domingo, 26 de noviembre de 2017

Nocturno de Princesa

            


Te despedías de la panda tras haber arreglado el mundo y volvías un poco colocado a casa, con Madrid ya a punto de echar el cierre. Pero cuando estabas a dos calles le decías al taxista que cambio de planes, que necesitabas saber qué coño había pasado mientras tú habías quemado la ciudad (menos lobos), vamos al drugstore más cercano, ¿cómo dice?, vamos a un VIPS, jefe, le traducías, que quiero comprar la prensa. Los magníficos noctámbulos de siempre estaban allí, fuera de todas las modas, inmunes al tiempo, ojeando las revistas, comiendo Donuts de chocolate un poco duros para que se les pasara el colocón, intentando conseguir un ligue de última hora con el que dignificar aquel sábado de mierda. Te encaminabas tambaleando hacia el mostrador (ese último cubata había sobrado), cogías “El País”, te hacías la ilusión de que aún olía a rotativa, a noticia sin enfriar. Te sentías como un personaje de Alan Rudolph, como el protagonista de cualquier película vista en los Alphaville, solo te faltaba comprarte una botellita de whisky y meterla en una bolsa de papel de estraza, mejor no, tampoco hay que pasarse. Si había suerte también te agenciabas alguno de esos libros de saldo que, en apresurada coyunda, se desparramaban por las estanterías, tratados de arte, catálogos de antiguas exposiciones, “La lozana andaluza”, castillos de Bohemia (¿), novelas de detectives, cosas incomprendidas de Siruela. Salías a la calle tarareando “Nocturno de Princesa”, la maravillosa canción de Moris que se desarrollaba allí, y por un rato te sabías parte de la Gran Novela del Mundo. Ayer supimos que van a cerrar, que su margen de beneficio bla bla bla, y que los establecimientos servirán como sede para restaurantes de franquicia, la versión hipster de la alimentación estabulada. Sé que no soy objetivo, pero las noches de Madrid antes molaban mucho más.    





lunes, 20 de noviembre de 2017

"Los motivos del fuego; el Podcast"

No todo es deleznable en las nuevas tecnologías. Gracias a ellas me puedo permitir un viejo sueño: poner banda sonora a mis textos. Los lectores de “Los motivos del fuego” podrán disfrutar de la novela teniendo en la cabeza el soundtrack que aquí se indica. ¡No perdáis el swing!

Fire”, Robert Gordon & Link Wray

Qué curioso: las canciones de Springsteen que más me gustan son aquellas que, en un rapto de generosidad, fue regalando a amigos y colegas. La más conocida es “Because the night”, que supuso el hit más comercial de Patti Smith, gracias al cual por unos meses abandonó las barriadas de la marginalidad para trasladarse a la Milla de Oro. Pero la que hoy traigo aquí, y que sirve para dar el tono a las primeras páginas de LMDF, es “Fire”, un vibrante medio tiempo que defendieron con ardor el cantante Robert Gordon y su guitarrista de entonces, el nativoamericano (de origen shawnee) Link Wray. Gobernada por un riff a punto de reventar en todas direcciones, la canción encapsula lo mejor de Springsteen: inminencia del clímax, pasiones soterradas, guitarras incandescentes. Se puede escuchar como fondo sonoro en las citas adulterinas de los protagonistas, pero también en los momentos de hibris (desmesura blasfema) de Arturo, por culpa de los cuales se va convirtiendo en una bomba de relojería cuyo mecanismo (tic tac, tic tac) se desboca bajo la inquieta mirada del lector.

“Queen of the rapping scene” Modern Romance

Cuando alguien me pregunta: ¡Oh, sapientérrimo Muñoz!, ¿de dónde procede tu inagotable sabiduría, de qué Ateneo, de qué Enciclopedia?, no puedo evitar reírme antes de contestar. A mediados de los ochenta, yo era un habitual de las discotecas. Resumiré el cuento: una noche estaba entregado a la fiebre del baile cuando el DJ seleccionó una canción desconocida que, en principio, conjugaba algunos de los detalles que (por lo menos para mí) pueden hacer que un tema pase de ser meramente correcto a integrarse en mi particular Canon. Un acordeón susurrante surfeaba sobre el maremágnum sonoro, y el estribillo corría a cargo de una chica que rapeaba en inglés (mon dieu!) con irresistible acento francés. Pero la epifanía vino cuando, en mitad del baile, supe traducir el estribillo: “Nothing ever goes the way you plan”. ¡Las cosas nunca suceden como las planeas!, grité en mitad de la pista de baile, paralizado y sapientísimo, y solo los codazos y empellones del resto de los danzarines lograron que me pusiera de nuevo en movimiento. Nothing ever goes the way you plan, le dice (a su manera) Victoria a Arturo, y también se lo recuerda Camila, y Jonás, hasta su fiel conciencia (travestida en narrador guadianesco) se lo suelta a la mínima oportunidad. Pero no puedes interponerte entre un ser humano y su destino, y el de Arturo es subir hasta lo más alto e inflamarse, cual nuevo Ícaro, mientras Modern Romance siguen recitando su mantra una y otra vez.

“Disco Inferno” The Trammps.

Desde New Orleans me escribe John W. Gilmour, profesor titular del Departamento de Español de la Tulane University. Está culminando su tesis doctoral (“Masks, Faces and the Lost Chord: New Fiction in Contemporary Spanish Literature”) y me pide (traduzco) que le diga quién, o qué, es la manada de financieros que supuestamente tutelan la vida y los avatares de los protagonistas de LMDF. Querido John, una de las prerrogativas del autor es la de abstenerse de dar respuestas, de balizar interpretaciones, de sugerir significados. Admito que pueden ser unos financieros, pero también pueden ser unas entidades incorpóreas de difícil catalogación, y tampoco hay que descartar  que sean un mero recurso del novelista para irse por las ramas. Puestos a especular, también podrían ser un grupo de Funky-Disco, por qué no. Y podrían llamarse (qué sé yo) The Trammps. ¿Pruebas? Mírales aquí interpretando el que fue su mayor éxito, incluido en la banda sonora de “Saturday Night Fever”. La canción se titula (otra pista más) “Disco Inferno”. Y juraría (me estoy yendo de la lengua) que el mefistofélico guitarrista cuadra perfectamente con la descripción que en la novela se hace de Número 7. 
  
“Devil with a blue dress on” Mitch Ryder & The Detroit Wheels.

Las últimas páginas de la novela están atravesadas por la pegajosa sombra de lo ineluctable: se veía venir, dirán los lectores más perspicaces; se lo merece, cabecearán los más moralistas; pobre Arturo, se compadecerán los más sensibles. Se dan la vuelta los naipes, y nuestro protagonista se da cuenta de que no tiene nada, ni una mísera pareja. La novela termina con el voltaje a tope, ese mismo zumbido ominoso que desprende una silla eléctrica tras haber sido usada. Esa intensidad, esa feroz cabalgada de ritmo es la que exhibe el grupo de Mitch Ryder al versionar este clásico, un verdadero comprimido de rabia y energía protagonizado por una mujer que parece “El diablo vestido de azul” (¿lo pillamos?). Atención a las dos frenéticas go-gos subidas a las plataformas: ¿no se parecen a las chicas que, inducidas por Ray, asedian la virtud de Arturo?

Extra Track: “Shangri La” The Kinks

Dirigida en 1937 por Frank Capra, “Horizontes perdidos” consagra el mito de Shangri-La, mítica ciudad utópica enclavada en lo más recóndito del Himalaya. Desde entonces, la cultura popular anglosajona identifica ese exótico topónimo con el paraíso en la tierra, con ese rincón que cada uno de nosotros buscamos para alcanzar la felicidad. Sesenta y dos años después, Ray Davies (sombreros fuera) compuso la canción que bien podría servir como sustrato de interpretación de LMDF, y en la que un innominado protagonista cree haber trepado a su particular nirvana tras comprarse una casa (¿os suena de algo?). Os traduzco esta pequeña maravilla de costumbrismo y mala baba:

Por fin has encontrado tu paraíso.
Este es el reino que has buscado.
Puedes salir fuera y limpiar tu coche.
O sentarte junto al fuego en tu Shangri La.
Esta es tu recompensa por trabajar tan duro.
Se acabó aquello de ir al excusado en el patio trasero.
Se acabaron aquellos días en los que soñabas con tener un coche.
Solo quieres sentarte en tu Shangri La.
Ponte las pantuflas y siéntate junto al fuego.
Has alcanzado tu meta, y no puedes ir más lejos.
Estás en tu casa, y sabes dónde estás
En tu Shangri La.
Siéntate en tu vieja mecedora.
No tienes que preocuparte de nada.
No puedes ir a ninguna parte.
Shangri La.
El hombrecito que va en el tren
Tiene una hipoteca que pende sobre su cabeza.
Pero está demasiado asustado para quejarse.
Porque ha sido creado así.
Pasa el tiempo y paga sus deudas.
Consigue una televisión y una radio.
Por siete chelines al mes.
Shangri La.
Todas las casas de la calle tienen un nombre.
Porque todas las casas de la calle parecen la misma.
Los mismos cacharros de la chimenea, los mismos cochecitos, los mismos vidrios de las ventanas,
Los vecinos te llaman para contarte cosas que deberías saber.
Dicen sus frases, toman su té, y luego se van.
Te cuentan sus negocios en otro Shangri La.
Las facturas del gas y del agua, las letras del coche.
Demasiado asustados para pensar lo frágil que es su situación
La vida no es tan feliz en tu pequeño Shangri La.


(“Los motivos del fuego” es un egotrip de J.C.Muñoz, publicado por “Relee”. All rights reserved)

miércoles, 15 de noviembre de 2017

¡Bailad, bailad, malditos!


A finales de los setenta, en cualquier concierto de rock que tuviera lugar entre Nueva York y Los Angeles, el ritual se cumplía con la precisión de un reloj suizo. En un descuido del servicio de seguridad, algún melenudo particularmente ágil saltaba al escenario y arrancaba la ovación de la noche exhibiendo una pancarta en la que se leía: “Disco Sucks”. ¿Cómo pudo un estilo musical tan frívolo e intrascendente concitar el odio de toda la comunidad rockera? ¿Tanto les ofendían los ritmos cuadriculados, el vuelo rasante de los violines, el brillo de las lentejuelas? ¿No sería que aquellos fieles adoradores de la sacrosanta guitarra eléctrica, secretamente hartos de punteos inacabables y de cantantes con garganta de titanio, contemplaban con disimulada envidia el hedonismo y la diversión que se cocía en las discotecas?

Sincronicemos nuestros relojes: hoy hace cuarenta años que salió “Saturday Night Fever”, el doble LP que lo cambió todo. No fueron pocos los hitos musicales de aquel lejano 1977: surgió el punk (con el debut discográfico de The Clash y Sex Pistols), vieron la luz cumbres del rock adulto como “Hotel California” y “Rumours”, un gafoso Elvis Costello empezó a dar la murga con “My Aim is True”, David Bowie publicó su última gran obra (“Heroes”), descubrimos el pop sinfónico gracias a un tipo de alto tonelaje que respondía al muy apropiado alias de Meat Loaf… Pero ninguno de estos acontecimientos trepó a las alturas sociológicas de “Fiebre del sábado noche”, banda sonora de una película perfectamente olvidable, pero que supuso el surgimiento de una cultura de baile y evasión que convirtió a las discotecas en el centro de la vida juvenil, en su ágora y su parlamento, en su trinchera y su Sodoma. Si bien su aparición es muy anterior (en España lo hicieron bajo la enternecedora denominación de Boîtes), las discotecas eran un sitio para reunirse, para beber (y fumar esto y aquello, ya me entendéis), para ligar e incluso para escuchar música enrollada. Pero desde que la gran pantalla descubrió las contorsiones de aquel desgalichado Tony Manero, las discotecas aumentaron drásticamente su repertorio de funciones: en ellas sobre todo se iba a bailar.

Buena culpa de ese cambio cultural la tienen tres hermanos ingleses y paliduchos (valga la redundancia), emigrados a Australia en su juventud, donde aprendieron a hacer canciones y adoptaron el nombre de Bee Gees. A su vuelta a Gran Bretaña alcanzan el éxito como compositores e intérpretes de pop melódico, hasta que la inevitables peleas fraternas (ni siquiera en esto son originales los hermanos Gallagher) deshicieron el grupo. Pasaron los años, y ciertas necesidades monetarias borraron las antiguas querellas, por lo que los hermanos Gibb se volvieron a reunir. Tras trasladarse a Florida (por consejo de Eric Clapton), olfatearon lo que hoy llamamos un “nicho de mercado”: aunque había una parte del público blanco que, ahítos de caras ocultas de la luna y de escaleras al cielo, quería mover el esqueleto, el funk se les antojaba demasiado salvaje, demasiado tórrido, demasiado (digámoslo todo) negro. Nadie mejor que los sonrosados hermanos Gibb para quitarle color al asunto. Tras algunas tentativas, la fórmula empieza a cuajar: letras escapistas (nada de la turbia sexualidad de, por ejemplo, “Lady Marmalade”), falsetes celestiales (cortesía de Barry, el mayor de los hermanos), violines rampantes, producciones satinadas… Con “Jive Talkin’” consiguen, en 1975, llegar al número 1, y durante un par de años largos no habrá quien les baje de allí.

Por entonces, su productor Robert Stigwood estaba trabajando en una película de bajo coste, cuya peculiaridad consistía en adentrarse en un submundo relativamente desconocido: el de los jóvenes que dedicaban el ocio de sus fines de semana a bailar en las discotecas, como alivio a su alienante vida laboral. Aunque parezca imposible, el proyecto tenía un embrionario contenido social, pues pretendía reflejar esa Nueva York deprimente y áspera que no solía salir en las grandes producciones. Asumiendo que la banda sonora debía ocupar un papel primordial, Stigwood contactó al principio con artistas como Stevie Wonder y Boz Scaggs, suministradores de soul bailable de calidad. Pero, por un tema de derechos (y con la icónica escena del baile de Travolta ya filmada), se hubo de renunciar al soundtrack ya utilizado y buscar uno nuevo. Y allí estaban, con su sonrisa Profiden y sus camisas con cuello de gaviota, los tres hermanos Gibb, que aportaron seis canciones y se encargaron de reclutar un puñado de músicos solventes (David Shire, KC & The Sunshine Band, Kool & The Gang, The Trammps…) para completar el lote.


El resto es historia. Cuarenta millones de copias vendidas, cinco premios Grammy, altísima consideración en las listas de los mejores álbums de todos los tiempos… Es verdad que, como casi siempre ocurre, lo peor fueron los epígonos, esos músicos de medio pelo que se subieron sin pudor al carro (¡hasta Mick Jagger lo intentó, con cierta gracia en “Miss You”, sin puta gracia en “Emotional Rescue”!) y que llenaron las ondas de estribillos machacones y melaza sonora (mención especial para ese estomagante invento llamado EuroDisco, del que aún nos estamos reponiendo). Los propios hermanos Gibb no tardaron en repetirse una y otra vez, hasta que fueron discretamente apartados un par de años después de las lista de éxitos, colonizadas por lo que se llamó New Wave. Acabó el siglo, vino el nuevo milenio, murió Maurice, murió Robin, solo Barry sigue arrastrando por los escenarios su imponente pelucón. Los millenials (¡qué plaga!) ya hace mucho que han desertado de las discotecas: según me confesó una veinteañera “nosotros ya salimos ligados de casa”, ellos se lo pierden. Sin embargo, en la República del Karaoke, en el Reino Unificado de las Despedidas de Soltero / Soltera, en la Confederación de las Reuniones de ExAlumnos, la ceremonia de izado de bandera coincide siempre con “Stayin’ Alive”, ese momento fundacional en el que todos, sin excepción, hacemos el ridículo señalando con el índice una imaginaria bola de espejos.

martes, 7 de noviembre de 2017

Libertad, cuántos malos poemas han sido perpetrados en tu nombre.


El primer aniversario de la muerte de Leonard Cohen me ha obligado (¡bendita obligación!) a revisitar el cancionero del bardo canadiense. No he experimentado grandes sorpresas: lo frecuento a menudo, algunas de sus canciones siguen escuchándose sin interrupción, no parece que su fallecimiento haya menguado su prestigio como chansonnier postmoderno. De todo su repertorio siempre he preferido el atípico “I’m your man”, pues se me antoja irresistible esa mezcla de poesía y cinismo, interpretada al compás de un teclado Casio de baratillo. Muchos de sus versos (¡marchando una ración de confesiones impúdicas!) han servido para dar lustre a mis tartamudeantes intentos de cortejar a una dama, y no siempre sin resultado. Y en más de una ocasión he toreado las destempladas recriminaciones de mis parejas soltando como al desgaire:

“ (…) So you can stick your little pins in that voodoo doll.
I'm very sorry, baby, doesn't look like me at all  (…)”

“Puedes pinchar tus alfileres en ese muñequito de vudú / Lo siento mucho, baby, pero no se parece nada a mí” (“Tower of song”). ¡Qué tío! ¡No me extraña que tantas mujeres se volvieran locas por él! Si Woody Allen dijo que le gustaría reencarnarse en los dedos de Warren Beatty (prototipo de seductor hollywoodense), supongo que no somos pocos a los que nos encantaría poseer el pausado carisma y la voz acariciante del señor Cohen, elegante tanto con las mujeres como con sus sucesivas bancarrotas.

Pero la escucha de sus discos y, en especial, el disfrute de sus letras me han provocado otra reflexión, algo más abstracta pero quizás interesante. Tras años de seguir su carrera musical, en 2011 me decidí a leer algo de su producción poética, y en un viaje a Asturias aproveché para adentrarme en “Flores para Hitler”. Seamos justos: se trata de un texto de esos que la crítica etiqueta rápidamente como “de búsqueda de su propia voz”. En sus poemas (y en “El nuevo paso”, una especie de pequeña obra de teatro pomposamente subtitulada “Un  Ballet-Drama de un acto”) se adivinaban los temas que con posterioridad (el poemario es de 1964, tres años antes de que sacara su primer disco) abundarían en sus canciones: el amor, el pesimismo inteligente, el desamor, el ansía de inmortalidad, el amor, la desazón ante la espiritualidad, el desamor… Sin embargo (quizás estaba yo revenido por entonces, quién sabe) aquellos recitados tan cohenianos se me hacían espesos, innecesariamente enfáticos, demasiado largos y farragosos. De repente lo comprendí, la frase que encabeza este texto se me apareció diáfana, resolutiva: “Libertad, cuántos malos poemas se han perpetrado en tu nombre”. Voluptuosamente ajeno a cualquier límite, el joven Leonard se dejaba llevar sin freno por su musa, incapaz de ponerle coto, recreándose en su propia facilidad expresiva: es el mismo reproche que puedo hacer a buena parte de la poesía contemporánea, que confunde la falta de reglas con el “todo vale”, gracias a lo cual cualquiera se puede creer vanguardista simplemente por llevar al papel (sin necesidad de filtro alguno) lo primero que se le viene a la cabeza. ¡Qué harto estoy de todo ese surrealismo de garrafón al que tan aficionados son los jurados de poesía, y que con tanto ardor premian: “no entiendo lo que dice, pero intuyo que hay algo muy intenso en esos versos”! ¡A otro perro con ese hueso!

Pero volvamos con nuestro héroe: años después, ese mismo Cohen incapaz de ajustarse a la esencia de las cosas (como dicen los contables: el papel lo aguanta todo) se tiene que enfrentar a las imposiciones de la composición musical, a la frontera no escrita pero infranqueable de los cuatro minutos, y el milagro se produce: costreñido por una métrica y unos ritmos, sus poemas ganan en concisión, en profundidad, en economía narrativa. El magma de “Flores para Hitler” se embrida sin perder sustancia, se hace preciso, quirúrgico. ¡Qué lástima que su colega Dylan no siguiera su ejemplo, y continuara con sus interminables y a menudo incomprensibles jeremiadas!

Vuelvo a “I’m your man”, me dejó mecer por su minimalismo sonoro, por el laconismo casi zen de sus letras. La imagen es poderosa: un señor bien trajeado, con su inseparable Fedora en la cabeza, transita por un mundo de fugaz melancolía. De repente, un recuerdo trepa por mi memoria, se abre paso a codazos: ¿cómo se llamaba (¿Marta? ¿María? Tenía el pelo alborotado y la sonrisa no se le caía de la boca, de eso sí que me acuerdo…) aquella chica a la que abordé con estos versos?:

I don't need to be forgiven for loving you so much
It's written in the scriptures
It's written there in blood
I even heard the angels declare it from above
There ain't no cure, There ain't no cure for love”

(“No necesito ser perdonado por amarte tanto / Está escrito en los Evangelios / Allí está escrito con sangre / Incluso he escuchado ángeles declarándolo desde allá arriba / No hay remedio para el amor”)


El trovador de Montreal se fue hace un año sin hacer ruido. Y desde entonces ruego por no cruzarme por la calle con Marta (o María): no sabría qué decir.

domingo, 5 de noviembre de 2017

Aquellos años del pasado en los que no había futuro

            Hacía finales de 1977, en inopinada sincronía, una música estridente surgió de los garajes donde ensayaban diversas bandas de Miranda de Ebro, Almendralejo, Cornellá del Vallés, Muskiz, Antequera, Villarcayo, Almazán. Si alguien se hubiera preocupado en averiguar por qué aquellos chavalotes aparentemente tan sanos habían arrinconado sus mandolinas y sus versiones de Simon & Garfunkel para pasarse a rasguñar guitarras eléctricas de segunda mano, la respuesta hubiera estado en el dial de la radio, más concretamente en las escasas emisoras que radiaban una canción áspera y chirriante que había revolucionado las listas de éxitos británicas, y que hablaba (qué barbaridad) de anarquía y del anticristo. Y cuando los amigos de la cuadrilla se pasmaban con la melonada esa de teñirse el pelo de verde (¡ande vas, Manolín, con esas pintas!), o se burlaban de la repentina moda de ponerse imperdibles por toda la ropa (¡como te vea tu madre te la cargas, barbián!), los muchachos sonreían con desdén y se largaban del bar haciendo una peineta, al tiempo en que berreaban que no había futuro.

            En realidad sí que lo hubo, pero eso poco importó a los que, desde que salió “Never Mind the Bollocks – Here’s the Sex Pistols” consideraron que aquellas trece canciones eran el vademécum imprescindible para manejarse en un mundo lleno de paranoia, drogas y banalidad. No estará de más que lo recordemos: por aquel entonces el rock and roll (y la música popular en general) se encontraba en un callejón sin salida, con el rock progresivo y la música disco copando las emisoras, para desesperación de aquellos que apostaban por la energía y la provocación como ingredientes necesarios para cualquier canción que se precie. Bastará con decir que el tema más radiado en la primera mitad del año había sido “Hotel California”, el equivalente sonoro de una sobredosis de melatonina.

            No, no había sofisticadas (a la par que misteriosas) damas ni coches cromados en las canciones de los Pistols. Confusión política, egocentrismo adolescente, consignas de instituto, arrogancia proletaria… Un caos existencial que nos llegó justo (qué casualidad) cuando se celebraban las bodas de plata de Isabel II a la cabeza de la monarquía británica. Para amargarle el festejo, un grupo de cuatro mozalbetes londinenses, ninguno de los cuales tenía más de 22 años, sacaron uno de los álbumes más influyentes de la historia, venerado desde entonces como la última oportunidad que tuvo el rock de reinventarse, antes de que llegaran los monaguillos ecologistas y transversales de U2, the Smiths y REM (qué coñazo, oiga).

            No entraré en la hagiografía laudatoria que tanto abunda estos días de celebraciones: la imagen de un Johnny Rotten (sí, ya sé que desde hace mucho tiempo se hace llamar Johnny Lydon, su nombre real) sesentón y aburguesado me causa bastante repelús, y me niego a caer en la mitificación necrófila de alguien tan descerebrado como Sid Vicious. Lo más sensato es sentarse frente al equipo de música y escuchar, a ser posible con los oídos bien abiertos, aquel disco que (todo hay que decirlo) frecuenté relativamente poco en mi adolescencia, pues lo descubrí al mismo tiempo que el cláshico “London Calling” y el “Armed Forces” de Elvis Costello, ambos infinitamente mejores que el exabrupto amarillo de los pupilos de Malcolm McLaren. Desconecto mi móvil, pongo la música a tope… y tengo que reconocer que el milagro no funciona. Las canciones son toscas, minimalistas, cansinas. El fraseo (por llamarlo de algún modo) del señor Rotten es francamente irritante, y la simpleza sonora me cansa, especialmente cuando, con un punto de melodía más, se puede llegar a maravillas como “Teenage kicks” (Undertones) o “Roadrunner” (Jonathan Richman). Eso sí, reconozco que las letras (cuando abandonan el “fuck this and fuck that”) tienen algo más de relieve, adentrándose en temas como el aborto (“Bodies”) o la incompetencia de la burocracia (“Pretty vacant”). ¿La famosa energía? Pues sí, está ahí, eso no lo niega nadie, los guitarrazos de Steve Jones siguen sonando como una motosierra que intenta cortar por la mitad un radiador oxidado. A lo mejor soy yo el que ya no tiene el cuerpo para estos excesos tan burdos, quién sabe…


            En todo caso, no me gustaría ser injusto: un LP como este sirvió para sacar al rock de su narcisismo sinfónico (¡acordaos de Yes, de Genesis, de todos aquellos universitarios pretenciosos que jamás de los jamases escupieron a su público!) y abrir de nuevo la puerta a la espontaneidad y el descaro. Eso sí, pocas veces en la historia una predicción apocalíptica anduvo tan errada: apenas un año después de que los Pistols anunciaran el advenimiento de la anarquía y el anticristo, Margaret Thatcher se convertía en Primera Ministra del Reino Unido. ¿O quizás sí acertaron?



lunes, 9 de octubre de 2017

Sweet Home Barcelona


Sisa y su banda, a finales de los setenta
Para los adolescentes de finales de los setenta (no me obliguéis a utilizar esa muletilla tan ominosa de “del siglo pasado”), la mera mención de Barcelona venía aureolada con una pátina de irresistible modernidad. Pongámosnos en situación: hablamos de aquellos años vertiginosos que van desde la muerte de Franco hasta el infausto Tejerazo, lo que se viene llamando “La Transición”: sacralizada por algunos, denostada por otros, tendrán que venir los inefables hispanistas para sacarnos de dudas al respecto. Pero estábamos con la Ciudad Condal y su magnético poder de irradiación: de allí venían las revistas musicales y de tendencias que leíamos con fervor hasta aprendérnoslas de memoria (“Vibraciones”, “Popular 1”, “Ajoblanco”), su potente industria editorial nos suministraba los libros más novedosos (comparabas las portadas de Seix Barral, de Bruguera o de Anagrama con las de la venerable Austral y comprendías muchas cosas), los comics traían el inconfundible marchamo cosmopolita del underground catalán (“El Víbora”, “Cairo”), hasta sus melenudos músicos (Iceberg, Compañía Eléctrica Dharma, Pau Riba, Sisa) lucían muchísimo más cool que los ceñudos rockeros urbanos madrileños, empeñados en recordarnos lo asqueroso y alienante (¿perdón?) que era vivir en el Foro. A diferencia de la capital, Barcelona había sido una ciudad hippie y libertaria, abierta a todo tipo de experimentalismos (culturales, sociales, políticos, sexuales…), y, quizás por eso, durante unos años gloriosos había acogido a lo más granado del boom literario sudamericano (García Márquez, Vargas Llosa, Bryce Echenique, José Donoso, Álvaro Mutis…). Todos teníamos algún amigo (mejor dicho, el hermano mayor de algún amigo) que se había ido a pasar una temporada a una comuna cerca del Paseo de Gracia, o en el Ampurdán,  y que volvía contando maravillas de aquellos catalanes pirados que vivían al margen de los convencionalismos y a los que la política les traía al pairo. Cuando le preguntábamos por, ya sabes, je je, bajábamos insensiblemente la voz, el amor libre y esas cosas, nos miraba muy fijamente, daba una profunda calada a su canuto de marihuana, y decía que allí le habían enseñado que solo puede haber amor si hay libertad (¡qué tíos!, rugíamos de envidia, ¡qué orgías se tienen que montar!). Nosotros, que nos reuníamos en el garaje del padre de un amigo (no flipas igual mirando al mar que rodeado de destornilladores y llaves inglesas, eso os lo aseguro), admirábamos en la distancia a aquellos catalanes vacilones y enrollados (así se hablaba entonces) que habían tardado décimas de segundo en desprenderse del asfixiante guardapolvos del franquismo para ponerse las ropas más molonas y embadurnarse de patchouli, y que durante unos años nos dieron sopas con onda en música, literatura y arte. De acuerdo, nos conjurábamos, en cuanto reuniésemos pasta iríamos a Londres a ver a los Clash (lo primero es lo primero), pero el siguiente sitio a visitar sería Barcelona, eso era seguro.

Pero la Historia escribe torcido con renglones en espiral (o algo así), y de repente todo se volvió más complicado, o más simple, a saber. El Tejerazo supuso el pistoletazo de salida para lo que poco después se llamaría la Movida, y casi sin darnos cuenta descubrimos que Madrid, esa ciudad de Notarios y churreros, se volvía súbitamente interesante. Cineastas, músicos más o menos pop, escritores, actores, filósofos muy noctámbulos: una variopinta caterva de vividores tomaron las calles de la capital, y con ellos aparecieron colores que se superpusieron a las grises fachadas de la Gran Vía. Tan entusiasmados estábamos con aquella explosión de cultura y libertad que casi nadie notó cómo la festiva Barcelona iba siendo tomada, como si de una película de zombies se tratara, por unos seres alicatados con la senyera, que no paraban de decir que eran diferentes y que bailaban la sardana con una concentración ensimismada que no hacía presagiar nada bueno.

Pasaron los años: vinieron unas olimpiadas muy eficaces, cayeron muros y torres, perdimos todo atisbo de ingenuidad. Un día, sin comerlo ni beberlo, descubrimos que aquella arcadia libertaria y sandunguera había acabado convirtiéndose en lo que nos muestran los Telediarios: un monocultivo del nacionalismo más adocenado y empobrecedor. La Barcelona a la que cantaba Gato Pérez o por donde paseaba el desencantado Carvalho fue poco a poco sucumbiendo ante el relato monocromo del Cataluña über alles, un parque temático en el que no encuentran cabida versos sueltos como Boadella, Isabel Coixet, Juan Marsé o (quién lo iba a decir) Serrat, estigmatizado por no seguir las directrices del independentismo. Y como una imagen vale más que mil palabras, quien escribe estas líneas pudo ver, no hace aún dos semanas, en una tienda musical en Barcelona una guitarra eléctrica con la forma de la triunfante Cataluña independiente, exhibida sobre una estelada rampante. Parafraseando la canción de los Stones: “It’s only xenofobia (but I like it)”.


Y en esas estamos. Nadie (y yo menos que nadie) se atreve a dar un pronóstico de lo que ha de venir, y hay que ser muy optimista para pensar que la costra identitaria va a desaparecer siquiera a medio plazo. En todo caso, y como soñar no cuesta nada, secretamente espero que resurja aquella ciudad tolerante y coqueta que tanto nos deslumbró en nuestra adolescencia. 

domingo, 24 de septiembre de 2017

Reflexiones en el Matadero


Hay otros mundos, pero no están en Cataluña. Abandonemos por un rato el monotema (¿o no?: ya veremos). Estuve el sábado en el Matadero, hoy por hoy el lugar que más me gusta en el mundo. En su sala “Abierto x obras” se podía ver una exposición / performance de Juan López, un artista multipremiado nacido en Cantabria (sic). Su trabajo consiste en añadir una serie de listones o entablamentos que unen las columnas ya existentes en la sala, sin abandonar la estética brutalista-industrial del recinto. Oye, hasta tiene su puntillo, y me paseo con agrado por la instalación. Pero lo que desata mi perplejidad es la explicación esotérica-hortera que se marca el señor López para conseguir que los simples humanos comprendamos su obra. Copio: “Juan López propone una intervención escultórica sobre la arquitectura como forma de resistencia contra lo establecido”. Agárrame esa mosca por el rabo, como diría aquel. Sigo: “Desde sus obras tempranas de intervención en el espacio urbano, el trabajo de este artista busca desvelar otros modos de percibir el lugar como hipótesis para otras relaciones sociales fuera de la normatividad impuesta por el poder”. Ah, el poder, qué avieso es, qué mefistófelico. Como en el viejo sketch de Monty Python: ¿qué ha hecho el poder por nosotros? Bueno, ha hecho la seguridad social, las carreteras, la liga de fútbol, los aeropuertos, el código de circulación, la Denominación de Origen Rioja y un sinfín de cosas más. Pero resulta que ahora llega Juan López y, cambiando unos pocos paneles de sitio, nos saca de la normatividad impuesta por el poder. Y eso para empezar. Retomo este iluminador párrafo de su explicación: “En un mundo hipercomunicado, poblado de signos creados por una élite intelectual y/o social, López juega con la posibilidad de alumbrar nuevos significados, nuevos espacios y otros regímenes de lo sensible” ¡Otros regímenes de lo sensible!: el premio a la Chorrada del Año ya tiene firme candidato, y eso que la cosecha está siendo abundante.


En fin, nada nuevo bajo el sol: la habitual verborrea lisérgica con la que muchos artistas contemporáneos glasean sus incomprensibles juguetitos. Y es ahora cuando enlazamos el discurso hueco y pomposo de un artista al que yo no conocía hasta el sábado con lo que está sucediendo en Cataluña. Habituados como estamos a fijarnos en las esteladas y las marchas a lo Kim Jong-Il que tanto salen en los periódicos, deberíamos ampliar la foto y ver que toda esa escenografía se nutre de la hiperinflación lingüística que ha espesado nuestras vidas desde que el populismo hizo su descacharrante aparición (no solo en España) a comienzos de esta década. Otredad, empoderamiento, heteropatriarcado, transversalidad, micromachismos, alteridad… Toda una panoplia de conceptos evanescentes que sirven lo mismo para un roto que para un descosido, pero que te arreglan el mitin sin tener que estrujarte mucho el cacumen (y si tienes un público difícil, suelta eso de que aún vivimos en el franquismo: la gente se corre). Y el nacionalismo (que lo aprovecha todo) ha rejuvenecido su inmemorial discurso xenófobo y supremacista (estamos nosotros y están ellos: punto) con invenciones verbales tan desorbitadas como el derecho a decidir (¿a decidir qué?), derecho que, por cierto, ha sido discretamente invitado a abandonar el proyecto de constitución catalana, no vaya a ser que. No deja de ser tronchante que cada vez que uno se adentra en algún análisis de la cuestión catalana, necesita un microscopio muy potente para distinguir el catalanismo del independentismo, y este del separatismo, y este del soberanismo. Y si a eso añadimos la pirueta que significa eso de “nación de naciones”, el berenjenal se convierte en desaforadamente laberíntico (por cierto: hoy he escuchado que España es un “país de países”: no sé si es un lapsus, o ya hemos llegado a ese punto en el que todo vale). En fin, que de aquellos polvos vienen estos lodos: dejamos que un artista así como conceptual alumbre otros regímenes de lo sensible (manda huevos…), y acabamos diciendo que España es una unidad de destino en lo universal que a su vez alberga otras unidades de destino en lo universal. Y yo con estos pelos.

jueves, 14 de septiembre de 2017

Regreso (ácrata) al pasado (lisérgico)


          Si alguien me preguntara (y no sé por qué no lo hacen) qué necesitamos en estos tiempos tan convulsos, diría que ingenuidad. Kilos, toneladas, montañas, océanos de ingenuidad. No voy a ser tan cursi como para decir que es urgente que recuperemos la limpia mirada de un niño, pero por ahí le andará. Me explicaré: nos hemos resabiado demasiado, sabemos de todo, pontificamos como inquisidores, juzgamos a las primeras de cambio, condenamos pero ya. Por eso, recibí con indudable alegría la noticia de que volvía “Ajoblanco”, la mítica revista libertaria catalana que con tanto fervor leí cuando iba al Instituto. Qué época aquella: casi todo lo hippie / anarco / subversivo venía de allí, empezando por las revistas (además del “Ajo” estaban los cómics como “El Víbora” o “Cairo”, y en el mundo de la música “Vibraciones”, “Popular 1” y otras muchas), siguiendo por grupos como la Compañía Eléctrica Dharma o Iceberg (mezcla de prog e infumable jazz-rock, pero con unas melenazas que horrorizaban a nuestras madres) o el inclasificable “El Papus”. Mientras tanto, Madrid era una urbanización suburbial de un millón de notarios que tardó algo en despertar tras la criogenización franquista, aunque cuando lo hizo su estallido oscureció a la Ciudad Condal, despertando un resquemor que, en parte, intuyo que está debajo de la hojarasca de agravios que ahora nos ahoga. Pero volvamos a aquellas revistas: me fascinaban. A decir verdad, no las entendía demasiado, su jerigonza post-situacionista y comunal me desbordaba, no terminaba de pillar las sutilezas de sus artículos dedicados a la antipsiquiatría o a la colectivización. Pero el poderosísimo aliento de libertad que emanaban me dejaba alelado, eran un soplo de aire en el muy viciado y vicioso túnel de viento en el que estábamos metidos en la Baja Transición (y del que salimos, fíjate tú por dónde, gracias al Tejerazo: es una teoría propia que admite refutaciones). Por ahí deben de seguir guardados mis viejas revistas, en alguna tímida repisa de mi biblioteca, cuando me encuentro muy nostálgico saco algún número, me pongo en el pick up a Pau Riba (“Dioptria” es una jodida obra maestra, y yo no utilizo el adjetivo que empieza por jota así como así), y flipo un rato.

            A lo que vamos: me compro el nuevo “Ajoblanco” (7 euros: ni barato ni caro). Buena encuadernación, reportajes jugosos, la dosis justa de libertarismo sin caer en el panfleto. Las únicas firmas que conozco son las de Juan Soto Ivars y Javier Pérez de Andújar, y tuerzo el morro cuando veo que hay una entrevista a Claudio Naranjo (¿quién será el próximo, Paolo Coelho?). Cuando cierro sus 130 páginas, caigo en que no hay ni una sola mención a lo que está pasando en Cataluña. ¡Una revista alternativa editada allí que no dedica ni una línea al fementido Procès! Una de dos: o son de una ingenuidad desarmante, o (y esta posibilidad me gusta más) tienen un sentido de la provocación fino filipino. Es más, y no sé si es un sutil puente tendido, dedican el primer artículo a “El Madrid rebelde”, un generoso recorrido por las iniciativas autogestionarias de la capital del Estado, por utilizar la jerga al uso. Qué audacia: recuerdo que leí hace unos años las memorias del factótum de la revista, Pepe Ribas (“Los setenta a destajo”), y me pareció que se trataba de un personaje genuinamente hippie, inmune a las disputas políticas, más preocupado por su desconexión personal del sistema que por desfilar marcialmente todos los 11 de septiembre haciendo el paso de la estelada. El nuevo avatar de “Ajoblanco” demuestra que la llama libertaria sigue viva en Cataluña, y que es una infamia que las monjitas leninistas de la CUP se atrevan siquiera a reclamarse herederas de personajes tan mercuriales (todos surgieron en la estela de “Ajoblanco”, o colaboraron con la revista, o simplemente pasaban por allí) como Ocaña, Nazario, Sisa, el Perich, Vázquez Montalbán o Mariscal, a los que la Cataluña über Alles que precocinó maese Pujol y ahora emplatan sus herederos se la bufaba ampliamente. En fin, que me parece un signo de esperanza poder incorporar de nuevo al “Ajo…” a mi dieta lectora, un poco desvitaminada últimamente. Y como han tenido la audacia de autogestionarse (no admiten publicidad) animo a mis hordas de lectores a rascarse el bolsillo y contribuir a que sobreviva uno de los escasísimos reductos de libertad que quedan fuera del mercado. Como dijo Timothy Leary: “Turn on, tune in, drop out!” (traduzco: “¡compra el Ajoblanco, joder, que son solo siete euros!”)

miércoles, 13 de septiembre de 2017

El burócrata imperial y el guerrillero planetario


En las fotos que conservamos de Sir William Henry Beveridge (todas en riguroso blanco y negro), se nos aparece como lo que fue: un acabado producto del Imperio Británico. Tanto es así, que tuvo la muy cosmopolita idea de nacer en lo que hoy es Bangladesh, donde su padre ejercía como juez de la administración colonial. Corría 1879, y para que nos hagamos una idea, cabe decir que, en ese mismo año, Edison inventó la bombilla: literalmente, hasta entonces las noches se pasaban a la luz de las velas. Hemos visto las suficientes películas para suponer cómo fueron los días de infancia del joven William: calor sofocante, nativos de extrañas costumbres, la irónica certidumbre de pertenecer al lado correcto de las creencias. Con el paso de los años, Mr. Beveridge emigraría a la Gran Bretaña de sus ancestros, donde estudió literatura clásica antes de dedicarse al periodismo, para finalmente entrar en el mundo de la política de la mano del mismísimo Winston Churchill, por entonces ministro de economía. Dos guerras mundiales después, y tras una vida dedicada a la función pública (lo cual le valió ser ennoblecido), mister Beveridge murió discretamente en 1963. El mundo en el que había nacido se apolillaba en los museos: pocos días después, The Beatles grabarían “From me to you”, la tarjeta de presentación de lo que con el tiempo se llamaría “la Década Prodigiosa”.

           
         Resulta innecesario de todo punto presentar al personaje de la otra foto, dado que para gente como él se inventaron los adjetivos. Ernesto Guevara nació en Argentina en 1928, e intentar resumir su trayectoria provocará más de un bostezo, habida cuenta de la cantidad de libros, películas y documentales que ha generado una vida que, y no creo que nadie lo discuta, resultó tan apasionante como controvertida. Su muerte, de la que en unos días se cumplirá medio siglo, fue un acontecimiento planetario, a la altura del fallecimiento de Kennedy o de la llegada a la luna: el Che fue abatido en Bolivia el 9 de octubre de 1967, pocos días antes de que The Beatles grabaran “The fool of the hill” (pasmosamente, nadie ha preguntado a McCartney si “el hombre que ve cómo el mundo gira a su alrededor” era el guerrillero recién abatido).

            Es difícil encontrar dos personalidades más antitéticas. Beveridge era metódico, aburrido, victoriano hasta la médula, un ratón de jurisprudencia y reglamentos. No hace falta documentarse para intuir que, como buen inglés, le gustaba el té y recortar obsesivamente los rododendros, y dudo que alguien, además de su esposa, le viera sin su cuello duro. Ernesto Guevara, por el contrario, era exuberante y carismático, abundante en arrojo físico a pesar de su asma, palabrero y seductor. Es uno de los pocos mitos incontrovertibles que nos ha legado el siglo, y su brillo no da muestras de agotarse: raro es el día en que uno no se cruza con una camiseta en la que esté reproducido su rostro, ese rostro que mira hacia el infinito y que provocó un vahído de deseo en Simone de Beauvoir cuando acudió, acompañada de su pareja Jean-Paul Sartre, a entrevistar al guerrillero más famoso de todos los tiempos.

            Pero si escarbamos un poco, descubriremos algo que une a nuestros protagonistas de hoy. Ambos poseían una conciencia social muy desarrollada, con todo lo genérico que esto suena. No será necesario explicitar cómo vehiculó el Che dicha conciencia, que le llevó a luchar en Cuba, África y Sudamérica, donde alcanzó la palma del martirio, quedando como, posiblemente, el último hombre de acción que ha conocido la humanidad. Mr. Beveridge, aclarémoslo ya, no era precisamente un aguerrido activista (hay que ser muy fantasioso para imaginarle manejando una metralleta, o lanzando un cóctel molotov), sino un burócrata concienzudo que dejó sus incipientes estudios de derecho para ponerse a trabajar en Toynbee Hall, una fundación humanitaria al este de Londres. Nada especialmente aventurero, hay que admitirlo: pero aquellos años de formación pusieron las bases de un empeño que le llevaría muchos años después, tras la derrota de las tropas nazis, a elaborar lo que se conoce como el “Informe Beveridge”, un árido documento que significó, nada más y nada menos, que el nacimiento de la seguridad social tal y como hoy la conocemos.

            En los tiempos que corren (y no creo que sea necesario detallar a qué me refiero), parece lugar común hacer gala de compromiso con los desfavorecidos, con los que sufren. Hasta en los perfiles de internet es casi una cláusula de estilo comenzarlos proclamando que se odia la injusticia y la discriminación. Y ese ha sido el punto medular que, durante el último siglo largo, ha constituido el ADN de lo que muy genéricamente podríamos llamar la izquierda. Si se me permite la hipótesis, una sociedad posee una conciencia social articulada cuando en su seno se complementan armoniosamente los Beveridge y los Guevara, los legisladores y los visionarios. Pero desde hace unos años, desde que el populismo llegó a la política mundial, nadie quiere ser Beveridge, todos pretenden constituirse en Guevaras de inflamada oratoria y formidable melena al viento. Siento ser aguafiestas: mientras que el pulcro y morigerado señor Beveridge nos legó el más formidable instrumento de nivelación social que ha conocido la raza humana, las aportaciones del señor Guevara en ese sentido han sido (¿cómo decirlo sin que se ofenda nadie?) radicalmente irrelevantes. Por lo tanto, y aquí quería yo llegar, el partido que representa a la socialdemocracia en España (y al que llevo votando desde octubre de 1982, lo cual me da cierta legitimidad para decir lo que estoy diciendo) debe dejar de creerse un émulo del Che para adoptar la ideología pragmática, tenaz y reformista que guió los pasos del señor Beveridge. En lugar de pretender gobernar a través de pancartas y tweets, ha de hacerlo como los partidos con vocación de gobierno: a través del BOE. Es verdad que no suena muy aventurero, es verdad que no suena muy excitante, es verdad que eso no va a recolectar muchos likes en su página de facebook. Es verdad (no lo vamos a negar) que lo más bonito que le van a llamar es el partido de la casta. Pero no se gobierna para ser popular, sino para cambiar la sociedad. Y no recuerdo ninguna sociedad que se haya cambiado a base de camisetas. 

miércoles, 23 de agosto de 2017

Lecturas de verano

De todas las concesiones al exhibicionismo que permite facebook, una de las pocas que cuentan con mi comprensión es aquella por la que se nos informa de los libros que el interfecto va a intentar leer en estos días de asueto que nos proporciona el verano. Como todo lo que se nos ofrece a través de la red de redes, dichas listas hay que tomarlas cum grano salis (ay, perdón, que mi correctora de estilo me ha prohibido usar cultismos: bueno, pues hay que tomarlas de aquella manera, ¿está bien así? ¿soy lo suficientemente populachero?). Si es verdad lo que en ellas se dice, en España nadie se va a la playa con las novelas de María Dueñas, o de Pérez-Reverte, ya no digamos de Dan Brown: todo el mundo se jacta de adentrarse en poesía ultímisima, o en thrillers recién sacados del horno (que, inevitablemente, nos desvelan el lado oculto de nuestras sociedades occidentales: qué ganas tengo de que un thriller nos desvele el lado visible de dichas sociedades), o en ensayos de densa papilla postestructuralista. Además, me resulta muy curioso que prácticamente todos los títulos que se mencionan han visto la luz en los últimos tres o cuatro años. ¿Qué pasa, qué nadie lee a Maupassant, o a Baroja, o a Virginia Woolf? ¿No hay un punto de papanatería en declamar con énfasis: si tiene más de cinco años ya no me representa, no es moderno?

Lawrence Osborne
En fin: que para pasar los rigores del verano yo me he permitido escoger (ese momento en el que te sientes seleccionador de fútbol y dices tú sí, le metes en la maleta, tú no, lo devuelves a su estantería, tú quizás el año que viene…) una serie de libros mayoritariamente viejunos, pero que me han proporcionado instantes de inaudito placer, entreverado con alguna decepción (léase bostezo). Cerré julio y abrí agosto con “El turista desnudo”, de Lawrence Osborne (Gatopardo Ediciones), una vindicación inteligente y desinhibida de la última Gran Presa del Progresismo Europeo: el turista. Osborne cuenta con gracia y rigor sus peripecias por algunos de esos lugares que aparecen en los folletos satinados de las agencias de viajes, y es tan sincero como para confesar que, en lugar de ir a ashrams incómodos o a campos de trabajo solidario, él es más de perderse por los garitos de masajes de Bangkok (he estado a esto de escribir: no es tonto el pibe, no, pero si se entera mi agente de prensa me la lía: ¿qué quieres, insensato, que perdamos el target de las feministas?).

Esperé a estar frente al mar para abrir “Moby Dick”. Ya sé que la amaestrada bahía de Altea está en las antípodas de los feroces océanos que surca la Ballena Blanca, pero supongo que su presencia salitrosa algo tuvo que ver con el entusiasmo con el que leí una obra que tiene más de siglo y medio, pero que no ha perdido su capacidad de fascinación, ni el filo del bisturí con el que secciona algunas de las neurosis humanas. A pesar de que Melville, muy cervantinamente, se adentra a veces en excursos que amenazan con sacarte de la obra (esas académicas descripciones de los diferentes tipos de cetáceos, o el pormenorizado recuento de las partes de un navío), reconozco que las cincuenta últimas páginas son magnéticas, con la locura de Ahab campando por sus respetos, en un crescendo de horror que las adaptaciones cinematográficas solo muy pálidamente han logrado reflejar. Un clásico absoluto que no sabes muy bien en qué compartimento de tu biblioteca colocar, si en el libros de aventuras o en el de novela psicológica.

Max Aub
Tenía muchas ganas de leer “La calle de Valverde” (Seix Barral). Cuando yo hacía COU, para mi profesor de Literatura Contemporánea solo había dos autores españoles que merecieran la pena: Juan Goytisolo y Max Aub. Han pasado los años, Muñoz Molina se ha hartado de alabar las virtudes de un escritor medio suizo, medio español, medio judío, medio exiliado, y que, sin embargo, escribió la frase definitiva sobre la identidad: “Uno es de donde hace el bachillerato”. Apuro mi segundo Campari, me arrellano en la silla, regulo la luz y me adentro por fin en el libro: ambientado en 1926, se trata de un maravilloso pastiche galdosiano (pasado por la trituradora verbal de Valle-Inclán), que me engancha desde el principio. Eso sí, su prosa suena completamente demodé: el mismo año de su publicación (1961), Luis Martín-Santos dio a conocer “Tiempo de silencio”: es como comparar un Ford-T con la Apolo XII. Ah: y como uno tiene sus debilidades, me encanta que una de las escenas claves de la novela se desarrolle en Alcalá de Henares (“…un pueblo ancho, limpio, viejo. Hermoso color de piedra”).

Hace un par de años, y despejando prejuicios como el portero despeja a corner un chut envenado que, tras tocar en un defensa, se colaba por la escuadra (el departamento de metáforas y símiles de mi editorial se tira de los pelos cada vez que les intento endilgar una como esta: ¿pero qué pretendes, que nos machaquen los de Babelia, con lo refitoleros que son para estas cosas?) me compré un libro de Stephen King (otro de esos autores que nunca verás en la lista de libros para el verano). “La zona muerta” me gustó mucho, y este año me llevé “En el umbral de la noche”: creo que es su primer libro de cuentos. Si obviamos algunos de monótona filiación lovecraftiana, hay cinco o seis que me parecen verdaderamente originales, olvidando todos los tópicos del terror decimonónico (los vampiros, las casas edificadas junto a acantilados, etc…), y descubriendo el potencial inquietante de lavadoras, gasolineras, plantaciones de maíz y demás lugares aparentemente inocuos. Me ha divertido especialmente “Basta S.A.” (mala traducción del original: “Quitters Inc.”), una delicia de mala baba que dedico a todos mis amigos fumadores.

Tras dejar Altea me fui a Marruecos, concretamente a Essaouira y Marrakech. Qué coño fui a hacer allí no es el tema de estas líneas, por lo que me limitaré a decir que me llevé como compañeros de viaje a dos libros bastante disímiles. “El divino fracaso” (El Club Diógenes – Valdemar) es una melopea modernista de Rafael Cansinos Assens (“Qué bueno es Cansinos”, se limitaba a balbucear Borges cuando le preguntaban por la literatura española. “¿Y Cela? ¿No le gusta Cela, Maestro?”, “Qué bueno es Cansinos”, “¿Y Delibes?”, “Qué bueno es Cansinos”), en la que se nos insta a seguir aferrados al arte más sublime y no ceder nunca a las pretensiones del mercado y los mediocres. Esto que yo acabo de resumir en una frase Cansinos lo desarrolla durante casi trescientas páginas, con lo que en algún momento la cosa se pone repetitiva, no nos vamos a engañar. No he leído nada más del autor sevillano, pero empiezo a confirmar algo que ya sospechaba antes de abrir el libro: estamos ante uno de esos artistas cuya obra está por debajo del personaje que la creó. Valga un polémico ejemplo: Paul Bowles, y mira que me duele decirlo.

Y aunque quedan unos días para que acabe el mes, cierro este listado con uno de esos escritores a los que próximamente borrarán de los callejeros de España, dado que difícilmente puede agavillar más iniquidades: novelista de éxito durante el franquismo, escritor de escasa conciencia social (¡el protagonista de sus libros era un comisario de policía!), cantor ternurista del paisaje manchego y sus gentes, y, para rematar la jugada, físicamente era un clon de José María Ruiz Mateos: si se descubriera que Francisco García Pavón fue quien mató a Kennedy o quien comercializó el aceite de Colza, no creo que su popularidad descendiera significativamente. Pero a mí me encanta su prosa, su lenguaje lleno de tersura, su aparente sencillez, la elegancia con la que alancea tópicos sin necesidad de meterse en berenjenales vanguardistas. Aunque no alcanza la excelencia de sus novelas de Plinio, el volumen titulado “La cueva de Montesinos y otros relatos” (tengo una edición de Austral comprada en alguna librería de lance) es un excelente relajante para los excesos narrativos, pues cuenta las cosas con una gracia y una liviandad bajo las que se ocultan muchas horas de afanosa artesanía. El perfecto regalo para ese amigo de Podemos que todos los cumpleaños nos inflige la última jeremiada de Juan Carlos Monedero.


¿Y en septiembre? ¿Qué tengo previsto para la rentrée? Desde hace años me rondan las ganas de hincarle el diente a “Bouvard y Pécuchet”. También he leído calurosas reseñas de “Los senderos del mar”, de María Belmonte. Pero todo eso tendrá que esperar, pues dado que tengo cita con los Stones el próximo 27 de septiembre, antes me voy a leer la autobiografía del Gran Pirata del Rock, su Majestad Keith Richards. I know, It’s only literature, (but I like it)!   

martes, 27 de junio de 2017

Ecos de sociedad en La Mancha





            Q notó que el naciente sol le taladraba. Uf, rezongó. Se desperezó a retazos, con las articulaciones machacadas por la incomodidad. No era la primera vez que dormían en el coche, ya tuvieron que hacerlo cuando persiguieron de fiesta en fiesta a la princesa Micomicona, aunque la exclusiva valió la pena, su jefe les felicitó y les dedicaron la portada, un exitazo. Pero se estaba haciendo mayor, su cuerpo ya no le respondía como cuando empezó en el mundillo de la prensa rosa, muchos años atrás. Miró a su inseparable S. El fotógrafo dormía apaciblemente, roncando como un bendito, qué envidia: ¡venga, que es la hora!, le zarandeó.

            S bostezó antes incluso de abrir los ojos. Habrá que desayunar, ¿no?, musitó entre risas, sin preocuparse siquiera de dar los buenos días. Q miró a su compañero: ¿desde cuándo llevaban recorriendo la Mancha a la caza de noticias? El periodista no recordaba la fecha, pero daba fe de que el primer pensamiento matutino del fotógrafo siempre versaba sobre el desayuno. Qué hombre, qué obsesión tenía. Incluso simuló husmear como un perro de caza: no sé si será por la resaca, Q, pero juraría que huele deliciosamente…

            Ya iba a descargar su ira sobre su hambriento amigo cuando su olfato se activó: sí, sí que olía a comida al otro lado de la enramada, tenía razón. Se acicalaron un poco, S se cercioró de que llevaba sus cámaras de fotos, Q hizo lo mismo con su grabadora y su agenda, en la que escondió con mimo unos papeles. Salieron del coche, serpentearon por un laberinto vegetal que parecía no acabarse nunca. Mientras peleaban con la floresta, S le pidió a Q que le refrescara la memoria: ¿y esto de qué va?

- Si dedicaras menos tiempo a pensar en comida tus facultades no estarían tan mermadas. Vamos a cubrir la boda de la señorita Quiteria Von Hollenzozer Und Taxis.

- ¿Ésa no fue Miss La Mancha? – S pareció despertar de su letargo. - Le saqué unas fotos en el concurso. Buenos pechos, buenos muslos, una jaca en condiciones… ¿Y, por cierto, no estaba liada con un actor, un tal Bartolo, o Bernardo…?

- Basilio. Pero el chico no tenía ni un euromaravedí, y ella se hartó de que sus películas fracasasen una tras otra en taquilla. Y como se le iba a pasar el arroz, pues se decidió a aceptar la propuesta del conocido industrial manchego J.B. Camacho III.

- ¿El millonetis ese que sale en los papeles? ¿El presidente del club de fútbol?

Q asintió, y no pudo evitar acariciar su agenda. Inconscientemente comprobó que los llevaba consigo. Sí, ahí estaban los papeles que, si todo salía bien, podrían auparle a ese éxito profesional que tanto tiempo llevaba eludiéndole. Se trataba de los documentos que, filtrados por una fuente anónima, demostraban que Camacho había reunido su fortuna especulando con terrenos y blanqueando capitales. Le había costado años conseguirlos, pero ahí estaba todo: domiciliaciones bancarias, cuentas off shore, fotos incriminatorias… Tras más de veinte años en la profesión, por fin la fortuna le había dado buenas cartas. No le había dicho nada a S para que no se fuera de la lengua, menudo bocazas estaba hecho. Solo necesitaba unas cuantas fotos actuales para presentarse ante su jefe con todo el material, y, si la cosa gustaba, dejaría el cotilleo para pasar a nacional, su auténtico sueño. En fin, mejor no fantasear: céntrate, se impuso.

- Lo que yo digo: donde esté un industrial de posibles que se quite un titiritero.

Q no supo qué hacer: si indignarse por el materialismo de S o admirar su inefable olfato, gracias al cual no se perdieron entre la maleza y llegaron a un claro en el que había dispuestas numerosas mesas y utensilios de cocina, mientras un batallón de cocineros trasteaban de acá para allá llevando viandas de todo tipo. S puso los ojos en blanco y pidió permiso para fisgonear un poco, para ir calentando la cámara, como él decía. Q accedió, y con guasa le vio partir, sabiendo que iba de cabeza a conseguirse algo de manduca, qué tío. El periodista siguió andando sin prisa, tomando nota mental de la elegancia de los invitados, reconociendo a algunas caras conocidas: varios congresistas, la presidenta de la diputación, un famoso cantante. Al dejar atrás una arboleda, la estupefacta mirada de Q descubrió una estrafalaria estructura de unos cincuenta metros de altura sin forma reconocible, a medio camino entre una sala de torturas y un columpio medio oxidado. Un mozo de la organización pasó a su lado, y el periodista le echó el guante mientras le enseñaba su carnet de prensa.

- Soy de “La Mancha News”. Esa cosa de ahí, ¿qué se supone que es?

- ¿De verdad no lo sabe? - El mancebo escrutó a Q de arriba a abajo, y un rictus de sarcasmo se derramó por su cara. - Es una capilla deconstruida por Frank Gerhy para la ceremonia. Es un ready made de una audacia absolutamente posmoderna. Y ha costado una burrada de euromaravedíes, el señor Camacho nunca repara en gastos.

Q se rascó la cabeza. Aquello era un churro de mucho cuidado, sin pies ni cabeza, una acumulación insensata de ventanas y ángulos: ¿y por qué la ceremonia no tiene lugar en El Bonillo? Me han dicho que es un lugar precioso, con un palacio de…

- No sea usted vintage. Los palacios renacentistas no son modernos, son superantiguos. A ver si lo entiende: es como si usted escribiera sus crónicas en una Olivetti. Bueno, me tengo que ir, hay que hacer muchas cosas.

Q le dejó ir. Se encendió un cigarro: ¿qué tendría aquel cretino en contra de las Olivetti? Por supuesto que ya no la usaba, en la redacción todo estaba informatizado, a la última. Pero en su casa aún sacaba de vez en cuando su vieja máquina de escribir y la limpiaba cuidadosamente, anda que no había hecho kilómetros y reportajes con ella. S, que se le había arrimado sin hacer ruido, le sacó de sus ensoñaciones.

- Y yo que me las prometía muy felices poniéndome hasta la bola de los productos de la tierra.... Pues resulta que me acerco a la comida, y ni rastro de las famosas gallinas, ni de los quesos. Todo es, agárrate, tecnoemocional. No me preguntes qué es eso, me lo ha explicado aquel zangolotino de allí, el de la cresta y los tatuajes.

S señaló al que parecía dirigir las operaciones. Vestía como de pirata, con aretes en las orejas, y todo el tiempo estaba gritando por el móvil, más parecía un director de orquesta que un cocinero. Q reconoció al tipo: Adrián Ferrys, el chamán de los fogones, el Edison de la gastronomía cuántica, el demiurgo de la fabada neoconceptual. A Camacho le habrá salido por una pasta.

S se puso a hacer unas fotos mientras Q apuntaba unas frases en su libreta: “Blanqueo de capitales en la Mancha”, había que ir pensando en un titular de impacto para el reportaje, lo tachó, ya se le ocurriría otro mejor. De repente, un ruido horrísono le obligó a volver la cabeza. Un tipo estrafalariamente vestido, subido a una tarima, empuñaba un micrófono, y en un castellano aproximativo se presentó como DJ Benengeli. Iba a encargarse de la música, y exigió a los asistentes que se olvidasen de los mortalmente aburridos (“deadly boring”) bailes típicos de la región, la modernidad venía de la mano de su novísima performance “Holistic Wedding mindfullness nº 35

- Yeah, motherfuckers, let’s have some dancing!

Una docena de bailarines surgió de entre la multitud, y comenzaron a moverse al ritmo de los crispantes gruñidos que el tal DJ Benengeli extraía de sus platos, y que sonaban como dos chimpancés peleándose con tenedores oxidados. Q y S se miraron con ironía. Ya estaban acostumbrados a los caprichos de los ricos, anda que no habían cubierto saraos y festejos, pero lo que estaban viendo superaba todo lo imaginable. Los invitados a la boda, cada vez más numerosos, hicieron un corro alrededor de los bailarines, que ya habían abandonado cualquier concesión a la armonía y a la elegancia corporal para contorsionarse como si se hubieran tomado un chupito de ácido sulfúrico. Qué avant-garde, suspiró una señora al lado de S, y éste le dio la razón, avant-garde a tope, se rió, mientras dejaba deslizar sus ojos por el generoso escote de la invitada.

Con la misma brusquedad con la que había comenzado, la música cesó, y los bailarines se retiraron entre aplausos. Un silencio expectante recayó sobre el lugar. Alguien dio unas palmadas y avisó de la inminente llegada de la novia. Por una de las puertas laterales, rodeada de edecanes y damas de honor, apareció una radiante Quiteria, arrancando de todos los presentes un unánime estertor de admiración. Sí, había que reconocer que era de una belleza incomparable, una de esas mujeres que hacen enamorarse a todos los que las ven. El vestido es de Montesinos, escuchó Q a alguien, y lo apuntó en su libreta. ¿El de la cueva también es modisto?, le preguntó S, y Q ni se dignó en corregir la incultura de su amigo, absorto como estaba en la contemplación de la esplendorosa Quiteria. Allá dentro, en los sótanos de su alma, una campanilla de oro y miel le trajo a la mente la imagen de su adorada Dulcinea, y una repentina amargura inundó todo su ser. No sabía nada de ella desde hacía tiempo, desde que su novia había roto el compromiso alegando que el estilo de vida de un paparazzi era incompatible con el matrimonio. Puede que tuviera razón: era una profesión sin horarios, sin rutinas, siempre pendiente de salir corriendo si una rica heredera hacía un posado en la playa o un terrateniente calavera era pillado en una venta con su secretaria. Dulcinea se hartó, y durante meses Q había recurrido al Valdepeñas para olvidar, la de tinajas que vaciaría en aquella época. Ya llevaba limpio un tiempo, pero el cabello dorado y los ojos azules de Quiteria le recordaron que, allá en el Toboso, en un álamo a las afueras del pueblo, había un corazón tallado con su nombre y el de su amada. Sacudió la cabeza, no quería dejarse llevar por la melancolía, quizás si lograba dar la campanada con el reportaje que tenía entre manos Dulcinea reconsideraría su negativa, quién sabe. Comprobó con satisfacción que S estaba haciendo fotos con su habitual eficacia. Sería muy primitivo, de acuerdo, pero en lo suyo era el número uno, el mejor. Mientras la concurrencia seguía ensimismada con Quiteria, descubrió con el rabillo del ojo que, en la mesa presidencial y sin apenas anunciarse, se había aposentado un hombre de cierta edad, al que rodeaban una docena de secretarios y guardaespaldas. A Q se le aceleró el ritmo cardiaco y se le secó la garganta: voy a por ti, sinvergüenza, pensó.
   
Apenas había la multitud empezado a tomar asiento cuando, abriéndose paso a codazos, surgió un desconocido, y de un salto se subió a la tarima de la música. Sin hacer caso de sus melifluas protestas empujó al DJ, que cayó al suelo de mala manera, para después salir huyendo. Acto seguido, el recién llegado miró a todos desafiante, se quitó la chaqueta y dejó ver una camiseta que decía: “No a la boda”.

- Déjame adivinarlo: ése es el tal actor Basilio.

S había acertado. A su alrededor, la gente estalló en un griterío formidable: unos le reprochaban su aparición, mientras que otros jaleaban su audacia. ¡Qué querrá ese cantamañanas!, se sulfuró una señora, ¡que lo echen! Camacho, sentado y paladeando una copa de champagne, asistía a la escena sin pestañear, hasta se diría que con un punto de cruel satisfacción. Sus acompañantes, eso sí, parecían bastante más nerviosos, y alguno de ellos se aprestó a telefonear a la Santo Oficio para que viniera a imponer su autoridad. En medio de toda aquella barahúnda Basilio cogió el micrófono, y así dijo:

- Señoras y señores, todos me conocéis. Vengo aquí movido por el amor que tuve a la sin par Quiteria. Mas al verla en trance de casarse con el avieso Camacho, he comprendido que mi vida carece de sentido. Por lo tanto, haré mutis por el foro.

Con toda la teatralidad posible, Basilio sacó un puñal que llevaba escondido, y levantándolo sobre su cabeza como un trofeo lo dejó caer cerca del corazón, donde se clavó con contundencia. Un chorro de sangre brotó de la herida, generando un grito de angustia entre los presentes y algún desmayo. S no paraba de hacer fotos, un click detrás de otro. Unos cuantos de los invitados se abalanzaron sobre Basilio, y llegaron a tiempo para recoger su cuerpo que se derrumbaba, depositándolo a continuación sobre una mesa. El bello rostro de Quiteria se volvió blanquecino, como de mármol, mientras que Camacho, sin mover un músculo, mascaba con denuedo el puro que se estaba fumando. Como surgiendo de un globo que pierde aire, se escuchó la voz del moribundo.

- Estando ya con un pie en el estribo, solo pido un favor: solicito de Quiteria que me acepte como esposo para estos pocos momentos que me quedan. Al menos mientras baja el telón quiero ser feliz.

El Cura, al que habían empujado junto al agonizante, meneó la cabeza confuso, no sabía qué hacer. Al fin carraspeó y se dirigió a Basilio: es verdad que desde que el Papa Francisco está al mando nos hemos vuelto todos muy modernos, hasta dice que los gays son personas normales, pero qué quieres que te diga, no creo que una boda in articulo mortis sea una buena idea, a la hora de la herencia eso es un lío.

Arreciaron los gritos a favor y en contra, nadie se privó de expresar su opinión entre alaridos. Pero atravesando el insoportable bullicio se oyó cómo alguien golpeaba una copa con una cucharilla, y todos se volvieron hacia la mesa presidencial al tiempo en que enmudecían. Camacho jugueteó con su puro, lo depositó con lentitud en el cenicero. Sorprendentemente para una persona de edad tan avanzada, su voz era aflautada, casi juvenil: Padre, conceda a ese pobre calavera su último deseo. Pero deprisita, luego tengo consejo de administración y voy a llegar tarde.

El Cura tragó saliva visiblemente. Hizo un gesto a Quiteria para que se acercara, y ésta le obedeció contrita. Entrelazando las manos de ambos, el Cura soltó unos latinajos, para acabar haciendo la señal de la cruz. Cuando acabó, los flamantes esposos se miraron tiernamente, y la concurrencia no pudo evitar exhalar un suspiro sincronizado. Eso sí, la ternura del momento fue efímera, desapareciendo cuando el agonizante Basilio, con un brinco impropio de su estado, se puso de pie. Sonriendo se quitó el puñal que le atravesaba y lo enseñó a la concurrencia.

- No sabéis la cantidad de trucos que te enseñan los expertos en efectos especiales cuando trabajas en películas de acción.

- ¡Un puñal de pega! – exclamó S - ¡Vaya tunante está hecho el tal Basilio!

Q no escuchó a su amigo, admirado como estaba por la astucia de los amantes. Sí, eso tenía que haber hecho él con Dulcinea: pelear por su amor, y no acatar disciplinadamente su rechazo. El romanticismo tenía un lugar en este mundo gracias a gente como Quiteria y Basilio, y lamentaba no haber sido valiente para luchar, qué cobarde fui, qué conformista. Sus pensamientos fueron interrumpidos por el formidable griterío que se desparramaba a su alrededor: los amigos de Camacho berreaban enfurecidos, los de Basilio chillaban regocijados, hasta los camareros reclamaban a voces instrucciones sobre si servir o no la Esferificación espumosa de ánade vietnamita. El Cura gritó que un consentimiento conseguido a base de engaños no tenía validez, pero Quiteria le mandó callar con desdén, y utilizando el micrófono no dejó lugar a dudas: si no es válido, yo lo confirmo. Mi único marido es Basilio.

La mirada de los concurrentes se desplazo angustiada hacia la mesa presidencial. Sin inmutarse, Camacho hizo una señal a los suyos: se pasó el dedo índice enhiesto de una parte a otra del cuello. No hacía falta ser un experto en semiótica para darse cuenta de que la vida de Basilio corría grave peligro, hacia él se dirigían los secuaces del cacique. Q notó que su corazón se aceleraba: tú sigue haciendo fotos, enseguida vuelvo, rugió a S. En tres zancadas, y saltando por encima de las mesas, Q se plantó junto a Camacho. De un puñetazo derribó a su escolta, cogió el cuchillo destinado a cortar la tarta y se lo puso en el cuello al frustrado contrayente. A continuación lo empujó contra la pared, abrió una puerta y lo metió en un cuarto, fuera del alcance de todos. Aunque parezca una tontería, se encomendó a su señora Dulcinea (seguía llamándola así): ¡Fuera!, ordenó a los sicarios, ¡tengo que hablar con vuestro jefe!

Los secuaces miraron al rico empresario, que con un arqueo de cejas les instó a obedecer: salid fuera, bisbiseó. En cuanto estuvieron solos, y con el cuchillo empotrado en la papada del empresario, Q empezó a susurrarle en el oído: Camacho, tengo algo que le interesa, y con la mano libre rebuscó en su agenda, de la que torpemente extrajo los documentos que tanto le había costado conseguir. Los ojos de Camacho, habitualmente escondidos entre los pliegues de sus avejentados párpados, se abrieron de par en par al escuchar lo que el periodista iba contándole y al reconocer los papeles. Donaciones ilegales, blanqueo, cajas B: no faltaba de nada. Déjeles escapar, reiteró el periodista, y le entregaré todo esto. Tras un larguísimo minuto el potentado suspiró, y asintió con la cabeza. Q bajó el cuchillo.

- Dejadle ir. Dejadles ir a todos – gritó a sus muchachos, cuya silueta destacaba al otro lado de la puerta de cristal esmerilado.

Q siguió unos segundos con el cuchillo en la mano, y a continuación lo arrojó al suelo. Salió Camacho de la habitación, y mientras sus secuaces arreglaban el traje del jefe y le apaciguaban la pelambrera, el periodista aprovechó para desaparecer. El preboste, una vez calmados los nervios, se zafó de sus muchachos, cogió el micrófono y con una voz autoritaria gritó que aquel circo se había acabado. Todos los presentes se congelaron de golpe y volvieron sus ojos hacia la mesa presidencial. Camacho, muy lentamente, volvió a adquirir su habitual gesto de imperturbabilidad, el mismo que tiene un sapo después de haberse merendado una mosca especialmente suculenta. Levantó una mano gordezuela y habló: dejad que los tortolitos se vayan. Una salva de aplausos subrayó la emoción del momento. Se nota que estamos en año electoral, susurró alguien cerca de Q. A pesar de que acababa de tirar por la borda su carrera y la posibilidad de recuperar al amor de su vida, el periodista no pudo evitar sonreír: qué país.

Cogidos de la mano, Quiteria y Basilio abandonaron el lugar de la boda y se encaminaron hacia la salida, seguidos por amigos y parientes. S recogió sus cámaras, y se unió a los que se iban, echando un último vistazo a las viandas. Solo en ese momento notó que su amigo estaba a su lado, algo más triste de lo habitual.

- ¿Dónde estabas? Me he hartado de hacer fotos, pero no sé yo si esto va a interesar al jefe. Las historias tristes no interesan a los compradores de revistas.

Q torció el gesto. Cada vez le irritaba más la simplonería del fotógrafo: ¿piensas que ha sido una historia triste? ¿No crees que el amor ha vencido al interés?

- Ay, cada día estás más adolescente - S sonrió – Esos dos pimpollos van a durar juntos menos que un caramelo en la puerta de un colegio. Son jóvenes y bellos, de acuerdo, pero también son un par de descerebrados. Te apuesto lo que quieras a que en seis meses cada uno está por su lado.


Q no quiso hacerle caso, y siguieron a cierta distancia al alegre cortejo, sumidos ambos en sus propias elucubraciones. Incapaz de permanecer callado mucho rato, S preguntó: ¿por qué crees que cambió Camacho de opinión y les dejó escapar? Q miró el cielo, se acordó una vez más de su señora Dulcinea. Por fin habían llegado al coche. Sacó las llaves, abrió la puerta, pensó que daría un brazo por una frasca de Valdepeñas, entró: puede que, y se encogió de hombros mientras hablaba, Camacho sea un romántico, quién sabe. S le miró con rechifla pero no le replicó, no se encontraba con fuerzas para discutir con el estómago vacío.


(Versión libre del episodio de las Bodas de Camacho, de "El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha")