Te despedías de la panda tras haber arreglado el mundo y volvías un poco colocado a casa, con Madrid ya a punto de echar el cierre. Pero cuando estabas a dos calles le decías al taxista que cambio de planes, que necesitabas saber qué coño había pasado mientras tú habías quemado la ciudad (menos lobos), vamos al drugstore más cercano, ¿cómo dice?, vamos a un VIPS, jefe, le traducías, que quiero comprar la prensa. Los magníficos noctámbulos de siempre estaban allí, fuera de todas las modas, inmunes al tiempo, ojeando las revistas, comiendo Donuts de chocolate un poco duros para que se les pasara el colocón, intentando conseguir un ligue de última hora con el que dignificar aquel sábado de mierda. Te encaminabas tambaleando hacia el mostrador (ese último cubata había sobrado), cogías “El País”, te hacías la ilusión de que aún olía a rotativa, a noticia sin enfriar. Te sentías como un personaje de Alan Rudolph, como el protagonista de cualquier película vista en los Alphaville, solo te faltaba comprarte una botellita de whisky y meterla en una bolsa de papel de estraza, mejor no, tampoco hay que pasarse. Si había suerte también te agenciabas alguno de esos libros de saldo que, en apresurada coyunda, se desparramaban por las estanterías, tratados de arte, catálogos de antiguas exposiciones, “La lozana andaluza”, castillos de Bohemia (¿), novelas de detectives, cosas incomprendidas de Siruela. Salías a la calle tarareando “Nocturno de Princesa”, la maravillosa canción de Moris que se desarrollaba allí, y por un rato te sabías parte de la Gran Novela del Mundo. Ayer supimos que van a cerrar, que su margen de beneficio bla bla bla, y que los establecimientos servirán como sede para restaurantes de franquicia, la versión hipster de la alimentación estabulada. Sé que no soy objetivo, pero las noches de Madrid antes molaban mucho más.
domingo, 26 de noviembre de 2017
lunes, 20 de noviembre de 2017
"Los motivos del fuego; el Podcast"
No todo es deleznable en las
nuevas tecnologías. Gracias a ellas me puedo permitir un viejo sueño: poner
banda sonora a mis textos. Los lectores de “Los motivos del fuego” podrán
disfrutar de la novela teniendo en la cabeza el soundtrack que aquí se indica. ¡No perdáis el swing!
“Fire”,
Robert Gordon & Link Wray
Qué curioso: las canciones de
Springsteen que más me gustan son aquellas que, en un rapto de generosidad, fue
regalando a amigos y colegas. La más conocida es “Because the night”, que
supuso el hit más comercial de Patti Smith, gracias al cual por unos meses
abandonó las barriadas de la marginalidad para trasladarse a la Milla de Oro.
Pero la que hoy traigo aquí, y que sirve para dar el tono a las primeras
páginas de LMDF, es “Fire”, un vibrante medio tiempo que defendieron con ardor
el cantante Robert Gordon y su guitarrista de entonces, el nativoamericano (de
origen shawnee) Link Wray. Gobernada por un riff
a punto de reventar en todas direcciones, la canción encapsula lo mejor de
Springsteen: inminencia del clímax, pasiones soterradas, guitarras
incandescentes. Se puede escuchar como fondo sonoro en las citas adulterinas de
los protagonistas, pero también en los momentos de hibris (desmesura blasfema) de Arturo, por culpa de los cuales se
va convirtiendo en una bomba de relojería cuyo mecanismo (tic tac, tic tac) se
desboca bajo la inquieta mirada del lector.
“Queen of the rapping
scene” Modern Romance
Cuando alguien me pregunta: ¡Oh,
sapientérrimo Muñoz!, ¿de dónde procede tu inagotable sabiduría, de qué Ateneo,
de qué Enciclopedia?, no puedo evitar reírme antes de contestar. A mediados de
los ochenta, yo era un habitual de las discotecas. Resumiré el cuento: una
noche estaba entregado a la fiebre del baile cuando el DJ seleccionó una
canción desconocida que, en principio, conjugaba algunos de los detalles que
(por lo menos para mí) pueden hacer que un tema pase de ser meramente correcto
a integrarse en mi particular Canon. Un acordeón susurrante surfeaba sobre el
maremágnum sonoro, y el estribillo corría a cargo de una chica que rapeaba en
inglés (mon dieu!) con irresistible acento francés. Pero la epifanía vino
cuando, en mitad del baile, supe traducir el estribillo: “Nothing ever goes the way you plan”. ¡Las cosas nunca suceden como
las planeas!, grité en mitad de la pista de baile, paralizado y sapientísimo, y
solo los codazos y empellones del resto de los danzarines lograron que me
pusiera de nuevo en movimiento. Nothing
ever goes the way you plan, le dice (a su manera) Victoria a Arturo, y también
se lo recuerda Camila, y Jonás, hasta su fiel conciencia (travestida en
narrador guadianesco) se lo suelta a la mínima oportunidad. Pero no puedes
interponerte entre un ser humano y su destino, y el de Arturo es subir hasta lo
más alto e inflamarse, cual nuevo Ícaro, mientras Modern Romance siguen
recitando su mantra una y otra vez.
“Disco Inferno” The Trammps.
Desde New Orleans me escribe John
W. Gilmour, profesor titular del Departamento de Español de la Tulane
University. Está culminando su tesis doctoral (“Masks, Faces and the Lost Chord: New Fiction in Contemporary Spanish
Literature”) y me pide (traduzco) que le diga quién, o qué, es la manada de
financieros que supuestamente tutelan la vida y los avatares de los
protagonistas de LMDF. Querido John, una de las prerrogativas del autor es la
de abstenerse de dar respuestas, de balizar interpretaciones, de sugerir
significados. Admito que pueden ser unos financieros, pero también pueden ser
unas entidades incorpóreas de difícil catalogación, y tampoco hay que
descartar que sean un mero recurso del
novelista para irse por las ramas. Puestos a especular, también podrían ser un
grupo de Funky-Disco, por qué no. Y podrían llamarse (qué sé yo) The Trammps.
¿Pruebas? Mírales aquí interpretando el que fue su mayor éxito, incluido en la
banda sonora de “Saturday Night Fever”. La canción se titula (otra pista más)
“Disco Inferno”. Y juraría (me estoy yendo de la lengua) que el mefistofélico
guitarrista cuadra perfectamente con la descripción que en la novela se hace de
Número 7.
“Devil with a blue
dress on” Mitch Ryder & The Detroit Wheels.
Las últimas páginas de la novela
están atravesadas por la pegajosa sombra de lo ineluctable: se veía venir,
dirán los lectores más perspicaces; se lo merece, cabecearán los más
moralistas; pobre Arturo, se compadecerán los más sensibles. Se dan la vuelta
los naipes, y nuestro protagonista se da cuenta de que no tiene nada, ni una
mísera pareja. La novela termina con el voltaje a tope, ese mismo zumbido
ominoso que desprende una silla eléctrica tras haber sido usada. Esa
intensidad, esa feroz cabalgada de ritmo es la que exhibe el grupo de Mitch
Ryder al versionar este clásico, un verdadero comprimido de rabia y energía
protagonizado por una mujer que parece “El diablo vestido de azul” (¿lo
pillamos?). Atención a las dos frenéticas go-gos subidas a las plataformas: ¿no
se parecen a las chicas que, inducidas por Ray, asedian la virtud de Arturo?
Extra Track: “Shangri
La” The Kinks
Dirigida en 1937 por Frank Capra,
“Horizontes perdidos” consagra el mito de Shangri-La, mítica ciudad utópica
enclavada en lo más recóndito del Himalaya. Desde entonces, la cultura popular
anglosajona identifica ese exótico topónimo con el paraíso en la tierra, con
ese rincón que cada uno de nosotros buscamos para alcanzar la felicidad.
Sesenta y dos años después, Ray Davies (sombreros fuera) compuso la canción que
bien podría servir como sustrato de interpretación de LMDF, y en la que un
innominado protagonista cree haber trepado a su particular nirvana tras
comprarse una casa (¿os suena de algo?). Os traduzco esta pequeña maravilla de costumbrismo
y mala baba:
Por fin has encontrado tu paraíso.
Este es el reino que has buscado.
Puedes salir fuera y limpiar tu coche.
O sentarte junto al fuego en tu Shangri La.
Esta es tu recompensa por trabajar tan duro.
Se acabó aquello de ir al excusado en el
patio trasero.
Se acabaron aquellos días en los que soñabas
con tener un coche.
Solo quieres sentarte en tu Shangri La.
Ponte las pantuflas y siéntate junto al
fuego.
Has alcanzado tu meta, y no puedes ir más
lejos.
Estás en tu casa, y sabes dónde estás
En tu Shangri La.
Siéntate en tu vieja mecedora.
No tienes que preocuparte de nada.
No puedes ir a ninguna parte.
Shangri La.
El hombrecito que va en el tren
Tiene una hipoteca que pende sobre su
cabeza.
Pero está demasiado asustado para quejarse.
Porque ha sido creado así.
Pasa el tiempo y paga sus deudas.
Consigue una televisión y una radio.
Por siete chelines al mes.
Shangri La.
Todas las casas de la calle tienen un
nombre.
Porque todas las casas de la calle parecen
la misma.
Los mismos cacharros de la chimenea, los mismos
cochecitos, los mismos vidrios de las ventanas,
Los vecinos te llaman para contarte cosas
que deberías saber.
Dicen sus frases, toman su té, y luego se
van.
Te cuentan sus negocios en otro Shangri La.
Las facturas del gas y del agua, las letras
del coche.
Demasiado asustados para pensar lo frágil
que es su situación
La vida no es tan feliz en tu pequeño Shangri
La.
(“Los motivos del fuego” es un
egotrip de J.C.Muñoz, publicado por “Relee”. All rights reserved)
miércoles, 15 de noviembre de 2017
¡Bailad, bailad, malditos!
A
finales de los setenta, en cualquier concierto de rock que tuviera lugar entre
Nueva York y Los Angeles, el ritual se cumplía con la precisión de un reloj
suizo. En un descuido del servicio de seguridad, algún melenudo particularmente
ágil saltaba al escenario y arrancaba la ovación de la noche exhibiendo una
pancarta en la que se leía: “Disco Sucks”.
¿Cómo pudo un estilo musical tan frívolo e intrascendente concitar el odio de
toda la comunidad rockera? ¿Tanto les ofendían los ritmos cuadriculados, el
vuelo rasante de los violines, el brillo de las lentejuelas? ¿No sería que aquellos
fieles adoradores de la sacrosanta guitarra eléctrica, secretamente hartos de
punteos inacabables y de cantantes con garganta de titanio, contemplaban con disimulada
envidia el hedonismo y la diversión que se cocía en las discotecas?
Sincronicemos
nuestros relojes: hoy hace cuarenta años que salió “Saturday Night Fever”, el
doble LP que lo cambió todo. No
fueron pocos los hitos musicales de aquel lejano 1977: surgió el punk (con el
debut discográfico de The Clash y Sex Pistols), vieron la luz cumbres del rock
adulto como “Hotel California” y “Rumours”, un gafoso Elvis Costello empezó a
dar la murga con “My Aim is True”, David Bowie publicó su última gran obra
(“Heroes”), descubrimos el pop sinfónico gracias a un tipo de alto tonelaje que
respondía al muy apropiado alias de Meat Loaf… Pero ninguno de estos
acontecimientos trepó a las alturas sociológicas de “Fiebre del sábado noche”,
banda sonora de una película perfectamente olvidable, pero que supuso el
surgimiento de una cultura de baile y evasión que convirtió a las discotecas en
el centro de la vida juvenil, en su ágora y su parlamento, en su trinchera y su
Sodoma. Si bien su aparición es muy anterior (en España lo hicieron bajo la
enternecedora denominación de Boîtes),
las discotecas eran un sitio para reunirse, para beber (y fumar esto y aquello,
ya me entendéis), para ligar e incluso para escuchar música enrollada. Pero desde que la gran
pantalla descubrió las contorsiones de aquel desgalichado Tony Manero, las
discotecas aumentaron drásticamente su repertorio de funciones: en ellas sobre
todo se iba a bailar.
Buena
culpa de ese cambio cultural la tienen tres hermanos ingleses y paliduchos (valga
la redundancia), emigrados a Australia en su juventud, donde aprendieron a
hacer canciones y adoptaron el nombre de Bee Gees. A su vuelta a Gran Bretaña
alcanzan el éxito como compositores e intérpretes de pop melódico, hasta que la
inevitables peleas fraternas (ni siquiera en esto son originales los hermanos
Gallagher) deshicieron el grupo. Pasaron los años, y ciertas necesidades
monetarias borraron las antiguas querellas, por lo que los hermanos Gibb se
volvieron a reunir. Tras trasladarse a Florida (por consejo de Eric Clapton),
olfatearon lo que hoy llamamos un “nicho de mercado”: aunque había una parte
del público blanco que, ahítos de caras ocultas de la luna y de escaleras al
cielo, quería mover el esqueleto, el funk se les antojaba demasiado salvaje,
demasiado tórrido, demasiado (digámoslo todo) negro. Nadie mejor que los sonrosados hermanos Gibb para quitarle
color al asunto. Tras algunas tentativas, la fórmula empieza a cuajar: letras
escapistas (nada de la turbia sexualidad de, por ejemplo, “Lady Marmalade”),
falsetes celestiales (cortesía de Barry, el mayor de los hermanos), violines
rampantes, producciones satinadas… Con “Jive Talkin’” consiguen, en 1975,
llegar al número 1, y durante un par de años largos no habrá quien les baje de
allí.
Por
entonces, su productor Robert Stigwood estaba trabajando en una película de
bajo coste, cuya peculiaridad consistía en adentrarse en un submundo
relativamente desconocido: el de los jóvenes que dedicaban el ocio de sus fines
de semana a bailar en las discotecas, como alivio a su alienante vida laboral.
Aunque parezca imposible, el proyecto tenía un embrionario contenido social,
pues pretendía reflejar esa Nueva York deprimente y áspera que no solía salir
en las grandes producciones. Asumiendo que la banda sonora debía ocupar un
papel primordial, Stigwood contactó al principio con artistas como Stevie
Wonder y Boz Scaggs, suministradores de soul bailable de calidad. Pero, por un
tema de derechos (y con la icónica escena del baile de Travolta ya filmada), se
hubo de renunciar al soundtrack ya utilizado y buscar uno nuevo. Y allí
estaban, con su sonrisa Profiden y sus camisas con cuello de gaviota, los tres
hermanos Gibb, que aportaron seis canciones y se encargaron de reclutar un
puñado de músicos solventes (David Shire, KC & The Sunshine Band, Kool
& The Gang, The Trammps…) para completar el lote.
El
resto es historia. Cuarenta millones de copias vendidas, cinco premios Grammy,
altísima consideración en las listas de los mejores álbums de todos los
tiempos… Es verdad que, como casi siempre ocurre, lo peor fueron los epígonos,
esos músicos de medio pelo que se subieron sin pudor al carro (¡hasta Mick
Jagger lo intentó, con cierta gracia en “Miss You”, sin puta gracia en
“Emotional Rescue”!) y que llenaron las ondas de estribillos machacones y
melaza sonora (mención especial para ese estomagante invento llamado EuroDisco,
del que aún nos estamos reponiendo). Los propios hermanos Gibb no tardaron en
repetirse una y otra vez, hasta que fueron discretamente apartados un par de
años después de las lista de éxitos, colonizadas por lo que se llamó New Wave.
Acabó el siglo, vino el nuevo milenio, murió Maurice, murió Robin, solo Barry
sigue arrastrando por los escenarios su imponente pelucón. Los millenials (¡qué plaga!) ya hace mucho
que han desertado de las discotecas: según me confesó una veinteañera “nosotros
ya salimos ligados de casa”, ellos se lo pierden. Sin embargo, en la República
del Karaoke, en el Reino Unificado de las Despedidas de Soltero / Soltera, en
la Confederación de las Reuniones de ExAlumnos, la ceremonia de izado de
bandera coincide siempre con “Stayin’ Alive”, ese momento fundacional en el que
todos, sin excepción, hacemos el ridículo señalando con el índice una
imaginaria bola de espejos.
martes, 7 de noviembre de 2017
Libertad, cuántos malos poemas han sido perpetrados en tu nombre.
El
primer aniversario de la muerte de Leonard Cohen me ha obligado (¡bendita
obligación!) a revisitar el cancionero del bardo canadiense. No he
experimentado grandes sorpresas: lo frecuento a menudo, algunas de sus
canciones siguen escuchándose sin interrupción, no parece que su fallecimiento
haya menguado su prestigio como chansonnier
postmoderno. De todo su repertorio siempre he preferido el atípico “I’m your
man”, pues se me antoja irresistible esa mezcla de poesía y cinismo,
interpretada al compás de un teclado Casio de baratillo. Muchos de sus versos
(¡marchando una ración de confesiones impúdicas!) han servido para dar lustre a
mis tartamudeantes intentos de cortejar a una dama, y no siempre sin resultado.
Y en más de una ocasión he toreado las destempladas recriminaciones de mis
parejas soltando como al desgaire:
“ (…) So you can stick
your little pins in that voodoo doll.
I'm very sorry, baby,
doesn't look like me at all (…)”
“Puedes pinchar tus alfileres en ese muñequito de vudú / Lo siento mucho,
baby, pero no se parece nada a mí” (“Tower of song”). ¡Qué tío! ¡No me extraña
que tantas mujeres se volvieran locas por él! Si Woody Allen dijo que le
gustaría reencarnarse en los dedos de Warren Beatty (prototipo de seductor
hollywoodense), supongo que no somos pocos a los que nos encantaría poseer el
pausado carisma y la voz acariciante del señor Cohen, elegante tanto con las
mujeres como con sus sucesivas bancarrotas.
Pero la escucha de sus discos y, en especial, el disfrute de sus letras me
han provocado otra reflexión, algo más abstracta pero quizás interesante. Tras
años de seguir su carrera musical, en 2011 me decidí a leer algo de su
producción poética, y en un viaje a Asturias aproveché para adentrarme en
“Flores para Hitler”. Seamos justos: se trata de un texto de esos que la
crítica etiqueta rápidamente como “de búsqueda de su propia voz”. En sus poemas
(y en “El nuevo paso”, una especie de pequeña obra de teatro pomposamente
subtitulada “Un Ballet-Drama de un
acto”) se adivinaban los temas que con posterioridad (el poemario es de 1964,
tres años antes de que sacara su primer disco) abundarían en sus canciones: el
amor, el pesimismo inteligente, el desamor, el ansía de inmortalidad, el amor,
la desazón ante la espiritualidad, el desamor… Sin embargo (quizás estaba yo
revenido por entonces, quién sabe) aquellos recitados tan cohenianos se me
hacían espesos, innecesariamente enfáticos, demasiado largos y farragosos. De
repente lo comprendí, la frase que encabeza este texto se me apareció diáfana,
resolutiva: “Libertad, cuántos malos poemas se han perpetrado en tu nombre”.
Voluptuosamente ajeno a cualquier límite, el joven Leonard se dejaba llevar sin
freno por su musa, incapaz de ponerle coto, recreándose en su propia facilidad expresiva:
es el mismo reproche que puedo hacer a buena parte de la poesía contemporánea,
que confunde la falta de reglas con el “todo vale”, gracias a lo cual
cualquiera se puede creer vanguardista simplemente por llevar al papel (sin
necesidad de filtro alguno) lo primero que se le viene a la cabeza. ¡Qué harto
estoy de todo ese surrealismo de garrafón al que tan aficionados son los
jurados de poesía, y que con tanto ardor premian: “no entiendo lo que dice,
pero intuyo que hay algo muy intenso en esos versos”! ¡A otro perro con ese
hueso!
Pero volvamos con nuestro héroe: años después, ese mismo Cohen incapaz de
ajustarse a la esencia de las cosas (como dicen los contables: el papel lo
aguanta todo) se tiene que enfrentar a las imposiciones de la composición
musical, a la frontera no escrita pero infranqueable de los cuatro minutos, y
el milagro se produce: costreñido por una métrica y unos ritmos, sus poemas
ganan en concisión, en profundidad, en economía narrativa. El magma de “Flores
para Hitler” se embrida sin perder sustancia, se hace preciso, quirúrgico. ¡Qué
lástima que su colega Dylan no siguiera su ejemplo, y continuara con sus
interminables y a menudo incomprensibles jeremiadas!
Vuelvo a “I’m your man”, me dejó mecer por su minimalismo sonoro, por el
laconismo casi zen de sus letras. La imagen es poderosa: un señor bien
trajeado, con su inseparable Fedora en la cabeza, transita por un mundo de
fugaz melancolía. De repente, un recuerdo trepa por mi memoria, se abre paso a
codazos: ¿cómo se llamaba (¿Marta? ¿María? Tenía el pelo alborotado y la
sonrisa no se le caía de la boca, de eso sí que me acuerdo…) aquella chica a la
que abordé con estos versos?:
I don't need to be forgiven for loving you so much
It's written in the scriptures
It's written there in blood
I even heard the angels declare it from above
There ain't no cure, There ain't no cure for love”
It's written in the scriptures
It's written there in blood
I even heard the angels declare it from above
There ain't no cure, There ain't no cure for love”
(“No necesito ser
perdonado por amarte tanto / Está escrito en los Evangelios / Allí está escrito
con sangre / Incluso he escuchado ángeles declarándolo desde allá arriba / No
hay remedio para el amor”)
El trovador de Montreal se fue hace un año sin hacer ruido. Y desde
entonces ruego por no cruzarme por la calle con Marta (o María): no sabría qué
decir.
domingo, 5 de noviembre de 2017
Aquellos años del pasado en los que no había futuro
Hacía finales de 1977, en inopinada
sincronía, una música estridente surgió de los garajes donde ensayaban diversas
bandas de Miranda de Ebro, Almendralejo, Cornellá del Vallés, Muskiz,
Antequera, Villarcayo, Almazán. Si alguien se hubiera preocupado en averiguar
por qué aquellos chavalotes aparentemente tan sanos habían arrinconado sus
mandolinas y sus versiones de Simon & Garfunkel para pasarse a rasguñar
guitarras eléctricas de segunda mano, la respuesta hubiera estado en el dial de
la radio, más concretamente en las escasas emisoras que radiaban una canción
áspera y chirriante que había revolucionado las listas de éxitos británicas, y
que hablaba (qué barbaridad) de anarquía y del anticristo. Y cuando los amigos
de la cuadrilla se pasmaban con la melonada esa de teñirse el pelo de verde
(¡ande vas, Manolín, con esas pintas!), o se burlaban de la repentina moda de
ponerse imperdibles por toda la ropa (¡como te vea tu madre te la cargas, barbián!), los muchachos sonreían con desdén y se largaban del bar
haciendo una peineta, al tiempo en que berreaban que no había futuro.
En realidad sí que lo hubo, pero eso
poco importó a los que, desde que salió “Never Mind the Bollocks – Here’s the
Sex Pistols” consideraron que aquellas trece canciones eran el vademécum
imprescindible para manejarse en un mundo lleno de paranoia, drogas y
banalidad. No estará de más que lo recordemos: por aquel entonces el rock and
roll (y la música popular en general) se encontraba en un callejón sin salida,
con el rock progresivo y la música disco copando las emisoras, para
desesperación de aquellos que apostaban por la energía y la provocación como
ingredientes necesarios para cualquier canción que se precie. Bastará con decir
que el tema más radiado en la primera mitad del año había sido “Hotel
California”, el equivalente sonoro de una sobredosis de melatonina.
No, no había sofisticadas (a la par
que misteriosas) damas ni coches cromados en las canciones de los Pistols.
Confusión política, egocentrismo adolescente, consignas de instituto,
arrogancia proletaria… Un caos existencial que nos llegó justo (qué casualidad)
cuando se celebraban las bodas de plata de Isabel II a la cabeza de la
monarquía británica. Para amargarle el festejo, un grupo de cuatro mozalbetes
londinenses, ninguno de los cuales tenía más de 22 años, sacaron uno de los
álbumes más influyentes de la historia, venerado desde entonces como la última
oportunidad que tuvo el rock de reinventarse, antes de que llegaran los monaguillos
ecologistas y transversales de U2, the Smiths y REM (qué coñazo, oiga).
No entraré en la hagiografía
laudatoria que tanto abunda estos días de celebraciones: la imagen de un Johnny
Rotten (sí, ya sé que desde hace mucho tiempo se hace llamar Johnny Lydon, su
nombre real) sesentón y aburguesado me causa bastante repelús, y me niego a
caer en la mitificación necrófila de alguien tan descerebrado como Sid Vicious.
Lo más sensato es sentarse frente al equipo de música y escuchar, a ser posible
con los oídos bien abiertos, aquel disco que (todo hay que decirlo) frecuenté
relativamente poco en mi adolescencia, pues lo descubrí al mismo tiempo que el
cláshico “London Calling” y el “Armed Forces” de Elvis Costello, ambos
infinitamente mejores que el exabrupto amarillo de los pupilos de Malcolm
McLaren. Desconecto mi móvil, pongo la música a tope… y tengo que reconocer que
el milagro no funciona. Las canciones son toscas, minimalistas, cansinas. El
fraseo (por llamarlo de algún modo) del señor Rotten es francamente irritante,
y la simpleza sonora me cansa, especialmente cuando, con un punto de melodía más,
se puede llegar a maravillas como “Teenage kicks” (Undertones) o “Roadrunner”
(Jonathan Richman). Eso sí, reconozco que las letras (cuando abandonan el “fuck
this and fuck that”) tienen algo más de relieve, adentrándose en temas como el
aborto (“Bodies”) o la incompetencia de la burocracia (“Pretty vacant”). ¿La
famosa energía? Pues sí, está ahí, eso no lo niega nadie, los guitarrazos de
Steve Jones siguen sonando como una motosierra que intenta cortar por la mitad
un radiador oxidado. A lo mejor soy yo el que ya no tiene el cuerpo para estos
excesos tan burdos, quién sabe…
En todo caso, no me gustaría ser
injusto: un LP como este sirvió para sacar al rock de su narcisismo sinfónico
(¡acordaos de Yes, de Genesis, de todos aquellos universitarios pretenciosos
que jamás de los jamases escupieron a su público!) y abrir de nuevo la puerta a
la espontaneidad y el descaro. Eso sí, pocas veces en la historia una predicción
apocalíptica anduvo tan errada: apenas un año después de que los Pistols anunciaran
el advenimiento de la anarquía y el anticristo, Margaret Thatcher se convertía
en Primera Ministra del Reino Unido. ¿O quizás sí acertaron?
lunes, 9 de octubre de 2017
Sweet Home Barcelona
Sisa y su banda, a finales de los setenta |
Para
los adolescentes de finales de los setenta (no me obliguéis a utilizar esa
muletilla tan ominosa de “del siglo pasado”), la mera mención de Barcelona
venía aureolada con una pátina de irresistible modernidad. Pongámosnos en
situación: hablamos de aquellos años vertiginosos que van desde la muerte de
Franco hasta el infausto Tejerazo, lo que se viene llamando “La Transición”:
sacralizada por algunos, denostada por otros, tendrán que venir los inefables
hispanistas para sacarnos de dudas al respecto. Pero estábamos con la Ciudad
Condal y su magnético poder de irradiación: de allí venían las revistas
musicales y de tendencias que leíamos con fervor hasta aprendérnoslas de
memoria (“Vibraciones”, “Popular 1”, “Ajoblanco”), su potente industria
editorial nos suministraba los libros más novedosos (comparabas las portadas de
Seix Barral, de Bruguera o de Anagrama con las de la venerable Austral y
comprendías muchas cosas), los comics traían el inconfundible marchamo
cosmopolita del underground catalán (“El Víbora”, “Cairo”), hasta sus melenudos
músicos (Iceberg, Compañía Eléctrica Dharma, Pau Riba, Sisa) lucían muchísimo
más cool que los ceñudos rockeros urbanos madrileños, empeñados en recordarnos
lo asqueroso y alienante (¿perdón?) que era vivir en el Foro. A diferencia de
la capital, Barcelona había sido una ciudad hippie y libertaria, abierta a todo
tipo de experimentalismos (culturales, sociales, políticos, sexuales…), y,
quizás por eso, durante unos años gloriosos había acogido a lo más granado del
boom literario sudamericano (García Márquez, Vargas Llosa, Bryce Echenique,
José Donoso, Álvaro Mutis…). Todos teníamos algún amigo (mejor dicho, el
hermano mayor de algún amigo) que se había ido a pasar una temporada a una
comuna cerca del Paseo de Gracia, o en el Ampurdán, y que volvía contando maravillas de aquellos
catalanes pirados que vivían al margen de los convencionalismos y a los que la
política les traía al pairo. Cuando le preguntábamos por, ya sabes, je je, bajábamos
insensiblemente la voz, el amor libre y esas cosas, nos miraba muy fijamente,
daba una profunda calada a su canuto de marihuana, y decía que allí le habían
enseñado que solo puede haber amor si hay libertad (¡qué tíos!, rugíamos de
envidia, ¡qué orgías se tienen que montar!). Nosotros, que nos reuníamos en el
garaje del padre de un amigo (no flipas igual mirando al mar que rodeado de
destornilladores y llaves inglesas, eso os lo aseguro), admirábamos en la
distancia a aquellos catalanes vacilones y enrollados (así se hablaba entonces)
que habían tardado décimas de segundo en desprenderse del asfixiante
guardapolvos del franquismo para ponerse las ropas más molonas y embadurnarse
de patchouli, y que durante unos años nos dieron sopas con onda en música, literatura
y arte. De acuerdo, nos conjurábamos, en cuanto reuniésemos pasta iríamos a
Londres a ver a los Clash (lo primero es lo primero), pero el siguiente sitio a
visitar sería Barcelona, eso era seguro.
Pero
la Historia escribe torcido con renglones en espiral (o algo así), y de repente
todo se volvió más complicado, o más simple, a saber. El Tejerazo supuso el
pistoletazo de salida para lo que poco después se llamaría la Movida, y casi
sin darnos cuenta descubrimos que Madrid, esa ciudad de Notarios y churreros,
se volvía súbitamente interesante. Cineastas, músicos más o menos pop,
escritores, actores, filósofos muy noctámbulos: una variopinta caterva de
vividores tomaron las calles de la capital, y con ellos aparecieron colores que
se superpusieron a las grises fachadas de la Gran Vía. Tan entusiasmados
estábamos con aquella explosión de cultura y libertad que casi nadie notó cómo
la festiva Barcelona iba siendo tomada, como si de una película de zombies se
tratara, por unos seres alicatados con la senyera, que no paraban de decir que
eran diferentes y que bailaban la sardana con una concentración ensimismada que
no hacía presagiar nada bueno.
Pasaron
los años: vinieron unas olimpiadas muy eficaces, cayeron muros y torres,
perdimos todo atisbo de ingenuidad. Un día, sin comerlo ni beberlo, descubrimos
que aquella arcadia libertaria y sandunguera había acabado convirtiéndose en lo
que nos muestran los Telediarios: un monocultivo del nacionalismo más adocenado
y empobrecedor. La Barcelona a la que cantaba Gato Pérez o por donde paseaba el
desencantado Carvalho fue poco a poco sucumbiendo ante el relato monocromo del Cataluña über alles, un parque temático en
el que no encuentran cabida versos sueltos como Boadella, Isabel Coixet, Juan
Marsé o (quién lo iba a decir) Serrat, estigmatizado por no seguir las
directrices del independentismo. Y como una imagen vale más que mil palabras,
quien escribe estas líneas pudo ver, no hace aún dos semanas, en una tienda
musical en Barcelona una guitarra eléctrica con la forma de la triunfante
Cataluña independiente, exhibida sobre una estelada rampante. Parafraseando la
canción de los Stones: “It’s only
xenofobia (but I like it)”.
Y
en esas estamos. Nadie (y yo menos que nadie) se atreve a dar un pronóstico de
lo que ha de venir, y hay que ser muy optimista para pensar que la costra
identitaria va a desaparecer siquiera a medio plazo. En todo caso, y como soñar
no cuesta nada, secretamente espero que resurja aquella ciudad tolerante y
coqueta que tanto nos deslumbró en nuestra adolescencia.
domingo, 24 de septiembre de 2017
Reflexiones en el Matadero
Hay
otros mundos, pero no están en Cataluña. Abandonemos por un rato el monotema
(¿o no?: ya veremos). Estuve el sábado en el Matadero, hoy por hoy el lugar que
más me gusta en el mundo. En su sala “Abierto x obras” se podía ver una
exposición / performance de Juan López, un artista multipremiado nacido en
Cantabria (sic). Su trabajo consiste en añadir una serie de listones o
entablamentos que unen las columnas ya existentes en la sala, sin abandonar la
estética brutalista-industrial del recinto. Oye, hasta tiene su puntillo, y me
paseo con agrado por la instalación. Pero lo que desata mi perplejidad es la
explicación esotérica-hortera que se marca el señor López para conseguir que
los simples humanos comprendamos su obra. Copio: “Juan López propone una intervención escultórica sobre la arquitectura
como forma de resistencia contra lo establecido”. Agárrame esa mosca por el
rabo, como diría aquel. Sigo: “Desde sus
obras tempranas de intervención en el espacio urbano, el trabajo de este
artista busca desvelar otros modos de percibir el lugar como hipótesis para
otras relaciones sociales fuera de la normatividad impuesta por el poder”. Ah,
el poder, qué avieso es, qué mefistófelico. Como en el viejo sketch de Monty
Python: ¿qué ha hecho el poder por nosotros? Bueno, ha hecho la seguridad
social, las carreteras, la liga de fútbol, los aeropuertos, el código de circulación,
la Denominación de Origen Rioja y un sinfín de cosas más. Pero resulta que
ahora llega Juan López y, cambiando unos pocos paneles de sitio, nos saca de la
normatividad impuesta por el poder. Y eso para empezar. Retomo este iluminador
párrafo de su explicación: “En un mundo
hipercomunicado, poblado de signos creados por una élite intelectual y/o
social, López juega con la posibilidad de alumbrar nuevos significados, nuevos
espacios y otros regímenes de lo sensible” ¡Otros regímenes de lo sensible!:
el premio a la Chorrada del Año ya tiene firme candidato, y eso que la cosecha
está siendo abundante.
En
fin, nada nuevo bajo el sol: la habitual verborrea lisérgica con la que muchos
artistas contemporáneos glasean sus incomprensibles juguetitos. Y es ahora
cuando enlazamos el discurso hueco y pomposo de un artista al que yo no conocía
hasta el sábado con lo que está sucediendo en Cataluña. Habituados como estamos
a fijarnos en las esteladas y las marchas a lo Kim Jong-Il que tanto salen en
los periódicos, deberíamos ampliar la foto y ver que toda esa escenografía se
nutre de la hiperinflación lingüística que ha espesado nuestras vidas desde que
el populismo hizo su descacharrante aparición (no solo en España) a comienzos
de esta década. Otredad, empoderamiento, heteropatriarcado, transversalidad,
micromachismos, alteridad… Toda una panoplia de conceptos evanescentes que
sirven lo mismo para un roto que para un descosido, pero que te arreglan el
mitin sin tener que estrujarte mucho el cacumen (y si tienes un público
difícil, suelta eso de que aún vivimos en el franquismo: la gente se corre). Y
el nacionalismo (que lo aprovecha todo) ha rejuvenecido su inmemorial discurso
xenófobo y supremacista (estamos nosotros y están ellos: punto) con invenciones
verbales tan desorbitadas como el derecho a decidir (¿a decidir qué?), derecho
que, por cierto, ha sido discretamente invitado a abandonar el proyecto de constitución
catalana, no vaya a ser que. No deja de ser tronchante que cada vez que uno se adentra
en algún análisis de la cuestión catalana, necesita un microscopio muy potente
para distinguir el catalanismo del independentismo, y este del separatismo, y
este del soberanismo. Y si a eso añadimos la pirueta que significa eso de
“nación de naciones”, el berenjenal se convierte en desaforadamente laberíntico
(por cierto: hoy he escuchado que España es un “país de países”: no sé si es un
lapsus, o ya hemos llegado a ese punto en el que todo vale). En fin, que de
aquellos polvos vienen estos lodos: dejamos que un artista así como conceptual
alumbre otros regímenes de lo sensible
(manda huevos…), y acabamos diciendo que España es una unidad de destino en lo
universal que a su vez alberga otras unidades de destino en lo universal. Y yo
con estos pelos.
jueves, 14 de septiembre de 2017
Regreso (ácrata) al pasado (lisérgico)
miércoles, 13 de septiembre de 2017
El burócrata imperial y el guerrillero planetario
En las fotos
que conservamos de Sir William Henry Beveridge (todas en riguroso blanco y
negro), se nos aparece como lo que fue: un acabado producto del Imperio
Británico. Tanto es así, que tuvo la muy cosmopolita idea de nacer en lo que
hoy es Bangladesh, donde su padre ejercía como juez de la administración
colonial. Corría 1879, y para que nos hagamos una idea, cabe decir que, en ese
mismo año, Edison inventó la bombilla: literalmente, hasta entonces las noches
se pasaban a la luz de las velas. Hemos visto las suficientes películas para
suponer cómo fueron los días de infancia del joven William: calor sofocante,
nativos de extrañas costumbres, la irónica certidumbre de pertenecer al lado
correcto de las creencias. Con el paso de los años, Mr. Beveridge emigraría a
la Gran Bretaña de sus ancestros, donde estudió literatura clásica antes de
dedicarse al periodismo, para finalmente entrar en el mundo de la política de
la mano del mismísimo Winston Churchill, por entonces ministro de economía. Dos
guerras mundiales después, y tras una vida dedicada a la función pública (lo
cual le valió ser ennoblecido), mister Beveridge murió discretamente en 1963.
El mundo en el que había nacido se apolillaba en los museos: pocos días después,
The Beatles grabarían “From me to you”, la tarjeta de presentación de lo que
con el tiempo se llamaría “la Década Prodigiosa”.
Es
difícil encontrar dos personalidades más antitéticas. Beveridge era metódico,
aburrido, victoriano hasta la médula, un ratón de jurisprudencia y reglamentos.
No hace falta documentarse para intuir que, como buen inglés, le gustaba el té
y recortar obsesivamente los rododendros, y dudo que alguien, además de su
esposa, le viera sin su cuello duro. Ernesto Guevara, por el contrario, era
exuberante y carismático, abundante en arrojo físico a pesar de su asma,
palabrero y seductor. Es uno de los pocos mitos incontrovertibles que nos ha
legado el siglo, y su brillo no da muestras de agotarse: raro es el día en que
uno no se cruza con una camiseta en la que esté reproducido su rostro, ese
rostro que mira hacia el infinito y que provocó un vahído de deseo en Simone de
Beauvoir cuando acudió, acompañada de su pareja Jean-Paul Sartre, a entrevistar
al guerrillero más famoso de todos los tiempos.
Pero
si escarbamos un poco, descubriremos algo que une a nuestros protagonistas de
hoy. Ambos poseían una conciencia social muy desarrollada, con todo lo genérico
que esto suena. No será necesario explicitar cómo vehiculó el Che dicha
conciencia, que le llevó a luchar en Cuba, África y Sudamérica, donde alcanzó
la palma del martirio, quedando como, posiblemente, el último hombre de acción
que ha conocido la humanidad. Mr. Beveridge, aclarémoslo ya, no era precisamente
un aguerrido activista (hay que ser muy fantasioso para imaginarle manejando
una metralleta, o lanzando un cóctel molotov), sino un burócrata concienzudo
que dejó sus incipientes estudios de derecho para ponerse a trabajar en Toynbee
Hall, una fundación humanitaria al este de Londres. Nada especialmente
aventurero, hay que admitirlo: pero aquellos años de formación pusieron las
bases de un empeño que le llevaría muchos años después, tras la derrota de las
tropas nazis, a elaborar lo que se conoce como el “Informe Beveridge”, un árido
documento que significó, nada más y nada menos, que el nacimiento de la
seguridad social tal y como hoy la conocemos.
En
los tiempos que corren (y no creo que sea necesario detallar a qué me refiero),
parece lugar común hacer gala de compromiso con los desfavorecidos, con los que
sufren. Hasta en los perfiles de internet es casi una cláusula de estilo
comenzarlos proclamando que se odia la injusticia y la discriminación. Y ese ha
sido el punto medular que, durante el último siglo largo, ha constituido el ADN
de lo que muy genéricamente podríamos llamar la izquierda. Si se me permite la
hipótesis, una sociedad posee una conciencia social articulada cuando en su
seno se complementan armoniosamente los Beveridge y los Guevara, los
legisladores y los visionarios. Pero desde hace unos años, desde que el
populismo llegó a la política mundial, nadie quiere ser Beveridge, todos pretenden
constituirse en Guevaras de inflamada oratoria y formidable melena al viento.
Siento ser aguafiestas: mientras que el pulcro y morigerado señor Beveridge nos
legó el más formidable instrumento de nivelación social que ha conocido la raza
humana, las aportaciones del señor Guevara en ese sentido han sido (¿cómo
decirlo sin que se ofenda nadie?) radicalmente irrelevantes. Por lo tanto, y
aquí quería yo llegar, el partido que representa a la socialdemocracia en
España (y al que llevo votando desde octubre de 1982, lo cual me da cierta
legitimidad para decir lo que estoy diciendo) debe dejar de creerse un émulo
del Che para adoptar la ideología pragmática, tenaz y reformista que guió los
pasos del señor Beveridge. En lugar de pretender gobernar a través de pancartas
y tweets, ha de hacerlo como los partidos con vocación de gobierno: a través
del BOE. Es verdad que no suena muy aventurero, es verdad que no suena muy
excitante, es verdad que eso no va a recolectar muchos likes en su página de facebook. Es verdad (no lo vamos a negar) que
lo más bonito que le van a llamar es el
partido de la casta. Pero no se gobierna para ser popular, sino para
cambiar la sociedad. Y no recuerdo ninguna sociedad que se haya cambiado a base
de camisetas.
miércoles, 23 de agosto de 2017
Lecturas de verano
De
todas las concesiones al exhibicionismo que permite facebook, una de las pocas
que cuentan con mi comprensión es aquella por la que se nos informa de los
libros que el interfecto va a intentar leer en estos días de asueto que nos
proporciona el verano. Como todo lo que se nos ofrece a través de la red de
redes, dichas listas hay que tomarlas cum
grano salis (ay, perdón, que mi correctora de estilo me ha prohibido usar
cultismos: bueno, pues hay que tomarlas de aquella manera, ¿está bien así? ¿soy
lo suficientemente populachero?). Si es verdad lo que en ellas se dice, en
España nadie se va a la playa con las novelas de María Dueñas, o de Pérez-Reverte,
ya no digamos de Dan Brown: todo el mundo se jacta de adentrarse en poesía
ultímisima, o en thrillers recién sacados del horno (que, inevitablemente, nos
desvelan el lado oculto de nuestras sociedades occidentales: qué ganas tengo de
que un thriller nos desvele el lado
visible de dichas sociedades), o en ensayos de densa papilla
postestructuralista. Además, me resulta muy curioso que prácticamente todos los
títulos que se mencionan han visto la luz en los últimos tres o cuatro años.
¿Qué pasa, qué nadie lee a Maupassant, o a Baroja, o a Virginia Woolf? ¿No hay
un punto de papanatería en declamar con énfasis: si tiene más de cinco años ya
no me representa, no es moderno?
Lawrence Osborne |
En
fin: que para pasar los rigores del verano yo me he permitido escoger (ese
momento en el que te sientes seleccionador de fútbol y dices tú sí, le metes en
la maleta, tú no, lo devuelves a su estantería, tú quizás el año que viene…)
una serie de libros mayoritariamente viejunos, pero que me han proporcionado
instantes de inaudito placer, entreverado con alguna decepción (léase bostezo).
Cerré julio y abrí agosto con “El turista desnudo”, de Lawrence Osborne (Gatopardo
Ediciones), una vindicación inteligente y desinhibida de la última Gran Presa
del Progresismo Europeo: el turista. Osborne cuenta con gracia y rigor sus
peripecias por algunos de esos lugares que aparecen en los folletos satinados
de las agencias de viajes, y es tan sincero como para confesar que, en lugar de
ir a ashrams incómodos o a campos de
trabajo solidario, él es más de perderse por los garitos de masajes de Bangkok
(he estado a esto de escribir: no es
tonto el pibe, no, pero si se entera mi agente de prensa me la lía: ¿qué
quieres, insensato, que perdamos el target de las feministas?).
Esperé
a estar frente al mar para abrir “Moby Dick”. Ya sé que la amaestrada bahía de
Altea está en las antípodas de los feroces océanos que surca la Ballena Blanca,
pero supongo que su presencia salitrosa algo tuvo que ver con el entusiasmo con
el que leí una obra que tiene más de siglo y medio, pero que no ha perdido su
capacidad de fascinación, ni el filo del bisturí con el que secciona algunas de
las neurosis humanas. A pesar de que Melville, muy cervantinamente, se adentra
a veces en excursos que amenazan con sacarte de la obra (esas académicas
descripciones de los diferentes tipos de cetáceos, o el pormenorizado recuento
de las partes de un navío), reconozco que las cincuenta últimas páginas son
magnéticas, con la locura de Ahab campando por sus respetos, en un crescendo de
horror que las adaptaciones cinematográficas solo muy pálidamente han logrado
reflejar. Un clásico absoluto que no sabes muy bien en qué compartimento de tu
biblioteca colocar, si en el libros de aventuras o en el de novela psicológica.
Max Aub |
Tenía
muchas ganas de leer “La calle de Valverde” (Seix Barral). Cuando yo hacía COU,
para mi profesor de Literatura Contemporánea solo había dos autores españoles
que merecieran la pena: Juan Goytisolo y Max Aub. Han pasado los años, Muñoz
Molina se ha hartado de alabar las virtudes de un escritor medio suizo, medio
español, medio judío, medio exiliado, y que, sin embargo, escribió la frase
definitiva sobre la identidad: “Uno es de donde hace el bachillerato”. Apuro mi
segundo Campari, me arrellano en la silla, regulo la luz y me adentro por fin
en el libro: ambientado en 1926, se trata de un maravilloso pastiche galdosiano
(pasado por la trituradora verbal de Valle-Inclán), que me engancha desde el
principio. Eso sí, su prosa suena completamente demodé: el mismo año de su
publicación (1961), Luis Martín-Santos dio a conocer “Tiempo de silencio”: es
como comparar un Ford-T con la Apolo XII. Ah: y como uno tiene sus debilidades,
me encanta que una de las escenas claves de la novela se desarrolle en Alcalá
de Henares (“…un pueblo ancho, limpio, viejo. Hermoso color de piedra”).
Hace
un par de años, y despejando prejuicios como el portero despeja a corner un
chut envenado que, tras tocar en un defensa, se colaba por la escuadra (el
departamento de metáforas y símiles de mi editorial se tira de los pelos cada
vez que les intento endilgar una como esta: ¿pero qué pretendes, que nos machaquen
los de Babelia, con lo refitoleros que son para estas cosas?) me compré un
libro de Stephen King (otro de esos autores que nunca verás en la lista de
libros para el verano). “La zona muerta” me gustó mucho, y este año me llevé “En
el umbral de la noche”: creo que es su primer libro de cuentos. Si obviamos
algunos de monótona filiación lovecraftiana, hay cinco o seis que me parecen
verdaderamente originales, olvidando todos los tópicos del terror decimonónico
(los vampiros, las casas edificadas junto a acantilados, etc…), y descubriendo
el potencial inquietante de lavadoras, gasolineras, plantaciones de maíz y
demás lugares aparentemente inocuos. Me ha divertido especialmente “Basta S.A.”
(mala traducción del original: “Quitters Inc.”), una delicia de mala baba que
dedico a todos mis amigos fumadores.
Tras
dejar Altea me fui a Marruecos, concretamente a Essaouira y Marrakech. Qué coño
fui a hacer allí no es el tema de estas líneas, por lo que me limitaré a decir
que me llevé como compañeros de viaje a dos libros bastante disímiles. “El
divino fracaso” (El Club Diógenes – Valdemar) es una melopea modernista de Rafael
Cansinos Assens (“Qué bueno es Cansinos”, se limitaba a balbucear Borges cuando
le preguntaban por la literatura española. “¿Y Cela? ¿No le gusta Cela,
Maestro?”, “Qué bueno es Cansinos”, “¿Y Delibes?”, “Qué bueno es Cansinos”), en
la que se nos insta a seguir aferrados al arte más sublime y no ceder nunca a
las pretensiones del mercado y los mediocres. Esto que yo acabo de resumir en
una frase Cansinos lo desarrolla durante casi trescientas páginas, con lo que
en algún momento la cosa se pone repetitiva, no nos vamos a engañar. No he
leído nada más del autor sevillano, pero empiezo a confirmar algo que ya
sospechaba antes de abrir el libro: estamos ante uno de esos artistas cuya obra
está por debajo del personaje que la creó. Valga un polémico ejemplo: Paul
Bowles, y mira que me duele decirlo.
Y
aunque quedan unos días para que acabe el mes, cierro este listado con uno de
esos escritores a los que próximamente borrarán de los callejeros de España,
dado que difícilmente puede agavillar más iniquidades: novelista de éxito
durante el franquismo, escritor de escasa conciencia social (¡el protagonista
de sus libros era un comisario de policía!), cantor ternurista del paisaje
manchego y sus gentes, y, para rematar la jugada, físicamente era un clon de
José María Ruiz Mateos: si se descubriera que Francisco García Pavón fue quien
mató a Kennedy o quien comercializó el aceite de Colza, no creo que su
popularidad descendiera significativamente. Pero a mí me encanta su prosa, su
lenguaje lleno de tersura, su aparente sencillez, la elegancia con la que
alancea tópicos sin necesidad de meterse en berenjenales vanguardistas. Aunque
no alcanza la excelencia de sus novelas de Plinio, el volumen titulado “La
cueva de Montesinos y otros relatos” (tengo una edición de Austral comprada en
alguna librería de lance) es un excelente relajante para los excesos
narrativos, pues cuenta las cosas con una gracia y una liviandad bajo las que
se ocultan muchas horas de afanosa artesanía. El perfecto regalo para ese amigo
de Podemos que todos los cumpleaños nos inflige la última jeremiada de Juan
Carlos Monedero.
¿Y
en septiembre? ¿Qué tengo previsto para la rentrée? Desde hace años me rondan las ganas
de hincarle el diente a “Bouvard y Pécuchet”. También he leído calurosas
reseñas de “Los senderos del mar”, de María Belmonte. Pero todo eso tendrá que
esperar, pues dado que tengo cita con los Stones el próximo 27 de septiembre,
antes me voy a leer la autobiografía del Gran Pirata del Rock, su Majestad
Keith Richards. I know, It’s only literature,
(but I like it)!
martes, 27 de junio de 2017
Ecos de sociedad en La Mancha
Q
notó que el naciente sol le taladraba. Uf, rezongó. Se desperezó a retazos, con
las articulaciones machacadas por la incomodidad. No era la primera vez que
dormían en el coche, ya tuvieron que hacerlo cuando persiguieron de fiesta en
fiesta a la princesa Micomicona, aunque la exclusiva valió la pena, su jefe les
felicitó y les dedicaron la portada, un exitazo. Pero se estaba haciendo mayor,
su cuerpo ya no le respondía como cuando empezó en el mundillo de la prensa
rosa, muchos años atrás. Miró a su inseparable S. El fotógrafo dormía
apaciblemente, roncando como un bendito, qué envidia: ¡venga, que es la hora!,
le zarandeó.
S
bostezó antes incluso de abrir los ojos. Habrá que desayunar, ¿no?, musitó
entre risas, sin preocuparse siquiera de dar los buenos días. Q miró a su
compañero: ¿desde cuándo llevaban recorriendo la Mancha a la caza de noticias?
El periodista no recordaba la fecha, pero daba fe de que el primer pensamiento
matutino del fotógrafo siempre versaba sobre el desayuno. Qué hombre, qué
obsesión tenía. Incluso simuló husmear como un perro de caza: no sé si será por
la resaca, Q, pero juraría que huele deliciosamente…
Ya
iba a descargar su ira sobre su hambriento amigo cuando su olfato se activó:
sí, sí que olía a comida al otro lado de la enramada, tenía razón. Se
acicalaron un poco, S se cercioró de que llevaba sus cámaras de fotos, Q hizo
lo mismo con su grabadora y su agenda, en la que escondió con mimo unos papeles.
Salieron del coche, serpentearon por un laberinto vegetal que parecía no
acabarse nunca. Mientras peleaban con la floresta, S le pidió a Q que le
refrescara la memoria: ¿y esto de qué va?
- Si dedicaras
menos tiempo a pensar en comida tus facultades no estarían tan mermadas. Vamos
a cubrir la boda de la señorita Quiteria Von Hollenzozer Und Taxis.
- ¿Ésa no fue
Miss La Mancha? – S pareció despertar de su letargo. - Le saqué unas fotos en
el concurso. Buenos pechos, buenos muslos, una jaca en condiciones… ¿Y, por
cierto, no estaba liada con un actor, un tal Bartolo, o Bernardo…?
- Basilio.
Pero el chico no tenía ni un euromaravedí, y ella se hartó de que sus películas
fracasasen una tras otra en taquilla. Y como se le iba a pasar el arroz, pues
se decidió a aceptar la propuesta del conocido industrial manchego J.B. Camacho
III.
- ¿El
millonetis ese que sale en los papeles? ¿El presidente del club de fútbol?
Q asintió, y
no pudo evitar acariciar su agenda. Inconscientemente comprobó que los llevaba
consigo. Sí, ahí estaban los papeles que, si todo salía bien, podrían auparle a
ese éxito profesional que tanto tiempo llevaba eludiéndole. Se trataba de los
documentos que, filtrados por una fuente anónima, demostraban que Camacho había
reunido su fortuna especulando con terrenos y blanqueando capitales. Le había
costado años conseguirlos, pero ahí estaba todo: domiciliaciones bancarias,
cuentas off shore, fotos incriminatorias…
Tras más de veinte años en la profesión, por fin la fortuna le había dado
buenas cartas. No le había dicho nada a S para que no se fuera de la lengua,
menudo bocazas estaba hecho. Solo necesitaba unas cuantas fotos actuales para
presentarse ante su jefe con todo el material, y, si la cosa gustaba, dejaría el
cotilleo para pasar a nacional, su auténtico sueño. En fin, mejor no fantasear:
céntrate, se impuso.
- Lo que yo
digo: donde esté un industrial de posibles que se quite un titiritero.
Q no supo qué
hacer: si indignarse por el materialismo de S o admirar su inefable olfato,
gracias al cual no se perdieron entre la maleza y llegaron a un claro en el que
había dispuestas numerosas mesas y utensilios de cocina, mientras un batallón
de cocineros trasteaban de acá para allá llevando viandas de todo tipo. S puso los
ojos en blanco y pidió permiso para fisgonear un poco, para ir calentando la
cámara, como él decía. Q accedió, y con guasa le vio partir, sabiendo que iba
de cabeza a conseguirse algo de manduca, qué tío. El periodista siguió andando
sin prisa, tomando nota mental de la elegancia de los invitados, reconociendo a
algunas caras conocidas: varios congresistas, la presidenta de la diputación,
un famoso cantante. Al dejar atrás una arboleda, la estupefacta mirada de Q
descubrió una estrafalaria estructura de unos cincuenta metros de altura sin
forma reconocible, a medio camino entre una sala de torturas y un columpio medio
oxidado. Un mozo de la organización pasó a su lado, y el periodista le echó el
guante mientras le enseñaba su carnet de prensa.
- Soy de “La
Mancha News”. Esa cosa de ahí, ¿qué se supone que es?
- ¿De verdad
no lo sabe? - El mancebo escrutó a Q de arriba a abajo, y un rictus de sarcasmo
se derramó por su cara. - Es una capilla deconstruida por Frank Gerhy para la
ceremonia. Es un ready made de una
audacia absolutamente posmoderna. Y ha costado una burrada de euromaravedíes,
el señor Camacho nunca repara en gastos.
Q se rascó la
cabeza. Aquello era un churro de mucho cuidado, sin pies ni cabeza, una
acumulación insensata de ventanas y ángulos: ¿y por qué la ceremonia no tiene
lugar en El Bonillo? Me han dicho que es un lugar precioso, con un palacio de…
- No sea usted
vintage. Los palacios renacentistas no
son modernos, son superantiguos. A ver si lo entiende: es como si usted
escribiera sus crónicas en una Olivetti. Bueno, me tengo que ir, hay que hacer
muchas cosas.
Q le dejó ir.
Se encendió un cigarro: ¿qué tendría aquel cretino en contra de las Olivetti?
Por supuesto que ya no la usaba, en la redacción todo estaba informatizado, a
la última. Pero en su casa aún sacaba de vez en cuando su vieja máquina de
escribir y la limpiaba cuidadosamente, anda que no había hecho kilómetros y
reportajes con ella. S, que se le había arrimado sin hacer ruido, le sacó de
sus ensoñaciones.
- Y yo que me
las prometía muy felices poniéndome hasta la bola de los productos de la tierra....
Pues resulta que me acerco a la comida, y ni rastro de las famosas gallinas, ni
de los quesos. Todo es, agárrate, tecnoemocional. No me preguntes qué es eso,
me lo ha explicado aquel zangolotino de allí, el de la cresta y los tatuajes.
S señaló al
que parecía dirigir las operaciones. Vestía como de pirata, con aretes en las
orejas, y todo el tiempo estaba gritando por el móvil, más parecía un director
de orquesta que un cocinero. Q reconoció al tipo: Adrián Ferrys, el chamán de
los fogones, el Edison de la gastronomía cuántica, el demiurgo de la fabada
neoconceptual. A Camacho le habrá salido por una pasta.
S se puso a
hacer unas fotos mientras Q apuntaba unas frases en su libreta: “Blanqueo de
capitales en la Mancha”, había que ir pensando en un titular de impacto para el
reportaje, lo tachó, ya se le ocurriría otro mejor. De repente, un ruido
horrísono le obligó a volver la cabeza. Un tipo estrafalariamente vestido,
subido a una tarima, empuñaba un micrófono, y en un castellano aproximativo se
presentó como DJ Benengeli. Iba a encargarse de la música, y exigió a los
asistentes que se olvidasen de los mortalmente aburridos (“deadly boring”) bailes típicos de la región, la modernidad venía de
la mano de su novísima performance “Holistic
Wedding mindfullness nº 35”
- Yeah, motherfuckers, let’s have some dancing!
Una docena de
bailarines surgió de entre la multitud, y comenzaron a moverse al ritmo de los
crispantes gruñidos que el tal DJ Benengeli extraía de sus platos, y que
sonaban como dos chimpancés peleándose con tenedores oxidados. Q y S se miraron
con ironía. Ya estaban acostumbrados a los caprichos de los ricos, anda que no
habían cubierto saraos y festejos, pero lo que estaban viendo superaba todo lo
imaginable. Los invitados a la boda, cada vez más numerosos, hicieron un corro
alrededor de los bailarines, que ya habían abandonado cualquier concesión a la
armonía y a la elegancia corporal para contorsionarse como si se hubieran
tomado un chupito de ácido sulfúrico. Qué avant-garde,
suspiró una señora al lado de S, y éste le dio la razón, avant-garde a tope, se rió, mientras dejaba deslizar sus ojos por
el generoso escote de la invitada.
Con la misma
brusquedad con la que había comenzado, la música cesó, y los bailarines se
retiraron entre aplausos. Un silencio expectante recayó sobre el lugar. Alguien
dio unas palmadas y avisó de la inminente llegada de la novia. Por una de las
puertas laterales, rodeada de edecanes y damas de honor, apareció una radiante
Quiteria, arrancando de todos los presentes un unánime estertor de admiración.
Sí, había que reconocer que era de una belleza incomparable, una de esas
mujeres que hacen enamorarse a todos los que las ven. El vestido es de
Montesinos, escuchó Q a alguien, y lo apuntó en su libreta. ¿El de la cueva
también es modisto?, le preguntó S, y Q ni se dignó en corregir la incultura de
su amigo, absorto como estaba en la contemplación de la esplendorosa Quiteria. Allá
dentro, en los sótanos de su alma, una campanilla de oro y miel le trajo a la
mente la imagen de su adorada Dulcinea, y una repentina amargura inundó todo su
ser. No sabía nada de ella desde hacía tiempo, desde que su novia había roto el
compromiso alegando que el estilo de vida de un paparazzi era incompatible con
el matrimonio. Puede que tuviera razón: era una profesión sin horarios, sin
rutinas, siempre pendiente de salir corriendo si una rica heredera hacía un
posado en la playa o un terrateniente calavera era pillado en una venta con su
secretaria. Dulcinea se hartó, y durante meses Q había recurrido al Valdepeñas
para olvidar, la de tinajas que vaciaría en aquella época. Ya llevaba limpio un
tiempo, pero el cabello dorado y los ojos azules de Quiteria le recordaron que,
allá en el Toboso, en un álamo a las afueras del pueblo, había un corazón tallado
con su nombre y el de su amada. Sacudió la cabeza, no quería dejarse llevar por
la melancolía, quizás si lograba dar la campanada con el reportaje que tenía
entre manos Dulcinea reconsideraría su negativa, quién sabe. Comprobó con
satisfacción que S estaba haciendo fotos con su habitual eficacia. Sería muy
primitivo, de acuerdo, pero en lo suyo era el número uno, el mejor. Mientras la
concurrencia seguía ensimismada con Quiteria, descubrió con el rabillo del ojo
que, en la mesa presidencial y sin apenas anunciarse, se había aposentado un
hombre de cierta edad, al que rodeaban una docena de secretarios y guardaespaldas.
A Q se le aceleró el ritmo cardiaco y se le secó la garganta: voy a por ti,
sinvergüenza, pensó.
Apenas había
la multitud empezado a tomar asiento cuando, abriéndose paso a codazos, surgió
un desconocido, y de un salto se subió a la tarima de la música. Sin hacer caso
de sus melifluas protestas empujó al DJ, que cayó al suelo de mala manera, para
después salir huyendo. Acto seguido, el recién llegado miró a todos desafiante,
se quitó la chaqueta y dejó ver una camiseta que decía: “No a la boda”.
- Déjame
adivinarlo: ése es el tal actor Basilio.
S había
acertado. A su alrededor, la gente estalló en un griterío formidable: unos le
reprochaban su aparición, mientras que otros jaleaban su audacia. ¡Qué querrá
ese cantamañanas!, se sulfuró una señora, ¡que lo echen! Camacho, sentado y
paladeando una copa de champagne, asistía a la escena sin pestañear, hasta se diría
que con un punto de cruel satisfacción. Sus acompañantes, eso sí, parecían
bastante más nerviosos, y alguno de ellos se aprestó a telefonear a la Santo
Oficio para que viniera a imponer su autoridad. En medio de toda aquella
barahúnda Basilio cogió el micrófono, y así dijo:
- Señoras y señores,
todos me conocéis. Vengo aquí movido por el amor que tuve a la sin par Quiteria.
Mas al verla en trance de casarse con el avieso Camacho, he comprendido que mi
vida carece de sentido. Por lo tanto, haré mutis por el foro.
Con toda la
teatralidad posible, Basilio sacó un puñal que llevaba escondido, y
levantándolo sobre su cabeza como un trofeo lo dejó caer cerca del corazón,
donde se clavó con contundencia. Un chorro de sangre brotó de la herida, generando
un grito de angustia entre los presentes y algún desmayo. S no paraba de hacer
fotos, un click detrás de otro. Unos cuantos de los invitados se abalanzaron
sobre Basilio, y llegaron a tiempo para recoger su cuerpo que se derrumbaba,
depositándolo a continuación sobre una mesa. El bello rostro de Quiteria se
volvió blanquecino, como de mármol, mientras que Camacho, sin mover un músculo,
mascaba con denuedo el puro que se estaba fumando. Como surgiendo de un globo
que pierde aire, se escuchó la voz del moribundo.
- Estando ya
con un pie en el estribo, solo pido un favor: solicito de Quiteria que me
acepte como esposo para estos pocos momentos que me quedan. Al menos mientras
baja el telón quiero ser feliz.
El Cura, al
que habían empujado junto al agonizante, meneó la cabeza confuso, no sabía qué
hacer. Al fin carraspeó y se dirigió a Basilio: es verdad que desde que el Papa
Francisco está al mando nos hemos vuelto todos muy modernos, hasta dice que los
gays son personas normales, pero qué quieres que te diga, no creo que una boda in articulo mortis sea una buena idea, a
la hora de la herencia eso es un lío.
Arreciaron los
gritos a favor y en contra, nadie se privó de expresar su opinión entre
alaridos. Pero atravesando el insoportable bullicio se oyó cómo alguien
golpeaba una copa con una cucharilla, y todos se volvieron hacia la mesa
presidencial al tiempo en que enmudecían. Camacho jugueteó con su puro, lo
depositó con lentitud en el cenicero. Sorprendentemente para una persona de
edad tan avanzada, su voz era aflautada, casi juvenil: Padre, conceda a ese
pobre calavera su último deseo. Pero deprisita, luego tengo consejo de
administración y voy a llegar tarde.
El Cura tragó
saliva visiblemente. Hizo un gesto a Quiteria para que se acercara, y ésta le
obedeció contrita. Entrelazando las manos de ambos, el Cura soltó unos
latinajos, para acabar haciendo la señal de la cruz. Cuando acabó, los
flamantes esposos se miraron tiernamente, y la concurrencia no pudo evitar
exhalar un suspiro sincronizado. Eso sí, la ternura del momento fue efímera,
desapareciendo cuando el agonizante Basilio, con un brinco impropio de su
estado, se puso de pie. Sonriendo se quitó el puñal que le atravesaba y lo
enseñó a la concurrencia.
- No sabéis la
cantidad de trucos que te enseñan los expertos en efectos especiales cuando
trabajas en películas de acción.
- ¡Un puñal de
pega! – exclamó S - ¡Vaya tunante está hecho el tal Basilio!
Q no escuchó a
su amigo, admirado como estaba por la astucia de los amantes. Sí, eso tenía que
haber hecho él con Dulcinea: pelear por su amor, y no acatar disciplinadamente
su rechazo. El romanticismo tenía un lugar en este mundo gracias a gente como
Quiteria y Basilio, y lamentaba no haber sido valiente para luchar, qué cobarde
fui, qué conformista. Sus pensamientos fueron interrumpidos por el formidable
griterío que se desparramaba a su alrededor: los amigos de Camacho berreaban
enfurecidos, los de Basilio chillaban regocijados, hasta los camareros
reclamaban a voces instrucciones sobre si servir o no la Esferificación espumosa de ánade vietnamita. El Cura gritó que un
consentimiento conseguido a base de engaños no tenía validez, pero Quiteria le
mandó callar con desdén, y utilizando el micrófono no dejó lugar a dudas: si no
es válido, yo lo confirmo. Mi único marido es Basilio.
La mirada de
los concurrentes se desplazo angustiada hacia la mesa presidencial. Sin
inmutarse, Camacho hizo una señal a los suyos: se pasó el dedo índice enhiesto
de una parte a otra del cuello. No hacía falta ser un experto en semiótica para
darse cuenta de que la vida de Basilio corría grave peligro, hacia él se
dirigían los secuaces del cacique. Q notó que su corazón se aceleraba: tú sigue
haciendo fotos, enseguida vuelvo, rugió a S. En tres zancadas, y saltando por
encima de las mesas, Q se plantó junto a Camacho. De un puñetazo derribó a su
escolta, cogió el cuchillo destinado a cortar la tarta y se lo puso en el
cuello al frustrado contrayente. A continuación lo empujó contra la pared,
abrió una puerta y lo metió en un cuarto, fuera del alcance de todos. Aunque
parezca una tontería, se encomendó a su señora Dulcinea (seguía llamándola así):
¡Fuera!, ordenó a los sicarios, ¡tengo que hablar con vuestro jefe!
Los secuaces
miraron al rico empresario, que con un arqueo de cejas les instó a obedecer: salid
fuera, bisbiseó. En cuanto estuvieron solos, y con el cuchillo empotrado en la
papada del empresario, Q empezó a susurrarle en el oído: Camacho, tengo algo
que le interesa, y con la mano libre rebuscó en su agenda, de la que torpemente
extrajo los documentos que tanto le había costado conseguir. Los ojos de
Camacho, habitualmente escondidos entre los pliegues de sus avejentados
párpados, se abrieron de par en par al escuchar lo que el periodista iba
contándole y al reconocer los papeles. Donaciones ilegales, blanqueo, cajas B: no
faltaba de nada. Déjeles escapar, reiteró el periodista, y le entregaré todo
esto. Tras un larguísimo minuto el potentado suspiró, y asintió con la cabeza.
Q bajó el cuchillo.
- Dejadle ir.
Dejadles ir a todos – gritó a sus muchachos, cuya silueta destacaba al otro lado
de la puerta de cristal esmerilado.
Q siguió unos
segundos con el cuchillo en la mano, y a continuación lo arrojó al suelo. Salió
Camacho de la habitación, y mientras sus secuaces arreglaban el traje del jefe
y le apaciguaban la pelambrera, el periodista aprovechó para desaparecer. El preboste,
una vez calmados los nervios, se zafó de sus muchachos, cogió el micrófono y
con una voz autoritaria gritó que aquel circo se había acabado. Todos los
presentes se congelaron de golpe y volvieron sus ojos hacia la mesa
presidencial. Camacho, muy lentamente, volvió a adquirir su habitual gesto de
imperturbabilidad, el mismo que tiene un sapo después de haberse merendado una
mosca especialmente suculenta. Levantó una mano gordezuela y habló: dejad que los
tortolitos se vayan. Una salva de aplausos subrayó la emoción del momento. Se
nota que estamos en año electoral, susurró alguien cerca de Q. A pesar de que
acababa de tirar por la borda su carrera y la posibilidad de recuperar al amor
de su vida, el periodista no pudo evitar sonreír: qué país.
Cogidos de la
mano, Quiteria y Basilio abandonaron el lugar de la boda y se encaminaron hacia
la salida, seguidos por amigos y parientes. S recogió sus cámaras, y se unió a
los que se iban, echando un último vistazo a las viandas. Solo en ese momento
notó que su amigo estaba a su lado, algo más triste de lo habitual.
- ¿Dónde
estabas? Me he hartado de hacer fotos, pero no sé yo si esto va a interesar al
jefe. Las historias tristes no interesan a los compradores de revistas.
Q torció el
gesto. Cada vez le irritaba más la simplonería del fotógrafo: ¿piensas que ha
sido una historia triste? ¿No crees que el amor ha vencido al interés?
- Ay, cada día
estás más adolescente - S sonrió – Esos dos pimpollos van a durar juntos menos
que un caramelo en la puerta de un colegio. Son jóvenes y bellos, de acuerdo,
pero también son un par de descerebrados. Te apuesto lo que quieras a que en seis
meses cada uno está por su lado.
Q no quiso
hacerle caso, y siguieron a cierta distancia al alegre cortejo, sumidos ambos
en sus propias elucubraciones. Incapaz de permanecer callado mucho rato, S
preguntó: ¿por qué crees que cambió Camacho de opinión y les dejó escapar? Q
miró el cielo, se acordó una vez más de su señora Dulcinea. Por fin habían
llegado al coche. Sacó las llaves, abrió la puerta, pensó que daría un brazo
por una frasca de Valdepeñas, entró: puede que, y se encogió de hombros
mientras hablaba, Camacho sea un romántico, quién sabe. S le miró con rechifla
pero no le replicó, no se encontraba con fuerzas para discutir con el estómago
vacío.
(Versión libre del episodio de las Bodas de Camacho, de "El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha")
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