lunes, 27 de febrero de 2017

Dos días en Granada. Intro.


En agosto de 2013 pasé un par de días en Granada, y en mi cuaderno recogí una serie de anotaciones que lo mismo tienen algún interés. Someramente repasadas aquí las ofrezco.  

Situado junto al riachuelo que le da nombre, “El Zaguán del Darro” es un antiguo palacete del XVI, coquetamente rehabilitado como hotel con encanto (¿para cuándo una “Guía de Hoteles sin Encanto”? Habrá gente que los prefiera, vamos, digo yo). El pequeño patio interior abunda en maderas, en sofás más o menos étnicos, en cuadros, en cornucopias intoxicadas de barniz: es como estar en una chamarilería zen, sin rastro de alérgenos. El recepcionista, joven e informal, me entrega la llave de la habitación “Fernando el Católico”: ah, el buen rey, pienso, antaño espejo de monarcas (léase a Maquiavelo), hoy degradado al papel de Garfunkel en el dúo Isabel & Fernando (no hay más que ver con qué facilidad su nombre se cayó del cartel, en aras de lo políticamente absurdo, en la famosa serie de televisión de hace unos años). La habitación, eso sí, está más que bien: cama grande, colchón duro, ducha generosa. Pero lo mejor está al otro lado de la ventana: la Torre de la Vela (insomne, cubista) se alza a mi disposición, podré leer el “Romancero viejo” bajo su atenta vigilancia, es como estar en primera línea de batalla durante la reconquista de Granada. Sonrío, una agradable sensación de hogar provisional me envuelve. Aquí una persona podría ser feliz, me digo ingenuamente.

Muñoz en 1981: impresionante documento gráfico
Me aseo, saco mi camiseta de Rock’n’roll Animal (¡qué careto tenía Mr. Reed en aquella época! ¡Como para encontrártelo en un callejón oscuro!) y me la pongo, echo al zurrón una guía, un mapa, la libreta, me he olvidado la cámara de fotos (siempre me pasa lo mismo), qué le vamos a hacer. Me lanzo a la calle al trote, antes que nada tengo una cita: sucedió en aquel año mágico de 1981, a mediados de abril, con el ruido de los tanques aún reverberando por ciertas esquinas. Por aquí recto, atravesando la Plaza Nueva, eso es. Once alumnos de COU y un profesor del Instituto de Educación Secundaria Complutense II (al que no conocíamos de nada y que nos impusieron para que no nos desmandásemos demasiado) vinimos a Granada para realizar ese viaje ritual que marca el adiós a la adolescencia y el trabajoso alistamiento en la edad madura, o por lo menos así yo lo entendí. Aquí había que torcer a la derecha, hacia la Gran Vía de Colón: voilà. Creo recordar (y me enternece recordar) una noche entera en el tren, sentados en bancos de madera, con montones de reclutas que correteaban muy fumados por los pasillos y asediaban a nuestras chicas. Creo recordar (y me regocija recordar) que fui a muchas discotecas y bebí muchos cubalibres, y bailé muchas canciones (el hit del viaje fue “On the road again”, el pastiche pseudofunky de Barrabás, aquel grupo formado alrededor de Fernando Arbex). ¡La pastelería López-Mezquita sigue en su sitio! Creo recordar (y me interesa recordar) que visitamos iglesias y corralas, la Alhambra casi a solas, durante mucho tiempo rodó por casa una foto en la que se me ve sentado en una de las esculturas del patio de los Leones. Creo recordar (y me emociona recordar) que me enamoré de una chica y que otra se enamoró de mí, a Manuel Machado le pasó lo mismo (pero no con las mismas chicas). La Catedral quedaba en la otra acera, de eso estoy seguro. Creo recordar (y me parto al recordar) que pasamos la última noche en una cueva del Sacromonte que se llamaba “Disco-Dancing El Camborio” (¡lo juro!), rodeados de gitanos con camisas inenarrables que se empeñaron en invitarnos a más y más botellas de vino (y quién es el guapo que se atreve a rechazar un vaso colmado de tintorro hasta el borde que te ofrece un tipo tan patilludo como patibulario). Quizás fue entonces (antes solo lo intuía) cuando me di cuenta de que la vida es formidable, un regalo para los sentidos: ha pasado mucho desde entonces, pero básicamente sigo pensando lo mismo. Ya no debe de estar lejos, quizás sea aquel edificio, calle Gran Vía 17, enfrente había una especie de iglesia o seminario con pilastras acanaladas (lo habíamos aprendido en Historia del Arte). En fin, que aquel chaval que desembarcó en Atocha muerto de sueño y de resaca decide pagar tributo a la pensión en la que dejó de ser niño para convertirse en adulto (es una forma de hablar), por lo que no puedo evitar un cosquilleo de felicidad cuando me planto ante ella, treinta y dos años no son nada. Bueno, quizás algo sí que son: cuando se me disipa el globo nostálgico veo que aquella pensión de viajantes de posguerra se ha convertido en “Apartamentos Hábitat”, uno de esos espacios asépticos en los que se alojan turistas no menos asépticos. Observo el portal, suspiro, estoy a esto de meterme y contarle mi vida al recepcionista, un hipster con barba de condotiero, pero mejor no, los jóvenes no suelen apreciar la melancolía, su sistema digestivo aún no está preparado. En fin, será mejor que lo deje correr: a otra cosa, mariposa.

Vuelvo grupas, por la Gran Vía de Colón me dirijo hacia la oficina en la que se pueden conseguir las entradas para la Alhambra. Un abigarrado ejército de turistas ha tomado la ciudad, se escuchan palabras muy guturales, abundan los alemanes, también los franceses, a los que delata la Guide du Routard y esa mezcla de condescendencia y admiración con la que tratan todo lo que huela a español. Todos soportamos, con mayor o menor entereza, el inefable sol de agosto, empeñado en echarnos el aliento en el cogote como lo haría un padre que espía la primera salida de su hija. No espero demasiado en la cola, y una señorita muy políglota me dice que mañana, a las once y media y que sea muy puntual. Ante mi gesto de extrañeza me explica que, debido a la masiva afluencia de gente, la entrada a los palacios nazaríes está minuciosamente reglada, a fin de poder disfrutar con un mínimo de confort de sus cabriolas decorativas. Me permito otro suspiro nostálgico (y van), en afectado homenaje a aquellos tiempos no tan lejanos en los que éramos un país inculto y cainita, cuando nuestros monumentos y museos solo acogían a poetas en busca de inspiración y a estetas decididamente afeminados. Hoy en día (por lo menos en Madrid, y supongo que también en el resto de España) es imposible pasar más de diez segundos frente a un cuadro sin ser atropellado por un grupo de jubiladas que, amable pero implacablemente, exigen su hinterland para poder cotorrear a gusto: ella dirá lo que quiera, Merceditas, pero yo la veo cada vez más depre. Exposiciones de pintura muy abstracta, autos sacramentales, conciertos de música uzbeka dodecafónica, exhibiciones de teatro kabuki, performances de ambiguo significado: por muy raro o elitista que sea, te encontrarás rodeado de una multitud entusiasta y confianzuda que (y aquí viene lo sorprendente) asiste al evento con una cortesía y erudición que, hace solo unos años, hubiésemos creído impensable en este viejo país de cabreros. A ver si se me entiende: pues claro que me alegra que por fin otorguemos a las artes y a la cultura el valor que merecen, pero el snob que anida en mí añora aquella edad en la que, con la única compañía de un adormilado vigilante, pasé casi media hora extasiándome ante el descendimiento de Antonello de Messina del Museo del Prado. En fin, no le demos más vueltas, a ver qué tal mañana en la Alhambra, son casi las dos y media, mi estómago ruge, yo soy muy de comer.

Me asomo al Corral del Carbón. Tras su maravilloso arco de entrada, un grupo de operarios se afana colocando sillas frente a una tarima, presumiblemente para algún concierto o actuación. Ya digo, estamos rodeados por todas partes de cultura, qué agobio. A lo que vamos: camino apenas unos metros y me meto en “Cisco y tierra”, me siento, pido media de queso y una cerveza. Solo tras el segundo trago recuerdo que soy escritor y paso a describir: rotunda mezcla de maderas muy barnizadas y jamones de Damocles por doquier, la música de fondo es indistinguible, o, al menos, a mí me lo parece. Cuelgan de las paredes gorras de policía, no sé (ni me importa) si es un capricho decorativo o una declaración de intenciones políticas. El queso está estupendo, pero se acaba pronto, y cuando releo la carta en busca de refuerzos tengo que reconocer que, en el plazo de muy pocos meses, he perdido vista de cerca, la borrasca de la presbicia se adentra en mi mapa de isobaras. Ah, cómo añoro aquellos tiempos no tan lejanos en los que todo era sólido y gozaba de perfiles bien definidos: hoy las cosas a mi alrededor (y las personas, y las ideas) se empastan, difuminan sus fronteras, nunca sabes dónde acaba una y empieza la otra. Quizás un bar de Granada no sea el sitio ideal para descubrirlo, pero es ahora cuando me doy cuenta de que, por mucho que se empeñen los apocalípticos, el mundo no acabará con una explosión (si comenzó con un big bang, razonan perezosamente los guionistas de Hollywood, ha de acabar con un last and bigger bang). No, de eso nada, no me seáis ingenuos: el mundo se irá disolviendo muy paulatinamente (la presbicia no es más que un periodo de adaptación), el vacio que subyace en el centro de todo irá perdiendo sus capas cual hurí que se despoja de sus velos, nosotros mismos iremos prescindiendo de atributos y extremidades hasta quedar convertidos en pulidas piedras de río, más tarde en granos de arena, finalmente en anodinos átomos o protones, qué más da. Llamadme hipocondríaco, pero la perspectiva no me hace ni puta gracia. “¿Qué tal la berenjena rebozada?”, pregunto a la camarera, un poco por cambiar de conversación, levanta el pulgar como diciendo que superior, yo hago un gesto como que sí, qué mal estoy llevando esto de la edad, me da tiempo a reflexionar antes de que me traiga la ración. Con veinte, con treinta años no se piensan estas tonterías, solo piensas en follar, mucho más sano, dónde va a parar. Llegan las berenjenas, me las papeo a toda prisa, me levanto y pago la liviana cuenta (solo en follar: qué tiempos), salgo a la calle, hay mucho que ver.

Fuera hace calor. Tomo la calle de las Recogidas, busco la sombra de los prognáticos balcones, me dispongo a degustar aunque sea un poco de esa guarnición insípida que nadie se come, pero que inevitablemente acompaña a todo centro monumental, ese forro polar que se interpone entre el corazón histórico y los desprotegidos suburbios. A ambos lados de la calle se despliegan brutales edificios de los setenta y ochenta, en sus portales tenebrosos y profundos dormitan los últimos porteros, aquellos profesionales que lo mismo te purgaban un radiador que, bueno, en fin, no recuerdo que hicieran mucho más, por lo menos el que teníamos en Alcalá. A los pocos minutos empiezan a aparecer esos comercios singulares y un poco oxidados que aún se resisten a la uniformización de las franquicias y las grandes marcas: “Mercería Carmen”, “Modas Belén”, “Pastelería Vda. De Vázquez”, “Aluminios Juanmi”. Escaparates sin fantasía, prendas con dos modas de retraso, eslogans mal escritos a los que difumina el sol. Es una lástima que nuestros poetas dediquen tanto tiempo a mirarse el ombligo, aquí tendrían material de sobra para marcarse un tempus fugit detrás de otro. También hay tiendas de chinos: qué barbaridad, se diría que en el Imperio del Centro no se ha quedado ni uno y se han venido todos a España. Atravieso la avenida Arabial, en una zona verde está la Huerta de San Vicente, mi destino inmediato: sin darme cuenta me pego un manotazo al flequillo, me peino, hasta reconozco estar un poco nervioso. (Continuará)

miércoles, 15 de febrero de 2017

Habas e ideogramas


Te han dicho que te tranquilices, que todo es normal (y puede que tengan razón, seguro que tienen razón: ellos son muchos y tú eres uno). Te han dicho que hay seis mil y pico millones de personas en el mundo, anda que no habrá gente a la que pase lo mismo que a ti, y no hay que hacer una montaña de un grano de arena, tiene bastante lógica. Te han dicho que en todas partes cuecen habas, que a ver si lo que quieres es llamar la atención, reclamar durante unos minutos la mirada de los demás, sentirte (nos puede pasar a todos, eh, eso nosotros lo comprendemos) un poquito protagonista. Te lo han dicho, y tú mueves la cabeza como reconociéndolo, algo de razón sí que llevan, te traiciona ese lado conformista que te caracteriza y asientes, pues sí, seguro que hay mucha gente (por ejemplo, así, a ojo, a cuántas personas ahora mismo les estarán diagnosticando un cáncer, que es mucho peor que lo tuyo, y no te llegan sus quejas, ni siquiera sabes si se están quejando), no lo dudas, pero es a mí (no a otro: a mí) a quien han echado del trabajo (no con esas palabras, claro: el verbo “echar” denota demasiada violencia, nada que ver con la suavidad con la que ha transcurrido todo) por ser demasiado mayor con cincuenta y un años, a esa edad Mozart ya estaba muerto, no te vienen más ejemplos a la cabeza hasta que te acuerdas de Jesucristo y de Alejandro Magno (James Dean, pero él era un artista, y los artistas ya se sabe), también tu primo Andrés.


Lo vuelves a recordar mientras recoges las dos fotos y el flexo que te compraste para no dejarte los ojos: en todas partes cuecen habas, y (ah, sí) también te han dicho que el mismo ideograma chino quiere decir crisis y oportunidad, no es la primera vez que oyes la frasecita en los últimos tiempos, tiene que haber otro ideograma que signifique (cómo lo diría) tristeza y ganas de dormir durante muchas, muchas horas, porque eso es lo que tú sientes ahora mismo, mientras te diriges a la salida con tus cosas guardadas en una caja de cartón (no tenías tantos trastos, lo de la caja es un poco como en las películas cuando se jubila ese contable maniático pero buena gente que lleva toda la vida en la oficina, le regalan un reloj con su nombre).
         
         Almacenas según pasas y saludas (Antúnez, Marisa, los Antonios) las últimas miradas a lo que ha sido durante casi dos décadas (que se dice pronto) tu lugar de trabajo, tu refugio frente a desavenencias domésticas (cuando estuviste a punto de separarte de María, acuérdate, venías aquí incluso los sábados por la tarde), tu patio de Monipondio (así lo llama Torres, él sabrá porqué), tu isla de naufrago, tu castillo secreto: oscuro, áspero (pero tuyo). Nunca pensaste (sí que lo pensaste) que aquello tendría un final, hay que ser muy ingenuo para creer que ese semisótano alzó el telón para que tú entraras en él y lo bajará en cuanto tú lo dejes, hay que ser muy ingenuo, en eso estamos de acuerdo, pero tú lo pensaste en más de una ocasión, qué pereza buscarse algo por si acaso. Te despides de González, de Arrieta, te despides de Verónica, que apenas retiene las lágrimas (ella sabe que va a ser la próxima, todo el mundo sabe que va a ser el próximo), también le dirán que en todas partes cuecen, que el ideograma.
      
            Bueno, venga, que seguro que encuentras pronto otra cosa, anda que no hay sitios en los que, el abrazo de Miguel es sincero, de todos tus compañeros (ya ex compañeros) es el que con menos impostura puedes calificar como amigo, es el único al que contaste lo de Marta, fue el padrino de la pequeña, pero él se queda y tú no, hay un pequeño matiz de fondo que os separa, y ese matiz es un abismo insondable. Le llamarás para tomar cervezas, irás a su casa para ver partidos, pero él se queda y tú te vas: en el caso de (improbable) guerra nuclear, si vuestros cadáveres fuesen encontrados juntos y acabaran en un hipotético Museo del Holocausto, estarían en vitrinas diferentes, no sé si me estoy explicando. Su abrazo se hace demasiado largo, demasiado forzado, seguro que hay un ideograma chino para describir ese tipo de abrazos, te sueltas alegando que la caja pesa, que el lumbago (pero nos llamamos, ¿eh?)

            La máquina del café (qué horrible brebaje, mira, eso no lo echaré de menos: ése es el espíritu, encontrar siempre el lado bueno), el único ventanuco por el que se cuela un atisbo de luz natural, el ficus que nació seco o era de plástico, tu mesa ya empieza a ser un lejano recuerdo (ya no es tu mesa). Álvarez se ha asomado desde su caverna, es todo un detalle, ha salido a darte la mano, envíame tu currículum, quién sabe (¿quién? tú lo sabes: no hay esperanzas para el que traspasa esa puerta: te gusta ponerte un poco dramático), cada vez se valora más la experiencia (sí, y el mundo es plano, y los niños vienen de París), de todos modos es un detalle, podía haberse quedado en su despacho y ha salido, su palmadita es cálida, deja su mano en tu hombro más tiempo de lo necesario, es majo (no evitas pensar que no siempre va a tener veintiocho años, que ya envejecerá, bajará la guardia y entonces la caja, los abrazos), llámame para lo que quieras (no le llamarás, ambos lo sabéis)

       
     Bueno, pues nada, allí estás, las dos manos ocupadas en sujetar la caja, desde las sombras notas todas las miradas clavadas en ti, no querréis que dé un discurso, la carcajada general destensa el ambiente (Álvarez ya ha vuelto a su despacho, qué le costaba haberse quedado un par de minutitos más), pero sabes que no quieren que des un discurso, tienes que irte para que puedan suspirar sin remordimientos y decir menos mal que no soy yo el que sale por esa puerta (Verónica será quien lo diga con mayor énfasis). Tienes que dar ese paso (nada metafórico), es un paso real. Pero tienes cincuenta y un años, date un par de meses para cargar pilas, y dentro de nada estarás de nuevo en lo más alto (hasta puede que aprenda inglés, fíjate). Hasta siempre, y no te tiembla la voz, abres la puerta, das un pequeño paso, fuera acecha la primavera, como un ideograma siniestro. 

lunes, 13 de febrero de 2017

Borgiana

           
       Es inevitable: te pones a releer a Borges (en este caso “El hacedor”), y al rato te descubres hablando, pensando o escribiendo como el maestro argentino, tal es su poder de irradiación. Te levantas de la silla, dejas el libro sobre la mesa, paseas agitado por la estancia, y de repente te apetece ir al zoo a ver tigres (y resulta que no hay zoo, solo un Loropark lleno de cacatúas que montan en monociclo: no es lo mismo). O te precipitas a la biblioteca Municipal, pues quieres consultar las obras completas de Flavio Josefo (y resulta que no hay biblioteca, solo una mediateca atiborrada de audiolibros de Harry Potter: no es lo mismo). O te descubres buscando en IKEA una espada sajona para defenderte de los vikingos (y resulta que no hay espadas sajonas, y solo puedes comprarte el paragüero Smondgaasdor, poco útil en el combate cuerpo a cuerpo: no es lo mismo). Es curioso, pero encuentro grandes paralelismos entre Borges y yo. Si dejamos a un lado que él fue un genio de la literatura mundialmente admirado y que a mí no me conoce ni el Tato, nuestras vidas son como dos gotas de agua. Ambos hemos padecido un físico poco agraciado, lo que en su caso le obligó a fingirse ciego, a ver si así podía pillar cacho por lástima (pero ni por esas). Ambos hemos conocido el desprecio por nuestros ideales políticos (él fue antiperonista y yo soy socialdemócrata, pecados difícilmente perdonables tanto en la Argentina de los cincuenta del pasado siglo como en la España de los ¿cómo se dice nuestra década? ¿los diez del presente siglo? ¿los decimales?: bueno, lo que sea). Ambos hemos pasado largo rato en la biblioteca familiar dedicados a la demorada devoción de los clásicos (bien es verdad que él se amamantó de la fúlgida prosa de Chesterton y de la sublime erudición de Claudio Eniano, mientras que yo tuve que conformarme con las astracanadas de Vizcaíno Casas: qué le vamos a hacer). Ambos hemos sufrido el rechazo de la Academia Sueca, en mi caso quizás con razón. Ambos hemos servido de diana a los caprichosos dardos de Cupido, experiencia que el enamoradizo Jorge Luis sublimó en una serie de inolvidables versos dedicados a aquellas mujeres que ocuparon su corazón (yo, mucho menos dotado para la poesía, me limité a tirármelas). Ambos, en fin, somos resumen y cifra de nuestras respectivas épocas, y el mundo nos ha premiado de forma muy similar: él acabó siendo condecorado y agasajado por casi todas las universidades del mundo, mientras que yo gané el tercer accésit del concurso literario “Todos contra la celulitis”, organizado por la Asociación de Vecinos de Aluche, gracias a un cuento que, curiosamente, retoma un tema acendradamente borgiano: el del delantero centro que, indeciso sobre si tirar directamente a puerta o regatear una vez más al central, acaba por perder su oportunidad y el balón es despejado a córner. Sirvan estas líneas, en fin, como sentido homenaje a un escritor que a mí siempre me pareció galvanizante, opinión que mantendré hasta que averigüe qué coño quiere decir galvanizante.     

martes, 7 de febrero de 2017

El único resultado posible


            - Muñoz, Cebrián no ha venido. Tendrás que salir. No te pongas nervioso y ayuda a Lozano.
            Era el último partido de la temporada, el más importante, el partido del siglo de haber habido periodistas, el duelo en la cumbre, los dos aspirantes al título frente a frente, el Campeonato Escolar no podría haber escogido mejor broche para finalizar, cuando el Padre Máximo se decidió a darme una oportunidad, Pasionistas Fútbol Club contra Asociación Deportiva de la Universidad Laboral. Hasta aquel momento yo no había jugado más que lo que luego supe que se llaman los minutos de la basura: un cuartito de hora cuando el partido ya estaba decidido, Padre, que Muñoz entre por mí, que estoy reventado, unos minutos al final para perder tiempo, no corras, sal despacio y en cuanto te toquen te tiras al suelo y de ahí no te mueves, me van a sacar tarjeta, qué más da, tú di que te duele y hasta que yo llegue con el linimento. Ni siquiera pude salir aunque sólo fuera medio tiempo el día en que vino a verme mi padre, y eso que estuvieron de lo más amable con él, qué tal lo hace el chico, bien, señor Muñoz, es el mejor en Literatura, y en Historia me han dicho que hizo un trabajo buenísimo sobre, no, yo decía que qué tal va con esto del fútbol, ¿el fútbol?, muy disciplinado, ha aprendido mucho, pone mucho pundonor, quizá podría salir el chaval ahora que ya van cinco uno, no, pero es que, usted ya sabe, ahí se quedó todo, el viejo cuento de la piel del oso que no había que vender, sólo diez minutos y porque se lesionó Marcos, no se crea, normalmente su hijo juega mucho más, pero más vale amarrar el resultado, no vaya a ser que, y a la vuelta mi padre me llevó a una heladería, estuvo de lo más cariñoso, ya verás, la próxima vez seguro que, hasta me puso la mano en el hombro, ¿otro sorbete? ¿más crema?, yo no podía más, pedí vainilla y apenas la toqué. Pero peor fue que luego en casa mintió, y durante la comida dijo a mi madre que yo había estado fenomenal, que goles no, que no había metido ninguno, pero papá si yo casi no, eso es porque te hacen jugar muy retrasado, como media punta de contención, si la jarra de agua es la portería contraria y los tenedores son los defensores, y se suponía que yo era la servilleta, un poco al estilo de, me recordaba a cuando yo jugaba de chico en el Seminario, como si dijéramos Netzer pero más escorado, qué más da si tú no le conoces, y mi madre asentía con blandura, sin entender los términos técnicos, pero dándose sin duda cuenta de que yo estaba colorado como un tomate.
            Nada más llegar a los vestuarios al primero que se lo dije fue a Lozano, el que más goles metía y la estrella del equipo, otro gallo te cantaría si en vez de tanto fútbol estudiaras aunque sólo fuera, el Padre Joaquín le tenía ojeriza precisamente por eso, y a mí qué más me da repetir o no repetir, ya sé que voy a acabar de recadero en la tienda de mi padre, y el Padre Joaquín no me repliques, a ver si te voy a volver la cara de un guantazo, y Lozano se callaba, un poco respondón sí que era, pero sin pasarse. Un tío majo, Lozano, bien chaval, intenta entrar por la derecha y no me estorbes en el área. Decían que ya tenía novia, una chica con la que tonteaba en la parada del autobús y que vino con unas amigas a vernos jugar el día que ganamos de paliza a los de Santo Tomás, Lozano tres goles. Se sentaron en el banquillo, a mi lado, pero no me dirigieron la palabra, sólo al principio, y tú ¿por qué no juegas?, no entendieron lo de las razones tácticas, seguro que eres más manta que yo qué sé, más risas, se pasaron todo el partido diciendo tonterías y vacilando con el Padre Máximo, que hizo el truco de poner los ojos en blanco, ¿os sabéis el chiste del loro y el elefante?, y ellas no, Padre, y preguntando si podían fumar, pero si sois unas crías, y usted ¿por qué no lleva sotana?, y al final una de ellas contó el de la piragua, que era un poco verde, una rubia que se creía la más guapa del universo, pero al Padre Máximo no le importó, qué bueno, venga, dadme un Ducados, y descubrí que tenía una muela de oro, nunca hasta entonces le había visto reírse tanto, y ése de las dos azafatas, no, Padre, cuente, pues iban dos azafatas cuando, que hemos ganado, nada más despegar una dice, vamos a los vestuarios, esperadme allí que ahora mismo voy, qué simpático es, y entonces los pasajeros.
            Antes del partido todo el mundo me palmeó la espalda, ánimo, venga, ya era hora que jugaras un partido completo, y hasta Andrade, que era el más malaje, que confiaban en mí y que no me preocupara, que seguro que lo iba a hacer bien, con sus botas tan carísimas que le había traído su primo de Londres. Claro que sí, no os puedo fallar y más en este momento tan crucial, pero enseguida me arrepentí de utilizar palabras como 'crucial', porque Villar y Postigo se pusieron a reír, si tenemos que depender de los goles de Pitagorín pues lo llevamos claro, seguro que no habían entendido lo que yo quería decir, y bastante fama de empollón me había echado ya como para venir con palabras como 'crucial', y menos mal que en ese momento Lozano se puso a dar golpes a la pared y a gritar nos vamos a comer a esos muertos de hambre, y todos rugieron como locos, y yo también, y les vamos a dar hostias hasta en el carné de identidad, y Postigo les vamos a matar, les vamos a matar, repetí, sin atreverme con lo de las hostias y el carné de identidad, bien dicho chaval, Andrade ya no era tan malaje, éramos compañeros, buena gente Andrade, si pegaba a los pequeños era porque se lo merecían, no nos dejaban jugar y no hacían más que molestar, en el fondo un pedazo de pan, como Garrone en 'Corazón', menos cursi, eso sí, nos los comemos.
            Salimos en fila india del vestuario, y un murmullo impalpable subió de tono, como la tele cuando se acababa la programación, bravo, venga campeones, los dos hermanos de Aparicio, que no se perdían ni un partido, los aplausos cansinos de algunos padres, los gritos un poco payasos de los de quinto, y en la banda de enfrente quince o veinte chicos con una pancarta de la Universidad Laboral, el público, pensé, la grada enfervorizada, el jugador número doce, los periódicos aquí se ponen muy épicos, la entregada parroquia, y Postigo santiguándose, posando en aguerrido defensa central al que la previsible dureza de la pelea no arredra, y Lozano haciendo malabarismos con el balón, Villar que no te mira nadie, Aparicio que no están tus amiguitas, le daba igual, lo hacía siempre, venga Muñoz, que nos los comemos, un tío majo, Lozano, y el equipo contrario, impaciente, bullidor, se persignaban menos, no en vano eran un colegio sin curas, hay mucho hijo de obrero, Andrade despectivo, mira que birria de camisetas, y la mitad con zapatillas en vez de botas, ¿ves esos dorsales?, sí, los veía, parecen recortados en cartulina, Andrade se ponía furioso, mucho rojo, eso es lo que hay, y yo no sabía qué decir, conociéndome probablemente le dije que sí, que tenía razón, Andrade era mi camarada, a todos estos greñudos los ponía mi padre más tiesos que una vela, yo había visto varias veces al Comandante Andrade, siempre de uniforme, los curas le adoraban, pero qué sorpresa, mi Comandante, dichosos los ojos, la cicatriz de la cara en Brunete y la pierna en el Ebro, aprended de ese hombre, un héroe.
             Salió el árbitro, orondo y despreocupado, y Postigo está gordo, y Rodri la ballena negra, y Andrade tiene pinta de ser más comunista que yo qué sé, al final no se te olvide darle la mano, me recordé, y si te pita falta, no, colegiado, he ido a por el balón, o bien ha sido carga legal, colegiado, nunca hijoputa, nunca tus muertos, y Lozano, tú ponte ahí, esto empieza, me susurré, los cordones bien atados, en el nombre del Padre y del Hijo, una mirada involuntaria al Padre Máximo en busca de apoyo, sus ojos aún más pequeños tras aquellas gafas anodinas, levantó el puño, con el pulgar hacia arriba, tan implorante debió de ser mi actitud, el balón para adelante y sin miedo, le oí gritarnos tras el pitido inicial, se agitaron algunas banderas, se corearon algunos estribillos sin gracia, alguien hizo sonar una bocina.
            Claro que no siempre el Padre Máximo había estado tan amigable conmigo, que a qué venía dejar el ajedrez para pasarme al fútbol, un deporte que podía ser violento para mí, y menos mal que el Padre enfermero me lo había escrito muy claro, necesita ejercicio, menos estudio y más aire libre, y el Padre Máximo mejor el baloncesto, menos contacto, que qué me parecía, y yo que no, que quería fútbol, pero si en clase dijistes que es un deporte de brutos, también nos daba Lengua pero ni por esas, y yo que había cambiado de opinión, te quitará tiempo de estudio, y yo que menos estudio y más aire libre, que eso me había dicho el Padre enfermero, tenemos el equipo completo y te tocará de reserva, y yo que no importaba, y el Padre Máximo suspiró, mira que eres tozudo, pero que qué le íbamos a hacer y que me comprara unas botas y un pantalón corto azul marino, que la camiseta ya me la daría él. No me atreví a preguntar y las medias qué, y así tuve que comprarme un par blanco y otro rojo, aunque al final eran azules, pero cada uno las llevaba del color que mejor le parecía, Postigo yo las del Barcelona, es mi equipo favorito.
            Seguro que Cebrián va a aparecer de un momento a otro, la idea no se me iba de la cabeza, y ya para entonces había centrado mal a Rodri, lo siento, y me habían quitado dos balones y Marcos chupón, pásala enseguida, y yo venga a excusarme, hasta hice una falta y le pedí perdón al chaval, flaco y peludo, que se me quedó mirando como a un bicho raro, no pasa nada, tío, claro que ya lo decía Andrade, que mucho rojo. Mirad, el juego limpio y todo eso está muy bien, nos había dicho el padre Máximo el primer día en que me incorporé al equipo, pero al fútbol hay que jugar como hombres y no como señoritas, y si hay que dar una patada pues se da, y aquí paz y después gloria, y Villar qué pasa si le rompo una pierna al contrario, ese hueso tan largo que ahora no me acuerdo cómo se llama, el feldespato, le susurré, y Villar eso, qué pasa si de una patada le rompo a uno el feldespato, sólo Marcos reía, el resto ni enterarse, ser empollón también tenía sus ventajas, mi padre me regaló un balón cuando aprobé todo quinto con notable de media, vaya un suertudo, a mí mi viejo nada de nada y eso que sólo me han quedado tres, desde entonces me dejaban jugar siempre o casi siempre, hoy es que estamos once justos, ¿lo entiendes, no?, y el Padre Máximo que qué bruto era Villar, que no sabía distinguir entre juego viril y violencia, pero bien que le jaleaba luego, en el campo, cuando no dejaba que nadie se acercara por nuestra área, aquí no entra ni Dios, o ni el Papa bendito, no me acuerdo bien, entonces sí, entonces se cabreaba el Padre Máximo, Villar, no blasfemes, a ver si vas a volver a casa caliente, y Villar se callaba y seguía dando patadas a diestro y siniestro, pero ya no abría la boca para nada, aunque me imagino que seguía pensando que en nuestra área no entraba ni Dios, o ni el Papa bendito, no me acuerdo bien, cualquiera hacía cambiar de opinión a un burro como Villar, se restregaba las piernas de mercromina antes de empezar los partidos, ¿a que parece sangre?.
            Di un buen pase, quizás aquel aplauso aislado fue para mí, perdí dos balones, seguro que aquel abucheo me estaba destinado, hice una falta, no, colegiado, iba a por el balón, me hicieron una falta y no me pidieron perdón, pitó el árbitro, final de la primera parte, ese momento en que las radios el marcador no se ha movido en los primeros cuarenta y cinco minutos, también el marcador ha permanecido virgen, a veces se mantiene el cero cero inicial, acaso los jugadores se encaminan hacia los vestuarios mientras las espadas permanecen en todo lo alto. Qué mierda, Lozano no parecía nada contento, y Postigo que no podíamos seguir así, y Rodri que vaya unos tíos guarros, que le habían roto una media, y Aparicio que cuidado, que venía el cura. El Padre Máximo se mordía el labio inferior, la bronca no podía tardar, todos mirábamos las perchas llenas de ropa, los desportillados azulejos, a ver, Aparicio, a qué viene tanta chorradita con el balón, explícamelo, ni que fueras el mismísimo, y tú, Marcos, en vez de un defensa pareces una gallina que se asusta en cuanto, y a Postigo cuántas veces te he dicho que, y a Rodri  una cosa es no precipitarse y otra muy distinta, y a Andrade pasa antes la pelota porque si no, y a Villar me recuerdas a una tía mía que no sabe ni, y a Morales tanto guante y tanta leche y luego no eres capaz de, sólo al final me miró a mí, se rascó la cabeza, venga Muñoz, no lo estás haciendo mal, sigue así, y yo tan emocionado, aunque no lo suficiente para no oírle mascullar que como se enterase de que Cebrián se había quedado dormido le iba a.
            Salió del vestuario dando un portazo, también un poco en pose de entrenador enfadado, no éramos los únicos que imitábamos a nuestros ídolos, seguro que le hubiera gustado que le llamásemos Mister. Pero Andrade rencoroso, lo que le pasa es que si no ganamos el campeonato el Dire le quita y pone al de gimnasia, pero Postigo conciliador, con meter un gol somos campeones, se lo debemos, pero Andrade definitivamente malaje, qué coño vamos a deberle nada si no tiene ni idea de, pero Postigo valiente, a ti lo que te pasa es que te suspendió en Lengua y desde entonces, pero Andrade encolerizado, el Padre y tú os podéis ir a tomar por, hasta que Lozano definitivo, a ver si nos dejamos de tonterías y ganamos a esos hijos de puta, un silencio hasta que Rodri venga, Aparicio vamos.
            Rueda de nuevo la pelota, o los cuarenta y cinco minutos decisivos, o la hora de la verdad, si hubiera habido periodistas, la suerte del campeonato está echada, pero sólo Marcos que gritó a por ellos y el árbitro un poco indiferente, un partido más para él, pero no para mí, y una vocecita interior me animaba a meter la pierna, a tirarme al suelo a por el balón, el esforzado despeje, y en la banda el Padre Máximo se mordía las uñas, ¿sería verdad que de no ganar lo echaban?, así que también el Padre Director posaba en Presidente de Club, la pinta de mafioso ya la tenía, esas cejas negras y espesas, esa voz ronca que tanto asustaba en la confesión, no olvides nunca que Dios te ve a todas horas, sí, Padre, y cuando no te ve Él te veo yo,  sólo le faltaba el puro pues cochazo sí tenía, no, sólo he hecho lo que creía mejor para el equipo, el nuevo entrenador nos proporcionará los títulos que merece esta afición a la que tanto, y mientras el tiempo volaba, y la imagen de un Padre Máximo cesado y condenado de por vida a explicar el complemento de objeto indirecto me hizo apretar los dientes, Lozano joder, a ver si corremos más, y los hermanos de Aparicio callados, y los seguidores de la Universidad laboral, Andrade unos rojos, que empezaban a beber de una botella de vino, celebrando, joderos, curillas, a ellos con un empate les bastaba, y Marcos todos arriba, y Rodri patadón a la olla, y Villar quedan tres minutos, y una música con muchos tambores y trompetas inundó mis oídos, y el Padre Máximo venga chavales y un gruñido que no supimos si plegaria o blasfemia, en todo caso escuchada porque a continuación Lozano entró en el área con el balón controlado, etéreo como una mariposa, lástima de periodistas para contarlo, grácil como un ángel, preciso como un bailarín, para caer ante la terrenal brutalidad de los defensores.

              Un silencio caliente nos aplastó contra el suelo, como lagartijas, hasta que la gran mole negra se dirigió hacia el punto fatídico, hacia los once metros, señalando la pena máxima, no hicieron falta periodistas para que el Padre Máximo saltase de alegría, a nadie le extrañó su palabrota, los hermanos de Aparicio que aplaudían, los seguidores de la Universidad Laboral que suspendían en el aire la botella de vino, que palidecían, árbitro vendido, algún hijoputa, un lo tiran fuera sin fe. Lozano no se levantaba, sollozaba con la cara oculta entre las manos, Villar le habéis jodido pero bien, Andrade putos rojos, empujó al de la falta y tuvimos que separarles, rojos a Moscú, Postigo mira cómo le sangra la rodilla, Rodri eso es penalti y expulsión, Marcos si no puede él ¿quién lo tira? El Padre Máximo llegó jadeante, pero árbitro, vaya patada, eso es de juzgado de guardia, vuelva a su sitio, por favor, de juzgado de guardia, ya le digo, y Lozano Padre, Padre, que no puedo levantarme, un círculo silencioso se formó a su alrededor, y Postigo pues yo no lo tiro, acordaos del que fallé contra los del Lope de Vega, y Villar joder, y Andrade ahora qué, y Rodri quién es el guapo que se atreve a, y una voz atravesó todo aquel barullo, lo tiro yo, el cielo era intensamente azul, el aire agitaba las copas de los árboles, se oía a lo lejos el zumbido del tráfico, y todos estaban mirándome. Lo tiro yo, repetí, y el Padre Máximo me dio pena, ¿Postigo?, ¿Villar?, hasta ¿Morales?, y eso que era el portero, esquivaban su mirada, ¿Andrade?, a Lozano ya se lo llevaban a la enfermería, ¿de verdad quieres tirarlo?, el pobre cura parecía diez años más viejo, su mugriento jersey, las coderas, la caspa, a ojos vista se estaba volviendo como aquel Padre tan mayor que tenían para cuidar del jardín, sí, lo tiraré, como se habla en sueños, lo tiraré y lo marcaré, y Villar qué huevos, y Postigo venga, y al Padre Máximo se le quebró la voz y me dijo algo que no entendí o que entendí mal. Y se apartaron respetuosamente, dejándome solo, y deposité con cuidado la pelota en la mancha de cal, y tomé carrerilla, y miré la cara de ansiedad del portero, y comenzó a trepar por mi garganta esa mezcla de repulsión y deseo que me asaltaría con asiduidad todos los años que habrían de venir, y que no hizo más que acrecentarse cuando pateé el balón.

lunes, 6 de febrero de 2017

Jardiel, un escritor de ida y vuelta

           
       Según Borges, la adolescencia es el momento ideal para descubrir a Dostoievski. Mucho más afortunado, fue entonces cuando yo descubrí a Jardiel Poncela, y casi lo prefiero. En el último curso del Instituto, y dado lo complicado de mi horario, pasé todo el año comiendo en casa de mis abuelos, pues a las cuatro de la tarde acudía a clases particulares de latín, mi particular bête noire (¡aunque parezca increíble, en aquella época pre-internet se estudiaban cosas así, incluso griego!). Tras la comida, y para hacer tiempo hasta tener que ir a pelearme con las puñeteras declinaciones, podía permitirme un rato libre que aprovechaba leyéndome los únicos libros que tenían mis abuelos, las obras completas de Jardiel en una maravillosa edición en tapa dura que (¡ay!) más tarde se perdió en los meandros de las sucesivas mudanzas. “Amor se escribe con hache”, “¡Espérame en Siberia, vida mía!”, “Los ladrones somos gente honrada”… A raíz de aquellas sobremesas felices incorporé al bilioso escritor madrileño (porque mira que tenía mala baba) a mi particular santoral de autores, del que no ha salido a pesar de lo muy fluctuante que es la bolsa de valores literarios. En particular, una de sus novelas me ha acompañado fielmente con su humor lleno de amargura y su innovador ingenio: “La tournée de Dios” (recientemente reeditada por Blackie Books) podría ser perfectamente el resultado de un diálogo entre Groucho Marx y Samuel Beckett, más algunos apuntes de Raymond Queneau en el papel de chico de los recados. Mi profesor de latín nunca pudo sospechar que, cuando un rato más tarde me reía en su clase, no era tanto por disimular mi impericia con la lengua de Terencio (bueno, un poco sí), sino porque recordaba las andanzas de Perico Espasa y demás personajes, incluyendo un Dios muy alejado de lo que nos habían descrito los Pasionistas.

           
         Pasaron los años, pasaron las décadas, pasaron el resto de unidades de medida temporal que no voy a especificar por no ponerme prolijo. La reputación de Jardiel ha experimentado una considerable depreciación por dos motivos: su teatro es muy caro de montar, habida cuenta la gran cantidad de personajes que salen en sus obras (¿de qué si no la fiebre por los monólogos teatrales que nos asola hoy en día?), y, más importante, el creciente revisionismo histórico ha mandado al autor de “Eloísa está debajo de un almendro” al basurero, debido a su filiación política derechista (hasta se rumoreó que se iba a retirar su nombre del callejero: un disparate más que anotar en la cuenta de los concejales de Hala Madrid, o como se llamen esos alborotados chicuelos que se entretienen en malgobernar la capital de España). Menos mal que la calidad literaria está por encima de modas y rencores, y el Centro Dramático Nacional ha tenido el detalle de programar “Jardiel, un escritor de ida y vuelta”. En realidad, se trata de una versión de “Un marido de ida y vuelta” (uno de sus grandes éxitos, plagiado más allá de nuestras fronteras por Noel Coward), a la que (está visto que para algunas cosas hay que pagar peaje) Ernesto Caballero ha incorporado un par de añadidos, uno de ellos (muuuuy forzado) en el que se flagela al autor por su condescendencia con el régimen franquista. Pero olvidemos tanta faramalla postiza y centrémonos en el texto, que sigue siendo igual que divertido y vigente que en el día de su estreno, con ese ritmo vertiginoso marca de la casa, y al que dan alas unos actores en estado de gracia. La platea, llena de gente joven, rio con ganas las espídicas y chispeantes réplicas jardelianas, y fueron benevolentes con los achaques (que los hay) de una obra que se disfruta a toda mecha. Un remanso de elegancia art deco (la comparación es del gran Marcos Ordóñez, y la suscribo fervorosamente) que viene muy bien en estos tiempos en los que (no me invento nada) la cartelera madrileña parece copada por dramas sobre el Holocausto o la violencia de género. Temas a los que no voy a negar importancia, por supuesto que no, pero que también se pueden compatibilizar con una buena sesión de carcajadas a cargo del señor Jardiel, pues (y mi profesor de latín lo suscribiría sin dudarlo) cito rumpes arcum, semper si tensum habueris (en sentido literal: pronto se rompe el arco si se mantiene tenso constantemente; o su traducción en cañí: entre col y col, lechuga).

miércoles, 1 de febrero de 2017

Auge y caída del After Eight


¿Alguien se acuerda del After Eight, aquellas chocolatinas rellenas de menta que te dejaban durante horas en la boca una sensación de cosmopolitismo y terciopelo? Pues durante las primeras semanas de 1977, todo el planeta, en abigarrada sincronía, experimentó esa misma sensación cada vez que encendía la radio: dos LPs que provenían de la luminosa California llevaron a la cima el sonido adulto y satinado que (paradojas del destino) sería triturado sin contemplaciones por los punks a mediados de ese mismo año.

Pero no adelantemos acontecimientos. El 8 de diciembre de 1976, el quinteto californiano Eagles (melenas cuidadas, pinta así como de canallitas, las Ray-Ban estratégicamente colgadas del escote de la camisa) sacaba su quinto álbum de estudio, titulado como su canción estrella, seis minutos y medio exactos que son el Aleph del AOR (Adult Oriented Rock), género en el que destacaron grupos como Boston, Kansas o Toto, gracias a los cuales la libido del rock subió muchos enteros, tras los años de atonía fornicatoria que trajo el asexuado rock progresivo. Desde aquella fecha, “Hotel California” es uno de los momentos álgidos de todos los guateques que se precien, y el espeluznante solo final (protagonizado por las guitarras de Don Felder y Joe Walsh) es la banda sonora perfecta para decirle a la chica si no sería mejor que salierais al jardín a tomar un poco el aire. Gracias a la canción de marras, ciudades de todo pelaje y condición han visto cómo la antigua “Fonda Mari Cruz” ha sido rebautizada de una forma no demasiado original, permitiendo a varias generaciones de mochileros fumarse un canuto a la salud de Felder, Henley y Frey (no, no son un bufete de abogados judíos: son los compositores). Es verdad que el resto del álbum se resiente de un inicio tan impactante, y solo “New kid in town” puede competir con el himno introductorio (incluso hay quien la prefiere: le alabo el gusto). Las otras canciones, sin ser desdeñables, son una colección indiferenciada de soft rock, ese género que se inventó para rellenar video clips de esos en los que una modelo ligera de ropa y su novio adicto al gimnasio se pelean durante un par de minutos (¡hasta se tiran cosas!), para acabar al final besándose sobre el capó de un Chevrolet: bobadas.

Los locutores de FM (¡incluso los españoles!) se hartarían de pinchar el disco, y sus ventas fueron monstruosas: a día de hoy, se estima que se han despachado 32 millones de copias en todo el planeta. La California hippy (que ya había enterrado previamente a la ingenua California de los Beach Boys) mudaba de piel y volvía a ponerse de moda: se nos antojaba un paraíso nocturno cool a más no poder, en el que ejecutivos discográficos y productores sin escrúpulos compartían toneladas de cocaína y comida macrobiótica en misteriosos hoteles regentados por reinas de la belleza (y eso a pesar de que tenían como Gobernador a un tal Ronald Reagan). Como suele pasar en estos casos, los Eagles se dejarían abrumar por el monumental éxito del disco, tardarían casi cuatro años en sacar nuevo material (el muy olvidable “The Long Run”) y acabarían separándose en un revuelo de abogados.

Pero como en las novelas (es decir, como en la vida real), el estratosférico límite artístico y de ventas que establecieron las Águilas no duró ni siquiera dos meses, pues el 4 de febrero Fleetwood Mac sacaron “Rumours”, y todas las alabanzas y zalemas que había recibido “Hotel California” se quedaron cortas. ¿Vidas paralelas? Bueno, Eagles venían del country, mientras que los Fleetwood surgieron como poderoso artefacto al servicio de la guitarra blues de Peter Green (antiguo protegé de John Mayall). Eagles eran quintaesencialmente americanos (su nombre provenía del ave nacional: el águila calva), mientras que los Fleetwood eran un injerto británico en los EEUU. Pero la diferencia más importante era que mientras que los inquilinos del famoso hotel eran cinco cowboys, los Fleetwood eran tres chicos y dos chicas, siendo estas últimas las que corrían con el grueso de la composición. Además de lo expuesto, se diferenciaban en que en “Rumours” no había una canción que eclipsara a las demás, por lo que se trataba de un disco mucho más equilibrado y completo: cada una de las once maravillas de las que consta el LP son verdaderas obras maestras, unas joyas que dispararon las ventas hasta niveles antes nunca vistos (aún hoy en día sigue siendo uno de los cinco discos más vendidos de la historia). Y aunque el concepto de autenticidad no tiene mucha cabida en el AOR, hay que reconocer que las vicisitudes personales del quinteto (formado por dos parejas que acababan de romper poco antes de meterse en el estudio de grabación, más el larguirucho batería Mick Fleetwood) dejan su poso en las composiciones. Por decirlo de otra forma: me creo más la pose delicada y evanescente de “Dreams” que la macarrada de “Victim of love”.

Pero que no nos apabullen las cifras ni los reconocimientos: quien se enfrente por primera vez a “Rumours” se encontrará ante un disco casi pop (no lo es en absoluto), y solo tras sucesivas escuchas irá atisbando sus profundidades, sus capas, los densos estratos. Los tres compositores principales (Stevie Nicks, Christine McVie y Lindsey Buckingham) dejaron jirones de piel en sus textos, y los innumerables ganchos y estribillos no disimulan el acíbar que derraman voces tan gloriosas. Pero, como si de una maldición se tratara, también “Rumours” supuso poco menos que el testamento artístico del grupo: vendrían nuevos discos, sacarían aún canciones gloriosas (“Sara” es un prodigio de emoción y sensibilidad), pero los Fleetwood ya estaban en la cuesta de bajada, convertidos en el reflejo paródico de una California que no levantaría cabeza (musicalmente hablando) hasta que un grupo tan en sus antípodas como Red Hot Chili Peppers diera un puñetazo de Funk Rock en la mesa. En todo caso, “Rumours” es una delicatesen que fue ampliamente degustada en todas las FMs de aquel glorioso 1977, cuyos oyentes difícilmente podrían sospechar que en los garajes de Londres unos tipos de dentadura podrida y sin pelos en la lengua enterrarían sonidos tan celestiales bajo toneladas de decibelios y mala leche. El After Eight estaba a punto de dejar paso a los caramelos Sugus: toscos, amateurs y terriblemente divertidos.