miércoles, 29 de marzo de 2017

El joven Druso


 (El busto conocido como "El joven Druso" o "Druso el menor" se encuentra en el Museo Arqueológico de Córdoba)

            Entre tú y yo lo de menos es el tiempo transcurrido, parece decirnos, mucho más vasto es el espacio mental que nos separa. El joven Druso no conoció la incertidumbre, ese vasto mar en el que chapoteamos sus descendientes. El mundo, entonces, se regía por las rígidas y sabias normas del derecho romano, y todo aquel que osara interponerse en su camino era convertido en tasajo para los buitres si era un hombre, en yermo desierto si era un pueblo. Códigos y espadas, las dos caras de un Jano sin piedad.

Hoy, tendríamos que explicarle al joven Druso, las cosas ya no son así. Mira a tu alrededor, le sugeriríamos con cautela, estás en un museo, un templo dedicado al orden y a la ciencia. La gente no se parapeta con un escudo, hay normas de convivencia. El débil tiene el mismo derecho a existir que el fuerte, la razón cuenta más que la violencia, todos somos iguales ante la ciega justicia.

El joven Druso, inmortalizado en el cenit de su energía, nos escucharía con incredulidad: la única justicia la dicta el filo de mi espada, nos espetaría impaciente, el resto son sofismas de perdedores. No hay más que contemplar su rostro, ya casi eterno: la frente lisa, la gran nariz desafiante, los ojos insomnes. Es fácil imaginarlo urgiendo al escultor a que acabe su tarea: ahí fuera hay mucho mundo que conquistar, bien pudiera haberle dicho.

           Ahí fuera: para el joven Druso, para la altanera camada de próceres a la que pertenece, el mundo no es más que un terco antagonista al que someter. ¿De verdad que en vuestra época no existe la violencia?, pregunta, y le tenemos que contestar que no, que ahora somos civilizados. ¿Y la gloria? ¿Es que nadie ansía el abrazo inmortal de la gloria, esa flor embriagadora que solo crece en el campo de batalla? En comparación con la del joven Druso, nuestra retórica es chata, de corto vuelo, apenas da para un aforismo: cuando aspiras a la comodidad, la gloria estorba. Y cómo explicas lo que es la comodidad a alguien que sufrió el desdén del desierto y la humedad de los marjales, a alguien cuyo cuerpo es un mosaico de heridas y cuya voluntad es un hervidero de ambiciones. La comodidad es una aspiración de esclavos, acertaría a balbucir, atónito ante tamaño desafuero.

            Una flecha bretona, una celada de los partos, algún puñal traidor: podemos especular sobre el fin del joven Druso, al que nos cuesta imaginar agonizando sensatamente en una cama, rodeado de galenos y de plañideras. No, definitivamente no. Para su suerte, el joven Druso partió hacia el Hades cuando su querida Roma aún era el centro del universo, una formidable combinación de ingeniería y ferocidad. ¿Sigue tan hermoso el Foro de Trajano? ¿Cuáles son ahora las Termas más frecuentadas? ¿Qué gladiador es el favorito de los dioses?: si alguna vez, en el silencio de una tarde de vagabundeo por su sala, oyeras cualquiera de estas preguntas, entonadas con una voz apenas velada por la nostalgia, no dudes en mentir: por supuesto que el Foro sigue hermoso, ahora las más célebres son las Termas de Caracalla, el retiario Servio Tulio lleva veintitrés enemigos ofrecidos en el altar de Marte. Cualquier cosa antes que contarle que la luz de Roma, antaño inextinguible, hoy apenas se diferencia de los flashes de los turistas. 

         

lunes, 20 de marzo de 2017

En recuerdo del poeta al que llamábamos Derek Walcott

Desde luego, si escoges como alojamiento un hotel que se llama “Suerte Loca”, después no tienes derecho a quejarte. Es febrero de 2011, y estoy en Sidi Ifni, esa ciudad rara y atmosférica que dormita al sur de Marruecos, y que durante unos años fue Plaza de Soberanía española, a saber qué significa una formulación tan enigmática. Hace mucho frío, el tenaz aire del Atlántico se cuela por las rendijas mal encajadas de mi ventana, el aparato de calefacción es un señuelo para turistas ingenuos. Decido intentarlo por última vez: bajo a recepción, ¡mi habitación está congelada!, mis quejas no inmutan al hierático encargado, estamos en invierno, murmura con un punto de desdén. Subo de nuevo a mi cuarto, me tumbo en la cama, me arrebujo en las mantas, el viento sigue soplando con rabia, como si quisiera comprobar la solidez de las cosas, su voluntad de resistencia. Minutos antes de empezar a preguntarme qué hago yo aquí saco uno de los libros que traigo en la mochila, “Garcetas blancas”, de Derek Walcott. Hum, reflexiono, no sé yo si es el momento. No soy buen lector de poesía: hay algo en su esencia que se me escapa, sus sutilezas dan vueltas a mi alrededor y no termino de atraparlas, se escurren entre mis dedos como mariposas fugitivas. Empiezo a leer a pequeños tragos, con cautela, ronroneando cuando un verso acierta a acariciarme. La voz de Walcott, llegada desde el otro lado de este océano que ruge a un centenar de metros del hotel, va afirmándose poco a poco, va elevando su tono, me habla con la actitud amistosa y sabia del que sabe identificar el canto de los pájaros. De repente, como si hubiera estado agazapado esperando su momento, un verso me salta a la cara, me señala el cercano mar: “You see those breakers (…) bowing like nuns in a procession?”. “¿Ves las olas como procesión de monjas con la cabeza gacha?”. Parpadeo deslumbrado. ¡Eso es! ¡Toda la vida observando el mar y hasta ahora no me había dado cuenta! Me quito las mantas, me acerco a la ventana, allá abajo compruebo que Walcott tiene razón. Sigo teniendo mucho frío, pero algo ha cambiado: el gran arte no sirve para caldear la temperatura de tu habitación, pero puede elevar muchos metros los límites de tu entusiasmo. Vuelvo a la cama, acompaño al poeta antillano en su recorrido por la vieja Europa: no la recordaba yo tan bella, tan fragante. Resulta reconfortante reconocer una mirada tan amorosa con este continente nuestro al que nacionalismos y populismos quieren desintegrar, qué ironía que alguien tan lejano sea quien ensalce su grandiosidad, su embriagadora belleza. Solo dejo el libro cuando descubro que tengo hambre: yo soy muy de comer.

            Salgo del Hotel, busco un restaurante, mientras espero al cuscús de pescado hago memoria: solo había visto a Walcott una vez, el día que vino a Alcalá de Henares a ser nombrado Doctor Honoris Causa, allá por 1994, dos años después de haber recibido el Premio Nobel de Literatura. Era alto y robusto, subió al estrado del Paraninfo saltando de dos en dos los escalones, nada que ver con esos vates tuberculosos que suspiran en alejandrinos. Para mi sorpresa, su discurso fue sencillo y luminoso, alejado de las abstracciones cuánticas tan al uso en la poesía contemporánea. En un momento dado mencionó a las cigüeñas, cuyos nidos rodeaban la Universidad, y en “Garcetas blancas” deja constancia de aquella imagen: “Two storks on the bell tower in Alcalá” (“Dos cigüeñas en aquel campanario de Alcalá”). Qué raro, recuerdo que pensé mientras le escuchaba, un poeta que observa el mundo en lugar de ensimismarse con las onanistas elucubraciones de su intelecto. Bien hecho, Derek, le jaleé. Al final del acto tuve ocasión de que me lo presentaran: le di la mano, que sacudió con energía, le solté un par de tópicos sobre su obra (que aún no había leído), tuvo la amabilidad de fingir interés por mis chorradas. Al verle tan de cerca comprobé que tenía los ojos verdes: no sé si eso influye a la hora de escribir, pero los especialistas no deberían minusvalorar tal circunstancia. Al final me dedicó un ejemplar de “Islas”, el primero de sus libros que se publicaba en España, y que fui leyendo a ratos, intrigado por la cruda luz del trópico que destilaban sus versos. Me fascinó la sensibilidad con la que convertía en materia poética realidades que, durante muchos años, hemos asociado a los folletos turísticos: la arena bajo el sol, las palmeras, el denso palpitar del océano. Reinventando aquel viejo eslogan de que bajo los adoquines está la playa, Walcott me descubrió que bajo la playa está la épica, la epopeya de los marinos caribeños que, durante siglos, han tejido una cultura anfibia tan deslumbrante como la que asociamos con el Mediterráneo. Un aliento de grandes espacios emanaba de aquellos poemas, nada que ver con esa sofocante poesía de interiores cuya lectura tanta claustrofobia me provoca.


            Se ve que disfrutó de su estancia, pues me consta que volvió con cierta reiteración a España, tejiendo amistades que le duraron hasta el final de sus días. En las entrevistas dejaba agradecida constancia de su aprecio por nuestro país, especialmente su devoción por Lorca: llegó a ir a Granada y se acercó al barranco de Víznar, donde se cree que reposan los restos del creador del “Romancero Gitano”. Le gustaba mucho Alcalá: para una persona tan abrochada al mar como él, una ciudad tan mesetaria como la nuestra habría de resultar un enigma, una fascinante anomalía tan metida tierra adentro, oler nuestro aire tan despojado de salitre seguramente le desconcertó (todo esto me lo he inventado, que conste, aunque no me extrañaría nada)

            Pero estábamos en Marruecos. Pasé un par de días más en Ifni, y volviendo hacia Marrakech se estropeó el autobús. A lo lejos se adivinaba el Atlas, completamente nevado. Le pregunté al conductor si iba a tardar mucho en arreglarlo, mi avión salía en unas pocas horas. El tipo se encogió de hombros: depende de Alá, me soltó. No están los tiempos como para enfrascarse en discusiones teológicas, por lo que me arrellané en mi asiento y saqué de nuevo “Garcetas blancas”, no tenía nada mejor que hacer. Apenas necesité un par de poemas para tranquilizarme, para comprender que todo iba a salir bien: cuando las cosas se tuercen, nada hay más eficaz que aferrarse a la precaria estructura de un buen poema. Supongo que el arte consiste en eso, en señalarnos con el dedo cosas que llevamos milenios viendo pero que aún no hemos logrado descifrar: las olas, las cigüeñas, el mar, los insondables misterios del amor. Tan enfrascado estaba en la lectura que no noté que el conductor había arreglado el motor: por los pelos, pero logré llegar a tiempo al aeropuerto. Y ya en el avión pude leer un poema que no sé si fue escrito pensando en nuestra plaza Cervantes, pero cuyos fervorosos versos bien podrían grabarse en alguno de sus muros, en recuerdo de aquel poeta de ojos verdes tan amigo de los pájaros: “Suppose I lived in this town, there would be a fountain, / a tower with two storks, I called them cranes, / and black-haired beauties passing, then again, / I wouldn’t be living in a posh hotel; all of Spain’s / heart is in this square, its side streets shot / and halved by the August sun”. (“Si yo viviera en esta ciudad habría una fuente, / una torre con dos cigüeñas, grullas las llamé, / pasearían bellezas de negros cabellos, aunque / no viviría en un hotel de lujo; el corazón / de España se encuentra en esta plaza, sus callejuelas / tostadas y encogidas por el sol de agosto”). 

miércoles, 15 de marzo de 2017

Pedro y el lobo (reloaded)



La imagen era dantesca, todas las televisiones se hartaron de sacarla: una de las estanterías del juzgado de Instrucción nº 6 de Luarca se había derrumbado debido al peso de los innumerables expedientes, aplastando a dos funcionarios, afortunadamente no sufrieron heridas graves. Casualidad o no, sucesos muy parecidos habían tenido lugar un par de días antes en Livorno, y en Birmingham, y en Detroit, hasta en la muy civilizada Estocolmo. Un tertuliano de ensortijada cabellera nos dio la clave: desde que internet había convertido el mundo en un gigantesco patio de vecinos, las denuncias por injurias en las redes colapsaban los juzgados de todo el planeta, no daban abasto. Si unos años atrás tus insultos apenas llegaban a donde alcanzase la potencia de tus gritos, ahora podías darte el lujo de mentarle la madre a un esquimal, pongamos por caso. O a un maorí. O, ya puestos, a todos los maorís o maoríes, no sé muy bien cómo se dice. Sesudos tratadistas intentaron establecer una clasificación de lo que era admisible y lo que no, pero no sirvió de nada. ¿Idiota sí, pero imbécil no?: venga ya. A medida en que aumentaban exponencialmente las aplicaciones de comunicación (y no solo vía móvil o tablet: los electrodomésticos empezaron a comunicarse entre ellos, y podías criticar ferozmente el punto que le daba a la cocción un argentino en su lejana Buenos Aires: ¡vaya asado de porquería que te va a salir, boludo!) el mundo se iba convirtiendo en un lugar muy abrupto, lleno de cuchillas verbales, era como estar chupando a todas horas alambre de espino. La ONU tuvo que admitir que no podía seguir sufragando el envío de Cascos Azules a cada trifulca que provocaba Twitter, por lo que su Secretario General (harto de interponer demandas a todos aquellos que se mofaban de su corta estatura y su mala pronunciación en inglés) decidió cortar por lo sano, y tras una rápida deliberación aumentó el listado de los derechos fundamentales del ciudadano: a partir de hoy, proclamó, la libertad de expresión es absoluta. Se puede insultar a cualquiera, aunque habrá que aceptar que ese cualquiera contraataque, incluso con muy mala baba. Los políticos (al fin y al cabo, ellos iban a recibir la primera andanada) se resignaron: será un sarampión, como las revistas eróticas, cuando se legalizaron coparon el kiosko, pero hoy ya casi no se publican. El ciberespacio acogió con un enorme emoji de alegría una noticia tan libertaria, y un minuto después las redes se llenaron de improperios de todo tipo. Primero fueron a por Trump, a por el Papa, a por Putin, luego a por los futbolistas y los actores, al final a por todo quisqui. Al principio no podías evitar reírte, había gente con mucho ingenio. Pero la colorista algarabía de los primeros días duro un suspiro: poco a poco, el rotundo adjetivo “fascista” eliminó a todos sus competidores, erigiéndose como el paradigma del insulto, para qué devanarte los sesos si era el culmen de la vejación, el Himalaya del agravio. Sin gran sorpresa, descubrimos que todos éramos fascistas: el que sacaba un libro muy comercial, el que hacía ruido por la noche al mover los muebles, el que aparcaba donde no podía. Por esas cosas del lenguaje, la dichosa palabrita pasó a ser sinónimo de maldad, de perversión, incluso de mera contrariedad: qué día tan fascista hace, cabeceabas apesadumbrado si la lluvia te pillaba sin paraguas; este vino está fascista, reprochabas al camarero que te traía una botella picada; no voy a trabajar, me encuentro un poco fascista, susurrabas por teléfono a tu jefe cuando te acosaba la fiebre. Fue quizás por eso que, apenas unos meses después, y debido a su uso tan abrumador, todos nos lo tomamos a chunga cuando se nos advirtió que unos fascistas uniformados estaban entrando por la avenida principal, y que disparaban a diestro y siniestro montados en sus tanques.

lunes, 13 de marzo de 2017

Aventuras en la Transvanguardia

            ¡Estamos que lo tiramos, oiga! Cuando aún sigue incandescente la hoguera provocada por los nuevos gestores de Matadero Madrid (que van a convertir al flamante recinto cultural junto al Manzanares en un reducto de la cultura más innovadora, en detrimento de esos montajes viejunos en los que los actores hablan), recibo una reveladora llamada de mi contacto en las alcantarillas de lo que está In y lo que está Out:

            - ¿El Matadero? ¿La Tabacalera? Eso es superburgués, colega. No me extrañaría que cualquier día te topases con el Borbón y su churri dándose un paseo por allí.

Mi Informador expulsa el humo de su sempiterno cigarro al otro lado de la línea telefónica. Qué tipo más cool, me admiro. No solo fuma, sino que a veces se come (el muy imprudente) una hamburguesa: ¡hala, como si tal cosa! Cuando le pregunto angustiado qué puedo hacer para que no se oxide mi inmarcesible reputación de estar siempre cutting edge, me suelta: Déjate caer por la Neomudéjar y luego me cuentas.

            ¡Pardiez! Qué astuto es el sistema capitalista: para acabar con la cultura y el arte ha decidido llenar nuestras ciudades de Contenedores Culturales Alternativos, y así poder desacreditar a aquellos que reprochan que en el muy corrompido Occidente solo hay grandes superficies comerciales ¡Qué sutilidad! ¡Me quito el sombrero! El caso es que cerca de la estación de Atocha, en una vieja nave industrial que durante mucho tiempo funcionó como cochera para trenes, desde hace un año está abierto un Museo que es a la vez Centro de Artes de Vanguardia y Residencia Artística Internacional. Sin pensármelo dos veces  me planto allí, y entro a ver qué tal.

            Me recibe un chaval con el pelo azul y las uñas pintadas de negro a lo Lou Reed en su etapa más yonki. ¿Qué te esperabas, me reprendo, un tipo de derechas bien peinadito y vestido con ropa ultracara? ¡Ni que esto fuera Malasaña! Sacó la entrada, y la primera en la frente: la visita cuesta cuatro eurazos. Joder con la vida alternativa, me asombro, recordando que los muy demodés Matadero y Tabacalera son gratuitos. Pero no hemos venido hasta aquí para desanimarnos, menudo soy yo.

         Entro, e inmediatamente el espacio me deja con la boca abierta: se trata de arqueología industrial en todo su esplendor, con techos altos, columnas de hierro y esa herrumbre que deja el rastro embrutecedor del maquinismo. Obviamente, nadie se ha preocupado por barrer un poco la mugre acumulada o por darle un brochazo consolador a las paredes, que lucen como si aún estuviésemos dentro de las novelas proletarias de Emile Zola. Me imagino que así (o peor) estarán los cientos y cientos de edificios a medio disolver que pueden verse desde la ventanilla de los trenes, con sus ventanas desmoronadas y sus chimeneas de ladrillo sirviendo como hogar a las cigüeñas. Lo diré muy clarito: aplaudo sin reservas la iniciativa de rescatar este espacio de las garras de la especulación inmobiliaria para dedicarlo a, bueno, a lo que demonios sea esto, que no lo tengo muy claro.

Una vez que me centro en el supuesto contenido cultural me dejo embalsamar por la perplejidad, esa misma sensación que me asalta cada vez que voy a uno de esos museos / receptáculos / tabernáculos de la ultramodernidad. Hay cosas raras diseminadas a tresbolillo, proclamas solidarias, televisores antiguos encendidos (¡qué vintage!), paredes grafiteadas, video arte hecho con el ZX Spectrum: el paquete básico, vaya. Estoy a esto de proclamar qué clónica es la diversidad, pero no lo hago, en mi taller literario me han prohibido las boutades. Al final me limito a desenvainar la misma frase que utilizo siempre en estos casos: este chiste ya me lo sé. He visto objetos artísticos (llamémosles así) similares en decenas de exposiciones durante los últimos treinta años, y sin variaciones sustanciales. Sin ir más lejos, la Tabacalera y el Matadero (además del muy institucional Reina Sofía) programan exposiciones gemelas a esta día sí y día también (ahora que lo pienso: ¡cuatro centros super avant garde para una ciudad tan casposa como Madrid! ¡Aquí hay algo que no me cuadra! ¡A ver si al final no vamos a ser esa metrópolis colonialista y casposa que tanto critican los gobiernos autonómicos!). 

Para añadir más confusión, el espacio funciona como Residencia de Estudiantes, y al adentrarme en una estancia veo que un artista (barbudo, de mi edad más o menos) está manipulando objetos sin forma definida, y los está colocando al desgaire en el suelo, sin recurrir a patrón estético evidente. Saludo con amabilidad, él me contesta con indudable acento italiano, y sigue impertérrito a su bola. Como ver a Velazquez pintar las Meninas, estoy tentado de pensar, dejándome llevar por el sarcasmo. De repente le suena el móvil, abandona lo que estaba haciendo y contesta. Estoy a punto de irme para no estorbar su privacidad, pero… La conversación es aparentemente banal. Y si digo aparentemente es porque me asalta una duda: ¿Y si está haciendo una performance solo para mí? ¿Y si esta consiste en fingir una conversación por teléfono, con la finalidad de escenificar la, pongamos, alienación del hombre moderno y su falta de comunicación, o nuestra sumisión a la dictadura impalpable de la tecnología? ¿Y si está denunciando el heteropatriarcado ese del que todo el mundo habla? Me quedo como un pasmarote mirando: me daría coraje estropearle el rollo, que lo mismo lleva ensayando mucho tiempo. Pero al rato empiezo a sospechar (a juzgar por cómo se descojona con su interlocutor) que lo mismo me he pasado de frenada, que esto no es una performance ni nada parecido, qué decepción. Me eclipso discretamente, me pierdo por otros derroteros, anda que no hay salas.

En la más grande descubro una máquina enorme, una especie de turbina (no me hagáis mucho caso, yo de eso no tengo ni idea), sobre la que han colocado en precario equilibrio una serie de retratos en los que un tal Mauro Valenti pretende expresar (dejadme que lo lea) “la necesidad de transformarse, y dentro de la transformación capto el periodo de la deformación”. Como no quiero meterme donde no me llaman me abstengo de sugerir su más que evidente plagio del estilo de Francis Bacon. Eso sí, cuando llevo un rato en la sala (y aprovechando que no hay nadie por los alrededores) me vengo arriba, me digo que yo no soy menos que nadie, y me decido a emprender una intervención: con dos cojones. Para ello, voy a alterar las coordenadas espacio-temporales de una de las obras de Valente, a fin de denunciar las contradicciones de la sociedad capitalista en la que vivimos, y que nos empuja hacia un consumismo vacuo y deshumanizador. Es decir, que cojo la obra en cuestión (fig. 1)...



... y al cambiar su posición poniéndola boca abajo estoy contribuyendo a resituar el ojo del espectador (fig. 2), 


... a fin de proporcionarle una amplitud de miras que le permita enfrentarse a las vicisitudes de la problemática postindustrial desde un punto de vista descontextualizado a la par que liberado de toda corrosión eurocéntrica y lo que te rondaré morena (fig. 3). 


Voila! ¡Soy el nuevo Marcel Duchamp! ¡El nuevo Jeff Koons! ¡El nuevo Louis de Funes!


Abandono el Museo muy satisfecho tras haber engrosado la nómina de los artistas contemporáneos, aunque a la salida tengo que pasar por las horcas Caudinas de la Gift Store (¡sí! ¡También aquí!). Eso sí, no creo que muchos de los presentes del próximo día del Padre salgan de sus polvorientas estanterías: si yo le regalo al mío, en lugar de su habitual corbata, “Coño Potens”, o la “Teoría Crítica del Patriarcado”, o “Porno Terrorismo” me deshereda de inmediato (y con razón). Rechazo amablemente tan tentadoras propuestas editoriales y abandono el Museo con una sensación agridulce: es evidente que estamos ante una paparruchada más, no me voy a andar con medias tintas, el Museo se parece demasiado sospechosamente a una parodia de los excesos del arte contemporáneo (a veces te asalta la duda de estar en el rodaje de un sketch de José Mota o de Muchachada Nui para burlarse de los sedicentes vanguardistas). Pero aún así envidio (hasta cierto punto) esa fe ciega que tienen todos estos artistas en la trascendencia de su obra, ese convencimiento casi demoníaco en que sus chorraditas son un desafío al sistema, como si Amancio Ortega o Warren Buffet vivieran angustiados por si la nueva obra del tal Mauro Valenti evidenciara de una vez por todas el entramado ficticio que supone el capitalismo. Para comprobar que no ha sido así me paseo por la calle Atocha, y veo que no hay tu tía: todas las tiendas están abiertas de par en par, la gente compra a mansalva, por el aire se extiende el atronador sonido que expele la caja registradora y que demuestra la buena salud del capitalismo. Lo siento, Mauro, cabeceo apenado, vas a tener que seguir intentándolo.        

miércoles, 8 de marzo de 2017

Dos días en Granada. La Alhambra (II)


          Por fin puedo entrar a los jardines, zarandeado por hordas que serpentean peligrosamente por los parterres, amenazando con pisar las acequias, y que manosean sin consideración paredes y ventanas. “Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”, le hace exclamar Borges a ese señoritingo de Bioy en el celebérrimo “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius”. Parece mentira que un picha brava como don Jorge Luis se confunda de tal modo: ¡qué va a ser abominable la cópula, maestro, lo que de verdad es abominable es no tomar precauciones, como si uno fuera un conejo o un supernumerario! Desde mis lejanas estadías en Benarés y otras ciudades indias no me sentía tan agobiado por todas estas hormigas con cámaras de no sé cuantísimos megapíxeles que me rodean, me aíslan, me cercan, interponiéndose entre la Alhambra y mis aturullados sentidos. Intento evadirme, busco el umbrío rincón (sé que estaba por aquí, recuerdo una placa que lo conmemoraba) en el que el embajador veneciano Andrea Navagero convenció al poeta Juan Boscán para que adoptase las formas y estilos poéticos que venían de la Italia renacentista. Doy varias vueltas, regreso sobre mis pasos, me empuja un alemán muy charcutero, sorry, nos decimos, al girar una esquina atropello a una japonesa, sorry otra vez, la jodida placa no aparece, cuando me choco contra un turista sin adscripción geográfica evidente desisto, total para qué, dudo mucho que, en estas condiciones, la conversación entre aquellos pimpollos líricos hubiera fructificado, así no hay manera. Salgo del Generalife, todavía me queda un rato largo para entrar en los Palacios, decido subirme a la torre de la Vela. Aquí tampoco falta gente, aunque la posibilidad de fijar la vista en el impresionante panorama lo hace más llevadero: la ciudad a mis pies, y la Vega, y la lejana Andalucía. El sol se ha convertido ya en un abrumador solo de batería, es el puñetero Carl Palmer con sus cientos de tambores y platillos, cuando noto que mi cabeza empieza a sulfatarse bajo de la torre y me refugio en el Palacio de Carlos V: un oasis de sosería geométrica en un mar de embravecida filigrana. La fatiga empieza a pasar factura, me siento en un rincón, apuro la botellita de agua, tiempo muerto.

               Cuando me quiero dar cuenta es casi la una y media, la hora en la que tengo fijado mi acceso a los Palacios Nazaríes. Me incorporo a una cola ya bastante nutrida, sus integrantes se defienden como pueden del calor. Es evidente que muchos de ellos (como yo mismo) ya llevan varias horas de visita, el cansancio transfigura los rostros, raro es el que no se enjuga el sudor, quizás no haya sido buena idea dejar para el final la joya de la corona. Mis malos presentimientos se acrecientan cuando pasa a nuestro lado una pareja de miembros del staff y comentan: “Hoy hemos batido todos los récords”. En fin, suspiro, todos los hermanos fueron valientes (una de mis frases de ánimo, de efectos multiuso: también podría haber dicho murieron con las botas puestas, o a mí, Sabino, que los arrollo), a mi alrededor la gente piafa de impaciencia, ya vamos con diez minutos de retraso, el inevitable tocapelotas empieza a indignarse en voz alta, qué panda de sinvergüenzas. Por fin se nos permite entrar, tras cruzar la puerta nos derramamos por las primeras instancias con dificultad, no tardo en comprobar que no tenía que haber venido: una muchedumbre jacarandosa y campechana colmata todos los espacios, se expande como el universo en busca de definición, coloniza hasta el último rincón de aquel laberinto despojado súbitamente de todo su misterio. Lo siento, yo así no puedo, necesito un mínimo de atmósfera para poder abandonarme al arrebato estético, para poder creerme un Zegrí o un Boabdil, incluso un Washington Irving. Eso sí, debo de ser el único al que atacan tales melindres, mis camaradas de la una y media gozan complacidos, hasta algunos emiten juicios no totalmente disparatados, qué envidia saber abstraerse, yo ni siquiera puedo fijarme en los artesonados, la vocinglería reinante me los vela. Para colmo, en el patio de los Arrayanes un gilipollas (no se puede describir con otra palabra) se acomoda en el alféizar de una de las ventanas y se descalza, haciendo caso omiso de las tibias admoniciones de un guardián: “Mucho cansado”, el muy gañán se encoge de hombros, y tengo que reprimir las ganas que me entran de patearle la boca, mejor me voy, que me conozco. 

              Llego por fin al patio de los Leones, la cima indisputada de todo este crescendo sensorial, pero es casi imposible vibrar con su irradiación cuando tienes que compartir tu espacio vital con decenas de personas, apiñadas todas en el insuficiente pasillo humanitario que rodea a la fuente (¡y pensar que en aquella excursión de COU se nos permitió sentarnos en las estatuas, por casa hay fotos que lo prueban!). Soy consciente de que, como socialdemócrata que soy, debería alegrarme al constatar el creciente interés de la ciudadanía por la cultura y el arte. A ver si me explico: pues claro que me alegro, faltaría más. Pero como además de socialdemócrata soy un incorregible snob, no puedo por menos que añorar aquellos tiempos en los que museos, monumentos y auditorios eran la última Thule en la que nos empadronábamos los happy few. Aquellos tiempos nos dejaron, y hoy en día los grandes centros de cultura y arte se han transformado en formidables máquinas de generar dinero, sacrificando su primigenia condición de altares de la belleza en aras de una saneada cuenta de resultados. En fin, que me voy, abandono los palacios Nazaríes sin mirar atrás, subo de nuevo a la entrada principal, salgo del recinto, vuelvo a la ciudad por el camino del norte, mucho menos transitado. A mi izquierda, bajo el inclemente reverbero de las tres de la tarde, la Alhambra se va difuminando, se degrada bajo el peso de su propia hermosura, se desmorona, para mí ya solo queda aquel paraíso de asombro que visité con diecisiete años aún no cumplidos, y en el que mentalmente me refugiaré cuando ataquen el dolor y la locura. Bueno, a ver, me digo, cool it down, no te pases, aparca esa pose Muerte en Venecia, no te pega en absoluto. Una cerveza fresquita me disipa la tontería, y cuando me acerco al hotel a pagar y recoger mis cosas estoy casi normal, me despido de la ciudad sin aspavientos, convencido de que he de regresar a poco que la cosa se ponga propicia, y si no se pone… pues también (y, como si lo viera, volveré a caer en la visita a la Alhambra, el hombre es el único animal que tropieza etc.)  

lunes, 6 de marzo de 2017

Dos días en Granada. La Alhambra (I)


           Me despierto con suavidad, alanceado por los rayos de sol que se filtran por las contraventanas. Me siento en el sillón, como todas las mañanas pondero la posibilidad de prescindir (por un día no va a pasar nada) de mis ejercicios de yoga. Al final se impone el sentido común, recuerdo que me espera una jornada dura y realizo mis estiramientos matutinos. Hum, ha sido apuntar esto y ya me empiezan a asaltar las dudas: ¿hasta qué punto han de ser exhaustivos los escritos de carácter más o menos autobiográfico? En estos tiempos de autoficción y zarandajas similares, ¿es la prolijidad un signo de spleen posmoderno, una metáfora de nuestra abulia vital? ¿Nos encontramos ante una estratagema destinada a reforzar la verosimilitud de la narración? ¿Es un ejercicio de egolatría por parte del autor, o una concesión a las tendencias cotillas del lector? Utilicemos un ejemplo: seguidor como soy de la literatura británica actual, hace dos o tres años leí “Experiencia”, las esperadas memorias de Martin Amis. Siguiendo las convenciones del género, el hijo de Kingsley desgrana anécdotas y peripecias de su vida haciendo gala del estilo que le caracteriza esa mezcla de sarcasmo a veces sin pulir y brío narrativo que tanto me atrajo en “Dinero”. Por volver a “Experiencia”: si al principio me hizo gracia la forma en la que abordaba sus problemas dentales, empecé a estragarme conforme se acumulaban los párrafos relativos a ortodoncias, puentes y empastes, pues entendía que no añadían nada sustancial a la narración. Pero cuando saltaron las alarmas fue al recordar un remoto partido de tenis con un amigo: Amis se permite transcribir incluso el resultado de los cinco sets, no sé si convencido de que se trata de una pista à clé para entender el resto del libro. En fin, que sigo sin saber si debo contar cómo transcurrió mi ducha, si aportará algo mencionar mis vicisitudes excretorias, si mis dudas a la hora de elegir indumentaria son relevantes. Tiro por el camino de en medio y me largo a desayunar, ya va siendo hora.

            Pido chocolate con churros (¡sin contemplaciones!) en el “Gran Café Bib-Rambla”, rodeado de esas señoras que quedan en las cafeterías para hablar de sus cosas. El sol todavía está ajustándose los guantes en su rincón, no tardará en saltar al ring para dar hostias como panes. Apenas me como un par de churros siento la grasaza calafateándome el estómago, noto que se está quedando terso e impermeable como una zambomba, mi flora intestinal ha engrosado la lista de las especies en peligro de extinción. Una diadema de sudor se va manifestando en mi flequillo. La sobredosis de glucosa (no sé si es glucosa) me obliga a caminar, me pongo en marcha. Dejo atrás Reyes Católicos, llego a la Plaza Nueva, cojo la cuesta de Gomérez, subo a toda velocidad indiferente ante los miles de souvenirs (alguno incluso elegante) que se agolpan en sus tiendas, atravieso la primera puerta de entrada, a mi izquierda empiezan a verse los muros exteriores, aflojo la marcha, tengo que parar un momento, más abrumado por la nostalgia que por el esfuerzo: el recuerdo de aquella excursión de COU vuelve a atacar, me siento en un banco, respiro.

            De la misma manera en que la hay sentimental, también hay una educación estética, y la mía comenzó aquel mes de abril de 1981, cuando franqueé la puerta de la Justicia (casi puedo tocarla desde donde estoy sentado) y entré en la Alhambra. Por entonces yo era un buen estudiante: aunque poco dotado para las asignaturas científicas, en las humanísticas sacaba excelentes calificaciones (mi profesor de Literatura de 3º de BUP me otorgó Matrícula de Honor, la primera vez que la había concedido en toda su carrera, según me confesó), y hasta disfrutaba de los conocimientos que en ellas adquiría, convenciendo a mi padre para que me sufragara una enciclopedia de arte por fascículos que aún ha de estar rondando por mi biblioteca. Pero nada de aquello me había prevenido para la sinfonía de formas y colores que se desplegó ante mí casi en solitario, y que degusté con una intensidad que se me hacía insólita para mis pocos años, una embriagadora mezcla de madurez y temor, parecida a la que experimenté cuando tuve mi primer sueño húmedo. Los arcos de herradura, los intrincados arabescos que abarrotaban techos y paredes, las albercas, los tragaluces poligonales de los baños, la incomprensible caligrafía… Toda aquella explosión sensorial determinó mi posterior querencia por el arte islámico y los países musulmanes (por decirlo con mayor precisión: por la fantasía orientalista que en Occidente hemos creado para poder acercarnos a ellos), sentando las bases de una predilección que dura hasta hoy mismo, soportando sin esfuerzo el paso de los años y los sucesivos descubrimientos (lo francés, la India) que completaron, pero nunca hicieron sombra, a aquella epifanía adolescente.


        Vale ya: por fin me levanto, reemprendo la marcha, el acceso está ahora centralizado más arriba. Al superar un repecho compruebo que la visita no va a poder encontrar aquellas condiciones ideales: riadas de gente, autobuses, guías que pastorean a sus grupos, mozalbetes y turistas, numerosas parejas (todas con niño que llora) de obvia ascendencia musulmana… ¡Esto es la guerra!, exagero (pero poco). En el último momento me pongo melodramático, me viene a la cabeza esa frase que afirma que no se debe regresar a los lugares donde se fue feliz. Menos literatura, me digo, adentro. Me hago con un mapa, y como no puedo acceder a los Palacios Nazaríes hasta las 13:30 decido empezar por el Generalife, hacia allá me dirijo. El sol ya se ha dejado de medias tintas: la madre que me parió, exclamo, y eso que solo son las diez y algo. Dejo a un lado un enorme teatro al aire libre, y al reconocer unos bancos de piedra corridos a la sombra de unos cipreses los señalo con el dedo enfáticamente y sonrío: aquí fue donde me comí con mis camaradas de COU los bocadillos que nos habíamos traído. Un primer impulso me lleva a preguntarme qué habrá sido de ellos (a alguna de las chicas la sigo frecuentando), pero gracias a uno de esos requiebros mentales que tanto me singularizan, la hoja de ruta de mis pensamientos me lleva a otra senda de reflexión. En aquella iniciática excursión bebimos como cosacos y no hubo discoteca en la que no meneásemos frenéticamente el esqueleto (por decirlo utilizando la ya muy periclitada jerga de entonces), a pesar de lo cual todas las mañanas, ignorando nuestras juveniles resacas, nos levantábamos dispuestos para cumplir con el exigente programa cultural que habíamos pactado con nuestro profesor. Hasta los más macarras del grupo (que los había: concretamente todos menos yo) aceptaron sin rechistar el atracón museístico (no solo la Alhambra, sino también la Catedral, la Cartuja, el monasterio de San Jerónimo y todas las iglesias, panteones, cofradías y deuteronomios que se cruzaron por nuestro camino). O tempora, o mores, recito, y me dispongo a embarcarme en ese tópico que existe desde que el mundo es mundo, y que consiste en denigrar a los jóvenes simplemente por el hecho de serlo: según me cuentan, en las actuales excursiones de 2º de Bachiller (el equivalente de nuestro COU), los estudiantes solo aceptan como destino las playas de Mallorca (entre las que se ha hecho nefastamente famosa la de Magaluf), lugar en el que, además de alcohol de garrafón y sexo atolondrado, cuentan con la certidumbre de no tener cerca ningún monumento ni museo que pueda contribuir a cultivar su sensibilidad. En fin, me digo, eso a ti no te atañe, deja a la generación más preparada de nuestra historia (anda que no habré escuchado veces la frasecita) que cometa sus propios errores, solo de ellos se aprende. Salgo de mi trip nostálgico-cascarrabias cuando me topo con una cola de gente: hay tantísima que está restringido el acceso a los jardines del Generalife, hay que esperar a que desalojen para poder entrar. Me cabreo como un mono, y eso que estamos en agosto, dice no sé quién, es uno de los meses en los que viene menos gente, en fin, me aguanto y espero, en el cielo el sol toca a zafarrancho, ah, Magaluf, quién estuviera allí, bromeo (o no). (Continuará)

viernes, 3 de marzo de 2017

Dos días en Granada. Tarde de vagabundaje.


            Regreso al centro por la calle Obispo Hurtado, y allí descubro la librería “Picasso”, en la que huroneo durante un rato: siempre que viajo me gusta comprar un libro como recuerdo. No termino de decidirme, hay un autor local del que promocionan sus obras completas, Javier Egea, poeta de “La Otra Sentimentalidad” como García Montero. La poesía: qué coñazo. Ya lo he contado en otra ocasión: cuando gano algún concurso de cuentos y acudo a la ceremonia de entrega de premios siempre hay poetas que acuden al condumio y se empeñan en enseñarte los sonetos que llevan en una carpeta azul de gomas. Y como te da pena su incipiente alopecia y sus gafas de culo de vaso le dices: venga, uno, y te leen cuarenta, y te quedas sin canapés por su culpa. Pues eso, que no, vuelvo a dejarlo en su sitio, salgo, sigo paseando. Al rato me topo con otra librería, esta es de genuino pelaje alternativo: todo lo que venden son panfletos anticapitalistas y libertarios, en los que denuncian las monstruosidades del sistema. Ah, chavalote, me gustaría poder decir al hirsuto dependiente, a tu edad yo era como tú (qué coño iba a ser así, yo siempre he sido un socialdemócrata timorato), sigue luchando. Tampoco me compro nada: qué hago yo con un breviario para cultivar mi propia marihuana, con decir que me da la tos cada vez que pego una calada está todo dicho. Me despido, al salir compruebo que el sol ha aflojado un poco, me armo de valor y tras un largo paseo llego hasta el Monasterio de la Cartuja. También lo visitamos en el viaje de COU, y en cuanto entro corroboro la impresión de entonces: qué agobio. El catolicismo en todo su abarrotado esplendor, en toda su histérica hiperactividad. No hay centímetro cuadrado sin decorar: abundan los baldaquinos, las columnas salomónicas espolvoreadas de espejos, los dorados, los tabernáculos, los escorzos, las arquivoltas. “Más es mucho más”, podría ser el lema de estos detractores avant la lèttre del minimalismo. Me centro en los cuadros de la iglesia: la atenta observación de las pinturas de Sánchez Cotán me confirma que se puede ser un genio en un aspecto concreto de un determinado arte (sus bodegones, casi todos en El Prado, son una maravilla), pero vulgar y pedestre en todo lo demás (estos cuadros religiosos son de una mediocridad desarmante). Afortunadamente, el patio (el “Claustrillo”, como lo llaman aquí) es un espacio cuerdo y cabal, con sus arcos de medio punto y sus tiestos de toda la vida. A la salida noto que tengo sed, llegando a la Plaza del Triunfo me meto en un bar para tomarme una caña. Nada reseñable: retratos de Camarón (no hay bar sin él) y estampas de vírgenes (lo mismo). A mi lado, apoyado en la barra, se bebe un vino un ciego de verdad, de esos que no se molestan en disimular su mala leche: me cago en dios, José, este vaso está sucio (¿cómo lo habrá podido saber?). El tal José no le hace ni caso. Pago y salgo, llego a la Gran Vía de Colón, al pasar por delante dudo si entrar o no a la Catedral, me da pereza, estoy que me lo toco del síndrome de Stendhal (y además ya la he visto varias veces), desemboco en la Plaza Nueva. Veo un corro de gente, rodean a una familia de japoneses (creo que son japoneses) en plena actuación flamenca: el padre toca la guitarra, la madre baila entre estertores, el niño de unos nueve o diez años (con un espeluznante sombrero cordobés incrustado en la cabeza) canta incansablemente eso de “¡Anda jaleo, jaleo!”. Nosotros nos hacemos budistas y ellos se hacen flamencos: el mundo al revés. Dejo una moneda: Sayonara, baby (como siempre, haciéndome el graciosete).

Sigo andando. Está oscureciendo muy despacio, sin ganas. Ya había visto unos cuantos, pero esta zona está plagada, es como si Granada fuera la capital del Califato Independiente de los Perroflautas: andan siempre deprisa, como si tuvieran algo muy urgente entre manos, y nunca sonríen, en eso parecen brokers neoyorkinos. Me cuentan que tienen su Shangri-La en las Alpujarras, donde viven en comunión con la naturaleza en las pocas comunas hippies que han sobrevivido sin verse obligadas a franquiciarse con los Hare Krishna o los Veganos. Sé que soy muy pesado y que lo cuento cada dos por tres, pero aún a día de hoy daría un brazo por haber tenido la posibilidad de entrar, aunque solo hubiera sido un rato, en aquella comuna que había a la salida de Alcalá, a principio de los ochenta, en la carretera de Daganzo. Cuando pasaba en coche con mis padres me quedaba embobado mirando las dos enormes tinajas de barro que ejercían de puertas de entrada, y no podía evitar fantasear sobre cómo sería aquel pandemónium de sexo libre, drogas y rock sinfónico. En fin, cabeceo nostálgico mientras se disipa el recuerdo, qué niño más rarito era yo por entonces, menos mal que ya me he reformado.

Subo por la carrera del Darro, ese arroyo insignificante que abraza al palacio más hermoso del mundo. Miles de turistas suben y bajan, se oyen todos los idiomas, en la penumbra destacan los gritos amarillos de los flashes. Al llegar al paseo del Padre Manjón se ensancha la calle, hay una serie de mesas dispuestas al aire libre para poder cenar bajo el perfil irrepetible o inenarrable de la Alhambra: ni me lo pienso, en cuanto veo una libre me siento. Pido una de jamón de Trévelez y una cerveza, hechizado por la zarabanda de edificios que flota ante mí, con la torre de Comares encabezando el baile, y dudo que haya muchas imágenes que sobrepasen a esta en belleza. Una luna creciente completaría la postal, pero se ve que hoy no toca, tampoco pasa nada, me conformo con lo que hay. Los numerosos músicos ambulantes que se turnan para atraer la atención y las propinas del respetable no me estorban, muy al contrario, es como si expandieran las dimensiones del momento, ni siquiera recurro a una segunda cerveza, ya estoy suficientemente embriagado. Un éxtasis sereno se apodera de mí, desenrolla mis sentidos como serpentinas de colores: estaría por jurar que este jamón es el alimento más delicioso que he comido en mi vida, que este guitarrista que se esfuerza a mi lado es la cumbre misma de la armonía musical, que aquella camarera es la mujer más guapa del mundo y que me casaría con ella sin dudarlo. Según mi reloj apenas ha pasado una hora desde que me senté aquí, pero sé que no es verdad, en realidad he retrocedido treinta y dos años, vuelvo a ser el Muñoz que vino en la excursión de COU, mis ojos siguen tan abiertos como entonces, tan proclives al asombro. Al final sí recurro a la segunda cerveza, que bebo a sorbitos, esperando que se vayan el resto de comensales, poco a poco me voy quedando solo, cuando empiezan a apagar los focos de la Alhambra recojo mis cosas y estoy a esto de ponerme a dar zapatetas por la calle de puro contento (al final no me atrevo, menos mal). Llego al Hotel y en mi habitación me siento junto a la ventana, contemplo la Torre de la Vela, saco el Romancero Viejo (en la edición de Cátedra) y voy picando versos de aquí y de allá: qué musicalidad, qué hermosura, ese ritmillo de octosílabos se te cuela en la respiración, es una poesía para ser recitada a los pies de un castillo amurallado. Me asalta una de esas intuiciones luminosas que solo están al alcance de los profanos: la cadencia trotona del romance español es el perfecto correlato de nuestra visión del mundo (tozuda, austera, rozando lo fanático), de la misma forma que los opulentos endecasílabos del soneto italiano reflejan el carácter seductor y esteticista del país transalpino (poesía destinada a palacios y banquetes). Es una generalización, ya lo sé, pero a mí me suena bien, y ahí lo dejo, estoy demasiado cansado como para ponerme a profundizar en ella, que se encargue el hispanista que expurgue mi obra. Suena medianoche, aparco el libro, mañana tengo faena. Nada más meterme en la cama me quedo dormido. No soñé nada aquella noche, no hubiera estado a la altura.

miércoles, 1 de marzo de 2017

Dos días en Granada. La huerta de San Vicente.


            Tras atravesar la ruidosa avenida Arabial, llena de coches, se abre un claro verdoso que respetan los edificios, un remanso de césped y algunos árboles que conduce a una casa blanca, de dos plantas, una construcción sólida y nada presuntuosa. La Huerta de San Vicente fue la casa de verano de la familia García Lorca entre los años 1926 y 1936, y en ella pasó Federico sus últimos días, antes de ser fusilado. De repente me asalta la impresión de estar muy lejos de Granada, muy lejos de la Alhambra y del Darro: estoy metido en aquellos manuales de literatura que utilizábamos en el Instituto, y para los que Federico era menos un poeta que un mártir, el portentoso árbol sobre el que se había abatido el rayo de la sinrazón y el odio, ese mismo rayo que abrasaría a toda España durante los siguientes cuarenta años. Es significativo y resume a la perfección el zeitgeist de aquellos días de la Transición que nuestro profesor dedicara más tiempo de clase a explicarnos la ignominiosa muerte del poeta que a comentar sus versos, los mismos que eran musicados sin piedad por cantautores de mucho compromiso y poco talento (no, que quede claro: los grupos que yo escuchaba por entonces no lo hacían, más interesados en Groenlandia o en la moda juvenil). Sin embargo (y la imagen me asalta mientras franqueo el portón), recuerdo que el primer libro que me compré, sin ser obligado por las tareas académicas, fue el que reunía en un solo volumen el “Romancero gitano” y el “Poema del cante jondo” en la venerable colección Austral de Espasa-Calpe. Mi propia juventud me impidió (quizás me inmunizó) apreciar la tragedia del autor, y mis profundas convicciones punkies me vacunaron contra el ritmillo trotón que Manzanita había imprimido a su versión rumbera del “Romance sonámbulo”, por lo que aventuro que fui de las pocas personas que, en aquellos años grumosos, supo leer a Lorca sin verse influido por su leyenda. El tiempo no ha malbaratado aquel fervor inicial (que compartí, azares del destino, con el teatro del absurdo: Ionesco y Lorca, extraños compañeros de cama), y no puedo evitar comprarme la edición facsímil que aquí venden, una preciosidad. Otras lecturas, seguramente menos devotas, me hicieron saber que se trataba de la obra maestra más anacrónica de la Historia de la Literatura: apenas unos pocos años después de que Proust, Joyce, Kafka y otros declarasen la veda abierta para retorcer y eviscerar el lenguaje hasta límites inverosímiles, un abogadito granaíno reinventaba el romancero recurriendo a figuras tan poco vanguardistas como gitanos, cantaoras y guardias civiles. Releo (y van) mi poema favorito (“La casada infiel”: cuántas muchachas me habrán oído susurrar, tras el alborotado coito, eso de “…la voz del entendimiento / me hace ser muy comedido”), el guía nos insta a comenzar la visita, un momento, le digo, hasta que no compruebo por enésima vez que la chica sigue declarándose mozuela (ejem) no me uno al grupo.

  
            Somos una docena de visitantes, y no hay que ser muy perspicaz para saber que el barbudo del fondo, un sexagenario de relamido acento sevillano, es el tocapelotas que hay en todo grupo de turistas, aquel que viene menos a ver el monumento en cuestión que a interrumpir constantemente con preguntas y digresiones en las que pretende exhibir sus supuestos conocimientos. Antes incluso de que el guía abra la boca ya está soltando una perorata sobre el surrealismo en “Poeta en Nueva York”. Enseguida pienso: cállate, gilipollas, aunque no lo digo, para los exabruptos soy muy mirado, prefiero callármelos y somatizarlos, ya estarán incrustándose en mi páncreas o preparando el terreno para el inminente advenimiento de algún trastorno digestivo, eso es seguro. Entramos en la sala, el guía nos adentra en el muy petit bourgueois mundo familiar de Federico: la riqueza repentina del padre, el comercio de remolacha que sustituye al azúcar cubano, la solidez inmutable de la vida en provincias. Da igual, el barbudo vuelve a la carga: yo, que también soy poeta, la frasecita me obliga a buscar refugio, y lo hago concentrándome en los muebles, en la sobria geometría de una decoración que no interfiere, que no busca protagonismo. Me encantan dos de los cuadros, ambos muy “Nueva Objetividad”: uno muestra a una de sus hermanas tocando el piano, mientras que en el otro vemos al propio Federico en bata de andar por casa, con gesto amargo, un rictus muy poco acorde con su bien merecida fama de ser luminoso, de príncipe de la alegría. El cuadro (me fijo) está pintado en 1931, cuando ya estaba considerado la estrella emergente de las letras españolas, y su trágico final aún se antojaba impensable. Es, pues, un cuadro que anticipa, el revés exacto del retrato de Dorian Gray. Vuelvo mi atención al grupo, donde el guía explica las cosas con una exquisita mezcla de erudición y teatralidad. Torea con elegancia las mamarrachadas del barbudo, ha de estar muy acostumbrado. Cuenta anécdotas con un vívido descaro, como si le hubieran sucedido a él mismo. Es obviamente gay, y me descubro especulando sobre si será o no una condición imprescindible para trabajar aquí. No me parece una cuestión disparatada: en los museos parroquiales los taquilleros siempre tienen pinta de seminaristas, y en los centros de arte contemporáneo raro es encontrar un miembro de la plantilla que no lleve rastas o piercings (por no hablar de la FNAC: busca un dependiente que se peine con raya, te pueden dar las uvas). Subimos a la segunda planta, en la que está el dormitorio de Federico, una habitación de una austeridad eremítica. En las blancas paredes solo hay dos cuadros, uno de no sé qué virgen, otro con el afiche enmarcado de la Barraca. La pieza apenas tiene tres muebles: una cama, una mesa y una silla, diseñadas todas mucho antes de que se inventara el concepto de ergonomía. Aquí fue donde escribió o remató una decena de obras maestras, en unas condiciones que provocarían los afectados lloriqueos de muchos autores posmodernos: no hay luces indirectas, no hay regulador de humedad, no hay sillón reclinable, no hay aislamiento acústico. Una mesa espartana y un puñado de folios, además de un talento descomunal, fue todo lo que necesitó Federico. Cuando todos salen del cuarto me quedo en él unos minutos, paso la mano por el cabecero de la cama, acaricio el respaldo de la silla, me invento una lejana vibración que aún se mantiene en el aire.


            Despedimos al guía con un aplauso, intuyo que ha de ser guapo por cómo le miran dos chicas, el barbudo no quiere evitar una última puntualización que ya no escucho, salgo de la casa sin prisas, no me he traído cámara por lo que no hago fotos, sé que no olvidaré, o si olvido será para adaptar y adoptar en el cañamazo de mis recuerdos. Es como si saliera de visitar a un amigo. Meneo la cabeza: vamos a ver, tú siempre has presumido de ser más machadiano que lorquiano, a qué viene ahora esta súbita infidelidad poética. No, no quiero disolver con una broma la emoción con la que he seguido las explicaciones del guía, las ráfagas de dolor que me han asaltado al escuchar de nuevo las circunstancias de la inexplicable muerte del poeta, el cariño con el que acaricio los libros que he comprado, la gratitud honda y profunda que experimento por alguien que desapareció mucho antes que yo naciera y que se dejó horas y horas de su breve existencia inclinado sobre una mesa que ahora sé incomodísima para crear una serie de obras que me ayudarían a combatir ese dolor y esa angustia que a veces me atenazan, gracias, Federico, digo mientras me marcho. Cuando llego a la avenida me sobresaltan los coches, vuelvo a Granada, vuelvo a este agosto encendido después de haber conectado por unos momentos con el núcleo certero de las cosas. Espero que el semáforo se ponga rojo para cruzar, cuando lo hago me adentro lentamente en la ciudad. (Continuará)