Apenas
llevaban cinco minutos esperando cuando en el tablero luminoso salió su número.
Como si estuvieran sincronizados, intercambiaron una mirada en la que podían
rastrearse casi todas las emociones: orgullo, amor, satisfacción, quizás un
punto de angustia. En el espacio que les separaba se formó un nudo, un
amontonamiento de cuerdas invisibles que solo se deshizo cuando el hijo se
levantó de un salto de la silla y tras un instante de duda abrazó a su padre,
que tuvo que esforzarse mucho para contener las lágrimas. Mesa cuatro, le
recordó con la voz lijada por la ternura, ya lo he visto, le respondió con
abrupta complicidad. Abandonando el anfiteatro en el que estaban encaramados bajó
por las alfombradas escaleras con paso dubitativo, mientras agarraba con fuerza
el sobre en el que se encerraba su futuro.
En
comparación con el minucioso escrutinio y los trámites sin fin que implicaba,
por ejemplo, entrar en un establecimiento comercial de cualquier tipo, los
controles de seguridad fueron relativamente rápidos: tras cachearle, los
agentes le pidieron el móvil y rastrearon sus diez últimas llamadas, nada más
que eso. Le devolvieron su teléfono con una sonrisa, el que parecía de mayor
graduación respondió amablemente a la pregunta que el chaval no se atrevió a
hacer de viva voz pero que estaba haciendo con la mirada (“sí, es una Uzi de
repetición, con potencia de fuego 67/54 y doble embocadura de
fragmentación”), y en cuestión de
minutos estaba junto a la mesa cuatro, frente a un funcionario que terminaba de
teclear unos datos. Era un tipo de edad indeterminada, poseedor de una de esas
caras extrañas que conjugan una marcada alopecia con un rostro ausente de
arrugas, cada una de las características refutaba a la otra. Vestía con el
inevitable uniforme que delataba a los miembros del Cuerpo Superior de
Burocracia Estatal (¿quién decidiría ese color tan horrible?, pensó en son de
burla), con una placa sobre el bolsillo de la chaqueta en la que se
especificaba su nombre, su código y sus intolerancias alimentarias.
-
Siéntese, por favor.
El
chico se sentó, un punto azorado. Se acabó, es el momento de cruzar una línea
definitiva que no admite marcha atrás, así se lo había dicho ayer por teléfono su
madre, siempre tan lírica (o tan cursi) para estas cosas. Aunque de natural
despreocupado y optimista, la ceremonia que estaba a punto de comenzar no
dejaba de impresionarle, sentía un extraño hormigueo en la planta de los pies.
Se había prometido no hacerlo, pero no pudo evitar levantar los ojos buscando a
su padre a través del cristal blindado que protegía el recinto. Allá arriba, en
la zona más alta del anfiteatro, rodeado como estaba por una veintena larga de
progenitores de ambos sexos, éste agitó la mano. Mi viejo, pensó, con una
especie de fría cordialidad. Consideró de mala educación responderle de la
misma manera: flotaba en el aire una atmósfera de severidad, de circunspección,
ya no estaban en la función fin de curso del colegio, es más, no habría más
funciones fin de curso, ya no soy un crío. El funcionario, con un ligero
carraspeo, reclamó la atención del chico y le pidió los documentos. Éste los
sacó del sobre y se los entregó con presteza, clasificados como estaban en el
orden que se sugería en la circular que había recibido un mes antes, y
rellenados como en ella se estipulaba: a mano, con bolígrafo negro o azul
(nunca rojo, a saber por qué), y firmado en cada una de las hojas. El
funcionario las miró por encima, golpeó contra la mesa el conjunto de folios
para cuadrarlos y se limitó a musitar:
-
Muy bien.
El
chico acogió con agrado la aprobación, le ayudó a relajarse. La rigidez de los
primeros instantes fue cediendo, y empezó a observar a su alrededor con la curiosidad
propia de sus años. Lo primero con lo que toparon sus ojos fue con la mesa:
absolutamente estandarizada, con sus inevitables montones de papeles, su
cubilete con bolígrafos y un chisme de diseño que, hasta un rato después, no
descubriría que era una grapadora. En la pared de detrás del funcionario había
un panel de corcho con varios dibujos obviamente infantiles, una profusión de
folios con listados indistiguibles desde su sitio, un par de postales clavadas
con chinchetas y algunas fotos mal enfocadas de familiares o amigos. De un
perchero colgaba un abrigo. Bienvenido a Adultolandia: recordó la frase que la
noche anterior había escrito en su diario. Estuvo a punto de girar otra vez la
cabeza y buscar a su padre en la lejanía, pero desistió, sabía que lo
encontraría enfrascado en ese gesto tan suyo de mirarse obsesivamente la punta
de los zapatos: pobre viejo, se enterneció, él no tuvo la suerte que yo tengo,
siempre tan sumiso, tan respetuoso. En aquella época aún no se había instaurado
la ceremonia que estaba a punto de comenzar, y los pobres tenían que tragar con
todo, vaya vida de mierda. Respiró con intensidad y se dispuso a encarar al
funcionario, que miró a la pantalla de su ordenador y empezó a leer con voz
monótona:
-
Supongo que ya le han explicado la finalidad de ese trámite: dentro de una
hora, cuando cumpla los catorce años, adquirirá el estatus de Ciudadano Mayor
de Edad a todos los efectos, entre ellos el de soberanía política y
existencial, la independencia emotivo-jurisdiccional y la identidad electiva-personalizada
-Un ataque de tos interrumpió su discurso. En cuanto se recuperó prosiguió- La
identidad electiva-personalizada, habíamos dicho. Bueno. Pues para dar fe y
constancia de todo ello, yo, Jordi Gómez Ferrer, perdón, Jordi Gómez i Ferrer,
en mi condición de representante del Estado con el número de licencia
N-456233/78 -y se señaló a la chapa que llevaba en el pecho-, le voy a hacer
una serie de preguntas, incorporando las correspondientes respuestas, emitidas
libremente y sin coacción alguna, al Banco de Memoria Colectiva, que al final
del proceso expedirá un certificado de aprobación gracias al cual usted
adquirirá el estatus de Ciudadano Mayor de Edad. Todo esto está siendo grabado
por aquella cámara que ve usted allí – y señaló un ojo negro de cristal
empotrado en una estantería- a fin de dejar constancia videodocumental de
nuestra conversación. ¿Ha entendido todo lo que le he dicho hasta ahora?
-
No soy tonto. Sí que lo he entendido.
Qué
harto estaba de la prepotencia de los mayores, qué harto de que le juzgaran
idiota simplemente por tener menos años que ellos. Tranqui, chaval, se dijo, en
menos de una hora nadie (y silabeó la palabra: na-di-e) podrá ya darte
lecciones. Eso incluía al pesado de su padre, por supuesto también a su madre y
a todos los profesores del mundo, gracias por vuestros esfuerzos pero adiós. El
funcionario le miró impertérrito, como si no hubiera escuchado la impertinencia,
seguramente estaría acostumbrado. De hecho, en comparación con el relato que entre
risas le habían contado sus amigos de sus respectivas ceremonias (uno había
escupido a la funcionaria por deletrear mal su nombre, y otro había desordenado
ostensiblemente los papeles, solo porque no le gustaba la cara del chupatintas
que le había tocado en gracia), había estado discreto, casi elegante.
Interrumpió sus pensamientos cuando el funcionario se volvió a dirigir a él:
-
Vamos a ver, empecemos por el principio. Según la documentación que se nos ha
aportado, y que coincide con la que consta en nuestros archivos, usted es hijo biológico
y administrativo de Carmen García López y de Fermín Jiménez Beltrán.
Fermín.
Qué panda de frikis eran antes, que pringados, pensó: te ponían Fermín y se
quedaban tan anchos, toda la vida soportando un nombre tan pintoresco, como si
fueras un santo o un mayordomo. Sus abuelos le caían moderadamente bien
(excepto la abuela Sonia, la madre de su madre, una histérica de mucho
cuidado), pero nunca pudo entender ese resabio absolutista de decidir el nombre
de tu hijo sin consultarlo con él. Por lo visto, entonces era de lo más normal,
pero no le cabía en la cabeza. Qué peña, pensó, cómo habían podido vivir así.
-
Una vez confirmada su progenitura a efectos legales, es mi obligación
preguntarle cuál va a ser el nombre que va a adoptar a partir de ahora y que va
a constar en todos los documentos oficiales. Aunque supongo que ya lo habrá
pensado concienzudamente, ese Ministerio tiene a su disposición un especialista
en Genealogía y Heráldica por si tiene dudas. Le recuerdo que el nombre que
adopte adquiere oficialidad a todos los efectos, y que si quisiera cambiarlo en
un futuro el trámite puede llevar de dos a cuatro semanas, periodo durante el
cual el Estado habrá de indemnizarle por la incomodidad de llevar un nombre no
deseado.
No,
no tenía dudas. Aunque su padre le acusaba a menudo de atolondrado y
negligente, cuando algo le importaba se implicaba hasta el fondo. Y vaya si le
importaba esto: lo sabía desde que, con once años, se había bajado por internet
la película y se había identificado con su solidaridad, amor por la justicia y
defensa de los oprimidos. Sintió que se le hinchaba el pecho, y lo pronunció
con vibrante orgullo.
-
Quiero llamarme Batman. Batman Beltrán Barreiros.
BBB.
Beltrán era el segundo apellido de su padre, y para que las tres Bs se
conjuntaran había indagado en la familia de su madre y había encontrado un
lejano antepasado colateral apellidado Barreiros. Quién sabe por qué, pero le
gustaba esa doble erre en mitad del apellido, sonaba como cuando pasas de
cuarta a quinta. Eso sí, al contárselo a la pandilla algunos se mofaron de él,
le tildaron de conservador y de pelota. Su mejor amigo se había bautizado como
Cristiano Casillas Florentino, para desolación de sus padres, que habían soñado
con perpetuar una estirpe que (chorradas de mayores) afirmaban que se remontaba
a dos siglos atrás por lo menos. Y un primo lejano enseñaba muy petulante su
carnet en el que se le identificaba como Jay-Z Pokémon Molamucho. En
comparación, escoger Batman era demostrar que se era casi un tradicionalista,
un rancio, de ahí a llamarte Pedro o Juan Mari no hay más que un paso, se burlaban.
Concentrado como estaba en su tecleó sin fin, el funcionario se mostró
totalmente ajeno a estas disquisiciones. Acabó de incorporar el nombre al
ordenador, del que emanaban unos ligeros zumbidos: no era un modelo muy moderno
que digamos.
-
Vamos con la segunda pregunta. A fin de especificarlo en su Documento de Incorporación
a la Ciudadanía, ¿quiere identificarse con alguna de las opciones sexuales que
en el formulario se le explicitaban, o prefiere dejar esa casilla en blanco?
El
sexo. Todos los mayores eran unos putos salidos, no hablaban de otra cosa. De
hecho, si su madre no estaba allí, en ese momento tan simbólico para él, era
por el puñetero sexo: se había ido de casa con un tipo seis meses atrás, y
aunque le había jurado que lo hacía por amor (“¡Yo también tengo derecho a
rehacer mi vida, hijo mío!”, le había sollozado por teléfono, en plan melodrama),
estaba seguro de que había una motivación sexual en todo ello, si no de qué. Todos
los mayores eran unos salidos, se repitió, y por si cupiera alguna duda, no
había nada más que ver el listado de opciones que ocupaba tres páginas del formulario,
y en el que se enumeraban desde la venerable homosexualidad en sus distintas
variedades (casillas una a trece) a las vívidamente descritas sexualidades
alternativas (treinta casillas solo para las relacionadas con la zoofilia) a
las hibernadas o latentes (para buena parte de ellas tuvo que recurrir al
diccionario, no entendía ni papa). En fin, suspiró, supongo que yo algún día
seré así, se deprimió. Se encogió de hombros y dijo que no tenía ningún
inconveniente, vaya chorrada. Eso sí, no se lo diría a sus amigos (no hay
porqué contárselo todo, ¿verdad?), que le tacharían de reaccionario y de
fascista, pero con un tono de voz más tenue de lo habitual susurró:
-
La número 56.
-
56. Heterosexual. Muy bien.
Vale,
grítalo si quieres, hijo de puta, pensó enfurecido, mientras se ruborizaba
hasta la raíz de sus cabellos. Miró angustiado a ambos lados, pero se
tranquilizó al comprobar que nadie parecía estar haciéndoles caso, cada uno iba
a lo suyo. La sala en la que estaba era enorme, una especie de antiguo circo
rodeado por las gradas en las que le esperaba su padre y el resto de
progenitores. Y en el círculo que formaba esa especie de pista central habían
dispuesto (que se vieran) una veintena larga de mesas, todas ocupadas por
funcionarios casi clónicos y por chicos y chicas de su edad haciendo su mismo
trámite. Todas estaban a más de diez metros una de otra, y entre ellas se
levantaba un panel antiacústico semitransparente en el que colgaban abundantes
carteles con eslógans diversos, “Sé tú mismo” decía el más cercano. La
distancia y el aislamiento, se explicaba en el formulario que recibió en casa, no
eran casuales, sino que habían sido motivados por la demanda de un particular (Jaggermainster
Red-Bull García) contra el Estado, alegando que la cercanía de otras mesas a la
hora de llevar a cabo su Documento de Incorporación a la Ciudadanía le había
supuesto una presión intolerable por lo que lo había rellenado a tontas y a
locas, causándole un trauma que le llevó seis años superar (el Estado,
naturalmente, había sido condenado: de hecho, ya hacía años que cualquier
demanda de un particular contra el Estado acarreaba automáticamente la condena
a éste último sin necesidad de juicio, habida cuenta de su intrínseca condición
de Aparato Represor). En fin, que a ver si ya acababan de una vez, qué coñazo
era esto de la burocracia. Con voz monocorde, el relamido funcionario salmodió:
-
Vamos con la nacionalidad. Como usted seguramente sabrá, la adscripción de
nacionalidad por nacimiento, lo que los romanos llamaban el ius soli, ya hace décadas que fue
desterrada como una práctica injusta y denigrante, una especie de camisa de
fuerza que impedía al ciudadano desarrollar sus verdaderas potencialidades al
adscribirle sin su consentimiento a un determinado ámbito cultural, político y
climatológico que muchas veces impedía su verdadera realización. Por lo tanto,
el recién incorporado ciudadano -miró al ordenador para cerciorarse- Batman
Beltrán Barreiros puede optar por acogerse a cualquiera de las nacionalidades
que se le suministraron en el formulario. Le advierto que, desde que usted lo
recibió al día de hoy, hay cuatro nuevas entidades: Reino de Gales Noroccidental,
Tanzania Imperial, la Confederación Venecia-Triestre y la Unión de Repúblicas
Capitalistas de Alabama.
Ya
a mitad de la parrafada Batman estaba pensando en otra cosa, a él esos rollos
políticos no le iban nada, y más esas milongas de países y naciones. Solo había
salido al extranjero en un par de ocasiones (para el funeral de una tía-abuela
y cuando operaron a su madre en aquella clínica tan cara) y se había
sorprendido al ver que sus habitantes eran muy parecidos a él o a su padre,
comían más o menos lo mismo y jugaban a los mismos juegos. Estaba seguro de que
toda aquella devoción por una cosa que no existe (¿un país? ¿Dime dónde está
para que yo lo toque?) era una forma desesperada de abrazarse a algo cuando
todo lo demás se derrumba: como el alcoholismo del tío de Lobezno Martínez o la
ludopatía de aquel compañero de su padre que veraneó con ellos en la playa (le
sacó toda paga del mes al tute, menudo listo). A él qué más le daba tener o no
un país: para lo único que eran importantes era cuando se jugaban los
campeonatos deportivos internacionales, y en tal acontecimientos Batman hacía
como casi todos los de su edad: ir con el favorito, el sentimentalismo lo dejaban
para las películas de chicas. Pero fuera del ámbito deportivo: ¿qué te
solucionaba ser de un país u otro? El funcionario, habituado a bregar con este
tipo de situaciones, pareció intuir la deriva de sus pensamientos. Su voz bajó
a una escala más amable.
-
Escúcheme, Batman. Para todos aquellos que, haciendo gala de un pensamiento
libre y cosmopolita, no quieran adherirse a ningún sujeto político ya
constituido y deseen crear ex novo,
quiero decir, partiendo de cero uno que atienda a sus características e
intereses, este Ministerio, siguiendo el dictado de la sentencia Tupperware
Díaz-Rebolledo Narváez vs. el Estado,
cuenta con una reserva de terrenos para suministrarle uno en el que poder
expresar su idiosincrasia y código de valores.
Como
Batman no hizo ningún gesto visible de estar a favor o en contra, el funcionario
siguió con su cantinela. Agarró resueltamente la pantalla de su ordenador y la
giró en dirección al chaval.
-
Supongo que ya reconocerá este protocolo logarítmico –y señaló una ecuación
matemática escrita en una pantalla luminosa y que lucía llena de equis e y
griegas-. ¿No?, bueno, pues es la concreción aritmética criptada de lo que
antes se llamaba Este País, y que fue sustituida por esta fórmula, en la que
tienen cabida todas las distintas sensibilidades que no se independizaron tras la
guerra civil provocada por lo que la prensa llamó “La Masacre de la Tomatina
del 2034”. ¿Le suena todo esto?
No
le iba a sonar: anda que no hicieron video-juegos con la movida ésa. Y su
abuelo Jorge (se negaba a responder a su nuevo nombre de Jordi, tal y como dictaminaba
la ley) luchó en defensa del Parque Warner, qué barrila le daba cada vez que
iba a verle con aquello (y eso que perdieron). El funcionario arrancó por fin
una ligera mueca de asentimiento a Batman antes de seguir:
- Por lo
tanto, y para evitar nuevos conflictos que pudieran desembocar en derramamiento
de sangre, nuestro gobierno –un ruidito surgió de debajo de la mesa: ¿había dado
un taconazo al decirlo? Batman juraría que sí- decidió dividir el territorio
nacional entre el número de sus ciudadanos, asignando a cada uno de ellos su
propio país, a fin de que estos alcancen los gozos y experimenten la dicha de
regir una unidad política sin interferencias fascistas o pseudofascistas de
instancias superiores. Así pues, este ministerio puede ofrecer a Batman Beltrán
Barreiros setecientos metros cuadrados en cualquiera de estas superficies -y
sacó un mapa en el que se veían unas zonas perfectamente señaladas, cercadas
con rotulador rojo: casi todas estaban en sistemas montañosos, o en los
Monegros, o en la zona más desértica de Almería-, en las que puede crear su
propia entidad nacional soberana, con su propia lengua, su sistema político a
juego y una bandera con los colores y símbolos que usted mismo elija.
A
Batman cada vez le gustaba menos aquel tipo. Hablaba como un vendedor de coches
usados, como esos mamarrachos que en la tele te daban la brasa con pólizas de
seguro o con planes de pensiones. En su caso, te vendía un país. Ya se lo podía
meter por el culo. Qué palizas, a ver si acababan de una vez. Había quedado con
sus amigos para celebrarlo en un Gastro Burger que acababan de abrir cerca de
casa. Y luego se irían a jugar a la Play donde Primark Zara H & M. Gruñó
algo así como me la pela, y el tipo, sin inmutarse, tecleó la respuesta.
-
Así pues, a juzgar por su última contestación, este Ministerio encargará a su
departamento de Adscripción Nacional la solicitud de crear para Batman Beltrán
Barreiros una república solidaria e igualitaria, amiga de la infancia y de los
animales, con su himno, su bandera y sus trajes regionales. Recibirá toda la
documentación pertinente en su domicilio en un plazo de tres a siete semanas.
Si lo desea también le podemos redactar una constitución y enviarle trescientos
ejemplares de la misma, que usted podrá quemar o profanar en la fecha de la
fiesta nacional de su país, tal y como se hace con todas las constituciones del
mundo. Ah, es verdad, perdóneme, no le había hablado de la fiesta nacional.
Normalmente, los ciudadanos suelen hacer
coincidir dicha fecha con la de su cumpleaños, es más fácil de recordar y todo
eso, pero -y echó una sonrisita al decirlo- últimamente está muy de moda poner
la fecha en que perdieron la virginidad. Usted mismo.
Batman
volvió a enrojecer. ¿Se estaría burlando de él? ¿Sabría que aún no se había
estrenado y se lo restregaba en plena cara? Apenas le quedaban veinte minutos
para alcanzar la mayoría de edad, y en ese mismo momento se hizo una solemne
promesa: no ser como ellos. No envejecer. No convertirse en un coñazo
obsesionado por el sexo, por las naciones, por las banderas, por todas esas
tonterías que no interesan a nadie. Ya ves tú: desde que los catalanes les
había liberado del tradicional yugo español, ¿en qué había mejorado su vida,
las vidas de sus familiares, las vidas de sus compatriotas? La gente seguía
madrugando para meterse en un atasco e ir a un trabajo embrutecedor y nada
creativo, en el que malgastaban los mejores años de su vida repitiendo una
rutina como si fueran hámsters dentro de una jaula, y por las noches se
plantaban delante de la tele para ver concursos idiotas y programas llenos de
memeces, como cuando los españoles. Miró su reloj: dieciocho minutos. Venga, se
ordenó, acabemos de una puta vez.
-
Ponga mi cumpleaños. ¿Queda mucho?
El
funcionario incorporó el dato al informe y pulsó la tecla de guardar. Sin
perder su aire de hieratismo hizo un ademán como si comprobara que todo estaba
en su sitio. Pausadamente recogió los papeles que estaban sobre la mesa. Qué
pachorra, se cabreó interiormente. De repente sonrió, mirando a Batman con lo
que éste consideró un insoportable gesto de sandunga.
-
No, casi hemos acabado. Ahora me sustituirá otro funcionario para unos flecos
finales que escapan a mi cualificación, y por último vendrá la firma hologramática.
Muchas gracias por su paciencia, ciudadano Batman.
Se
levantó de un salto y se fue. El muy cabrón se estaba descojonando por dentro,
eso era seguro. Ya fuera por lo de Batman, o por lo de la virginidad, o por el
rollo político, a saber. Calvo de mierda, cretino, qué poco te queda para
pudrirte en la tumba. Muchos de sus amigos lo afirmaban con solemnidad (y
Batman no se lo terminaba de creer), pero empezó a darse cuenta de que quizás
tuvieran razón: no todos los adultos habían aceptado de buen grado el hecho de
que los jóvenes hubieran tomado el mando, muchos simulaban ser colegas y hasta
se ponían la gorra con la visera para atrás, en plan enrollados, aunque en
secreto añoraban aquel tiempo paternalista en el que no se les dejaba alzar la
voz y tenían que hacer siempre la voluntad de sus padres, ese tipo de
mesianismo controlador y reaccionario que tanto le estomagaba. Había leído que,
décadas atrás, un padre (o una madre, tanto da) podían prohibir a su hijo ver
tal o cual película y mandarle a la cama a dormir: ¡prohibir ver una película!
¡Prohibir! ¡Como si ellos fueran unos negreros y los chicos unos putos
esclavos! De verdad, yo alucino. Si yo estoy entonces te juro que la monto, yo
me conozco.
Cuando más se
estaba calentando sus pensamientos, un funcionario que había aparecido de la
nada se dejó caer sobre la silla que había dejado vacía el anterior. Era algo
más alto, aparentemente menos casposo, hasta se podría suponer que tenía vida
más allá de aquel Ministerio sombrío y sin gracia. A Batman le cayó mejor que
su antecesor, menos envarado, más cercano.
-
Hola, ciudadano –y miró la pantalla- Batman. Soy R2D2 Skywalker Solo. Venga,
acabemos con este coñazo. Give me five!
Chocaron
las manos. Sí, era más joven que el anterior, y por su nombre era evidente que
se había incorporado sin complejos a los nuevos tiempos. Ojala su padre fuera así.
Bien, se alegró Batman, con éste me entenderé mejor. Ambos se sonrieron.
-
Estoy aquí para que usted… Bueno, me imagino que prefieres que te llame de tú.
Si casi tenemos la misma edad.
No,
no tenían la misma edad, ni de coña. Pero a Batman le gustó su estilo
desenfadado. Mostraba la osadía de llevar corbata, una prenda casi desterrada
por su evidente significación hetero-fálico-patriarcal-machista, pero que últimamente
había sido adoptada como símbolo de una cierta rebeldía. Sí, desde que la Gran
Lideresa Her Majesty Ada Colau había instado a la juventud a ser contestatarios
(bueno, en realidad dijo: a ser más contestatarios),
algunos chicos y chicas se habían soltado un poco la melena, como por ejemplo
esa tribu urbana que salía a la calle con un polo que llevaba un pequeño
cocodrilo sobre el pecho, probablemente tuviera algún tipo de connotación
política o social, pero a él se le escapaba. Le permitió ser tuteado, y R2D2
dio una palmada de gozosa complicidad.
-
Batman. No te lo vas a creer, pero cuando escogí mi nombre estuve a punto de
decantarme por el tuyo. Lo que pasa es
que uno de mis mejores amigos ya lo había cogido, y lo cambié. Pero me encanta
el caballero oscuro. Me flipa. Bueno, al turrón. Resulta que estoy aquí porque
ya sabes que desde que Testigos de Jehová Corporation ganaron aquella demanda
contra el estado laico, los nuevos ciudadanos han de explicitar su adscripción
religiosa a la hora de incorporarse a la mayoría de edad. Sí, yo también lo
pienso, vaya rollo -e hizo un gesto muy cómico, sacando la lengua y bizqueando
al mismo tiempo-, pero no pasa nada, tú di lo que sea, apenas tendrá
repercusiones prácticas, solo los que escogen el satanismo tienen ciertas
restricciones a la hora de obtener la licencia para abrir guarderías o
barbacoas infantiles, pero me imagino que ese no es tu caso, ¿verdad, colegui?
Batman
dio un respingo, no se esperaba ese repentino requiebro hacia un tema que, a él
particularmente, le provocaba sarpullidos. En el colegio había escogido la rama
de Autoayuda (ya hacía muchos años que la tradicional distinción entre ciencias
y letras había sido sustituida por la de Mindfulness, Religión o Autoayuda),
por lo que todo lo relacionado con las iglesias y demás le sonaba muy lejano,
algo propio del olvidado siglo XX. Empezó a observar con curiosidad a su
interlocutor.
-
¿Eres un cura?
R2D2
soltó una carcajada que rebotó por toda la sala, aunque nadie se volvió para
mirarle, tal era la distancia entre mesas. Se levantó de la silla con aires muy
pontificales, como si estuviera rezando, y de repente se puso a cantar en plan
hip hop, agitando los brazos: “Si me
llamas cura / es una tortura / Vaya caradura / te meto una leche que te mando a
Extremadura / Yop”. Qué payaso. Volvió a sentarse.
-
Prefiero que me consideres tu coach espiritual, el mecánico que te hace la revisión
de los 20.000 kilómetros cuando tu motor existencial empieza a tener dudas
motivadas por tener demasiados pecados en el filtro del aceite. Mira, ya sé que
todo esto os importa un carajo a los jóvenes, pero nunca viene mal tener amigos
en cualquier parte. Dime, ¿has echado un vistazo al listado del formulario?
La
barrila que le había dado su abuela (la insoportable abuela Sonia) con ese
tema. Mira, le decía zalamera, si a ti te da lo mismo, di que quieres ser
católico, hazlo por mí. Ya, y tú ¿qué has hecho por mí?, le había contestado
hoscamente, casi le dio un soponcio, qué teatrera podía llegar a ponerse. R2D2
atrajo de nuevo su atención.
-
Te cuento: últimamente está teniendo muy buena prensa el Protestantismo Zen. Es
lo más cool del momento, el 78 % de
los actores de Hollywood lo practican. Pero no te voy a ocultar que el Buda
Surf también tiene muchos adeptos, especialmente en el Reino de California y en
algunas zonas de NeoBirmania. Y desde que en las iglesias te dan hostias sin
gluten y se hace el Saludo al Sol mientras se reza el Padre Nuestro, el CatoliYoga
está recuperando cuota de mercado.
Batman
suspiró: ¿Esto es lo que le ofrecía la mayoría de edad? ¿Sexo, política y
religión? Si no fuera por el subsidio vitalicio e irrenunciable que acarreaba,
se la iban a meter por el culo.
-
¿Y no podría dejar esa casilla en blanco?
R2D2
ensombreció el rostro. Algunas arrugas brotaron en torno a su boca.
-
Sí, claro que podrías. Pero ¿sabes que disgusto se llevaría tu abu Sonia?
Hijo
de puta. ¿Cómo sabría lo de la abuela? A ver si va a ser verdad eso que dicen,
que el Ministerio (o el Estado, o el Servicio de la Suprema Inteligencia, o la
mismísima Lideresa: quien fuese) lo sabe todo de todo, hasta tus pensamientos
más íntimos. ¿Cómo fue la frase que leyó una vez escrita en la puerta de unos servicios:
“a mayor libertad, mayor control”? Entonces no la entendió, pero un relámpago
de inquietud empezó a serpentearle por todo el cuerpo.
-
No sé, tendría que pensármelo.
El funcionario
había dejado de hacer muecas, de parecer enrollado. Se retrepó en el asiento, y
muy lentamente entrelazó sus manos, mirando a su interlocutor con inusitada
fijeza. Sin pestañear. Diez, quince, treinta segundos. El chico abortó una
carcajada: pero ¿qué pretende este panoli? El débil ruido de fondo que les
había acompañado desde el principio de la ceremonia empezó a difuminarse,
desapareció por fin. Diríase que las negras pupilas del funcionario se
expandían paulatinamente, vibraban como esos espejismos de agua en mitad de los
desiertos. Batman comenzó a sentirse incómodo, un atisbo de nausea le alborotó la
boca del estómago. Se encogió de hombros con un escalofrío, con ese mismo gesto
que utilizamos para despertar de una pesadilla: al fin y al cabo, qué más da. Miró
al reloj (¡cuatro minutos tan solo!). Tragó saliva, y emitió un vibrátil sí, un
sí lleno de algodones. El funcionario, tras frotarse delicadamente los párpados,
apuntó su nombre en el censo de la Iglesia Católica. Algún rumor le había
llegado de que se llevaban comisión, de que por cada nuevo ciudadano que
apuntaban en tal o cual religión se les premiaba con un juego de sartenes o con
un microondas. Bueno, con su pan se lo coman.
-
OK, pues con esto hemos acabado. Pon tu mano derecha sobre el aparato de firmas
holográficas… Ya está. En cuanto salgas de la zona de seguridad y el reloj
marque la hora en punto, serás un adulto en plenitud de derechos. Tómate una
copita a mi salud, y enhorabuena.
El
tipo se disolvió en décimas de segundo, como un personaje de dibujos animados,
le sería imposible adivinar por qué puerta había desaparecido. Batman se levantó
muy lentamente, y andando se encaminó hacia el control. Los trámites fueron
fulminantes (el de la Uzi le felicitó amistoso), y en menos de un minuto estaba
frente a su padre. Ambos se sonrieron, visiblemente incómodos: no sabían qué
hacer, si darse un abrazo o qué. Al final Batman hizo un gesto como de vámonos,
y su padre le siguió. Bajaron por el ascensor, con unas cuantas familias más.
Todas emanaban esa sensación de respeto y desasosiego frente a los nuevos
ciudadanos, era como si estuviesen calculando la distancia a la que deberían
situarse a partir de ese momento respecto a ellos. Salieron del ascensor, se
metieron al coche. Batman pidió a su padre que le llevara al nuevo GastroBurger
que acababan de abrir, que iba a invitar a sus amigos. Su padre accedió: claro,
claro. Llegaron pronto, no había mucho tráfico. En la puerta le estaban
esperando: hola a todos, gritó, no entendió lo que le respondieron. Al salir sintió
que su padre le cogía la mano.
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¿Sabes que los masai, para demostrar que ya son hombres, matan un león?
Batman
le miró intrigado. Había envejecido: en las últimas horas le habían caído
encima diez o doce años, no le sorprendería si en cuestión de días le salían
canas o empezaba a olvidar el lugar donde había dejado las cosas. No lo sabía,
le dijo cautelosamente, y abandonó el coche con cierta prisa, no fuera a
soltarle que le quería o algo así, su padre era muy de montar escenitas.