lunes, 30 de enero de 2017

Tómese un Big Mac, acarícielo: se volverá un Big Mac vicioso


Como todos los descubrimientos importantes, me sucedió durante la adolescencia, cuando estudiaba COU en el Instituto Complutense. El profesor de Literatura Contemporánea nos dijo que teníamos que escoger una obra para hacer una exposición pública sobre ella. Haciendo gala de esa osadía que me caracteriza, me planté delante de él y le solté que haría mi trabajo sobre el “Ulises”, de James Joyce: ya va siendo hora de que alguien desentrañe el sentido de la obra más complicada de todos los tiempos, recité desafiándole con la mirada. Sin tan siquiera molestarse en rechazar mi propuesta sacó de su cartera un ajado mamotreto encuadernado de verde, en cuya portada se leía algo así como “Antología del Teatro de Vanguardia del S. XX”. Te lo presto, me dijo, porque solo se ha publicado esta edición en Argentina y no puede ser encontrado en España. Ah, y si me lo ensucias, te mato. Dentro encontré una obrita que me abrió la mente y gracias a la que pude adentrarme en algo de lo que apenas había escuchado nada hasta entonces: el teatro del absurdo. Llegué a casa, pedí que no me pasaran ninguna llamada (siempre hacía la misma broma cuando iba a leer), abrí el tomo y devoré “La Cantante Calva”.
           
Acostumbrado como estaba a la telúrica imaginación de los autores del Boom (en esa época mi dieta lectora la formaban casi en exclusiva las novelas de Carpentier y García Márquez), la bufonesca obra de Ionesco me descolocó. De repente sentí que abandonaba la reluciente televisión en color que nos habíamos comprado poco antes y retrocedía a aquel modelo lleno de nieve de mis primeros años de vida, tan propicio para espacios acotados y personajes exangües. Por entre las rendijas de las humoradas y los volatines verbales de las familias Smith y Martin intuí unas corrientes subterráneas de angustia y desasosiego que me llevaban al mundo de escombros que había dejado la última (por el momento) Guerra Mundial. Releí la obra un par de veces más, redacté febrilmente mi trabajo y lo expuse unos días después ante mis compañeros (que no supieron identificar porqué Muñoz, siempre tan juglaresco, les contaba esas cosas tan sinuosas y retorcidas). Arrastrado por la fascinación, incluso intenté escribir una obra con ese aliento, de la que solo recuerdo que su protagonista era un vendedor de ataúdes ortopédicos, y que intentaba encasquetarle uno al Hombre Blanco de Colón. Poco a poco (a esa edad la resiliencia es espectacular) fui archivando la extrañeza que me había inoculado la obra, y cuando aprobé selectividad apenas quedaban trazas de la vaharada de angst que emanaba una pieza tan aparentemente risueña.
        
        Pasaron los años, no soy yo quién para decir si fueron pocos o muchos. El caso es que en 1993 estaba viviendo en París. Casi once meses pasé en la Ciudad que Concita Todos los Adjetivos, tiempo en el que experimenté una inmersión definitiva en ese océano inagotable que es la cultura francesa, y en el que aún me echo unos largos de vez en cuando. Y el 27 de noviembre me desplacé hasta el Théatre de la Huchette, el mismo en el que (aunque entonces se llamaba Des Noctambules) se había estrenado la “antipieza” (por utilizar la denominación usada por el autor), y donde se representaba ininterrumpidamente desde entonces. La mía fue la función nº 11.800, y en ella disfruté, en su despampanante francés original, de la misma incomodidad mezclada con regocijo que me había provocado su lectura adolescente. A la salida, tan conmocionado como feliz, recuerdo que me metí en uno de los muchos restaurantes griegos que pueblan la diminuta calle, donde cené con un ojo asomado a la fría noche, no fuera a ser que pasara la famosa cantante, pues quería comprobar si era verdad que se peinaba siempre para el mismo lado. Aguanté hasta casi las doce, pero no hubo suerte. Dommage!

            Ya en Madrid, y en fechas menos memorables, pude asistir a otras obras de Ionesco. Textos probablemente mejores y más complejos que “La Cantante…”, sin duda más maduros y equilibrados (“Las Sillas” en el Círculo de Bellas Artes; “El Rey se muere”, en la Abadía, en un montaje deslumbrante), pero ninguna de ellas me llegaba con el descaro y la pesadumbre de su obra más conocida, que volví a ver en el Alfil (donde, marca de la casa, se resaltaban los elementos más humorísticos), con la particularidad de que fue representada casi en exclusiva para mí: se trataba de un pase de prensa anterior al estreno oficial, y se ve que mis colegas periodistas (yo estaba entonces en Localia como guionista de una magazine cultural para Madrid llamado, pásmense ante el ingenio, “Pecados Capitales”) estaban aquella mañana más resacosos de lo habitual, por lo que apenas tres o cuatro acudimos al evento y nos desperdigamos por el patio de butacas aquella mañana de 2005. La puesta en escena fue convencional, pero me entusiasmó que, incluso para una audiencia tan exigua, los actores se dejaran la piel en el escenario, en especial un Paco Churruca excepcional, uno de esos cómicos que reptan por los circuitos teatrales sin ascender nunca al Olimpo televisivo, viéndose privados de un reconocimiento que merecen mucho más que sus endiosados compañeros. Eso sí, cuando pregunté a la jefa de prensa, medio en broma y medio en serio, si podía entrevistar a la Cantante Calva, amablemente me dijo: tú lo flipas, chaval.

            Y en esto llegamos a los días que corren. Con Trump en la Casa Blanca, ¿quién necesita más absurdo? Error: siempre se necesita un poco más de absurdo. Supongo que esa motivación ya estaba detrás del esfuerzo de la dramaturga catalana Llüisa Cunillé, que en 2005 estrenó “La cantante calva en el McDonald’s”. Descubrí a la Cunillé (espero que nadie vea machismo o micromachismo en la venerable tradición de llamar a las mujeres de teatro por su apellido precedido de “la”) hace unos años, cuando, gracias a una de esos portales de internet dedicados al celestineo cibernético, conocí a una chica barcelonesa que vivía en Madrid, con la que estuve saliendo durante un tiempo (en aquella época, los genetistas catalanes aún no habían prohibido la cópula con especímenes de debajo del Ebro). Ella era muy adicta al teatro, y me llevó a ver “Barcelona, ciudad de sombras” al Valle-Inclán, en un montaje en el que los espectadores rodeábamos, cual si fuera un ring de boxeo, el escenario. Desde entonces la Cunillé ha consolidado su fama y prestigio, y eso ha llevado a que la sala La Cuarta Pared haya programado esta revisitación de la obra de Ionesco.



      ¿Revisitación? ¿Homenaje? ¿Intertextualidad? ¿Intervención artística? Vayamos por partes: aunque se recurre a casi todo el elenco de la obra original (el señor Martin y la señora Smith, Mary y el bombero), se trata de un texto nuevo y autónomo, en la que se cuelan frases de la famosa Cantante (el inevitable círculo vicioso, por ejemplo). Sin embargo, la mayor deuda está en el retorcimiento de las leyes de la dramaturgia, especialmente del diálogo, con frases repetidas hasta la extenuación y situaciones carentes por completo de lógica. Pero, contra lo que pudiera parecer, no es una obra adscribible al Teatro del Absurdo, corriente que (aunque alambicadas) tiene sus propias reglas. La Cunillé utiliza el absurdo solo en determinadas situaciones, para oxigenar y desorientar una trama bastante convencional (¿hay algo más cansino en literatura que el adulterio?), y el resultado no queda empañado por la larga sombra de “La Cantante…”, pues juegan en distintas ligas, haciendo imposible la comparación. En todo caso, no entiendo muy bien que parte de la crítica haya visto en la obra intencionalidad política o reivindicatoria: no creo que por situarla en un McDonald’s (el auténtico lugar cero de la sociedad contemporánea) se añada un plus de reivindicación a un texto que genera entre los espectadores más risas que reflexión (aunque reír es la forma más agradable de reflexionar: ¡toma frasecita!). Un detallazo para acabar: tras años persiguiéndola, es un gozo comprobar que la Cantante Calva (¡por fin!) aparece. Y para nuestra sorpresa, tiene un pelazo de aúpa.

lunes, 23 de enero de 2017

Alcalá de Henares, la ciudad literaria

Yo, para esto (como para muchas otras cosas) soy muy simple: una ciudad literaria es una ciudad cuyos ciudadanos leen libros. Lo demás son chorradas. Pero admitiré que Alcalá (con la que puedo ser muy poco objetivo: nací aquí) tiene ciertas ventajas a la hora de atribuirse tal denominación. No voy a entrar (por obvio) en el detalle de que aquí nacieron Cervantes y Manuel Azaña. Sin embargo, las ciudades literarias no solo lo son gracias al ingenio de sus hijos. También aceptan la dádiva de aquellos escritores que pasaron por ellas y dejaron buena cuenta de sus impresiones. Las calles alcalaínas están llenas de placas que nos recuerdan (en frases de mayor o menor calidad) que por aquí desfilaron Unamuno, Cela, Quevedo, Moratín y otros muchos, atraídos por el fulgor de su universidad o enamorados de su decadencia. Los cronistas complutenses han dejado cumplido recuento de las idas y venidas de todas estas plumas ilustres, y tanto locales como turistas pueden (si no tienen nada mejor que hacer) imaginarse las correrías de todos esos escritores ilustres por la Calle Mayor o por la Plaza de los Santos Niños, disfrutando del cálido verano mesetario o pegando la nariz ante el escaparate de una pastelería en la que destacaban nuestras rosquillas.

AM, en el aereopuerto (¿de Alcalá?)
Pero (y no sé muy bien porqué) me resulta extraño que, a pesar de su minuciosidad, del centón de visitantes se han obviado algunas presencias estelares. Por ejemplo, nunca entenderé que no haya una placa que conmemore el tiempo que pasó en nuestra ciudad André Malraux, donde estuvo ayudando a crear una fuerza de aviación al servicio de la República. El que posteriormente sería Ministro de Cultura de De Gaulle (de hecho, fue el inventor del por entonces novedoso concepto de Ministerio de Cultura) retrató su paso por España en su gran novela “La esperanza”, y dejó un par de frases inolvidables que bien podría decorar cualquiera de las fachadas de la Plaza de Cervantes: “(…) La Plaza de Alcalá de Henares estaba adormecida con sus monumentos y sus minúsculas tabernas donde se vendían caracoles, casi escondidas por las columnas (…)”. Un poco más abajo continúa: “(…) Y toda la pequeña ciudad, con sus perspectivas de pilares, sus jardines de cura, sus iglesias con campanarios puntiagudos, sus palacios con grandes ornamentos, sus murallas y sus balcones con rejas, toda esa Castilla de comedia española, descantillada por las bombas de los aviones, solo dormía con un ojo abierto, al acecho de los ruidos amenazadores de la guerra (…)”. Dos hermosas descripciones debidas a uno de los grandes escritores franceses del siglo XX, y al que solo su activismo político gaullista le priva de codearse con Camus y Sartre en la cima del Panteón literario galo.

Pero no fue Malraux el único francés que utilizó a Alcalá como escenario de sus novelas. Ignoro si el joven Victor Hugo pasó por Alcalá cuando recorrió España con su padre, el general napoleónico Joseph Leopold Sigisbert Hugo. Pero en su monumental “Los miserables”, en uno de esos excursos que tanto abundan en la obra, informa al lector: “(…) Todo el que ha hojeado algunos libros antiguos sabe que Martín Vargas fundó en 1425 una congregación de bernardas benedictinas, que tenían por capital de la orden a Salamanca, y por sucursal a Alcalá (…)”. La plaza de las Bernardas, uno de mis rincones favoritos de la ciudad, albergaría con orgullo una placa en la que se mostrara que, siquiera por unas horas, nuestra ciudad estuvo en la cabeza de uno de los grandes creadores de la novela decimonónica.

Siempre me ha sorprendido que no haya una placa en la fachada del Círculo de Contribuyentes que recuerde que allí transcurre una de las escenas claves de “El Jarama”, el libro con el que Rafael Sánchez Ferlosio cambió la narrativa española de postguerra. No tengo a mano mi ejemplar, que habré prestado a alguien (dalo por perdido, chaval), pero creo recordar que el Juez estaba en el Círculo, en un baile, cuando recibía la noticia del ahogamiento de uno de los jóvenes protagonistas de la novela. No creo que, dado su abrupto carácter, el autor acceda a venir a Alcalá a cortar la cinta de inauguración y soltar un discurso, pero sería todo un honor para nuestra ciudad dejar constancia de que el Sabio de la Tribu (como, y con razón, llaman a Ferlosio) nos eligió para su obra maestra.

En el ámbito anglosajón (y a la espera de descubrir si el fogoso Hemingway visitó alguna vez nuestra ciudad en sus correrías por España), solo tengo una mención de un escritor de lengua inglesa que haya recreado su paso por Alcalá. Pero no es un escritor cualquiera, y su relación dista de ser anecdótica: el poeta Derek Walcott (Premio Nobel de Literatura del año 1992) fue designado Doctor Honoris Causa por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Alcalá en 1994, y a raíz de aquel nombramiento tejió una relación afectiva con nuestra ciudad, donde se dejó deslumbrar por el espectáculo de las cigüeñas, a las que incluyó en varios de sus poemas. En el titulado “Spanish Series” (incluido en su libro “Garcetas Blancas”, de 2010), el poeta antillano dice: “(…) Two storks on the bell tower in Alcalá / The boring suffering of love that tires (…)” (“Dos cigüeñas en aquel campanario de Alcalá / El tedioso sufrimiento del amor fatigoso” Trad: Luis Ingelmo). El Campanario de Santa María, en plena Plaza Cervantes, podría acoger una placa que recordara la visita de Walcott, uno de los grandes poetas en inglés que siguen en activo.

Al fondo, con bigotón: mi padre
Para muchos (entre los que me incluyo) Alejo Carpentier es el gran tapado del Boom de la literatura Latinoamericana, que revolucionó de una forma radical la forma de escribir en español (“El siglo de las luces” está a la altura de “Cien años de soledad” o de “Conversación en la Catedral”). Menos conocido que García Márquez o Vargas Llosa, su prosa barroca le sirvió para conquistar el segundo de los Premios Cervantes, allá por 1977. Sin embargo, diecinueve años antes había decidido ambientar en nuestra ciudad uno de sus relatos, el titulado “El Camino de Santiago”. Es difícil (habida cuenta su querencia por la frase alambicada y sinuosa) seleccionar un párrafo de los que hablan de Alcalá que sea más o menos breve, pero en la página 108 (de la edición de Alianza) nos dice: “(…) Una casa solariega, desde cuyo zaguán divisábase (…) la fachada de la Imperial Universidad de San Ildefonso, cuya vida estudiantil contaba el atambor con detalles, sucedidos y ocurrencias, que cada día tomaban mayores vuelos (…)”. Supongo que cualquiera de las casas que encaran la fachada plateresca de Gil de Siloé estaría orgullosa de lucir una placa con tan curvilínea prosa, recuerdo del atractivo que, para escritores de todo el mundo, ha irradiado nuestra universidad.


Y dejo para el final la más personal de mis recomendaciones. Entre otras razones, porque puedo (aunque sea de forma tangencial) incluirme en ella. El 14 de julio de 2004, el abajo firmante, con otros miles de feligreses (ups, quise decir “admiradores”), nos dirigimos a la Huerta del Palacio Arzobispal para disfrutar con el que, doce años después, sería Premio Nobel de Literatura. No, desgraciadamente Bob Dylan no hizo mención alguna a ninguno de los monumentos complutenses, ni a la calidez de sus gentes, ni a las exquisiteces de su gastronomía (ya sabemos lo muy huraño que es), pero tampoco estaría mal que una placa conmemorara el paso del Gran Juglar por nuestra ciudad. Y si nadie se decide sobre qué frase de sus canciones elegir, yo me atrevo a proponer los siguientes versos (traídos por los pelos de “Boots of Spanish leather”, la canción con la mención más clara a España): “(…) If I had the stars from the darkest night / And the diamonds from the deepest ocean / I'd forsake them all for your sweet kiss / For that's all I'm wishin' to be ownin’ (…)”. Mucho me temo que el agrio cantante norteamericano no vendrá a la inauguración de su placa, pero el recinto que una vez viera nacer al Emperador Fernando I de Habsburgo o a Catalina de Aragón contará con una nueva celebridad de la que presumir, demostrando con ello (si falta hiciera) que Alcalá es sinónimo de literatura en los cuatro rincones del mundo.

jueves, 19 de enero de 2017

¿Dónde estabas tú en el 77?


El rock and roll tuvo su canto del cisne en 1977: a partir de entonces comenzó su decadencia, hasta llegar a su discreta defunción en fecha que no registran las enciclopedias (toma frasecita). Ahora que he logrado llamar la atención de mis lectores, vamos a analizar mi teoría. El 16 de agosto de dicho año, tras una noche de insomnio (lo cual le llevó a doblar su habitual dosis de barbitúricos y mantequilla de cacahuete), murió Elvis Presley, la cara más reconocible de todos aquellos pioneros que, hacia 1954, habían creado el rock and roll. Por lo tanto, no resulta difícil conjeturar que la realidad (que tiende a recrearse en paradojas e insólitos bucles argumentales) decidió cerrar este capítulo de la Historia de la música coincidiendo con la desaparición de su figura más mediática y seminal (desaparición, ya lo advierto, no aceptada por todo el mundo: son legión los que creen que el King sigue vivo bajo otra identidad, sea en algún remoto pueblucho de Montana o en el planeta X-25). Pero como yo soy muy adicto a la ciencia forense sí me la creo, especialmente porque hay otros muchos factores que contribuyen a determinar que, sin el fogoso vocalista de Tupelo, el rock and roll había imitado a todos los imperios y, tras protagonizar un espectacular auge, había caído en un no menos pavoroso final.


Pero me estoy adelantando. Retrocedamos a los primeros días de 1977, cuando el rock and roll vivía su particular Pax Romana: ya hacía tiempo que el sonido crudo y salvaje que surgió de las zonas rurales de los EEUU había sido ampliamente plebiscitado por los jóvenes y no tan jóvenes de medio mundo. Nadie se asustaba por los pelos largos y la industria discográfica generaba ingentes cantidades de dinero de las que podían beneficiarse grupos y solistas de todos los estilos y actitudes. Comparemos: cuando los Beatles publicaron sus LPs más importantes, apenas una década antes, fueron rápidamente considerados como hitos culturales que trascendía la música rock. Pero aún así, los discos de los chicos de Liverpool no despacharon ni remotamente las cantidades que, a mediados de los setenta, vendían incluso grupos y solistas de segunda fila como la ELO, John Denver o Peter Frampton, artistas que, emulando a las grandes figuras, se habían convertido en verdaderas multinacionales, no muy lejos del modelo representado por Gillette o McDonald’s.

No me atrevo a decir que aquel tiempo fuera el más brillante de la música rock (reservo tal mérito para los inimitables años que van de 1965 a 1967), pero no me parece exagerado afirmar que 1976 fue la Edad de Oro de la Industria Discográfica, y eso generó una especie de beatitud que relajó a mentes que siempre habían hecho gala de inquietud e inconformismo. Tras años y años de rabiosa creatividad y experimentalismo (en unos más que en otros), algo habría en el ambiente para que, en estudiada sincronía, prácticamente todas las superestrellas surgidas de los años sesenta se tomaran 1977 como un año sabático. Bob Dylan, los Stones, Paul McCartney, John Lennon, The Who… Ninguno sacó disco en ese año, quizás demasiado ocupados (piensa mal y acertarás) en cómo invertir las millonadas que estaban ganando, tanto con sus canciones como con los megaconciertos. Las superestrellas de los setenta parecían contagiadas de la murria existencial de sus mayores, por lo que tampoco hubo disco ese año ni de Elton John, ni de Bruce Springsteen, ni de Lou Reed. Pink Floyd, eso sí, continuaron su adusta carrera, pero con el muy menor (en comparación con los blockbusters anteriores) “Animals”. Solo David Bowie (siempre atento a los vaivenes del zeitgeist) pareció intuir que algo estaba pasando, y sacó no uno, sino dos de sus discos más importantes: “Low” y el magnífico “Heroes” (ventajas de recluirse en Berlín en lugar de quedarse en la soleada California). Magra cosecha, en conjunto, de los dominadores de la industria: mucho pregonar que la respuesta está en el viento, Bob, pero  fuiste el último en darte cuenta de que algo, un aire de cambio, soplaba por las calles y las azoteas de medio mundo.

No nos cebemos con Dylan, pobrecito: el resplandor que desprendía el Becerro Dorado era tan cegador que era natural no ver nada de la que se venía encima. Y, para hacerlo aún más deslumbrante, a principios de 1977 se publican dos discos que, más allá de sus monstruosas cifras de ventas, epitomizan el sonido confortable y universal que podía escucharse tanto en una FM del Medio Oeste como en las balbuceantes emisoras enrrolladas (¡así se decía!) de la gateante democracia española: “Hotel California”, de los Eagles, y “Rumours”, de Fleetwood Mac. ¡Qué canciones! ¡Qué producción! ¡Qué acabado! Por muchas veces que las escucharas, no había forma de encontrar ni una sola costura, ni una imperfección: era como comerte una chocolatina tras otra (After Eight, por ejemplo, que son muy de esta época) y no sentir empacho. A caballo entre el mainstream y el rock adulto, las toneladas de cocaína y las desavenencias conyugales (en el caso de los Fleetwood) habían quedado sepultadas bajo un sonido poco menos que celestial, pulido como una estatuilla de Lladró pero sin perder manierismos rockeros. Naturalmente, aquel San Valentin vio como millones y millones de parejas de todo el mundo se regalaban mutuamente aquellos dos vinilos bajo cuyo hipnótico susurro concebirían hijos que luego saldrían más o menos espabilados, eso ya no era responsabilidad de Glenn Frey o de Stevie Nicks. ¡Qué idílico era todo! Lástima que, apenas un mes antes, en una casi desconocida cadena de televisión londinense, cuatro macarras (jaleados por su banda de grupies, entre las que se encontraba la futura Siouxie) decidieran poner todo patas arriba. Y para siempre.  

El uno de diciembre de 1976 (¡solo una semana antes de que se publicara “Hotel California”!), Queen fueron invitados a una entrevista a “Today with Bill Grundy”. Pero, por razones aún no explicadas, a Freddie y sus chicos no le apeteció ir a charlar con aquel sujeto que vestía como un corredor de apuestas, y que tuvo que buscar a toda prisa alguien a quien llevar a su programa. Le hablaron de un grupo que apenas tenía publicado un single de escasa repercusión aunque de prometedor título (“Anarchy in the UK”), pero que podían dar mucho juego porque eran muy extravagantes. Así fue cómo entran en escena los Sex Pistols. La famosa entrevista dura poco más de dos minutos, y se corta bruscamente porque Johnny Rotten (¿a qué becario de producción se le ocurriría invitar a un programa en directo a un tío cuyo nombre artístico es Juanito Podrido?) empezó a decir lo que en los países anglosajones llaman  four letters word. Es decir, que se hartó de soltar palabrotas (fuck! Shit!) ante la incapacidad del presentador para reconducir la situación (después se supo que Bill Grundy, que intentó ligar en directo con Siouxie, estaba como una cuba). El escándalo estaba servido. Y cuando, coincidiendo con las bodas de plata de la Reina Isabel II, sacaron por fin su “God save the Queen”, aquellos cuatro tipejos malhablados y sin apenas conocimientos musicales se convirtieron, de la noche a la mañana, en la banda más conocida e influyente del planeta, y en el mascarón de proa del Punk, el movimiento que insufló vida (por unos pocos años) al bostezante rock and roll de los setenta. Su LP “Never mind the bollocks” (Me importa unos cojones, en traducción cheli), publicado el 28 de octubre, ha sido considerado por muchos el pistoletazo de salida de una nueva forma de enfrentarse a la música (y a la vida: el famoso do it yourself), así como el clavo en el ataúd del rock perezoso y autoindulgente que tanto triunfó durante los setenta. Aún hoy en día, cuando esporádicamente le quito el polvo de mi estantería y lo escucho (como estoy haciendo ahora), tengo la sensación de estar agarrando un cable de electricidad: la madre que les parió, me digo, qué locos estaban.
La reacción de los dinosaurios del rock (así llamaban a las grandes bandas) fue de estudiada indiferencia. La aparición de “Exodus”, el LP de Bob Marley de ese mismo año, despertó muchísimo más interés, especialmente en los Stones, que se lanzaron de cabeza hacia los ritmos jamaicanos (ya lo habían intentado en “Black & Blue”). El resto de megaestrellas no fueron mucho más receptivos: incluso alguien tan inteligente como Ray Davies se dejó llevar por la caricatura de trazo grueso en “Prince of the punks”, donde se burla sin contemplaciones de los recién llegados (a pesar de que los Kinks fueron de los pocos grupos que merecieron el respeto de los chicos de los imperdibles). 
         “He tried to be gay, but it didn't pay, 
          So he bought a motorbike instead. 
          He failed at funk, so he became a punk, 
         'Cause he thought he'd make a little more bread” 
¡Ay, Ray, con lo perspicaz que tú eres para otras cosas! Tuvieron que pasar un par de años para que el muy ceñudo Neil Young, que compartía el radicalismo sonoro con los jóvenes punks, se atreviera a homenajear a Johnny Rotten en la inmortal “My, my, hey, hey (out of the blue)”, en cuya letra sintetizó de forma brillante lo que los propios punks habían sabido transmitir a gruñidos: es mejor quemarse que desaparecer poco a poco. Un punto para Neil, sí señor.

Pero aunque los más conocidos, los Sex Pistols no fueron, ni de lejos, los más dotados musicalmente del movimiento punk (todo lo que tiene su LP de energético lo tiene de monótono). Tal honor recae en una banda (The Clash) que también debutaron en el annus mirabilis de 1977, y en un solista de difícil encasillamiento como Elvis Costello, que publicó su primer disco (¡cómo le gustan a la Historia las casualidades!) menos de un mes antes de que, en la lejana Graceland, el otro Elvis hiciera mutis por el foro.

¿Quiere esto decir que el punk acabó con los viejos vicios del rock, instaurando una arcádica república de música vibrante y directa? Pues no. El año 1977, tan rupturista en apariencia (y es aquí donde rescato la canción que da título a este texto, en la que Loquillo demuestra tener un fino olfato para identificar los Momentos Históricos), también asistirá al surgimiento de otras propuestas tan sugerentes e importantes como la del Punk. Quizás la más mediática fuera la visibilización, como se dice ahora, de un fenómeno musical que no había encontrado su concreción hasta que tres hermanos blanquecinos y ya talluditos, que llevaban dando guerra en los escenarios desde inicios de los sesenta, decidieron sacar del armario un género musical menospreciado pero que, a partir de este momento, se volvió mastodónticamente abrumador: la Disco Music. La banda sonora de “Saturday Night Fever” (de una calidad infinitamente superior a la muy mediocre película a la que acompañaba) catapultó los falsetes de los Bee Gees a categoría de soniquete universal, al mismo tiempo en que les convirtió, durante unos años, en los putos amos (no estará de más que recordemos que los audaces guerrilleros punks apenas vendieron unas decenas de miles de discos: nadie regala “Never Mind the Bollocks” para San Valentín). Las boîtes del mundo civilizado desterraron sus huraños discos de rock progresivo para sustituirlos por gozosas invitaciones al baile, convirtiendo en una verdadera plaga a los imitadores de Travolta. Y para desengrasar este texto tan denso, me voy a permitir una anécdota de cosecha propia: debido a nuestra tierna edad, mi madre nos acompañó a mis hermanos y a mí a ver la película. Y en una escena, Tony Manero intentaba beneficiarse a la chica (no me acuerdo de su nombre). Ella accedía, pero exigía protección, para lo cual sacaba de su bolso un preservativo. No sé cuál de mis hermanos preguntó qué era eso, y mi madre, provocando la carcajada de toda la platea, contestó rotundamente: “Un chicle”. Fin de la anécdota.

Pero a lo que vamos: además de Punk y Disco Music, 1977 vio cómo un tipo gordito y poco atractivo que respondía al insólito nom de guerre de Meat Loaf (Cacho Carne, para que nos entendamos) creaba, junto a su Pigmalion Jim Steinman, una ópera rockera llena de pompa y circunstancia, y por la que se colaba un romanticismo prematuramente fin de siècle: “Bat Out of Hell”, que fue número uno durante muchas semanas en sitios tan dispares como Australia, Holanda o Nueva Zelanda, además de vender millones y millones de ejemplares en su Estados Unidos natal. Mucho menos conocido del gran público, el poliomelítico Ian Dury (tenía que subir a actuar ayudado por sus muletas) encapsula una mezcla personalísima del naciente punk con el pub rock, a la que añade gotas de free jazz y lirismo de gasolinera: “New Boots and Panties!!”. No vendió mucho en su momento (ya lo haría unos años después, cuando compusiera el himno definitivo: “Sex & Drugs & Rock’n’roll”), pero su música sirvió (como la de otros debutantes: The Jam, Dire Straits, Television) para enredar aún más el complicado rompecabezas en que se había convertido el rock and roll, que tan plácido y domesticado se nos aparecía apenas doce meses antes.
           
       
¿Y en España? ¿Pasó algo nuevo, musicalmente hablando, en la Reserva Espiritual de Occidente? Es verdad que estábamos muy ocupados despojándonos a manotazos de la caspa franquista, pero, aún así, por una vez estuvimos a la altura de las circunstancias. Haciendo caso omiso de la horripilante marea de cantautores peliflojos que estaban dando la tabarra con la muralla de los cojones, un andaluz / catalán de prematuro flequillo canoso se juntó con dos gitanos sevillanos que apenas tenían diecisiete años pero que tocaban la guitarra como los dioses, y entre los tres parieron “Veneno”, el disco (no me apetece ser ponderado) que revolucionó la música española, y cuya trascendencia aún no ha sido superada. Tanto Kiko Veneno como Raimundo Amador tendrían largas y fructíferas carreras, pero ninguno ha igualado esta maravilla, a partes iguales llena de flamenco, desparpajo y una actitud que está en admirable sintonía (sin ser consciente de ello) con lo que estaban haciendo los punks en esas mismas fechas. Lo sigo escuchando. Y mucho.

           
            En fin, que me ha salido un resumen un tanto subjetivo de 1977 y su importancia en la Historia del rock and roll. Y lo mejor lo dejo para el final. En una fecha no determinada de aquel año glorioso (quizás en los alrededores de mayo, para festejar su cumpleaños), el abajo firmante fue a Madrid, a una tienda de Decomisos en la calle Arenal (¿aún existe eso de los Decomisos? Podías comprar las cosas más baratas porque las traían de Canarias o de Andorra, y te ahorrabas los impuestos) y se agenció un radio cassette de la hostia (no decíamos marcas: de la hostia, del copón, así era como los bautizábamos). Llegué a casa, la enchufé… Y aún no me he repuesto de la conmoción: a partir de ese momento empecé a escuchar música. A todas horas. Y es lo que voy a hacer en cuanto ponga el punto final a este escrito. Es lo que haré mañana nada más despertarme. Y es lo que quiero estar haciendo (a ser posible con el maravilloso Sargento Pepper acariciando mis oídos) cuando me toque ir a reunirme con Elvis.

Rockin' Muñoz

jueves, 12 de enero de 2017

El Guerracivilismo va a llegar

Me dejo caer por el Reina Sofía (aún no le han cambiado el nombre: pasará de CARS a CARLz), entro en su suculenta librería. En la mesa de entrada, tras los inevitables catálogos del Museo y los no menos inevitables libros sobre Picasso y Dalí, el tercer apartado (y, con mucho, el más surtido) está dedicado a la Guerra Civil española. Como si fuera un personaje de novela arqueo las cejas: ¿no estamos en un museo de arte? Abundan los hispanistas de toda la vida: Paul Preston, Hugh Thomas, Pierre Vilar. Tampoco faltan los expertos en historia militar como Antony Beevor, ni las novelas y reportajes ambientados en el conflicto: “Por quién doblan las campanas”, “Homenaje a Cataluña”, “La esperanza”. Lugar destacado ocupan los libros de fotografías de Robert Capa y Agustí Centelles. Son numerosos los textos aún sin traducir: “Spain in our hearts. Americans in the Spanish War”, de Adam Hochschild, “Frontline Madrid”, de David Mathieson, “Franco’s International Brigates”, de Christopher  Othen. Montones de ensayos sobre las Brigadas Internacionales. No sé, no termino de comprenderlo: hace unos meses estuve en el MoMa, y en su librería no se encontraban volúmenes sobre la Segunda Guerra Mundial, ni sobre la guerra de Vietnam. Como un personaje de novela me rascó la cabeza, pensativo. De repente lo veo claro: la mayor aportación española al arte del siglo XX ha sido nuestra guerra civil. Aquellos tres años sangrientos y desgarradores constituyen nuestra performance más acabada, más influyente, nuestro gigantesco urinario de Duchamp. Y como todos los grandes – ismos, el guerracivilismo, que comenzó siendo un tema, se ha convertido en un estilo. No me lo estoy inventando: hoy en día, en España no son pocas las novelas o películas guerracivilistas. No me refiero a aquellas que transcurren durante la Guerra Civil, sino a las que se acogen a los preceptos estéticos y argumentales del guerracivilismo. Es decir, un maniqueísmo extremo (los personajes se dividen en buenos y malos), un fatalismo acentuado (como si el destino estuviera escrito en gruesos paramentos de mármol y fuera imposible de cambiar), una imposibilidad casi patológica de relativizar (todo es tremendamente trágico o tremendamente cómico, sin fluctuaciones), un uso del humor como arma arrojadiza (no como ungüento con el que suavizar los conflictos). Como todas las formulaciones brillantes, la que acabo de pergeñar no es del todo cierta, y debería matizarla, pulirla, estratificarla. Pero ya he encontrado el calendario que he venido a buscar (uno muy inocentón, con grandes casillas en blanco que rellenaré con mis propósitos para el año nuevo), pago y salgo a la calle, empieza a anochecer, ya lo dejaré para otro día (pero la idea es buena, que conste).

miércoles, 11 de enero de 2017

"La Plaza del Diamante"

           
      Lo hice al revés. Debería haber empezado por youtube: en un fragmento del “A fondo” que le dedica Joaquín Soler-Serrano, Mercè Rodoreda no para de reírse ante las engoladas preguntas de su entrevistador, ese busto romano vestido de Cortefiel. Esas carcajadas me ayudaron a entender en su justa medida la espléndida novela de la autora catalana que acababa de leer con arrebatada delectación. “La Plaza del Diamante” es un prodigio de sencillez de tal calibre que, por lo menos a mí, me dejó tan maravillado como caviloso: hum, tiene que haber truco. Y fue la carcajada que la Rodoreda se echa ante las alambicadas disquisiciones del presentador lo que me dio el tono, la clave: eso es, creo que dije. El monólogo de Colometa es vida en estado puro, contada con una sencillez desarmante (sencillez trabajadísima, como no podría ser de otra forma), gracias a una voz que nos pasea por los años centrales del convulso siglo XX español, del que Barcelona es (con sus peculiaridades históricas) ajustado resumen. Una literatura sin sobresaltos, sin aspavientos, pura cadencia natural, como la que se oye cuando uno se sienta en el autobús y deja los oídos libres a la captura de historias, de amores, de quejas, de alegrías. Colometa no pierde vuelo nunca, es uno de esos personajes más grandes que la vida que absorbe desgracias sin avinagrarse y gozos sin envanecerse. Y no es que le falten elementos dramáticos a la novela: el periodo de la guerra está contado con nervio, pero sin rebajarse nunca al patetismo fácil, sin ensañarse con los sublevados ni idealizar a los republicanos. ¿Cómo lo habrá conseguido?, me devanaba yo tras llegar al final, ¿cómo habrá evitado la tentación, tan justificable, de recrearse en el dolor? Cuando vi a la autora despiporrándose de risa frente a Soler-Serrano y su prosa de guardarropía lo entendí todo: solo las personas melancólicamente alegres pueden aspirar a ser sabias. La Rodoreda supo verlo, y su Colometa también. Y todos los que nos adentramos a echarnos un bailecito en la Plaza del Diamante sentimos que se nos ha espolvoreado con una pizca de esa gracia.

lunes, 9 de enero de 2017

Vecinos

No lo especificaba en la web inmobiliaria donde lo encontré, por lo que tuvo que ser el propietario el que, por teléfono, me concretara la dirección exacta: Atocha, 68. Al día siguiente me dirigí hacia allí con media hora de adelanto: quería ver antes la zona, saber si estaba bien comunicada, localizar supermercados, cafeterías, comodidades. En el vagón de metro hice recuento mental de mis exigencias: al menos dos habitaciones, mucha luz. Nada de precipitarte, me repetí, que tú eres muy de precipitarte, escucha primero y luego decides, el de la calle Amaniel lo compré tras visitar… ¡solo cuatro pisos! Todas aquellas precauciones quedaron en agua de borrajas: nada más salir de la boca del metro vi que a pocos portales de distancia lucía una placa de esas que el Ayuntamiento dedica a las celebridades que han nacido o vivido en Madrid, y en la que se me señalaba que allí pasó sus últimos días Ángel Vázquez, el escritor que creó a Juanita Narboni. Viejo amigo, creo que musité, emocionado. Cuando, unos minutos después, me dirigí a Atocha 68 y me abrió la puerta el propietario, le dije que no se molestara en enseñarme el piso, que me lo quedaba, casualidades así siempre quieren decir algo (no me entendió, ni falta que hacía).

Claro que exagero: nadie se alquila a ciegas un piso simplemente porque, cinco o seis portales más abajo, fue donde murió uno de sus escritores favoritos. Pero esa es la teoría, la práctica es un poco más enrevesada, más sinuosa. Ángel Vázquez y yo llevamos buscándonos las distancias desde (dejadme que consulte mis archivos) 1997, año en el que leí “La vida perra de Juanita Narboni”. De todas las novelas españolas de la segunda mitad del siglo XX, solo “Tiempo de silencio” me había causado una conmoción similar: esa sensación de que aquello que acabas de leer te acompañará por siempre, y sus personajes se incorporarán al censo de tus familiares sin pedir permiso. Desafortunadamente, mientras que Luis Martín-Santos es ampliamente reconocido como el adalid del Gran Estilo (y solo su temprana muerte le impide pelear por la corona como el Mejor Novelista Español del Siglo), Ángel Vázquez sigue relegado a la categoría de los heterodoxos, de los malditos, de los raros. Además, un año antes de la publicación de “Juanita”, Eduardo Mendoza, con “La verdad sobre el caso Savolta”, había desterrado para siempre los afanes experimentalistas que tan importantes son en la obra de Vázquez, sustituyéndolos por una vuelta a la narratividad convencional, categoría en la que chirriaba el alucinado monólogo de la Narboni, el último de los grandes logros de la literatura moderna en España antes de que todos los autores se entregasen con armas y bagajes a la mucho más accesible (y rentable) postmodernidad. 

Pero más allá de disquisiciones académicas, “Juanita” es un ejemplo palmario de que la vanguardia no está reñida con la emoción. El inapelable soliloquio de su protagonista no es una concesión a la modernidad: es la herramienta precisa, como una navaja suiza, para entrar en la mente de un personaje profundamente desagradable y antipático (beatona, egoísta, envidiosa), pero que la maravillosa sabiduría narrativa de su autor nos la convierte en sentimiento puro, en desgarro, en poderosa voz de soledad. Con el telón de fondo de la mitológica Tánger (la madalena proustiana que envuelve toda la novela), Juanita recuerda y añora una vida que tuvo muy poco de satisfactoria, pero sobre la que chisporrotea un lenguaje incandescente, volcánico, fertilizado por los distintos idiomas que se hablaban en la ciudad, en especial la yaquetía, esa amalgama “de castellano antiguo con hebreo, salpicado de árabe y de portugués”, en definición del propio Vázquez. El monólogo de Juanita hipnotiza y embriaga, sin caer nunca en el virtuosismo o la autocomplacencia, es un remolino de recuerdos, de medias mentiras, de verdades caducadas, de anhelos eternamente postergados y de sueños que nunca se cumplieron. Una novela mayúscula en la que se nos permite vez desde dentro la atroz soledad de su protagonista, uno de los personajes femeninos más inolvidables de la literatura española de todos los tiempos, al nivel de la Celestina o de Ana Ozores. En un modesto homenaje a un autor que ya no sabrá apreciarlo, redacté un cuento (“Un día de tantos”) en el que salían él y su personaje más popular deambulando por un Tánger fantasmal. No sé si quedó bien o no (y no me corresponde a mí dilucidarlo): en todo caso su pericia no igualará a la admiración con la que fue escrito. Y si bien para mucha gente la ciudad de Tánger está unida al recuerdo de Paul Bowles, para mí lo está al de aquel oscuro escritor homosexual, alcohólico y solitario. Tanto es así, que cuando fui en 2015 a la ciudad no pude evitar pasarme por la Librerie des Colonnes: maravillosamente restaurada, poco tiene ya que ver con el sombrío establecimiento en el que trabajó, durante un tiempo, nuestro hombre, en uno de sus infructuosos intentos por escapar de la miseria.


En fin, que la casualidad (o no) de vivir a unos centenares de metros de aquella casa de huéspedes, regida por Trinidad Martínez, en la que falleció Ángel Vázquez me llevó a releer la novela en los últimos días de 2016, año en el que se cumplían los cuarenta desde su publicación. Y el gozo y el dolor que ya me provocó su lectura en 1997 se vieron multiplicados: la edad acecha, la consciencia de nuestra soledad esencial se va haciendo más implacable, el tiempo ya ha metido quinta y creo que entiendo un poco mejor a Juanita y a Ángel. Es evidente que Vázquez no pretende hacerse amigos con esta novela, de una radicalidad admirable. Su autor no espera nada del mundo literario (ni del mundo a secas), puede permitirse y se permite no hacer concesiones (como sí hizo en sus libros anteriores, incluyendo el galardonado con el Premio Planeta “Se enciende y se apaga una luz”: precioso título, novela apreciable, sin más), no creo que se inmutara demasiado por la escasa repercusión que tuvo cuando vio la luz (lástima que, por muy poco, no ganara el Premio de la Crítica). “Juanita” no es lectura amable, no pasa la mano por el hombro al lector, no desprende valores, su nihilismo es químicamente puro: quizás por eso, hoy más que nunca hay que leer a Ángel Vázquez, hay que asomarse a ese pozo de desamparo y fragilidad que nos revela la voz de su Juanita. Porque (y esto no es un slogan coyuntural) Juanita somos todos, y cuanto antes nos demos cuenta, mejor.