Q
notó que el naciente sol le taladraba. Uf, rezongó. Se desperezó a retazos, con
las articulaciones machacadas por la incomodidad. No era la primera vez que
dormían en el coche, ya tuvieron que hacerlo cuando persiguieron de fiesta en
fiesta a la princesa Micomicona, aunque la exclusiva valió la pena, su jefe les
felicitó y les dedicaron la portada, un exitazo. Pero se estaba haciendo mayor,
su cuerpo ya no le respondía como cuando empezó en el mundillo de la prensa
rosa, muchos años atrás. Miró a su inseparable S. El fotógrafo dormía
apaciblemente, roncando como un bendito, qué envidia: ¡venga, que es la hora!,
le zarandeó.
S
bostezó antes incluso de abrir los ojos. Habrá que desayunar, ¿no?, musitó
entre risas, sin preocuparse siquiera de dar los buenos días. Q miró a su
compañero: ¿desde cuándo llevaban recorriendo la Mancha a la caza de noticias?
El periodista no recordaba la fecha, pero daba fe de que el primer pensamiento
matutino del fotógrafo siempre versaba sobre el desayuno. Qué hombre, qué
obsesión tenía. Incluso simuló husmear como un perro de caza: no sé si será por
la resaca, Q, pero juraría que huele deliciosamente…
Ya
iba a descargar su ira sobre su hambriento amigo cuando su olfato se activó:
sí, sí que olía a comida al otro lado de la enramada, tenía razón. Se
acicalaron un poco, S se cercioró de que llevaba sus cámaras de fotos, Q hizo
lo mismo con su grabadora y su agenda, en la que escondió con mimo unos papeles.
Salieron del coche, serpentearon por un laberinto vegetal que parecía no
acabarse nunca. Mientras peleaban con la floresta, S le pidió a Q que le
refrescara la memoria: ¿y esto de qué va?
- Si dedicaras
menos tiempo a pensar en comida tus facultades no estarían tan mermadas. Vamos
a cubrir la boda de la señorita Quiteria Von Hollenzozer Und Taxis.
- ¿Ésa no fue
Miss La Mancha? – S pareció despertar de su letargo. - Le saqué unas fotos en
el concurso. Buenos pechos, buenos muslos, una jaca en condiciones… ¿Y, por
cierto, no estaba liada con un actor, un tal Bartolo, o Bernardo…?
- Basilio.
Pero el chico no tenía ni un euromaravedí, y ella se hartó de que sus películas
fracasasen una tras otra en taquilla. Y como se le iba a pasar el arroz, pues
se decidió a aceptar la propuesta del conocido industrial manchego J.B. Camacho
III.
- ¿El
millonetis ese que sale en los papeles? ¿El presidente del club de fútbol?
Q asintió, y
no pudo evitar acariciar su agenda. Inconscientemente comprobó que los llevaba
consigo. Sí, ahí estaban los papeles que, si todo salía bien, podrían auparle a
ese éxito profesional que tanto tiempo llevaba eludiéndole. Se trataba de los
documentos que, filtrados por una fuente anónima, demostraban que Camacho había
reunido su fortuna especulando con terrenos y blanqueando capitales. Le había
costado años conseguirlos, pero ahí estaba todo: domiciliaciones bancarias,
cuentas off shore, fotos incriminatorias…
Tras más de veinte años en la profesión, por fin la fortuna le había dado
buenas cartas. No le había dicho nada a S para que no se fuera de la lengua,
menudo bocazas estaba hecho. Solo necesitaba unas cuantas fotos actuales para
presentarse ante su jefe con todo el material, y, si la cosa gustaba, dejaría el
cotilleo para pasar a nacional, su auténtico sueño. En fin, mejor no fantasear:
céntrate, se impuso.
- Lo que yo
digo: donde esté un industrial de posibles que se quite un titiritero.
Q no supo qué
hacer: si indignarse por el materialismo de S o admirar su inefable olfato,
gracias al cual no se perdieron entre la maleza y llegaron a un claro en el que
había dispuestas numerosas mesas y utensilios de cocina, mientras un batallón
de cocineros trasteaban de acá para allá llevando viandas de todo tipo. S puso los
ojos en blanco y pidió permiso para fisgonear un poco, para ir calentando la
cámara, como él decía. Q accedió, y con guasa le vio partir, sabiendo que iba
de cabeza a conseguirse algo de manduca, qué tío. El periodista siguió andando
sin prisa, tomando nota mental de la elegancia de los invitados, reconociendo a
algunas caras conocidas: varios congresistas, la presidenta de la diputación,
un famoso cantante. Al dejar atrás una arboleda, la estupefacta mirada de Q
descubrió una estrafalaria estructura de unos cincuenta metros de altura sin
forma reconocible, a medio camino entre una sala de torturas y un columpio medio
oxidado. Un mozo de la organización pasó a su lado, y el periodista le echó el
guante mientras le enseñaba su carnet de prensa.
- Soy de “La
Mancha News”. Esa cosa de ahí, ¿qué se supone que es?
- ¿De verdad
no lo sabe? - El mancebo escrutó a Q de arriba a abajo, y un rictus de sarcasmo
se derramó por su cara. - Es una capilla deconstruida por Frank Gerhy para la
ceremonia. Es un ready made de una
audacia absolutamente posmoderna. Y ha costado una burrada de euromaravedíes,
el señor Camacho nunca repara en gastos.
Q se rascó la
cabeza. Aquello era un churro de mucho cuidado, sin pies ni cabeza, una
acumulación insensata de ventanas y ángulos: ¿y por qué la ceremonia no tiene
lugar en El Bonillo? Me han dicho que es un lugar precioso, con un palacio de…
- No sea usted
vintage. Los palacios renacentistas no
son modernos, son superantiguos. A ver si lo entiende: es como si usted
escribiera sus crónicas en una Olivetti. Bueno, me tengo que ir, hay que hacer
muchas cosas.
Q le dejó ir.
Se encendió un cigarro: ¿qué tendría aquel cretino en contra de las Olivetti?
Por supuesto que ya no la usaba, en la redacción todo estaba informatizado, a
la última. Pero en su casa aún sacaba de vez en cuando su vieja máquina de
escribir y la limpiaba cuidadosamente, anda que no había hecho kilómetros y
reportajes con ella. S, que se le había arrimado sin hacer ruido, le sacó de
sus ensoñaciones.
- Y yo que me
las prometía muy felices poniéndome hasta la bola de los productos de la tierra....
Pues resulta que me acerco a la comida, y ni rastro de las famosas gallinas, ni
de los quesos. Todo es, agárrate, tecnoemocional. No me preguntes qué es eso,
me lo ha explicado aquel zangolotino de allí, el de la cresta y los tatuajes.
S señaló al
que parecía dirigir las operaciones. Vestía como de pirata, con aretes en las
orejas, y todo el tiempo estaba gritando por el móvil, más parecía un director
de orquesta que un cocinero. Q reconoció al tipo: Adrián Ferrys, el chamán de
los fogones, el Edison de la gastronomía cuántica, el demiurgo de la fabada
neoconceptual. A Camacho le habrá salido por una pasta.
S se puso a
hacer unas fotos mientras Q apuntaba unas frases en su libreta: “Blanqueo de
capitales en la Mancha”, había que ir pensando en un titular de impacto para el
reportaje, lo tachó, ya se le ocurriría otro mejor. De repente, un ruido
horrísono le obligó a volver la cabeza. Un tipo estrafalariamente vestido,
subido a una tarima, empuñaba un micrófono, y en un castellano aproximativo se
presentó como DJ Benengeli. Iba a encargarse de la música, y exigió a los
asistentes que se olvidasen de los mortalmente aburridos (“deadly boring”) bailes típicos de la región, la modernidad venía de
la mano de su novísima performance “Holistic
Wedding mindfullness nº 35”
- Yeah, motherfuckers, let’s have some dancing!
Una docena de
bailarines surgió de entre la multitud, y comenzaron a moverse al ritmo de los
crispantes gruñidos que el tal DJ Benengeli extraía de sus platos, y que
sonaban como dos chimpancés peleándose con tenedores oxidados. Q y S se miraron
con ironía. Ya estaban acostumbrados a los caprichos de los ricos, anda que no
habían cubierto saraos y festejos, pero lo que estaban viendo superaba todo lo
imaginable. Los invitados a la boda, cada vez más numerosos, hicieron un corro
alrededor de los bailarines, que ya habían abandonado cualquier concesión a la
armonía y a la elegancia corporal para contorsionarse como si se hubieran
tomado un chupito de ácido sulfúrico. Qué avant-garde,
suspiró una señora al lado de S, y éste le dio la razón, avant-garde a tope, se rió, mientras dejaba deslizar sus ojos por
el generoso escote de la invitada.
Con la misma
brusquedad con la que había comenzado, la música cesó, y los bailarines se
retiraron entre aplausos. Un silencio expectante recayó sobre el lugar. Alguien
dio unas palmadas y avisó de la inminente llegada de la novia. Por una de las
puertas laterales, rodeada de edecanes y damas de honor, apareció una radiante
Quiteria, arrancando de todos los presentes un unánime estertor de admiración.
Sí, había que reconocer que era de una belleza incomparable, una de esas
mujeres que hacen enamorarse a todos los que las ven. El vestido es de
Montesinos, escuchó Q a alguien, y lo apuntó en su libreta. ¿El de la cueva
también es modisto?, le preguntó S, y Q ni se dignó en corregir la incultura de
su amigo, absorto como estaba en la contemplación de la esplendorosa Quiteria. Allá
dentro, en los sótanos de su alma, una campanilla de oro y miel le trajo a la
mente la imagen de su adorada Dulcinea, y una repentina amargura inundó todo su
ser. No sabía nada de ella desde hacía tiempo, desde que su novia había roto el
compromiso alegando que el estilo de vida de un paparazzi era incompatible con
el matrimonio. Puede que tuviera razón: era una profesión sin horarios, sin
rutinas, siempre pendiente de salir corriendo si una rica heredera hacía un
posado en la playa o un terrateniente calavera era pillado en una venta con su
secretaria. Dulcinea se hartó, y durante meses Q había recurrido al Valdepeñas
para olvidar, la de tinajas que vaciaría en aquella época. Ya llevaba limpio un
tiempo, pero el cabello dorado y los ojos azules de Quiteria le recordaron que,
allá en el Toboso, en un álamo a las afueras del pueblo, había un corazón tallado
con su nombre y el de su amada. Sacudió la cabeza, no quería dejarse llevar por
la melancolía, quizás si lograba dar la campanada con el reportaje que tenía
entre manos Dulcinea reconsideraría su negativa, quién sabe. Comprobó con
satisfacción que S estaba haciendo fotos con su habitual eficacia. Sería muy
primitivo, de acuerdo, pero en lo suyo era el número uno, el mejor. Mientras la
concurrencia seguía ensimismada con Quiteria, descubrió con el rabillo del ojo
que, en la mesa presidencial y sin apenas anunciarse, se había aposentado un
hombre de cierta edad, al que rodeaban una docena de secretarios y guardaespaldas.
A Q se le aceleró el ritmo cardiaco y se le secó la garganta: voy a por ti,
sinvergüenza, pensó.
Apenas había
la multitud empezado a tomar asiento cuando, abriéndose paso a codazos, surgió
un desconocido, y de un salto se subió a la tarima de la música. Sin hacer caso
de sus melifluas protestas empujó al DJ, que cayó al suelo de mala manera, para
después salir huyendo. Acto seguido, el recién llegado miró a todos desafiante,
se quitó la chaqueta y dejó ver una camiseta que decía: “No a la boda”.
- Déjame
adivinarlo: ése es el tal actor Basilio.
S había
acertado. A su alrededor, la gente estalló en un griterío formidable: unos le
reprochaban su aparición, mientras que otros jaleaban su audacia. ¡Qué querrá
ese cantamañanas!, se sulfuró una señora, ¡que lo echen! Camacho, sentado y
paladeando una copa de champagne, asistía a la escena sin pestañear, hasta se diría
que con un punto de cruel satisfacción. Sus acompañantes, eso sí, parecían
bastante más nerviosos, y alguno de ellos se aprestó a telefonear a la Santo
Oficio para que viniera a imponer su autoridad. En medio de toda aquella
barahúnda Basilio cogió el micrófono, y así dijo:
- Señoras y señores,
todos me conocéis. Vengo aquí movido por el amor que tuve a la sin par Quiteria.
Mas al verla en trance de casarse con el avieso Camacho, he comprendido que mi
vida carece de sentido. Por lo tanto, haré mutis por el foro.
Con toda la
teatralidad posible, Basilio sacó un puñal que llevaba escondido, y
levantándolo sobre su cabeza como un trofeo lo dejó caer cerca del corazón,
donde se clavó con contundencia. Un chorro de sangre brotó de la herida, generando
un grito de angustia entre los presentes y algún desmayo. S no paraba de hacer
fotos, un click detrás de otro. Unos cuantos de los invitados se abalanzaron
sobre Basilio, y llegaron a tiempo para recoger su cuerpo que se derrumbaba,
depositándolo a continuación sobre una mesa. El bello rostro de Quiteria se
volvió blanquecino, como de mármol, mientras que Camacho, sin mover un músculo,
mascaba con denuedo el puro que se estaba fumando. Como surgiendo de un globo
que pierde aire, se escuchó la voz del moribundo.
- Estando ya
con un pie en el estribo, solo pido un favor: solicito de Quiteria que me
acepte como esposo para estos pocos momentos que me quedan. Al menos mientras
baja el telón quiero ser feliz.
El Cura, al
que habían empujado junto al agonizante, meneó la cabeza confuso, no sabía qué
hacer. Al fin carraspeó y se dirigió a Basilio: es verdad que desde que el Papa
Francisco está al mando nos hemos vuelto todos muy modernos, hasta dice que los
gays son personas normales, pero qué quieres que te diga, no creo que una boda in articulo mortis sea una buena idea, a
la hora de la herencia eso es un lío.
Arreciaron los
gritos a favor y en contra, nadie se privó de expresar su opinión entre
alaridos. Pero atravesando el insoportable bullicio se oyó cómo alguien
golpeaba una copa con una cucharilla, y todos se volvieron hacia la mesa
presidencial al tiempo en que enmudecían. Camacho jugueteó con su puro, lo
depositó con lentitud en el cenicero. Sorprendentemente para una persona de
edad tan avanzada, su voz era aflautada, casi juvenil: Padre, conceda a ese
pobre calavera su último deseo. Pero deprisita, luego tengo consejo de
administración y voy a llegar tarde.
El Cura tragó
saliva visiblemente. Hizo un gesto a Quiteria para que se acercara, y ésta le
obedeció contrita. Entrelazando las manos de ambos, el Cura soltó unos
latinajos, para acabar haciendo la señal de la cruz. Cuando acabó, los
flamantes esposos se miraron tiernamente, y la concurrencia no pudo evitar
exhalar un suspiro sincronizado. Eso sí, la ternura del momento fue efímera,
desapareciendo cuando el agonizante Basilio, con un brinco impropio de su
estado, se puso de pie. Sonriendo se quitó el puñal que le atravesaba y lo
enseñó a la concurrencia.
- No sabéis la
cantidad de trucos que te enseñan los expertos en efectos especiales cuando
trabajas en películas de acción.
- ¡Un puñal de
pega! – exclamó S - ¡Vaya tunante está hecho el tal Basilio!
Q no escuchó a
su amigo, admirado como estaba por la astucia de los amantes. Sí, eso tenía que
haber hecho él con Dulcinea: pelear por su amor, y no acatar disciplinadamente
su rechazo. El romanticismo tenía un lugar en este mundo gracias a gente como
Quiteria y Basilio, y lamentaba no haber sido valiente para luchar, qué cobarde
fui, qué conformista. Sus pensamientos fueron interrumpidos por el formidable
griterío que se desparramaba a su alrededor: los amigos de Camacho berreaban
enfurecidos, los de Basilio chillaban regocijados, hasta los camareros
reclamaban a voces instrucciones sobre si servir o no la Esferificación espumosa de ánade vietnamita. El Cura gritó que un
consentimiento conseguido a base de engaños no tenía validez, pero Quiteria le
mandó callar con desdén, y utilizando el micrófono no dejó lugar a dudas: si no
es válido, yo lo confirmo. Mi único marido es Basilio.
La mirada de
los concurrentes se desplazo angustiada hacia la mesa presidencial. Sin
inmutarse, Camacho hizo una señal a los suyos: se pasó el dedo índice enhiesto
de una parte a otra del cuello. No hacía falta ser un experto en semiótica para
darse cuenta de que la vida de Basilio corría grave peligro, hacia él se
dirigían los secuaces del cacique. Q notó que su corazón se aceleraba: tú sigue
haciendo fotos, enseguida vuelvo, rugió a S. En tres zancadas, y saltando por
encima de las mesas, Q se plantó junto a Camacho. De un puñetazo derribó a su
escolta, cogió el cuchillo destinado a cortar la tarta y se lo puso en el
cuello al frustrado contrayente. A continuación lo empujó contra la pared,
abrió una puerta y lo metió en un cuarto, fuera del alcance de todos. Aunque
parezca una tontería, se encomendó a su señora Dulcinea (seguía llamándola así):
¡Fuera!, ordenó a los sicarios, ¡tengo que hablar con vuestro jefe!
Los secuaces
miraron al rico empresario, que con un arqueo de cejas les instó a obedecer: salid
fuera, bisbiseó. En cuanto estuvieron solos, y con el cuchillo empotrado en la
papada del empresario, Q empezó a susurrarle en el oído: Camacho, tengo algo
que le interesa, y con la mano libre rebuscó en su agenda, de la que torpemente
extrajo los documentos que tanto le había costado conseguir. Los ojos de
Camacho, habitualmente escondidos entre los pliegues de sus avejentados
párpados, se abrieron de par en par al escuchar lo que el periodista iba
contándole y al reconocer los papeles. Donaciones ilegales, blanqueo, cajas B: no
faltaba de nada. Déjeles escapar, reiteró el periodista, y le entregaré todo
esto. Tras un larguísimo minuto el potentado suspiró, y asintió con la cabeza.
Q bajó el cuchillo.
- Dejadle ir.
Dejadles ir a todos – gritó a sus muchachos, cuya silueta destacaba al otro lado
de la puerta de cristal esmerilado.
Q siguió unos
segundos con el cuchillo en la mano, y a continuación lo arrojó al suelo. Salió
Camacho de la habitación, y mientras sus secuaces arreglaban el traje del jefe
y le apaciguaban la pelambrera, el periodista aprovechó para desaparecer. El preboste,
una vez calmados los nervios, se zafó de sus muchachos, cogió el micrófono y
con una voz autoritaria gritó que aquel circo se había acabado. Todos los
presentes se congelaron de golpe y volvieron sus ojos hacia la mesa
presidencial. Camacho, muy lentamente, volvió a adquirir su habitual gesto de
imperturbabilidad, el mismo que tiene un sapo después de haberse merendado una
mosca especialmente suculenta. Levantó una mano gordezuela y habló: dejad que los
tortolitos se vayan. Una salva de aplausos subrayó la emoción del momento. Se
nota que estamos en año electoral, susurró alguien cerca de Q. A pesar de que
acababa de tirar por la borda su carrera y la posibilidad de recuperar al amor
de su vida, el periodista no pudo evitar sonreír: qué país.
Cogidos de la
mano, Quiteria y Basilio abandonaron el lugar de la boda y se encaminaron hacia
la salida, seguidos por amigos y parientes. S recogió sus cámaras, y se unió a
los que se iban, echando un último vistazo a las viandas. Solo en ese momento
notó que su amigo estaba a su lado, algo más triste de lo habitual.
- ¿Dónde
estabas? Me he hartado de hacer fotos, pero no sé yo si esto va a interesar al
jefe. Las historias tristes no interesan a los compradores de revistas.
Q torció el
gesto. Cada vez le irritaba más la simplonería del fotógrafo: ¿piensas que ha
sido una historia triste? ¿No crees que el amor ha vencido al interés?
- Ay, cada día
estás más adolescente - S sonrió – Esos dos pimpollos van a durar juntos menos
que un caramelo en la puerta de un colegio. Son jóvenes y bellos, de acuerdo,
pero también son un par de descerebrados. Te apuesto lo que quieras a que en seis
meses cada uno está por su lado.
Q no quiso
hacerle caso, y siguieron a cierta distancia al alegre cortejo, sumidos ambos
en sus propias elucubraciones. Incapaz de permanecer callado mucho rato, S
preguntó: ¿por qué crees que cambió Camacho de opinión y les dejó escapar? Q
miró el cielo, se acordó una vez más de su señora Dulcinea. Por fin habían
llegado al coche. Sacó las llaves, abrió la puerta, pensó que daría un brazo
por una frasca de Valdepeñas, entró: puede que, y se encogió de hombros
mientras hablaba, Camacho sea un romántico, quién sabe. S le miró con rechifla
pero no le replicó, no se encontraba con fuerzas para discutir con el estómago
vacío.
(Versión libre del episodio de las Bodas de Camacho, de "El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha")