajo cinco preservativos, que alineó concienzudamente junto al grupo.
            - Venga, no sean tímidos, conózcanse los unos a los otros, quién sabe en qué acabará esta amistad. Les presento a los hermanos Dúrex, de los Dúrex de toda la vida. Venga, señora Tanqueray, anime a los recién llegados, que les acaban de mandar el finiquito por sms y están muy tristes.
            Le salió una carcajada falsa, de supervillano.
            - ¿No me cree usted, señora Tanqueray? Ah, eso está muy mal. A un guía tan bueno como yo hay que creerle siempre.
            Mientras hablaba sacó el teléfono, lo encendió y buscó en la bandeja de mensajes recibidos.
            - “No iré al hotel. Te repito que lo nuestro ha terminado. Hasta nunca” Y la pobre familia Dúrex, al paro. ¿No le apena, señora Tanqueray?
            Acabó con la ginebra de un trago que, esta vez sí, le desolló la garganta. Tiró la botellita sobre la cama, manoteó hasta dar con la lata de Heineken aún sin abrir, y se sentó en el sofá.
            - Señora Heineken, no sé si conoce usted las costumbres de los madrileños. Las costumbres guarras, quiero decir. Permítame enseñárselas en cuanto encuentre ese maldito canal.
            La nieve seguía cayendo, nadie recordaba una tormenta tan furiosa tan metidos ya en la primavera.

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