martes, 27 de junio de 2017

Ecos de sociedad en La Mancha





            Q notó que el naciente sol le taladraba. Uf, rezongó. Se desperezó a retazos, con las articulaciones machacadas por la incomodidad. No era la primera vez que dormían en el coche, ya tuvieron que hacerlo cuando persiguieron de fiesta en fiesta a la princesa Micomicona, aunque la exclusiva valió la pena, su jefe les felicitó y les dedicaron la portada, un exitazo. Pero se estaba haciendo mayor, su cuerpo ya no le respondía como cuando empezó en el mundillo de la prensa rosa, muchos años atrás. Miró a su inseparable S. El fotógrafo dormía apaciblemente, roncando como un bendito, qué envidia: ¡venga, que es la hora!, le zarandeó.

            S bostezó antes incluso de abrir los ojos. Habrá que desayunar, ¿no?, musitó entre risas, sin preocuparse siquiera de dar los buenos días. Q miró a su compañero: ¿desde cuándo llevaban recorriendo la Mancha a la caza de noticias? El periodista no recordaba la fecha, pero daba fe de que el primer pensamiento matutino del fotógrafo siempre versaba sobre el desayuno. Qué hombre, qué obsesión tenía. Incluso simuló husmear como un perro de caza: no sé si será por la resaca, Q, pero juraría que huele deliciosamente…

            Ya iba a descargar su ira sobre su hambriento amigo cuando su olfato se activó: sí, sí que olía a comida al otro lado de la enramada, tenía razón. Se acicalaron un poco, S se cercioró de que llevaba sus cámaras de fotos, Q hizo lo mismo con su grabadora y su agenda, en la que escondió con mimo unos papeles. Salieron del coche, serpentearon por un laberinto vegetal que parecía no acabarse nunca. Mientras peleaban con la floresta, S le pidió a Q que le refrescara la memoria: ¿y esto de qué va?

- Si dedicaras menos tiempo a pensar en comida tus facultades no estarían tan mermadas. Vamos a cubrir la boda de la señorita Quiteria Von Hollenzozer Und Taxis.

- ¿Ésa no fue Miss La Mancha? – S pareció despertar de su letargo. - Le saqué unas fotos en el concurso. Buenos pechos, buenos muslos, una jaca en condiciones… ¿Y, por cierto, no estaba liada con un actor, un tal Bartolo, o Bernardo…?

- Basilio. Pero el chico no tenía ni un euromaravedí, y ella se hartó de que sus películas fracasasen una tras otra en taquilla. Y como se le iba a pasar el arroz, pues se decidió a aceptar la propuesta del conocido industrial manchego J.B. Camacho III.

- ¿El millonetis ese que sale en los papeles? ¿El presidente del club de fútbol?

Q asintió, y no pudo evitar acariciar su agenda. Inconscientemente comprobó que los llevaba consigo. Sí, ahí estaban los papeles que, si todo salía bien, podrían auparle a ese éxito profesional que tanto tiempo llevaba eludiéndole. Se trataba de los documentos que, filtrados por una fuente anónima, demostraban que Camacho había reunido su fortuna especulando con terrenos y blanqueando capitales. Le había costado años conseguirlos, pero ahí estaba todo: domiciliaciones bancarias, cuentas off shore, fotos incriminatorias… Tras más de veinte años en la profesión, por fin la fortuna le había dado buenas cartas. No le había dicho nada a S para que no se fuera de la lengua, menudo bocazas estaba hecho. Solo necesitaba unas cuantas fotos actuales para presentarse ante su jefe con todo el material, y, si la cosa gustaba, dejaría el cotilleo para pasar a nacional, su auténtico sueño. En fin, mejor no fantasear: céntrate, se impuso.

- Lo que yo digo: donde esté un industrial de posibles que se quite un titiritero.

Q no supo qué hacer: si indignarse por el materialismo de S o admirar su inefable olfato, gracias al cual no se perdieron entre la maleza y llegaron a un claro en el que había dispuestas numerosas mesas y utensilios de cocina, mientras un batallón de cocineros trasteaban de acá para allá llevando viandas de todo tipo. S puso los ojos en blanco y pidió permiso para fisgonear un poco, para ir calentando la cámara, como él decía. Q accedió, y con guasa le vio partir, sabiendo que iba de cabeza a conseguirse algo de manduca, qué tío. El periodista siguió andando sin prisa, tomando nota mental de la elegancia de los invitados, reconociendo a algunas caras conocidas: varios congresistas, la presidenta de la diputación, un famoso cantante. Al dejar atrás una arboleda, la estupefacta mirada de Q descubrió una estrafalaria estructura de unos cincuenta metros de altura sin forma reconocible, a medio camino entre una sala de torturas y un columpio medio oxidado. Un mozo de la organización pasó a su lado, y el periodista le echó el guante mientras le enseñaba su carnet de prensa.

- Soy de “La Mancha News”. Esa cosa de ahí, ¿qué se supone que es?

- ¿De verdad no lo sabe? - El mancebo escrutó a Q de arriba a abajo, y un rictus de sarcasmo se derramó por su cara. - Es una capilla deconstruida por Frank Gerhy para la ceremonia. Es un ready made de una audacia absolutamente posmoderna. Y ha costado una burrada de euromaravedíes, el señor Camacho nunca repara en gastos.

Q se rascó la cabeza. Aquello era un churro de mucho cuidado, sin pies ni cabeza, una acumulación insensata de ventanas y ángulos: ¿y por qué la ceremonia no tiene lugar en El Bonillo? Me han dicho que es un lugar precioso, con un palacio de…

- No sea usted vintage. Los palacios renacentistas no son modernos, son superantiguos. A ver si lo entiende: es como si usted escribiera sus crónicas en una Olivetti. Bueno, me tengo que ir, hay que hacer muchas cosas.

Q le dejó ir. Se encendió un cigarro: ¿qué tendría aquel cretino en contra de las Olivetti? Por supuesto que ya no la usaba, en la redacción todo estaba informatizado, a la última. Pero en su casa aún sacaba de vez en cuando su vieja máquina de escribir y la limpiaba cuidadosamente, anda que no había hecho kilómetros y reportajes con ella. S, que se le había arrimado sin hacer ruido, le sacó de sus ensoñaciones.

- Y yo que me las prometía muy felices poniéndome hasta la bola de los productos de la tierra.... Pues resulta que me acerco a la comida, y ni rastro de las famosas gallinas, ni de los quesos. Todo es, agárrate, tecnoemocional. No me preguntes qué es eso, me lo ha explicado aquel zangolotino de allí, el de la cresta y los tatuajes.

S señaló al que parecía dirigir las operaciones. Vestía como de pirata, con aretes en las orejas, y todo el tiempo estaba gritando por el móvil, más parecía un director de orquesta que un cocinero. Q reconoció al tipo: Adrián Ferrys, el chamán de los fogones, el Edison de la gastronomía cuántica, el demiurgo de la fabada neoconceptual. A Camacho le habrá salido por una pasta.

S se puso a hacer unas fotos mientras Q apuntaba unas frases en su libreta: “Blanqueo de capitales en la Mancha”, había que ir pensando en un titular de impacto para el reportaje, lo tachó, ya se le ocurriría otro mejor. De repente, un ruido horrísono le obligó a volver la cabeza. Un tipo estrafalariamente vestido, subido a una tarima, empuñaba un micrófono, y en un castellano aproximativo se presentó como DJ Benengeli. Iba a encargarse de la música, y exigió a los asistentes que se olvidasen de los mortalmente aburridos (“deadly boring”) bailes típicos de la región, la modernidad venía de la mano de su novísima performance “Holistic Wedding mindfullness nº 35

- Yeah, motherfuckers, let’s have some dancing!

Una docena de bailarines surgió de entre la multitud, y comenzaron a moverse al ritmo de los crispantes gruñidos que el tal DJ Benengeli extraía de sus platos, y que sonaban como dos chimpancés peleándose con tenedores oxidados. Q y S se miraron con ironía. Ya estaban acostumbrados a los caprichos de los ricos, anda que no habían cubierto saraos y festejos, pero lo que estaban viendo superaba todo lo imaginable. Los invitados a la boda, cada vez más numerosos, hicieron un corro alrededor de los bailarines, que ya habían abandonado cualquier concesión a la armonía y a la elegancia corporal para contorsionarse como si se hubieran tomado un chupito de ácido sulfúrico. Qué avant-garde, suspiró una señora al lado de S, y éste le dio la razón, avant-garde a tope, se rió, mientras dejaba deslizar sus ojos por el generoso escote de la invitada.

Con la misma brusquedad con la que había comenzado, la música cesó, y los bailarines se retiraron entre aplausos. Un silencio expectante recayó sobre el lugar. Alguien dio unas palmadas y avisó de la inminente llegada de la novia. Por una de las puertas laterales, rodeada de edecanes y damas de honor, apareció una radiante Quiteria, arrancando de todos los presentes un unánime estertor de admiración. Sí, había que reconocer que era de una belleza incomparable, una de esas mujeres que hacen enamorarse a todos los que las ven. El vestido es de Montesinos, escuchó Q a alguien, y lo apuntó en su libreta. ¿El de la cueva también es modisto?, le preguntó S, y Q ni se dignó en corregir la incultura de su amigo, absorto como estaba en la contemplación de la esplendorosa Quiteria. Allá dentro, en los sótanos de su alma, una campanilla de oro y miel le trajo a la mente la imagen de su adorada Dulcinea, y una repentina amargura inundó todo su ser. No sabía nada de ella desde hacía tiempo, desde que su novia había roto el compromiso alegando que el estilo de vida de un paparazzi era incompatible con el matrimonio. Puede que tuviera razón: era una profesión sin horarios, sin rutinas, siempre pendiente de salir corriendo si una rica heredera hacía un posado en la playa o un terrateniente calavera era pillado en una venta con su secretaria. Dulcinea se hartó, y durante meses Q había recurrido al Valdepeñas para olvidar, la de tinajas que vaciaría en aquella época. Ya llevaba limpio un tiempo, pero el cabello dorado y los ojos azules de Quiteria le recordaron que, allá en el Toboso, en un álamo a las afueras del pueblo, había un corazón tallado con su nombre y el de su amada. Sacudió la cabeza, no quería dejarse llevar por la melancolía, quizás si lograba dar la campanada con el reportaje que tenía entre manos Dulcinea reconsideraría su negativa, quién sabe. Comprobó con satisfacción que S estaba haciendo fotos con su habitual eficacia. Sería muy primitivo, de acuerdo, pero en lo suyo era el número uno, el mejor. Mientras la concurrencia seguía ensimismada con Quiteria, descubrió con el rabillo del ojo que, en la mesa presidencial y sin apenas anunciarse, se había aposentado un hombre de cierta edad, al que rodeaban una docena de secretarios y guardaespaldas. A Q se le aceleró el ritmo cardiaco y se le secó la garganta: voy a por ti, sinvergüenza, pensó.
   
Apenas había la multitud empezado a tomar asiento cuando, abriéndose paso a codazos, surgió un desconocido, y de un salto se subió a la tarima de la música. Sin hacer caso de sus melifluas protestas empujó al DJ, que cayó al suelo de mala manera, para después salir huyendo. Acto seguido, el recién llegado miró a todos desafiante, se quitó la chaqueta y dejó ver una camiseta que decía: “No a la boda”.

- Déjame adivinarlo: ése es el tal actor Basilio.

S había acertado. A su alrededor, la gente estalló en un griterío formidable: unos le reprochaban su aparición, mientras que otros jaleaban su audacia. ¡Qué querrá ese cantamañanas!, se sulfuró una señora, ¡que lo echen! Camacho, sentado y paladeando una copa de champagne, asistía a la escena sin pestañear, hasta se diría que con un punto de cruel satisfacción. Sus acompañantes, eso sí, parecían bastante más nerviosos, y alguno de ellos se aprestó a telefonear a la Santo Oficio para que viniera a imponer su autoridad. En medio de toda aquella barahúnda Basilio cogió el micrófono, y así dijo:

- Señoras y señores, todos me conocéis. Vengo aquí movido por el amor que tuve a la sin par Quiteria. Mas al verla en trance de casarse con el avieso Camacho, he comprendido que mi vida carece de sentido. Por lo tanto, haré mutis por el foro.

Con toda la teatralidad posible, Basilio sacó un puñal que llevaba escondido, y levantándolo sobre su cabeza como un trofeo lo dejó caer cerca del corazón, donde se clavó con contundencia. Un chorro de sangre brotó de la herida, generando un grito de angustia entre los presentes y algún desmayo. S no paraba de hacer fotos, un click detrás de otro. Unos cuantos de los invitados se abalanzaron sobre Basilio, y llegaron a tiempo para recoger su cuerpo que se derrumbaba, depositándolo a continuación sobre una mesa. El bello rostro de Quiteria se volvió blanquecino, como de mármol, mientras que Camacho, sin mover un músculo, mascaba con denuedo el puro que se estaba fumando. Como surgiendo de un globo que pierde aire, se escuchó la voz del moribundo.

- Estando ya con un pie en el estribo, solo pido un favor: solicito de Quiteria que me acepte como esposo para estos pocos momentos que me quedan. Al menos mientras baja el telón quiero ser feliz.

El Cura, al que habían empujado junto al agonizante, meneó la cabeza confuso, no sabía qué hacer. Al fin carraspeó y se dirigió a Basilio: es verdad que desde que el Papa Francisco está al mando nos hemos vuelto todos muy modernos, hasta dice que los gays son personas normales, pero qué quieres que te diga, no creo que una boda in articulo mortis sea una buena idea, a la hora de la herencia eso es un lío.

Arreciaron los gritos a favor y en contra, nadie se privó de expresar su opinión entre alaridos. Pero atravesando el insoportable bullicio se oyó cómo alguien golpeaba una copa con una cucharilla, y todos se volvieron hacia la mesa presidencial al tiempo en que enmudecían. Camacho jugueteó con su puro, lo depositó con lentitud en el cenicero. Sorprendentemente para una persona de edad tan avanzada, su voz era aflautada, casi juvenil: Padre, conceda a ese pobre calavera su último deseo. Pero deprisita, luego tengo consejo de administración y voy a llegar tarde.

El Cura tragó saliva visiblemente. Hizo un gesto a Quiteria para que se acercara, y ésta le obedeció contrita. Entrelazando las manos de ambos, el Cura soltó unos latinajos, para acabar haciendo la señal de la cruz. Cuando acabó, los flamantes esposos se miraron tiernamente, y la concurrencia no pudo evitar exhalar un suspiro sincronizado. Eso sí, la ternura del momento fue efímera, desapareciendo cuando el agonizante Basilio, con un brinco impropio de su estado, se puso de pie. Sonriendo se quitó el puñal que le atravesaba y lo enseñó a la concurrencia.

- No sabéis la cantidad de trucos que te enseñan los expertos en efectos especiales cuando trabajas en películas de acción.

- ¡Un puñal de pega! – exclamó S - ¡Vaya tunante está hecho el tal Basilio!

Q no escuchó a su amigo, admirado como estaba por la astucia de los amantes. Sí, eso tenía que haber hecho él con Dulcinea: pelear por su amor, y no acatar disciplinadamente su rechazo. El romanticismo tenía un lugar en este mundo gracias a gente como Quiteria y Basilio, y lamentaba no haber sido valiente para luchar, qué cobarde fui, qué conformista. Sus pensamientos fueron interrumpidos por el formidable griterío que se desparramaba a su alrededor: los amigos de Camacho berreaban enfurecidos, los de Basilio chillaban regocijados, hasta los camareros reclamaban a voces instrucciones sobre si servir o no la Esferificación espumosa de ánade vietnamita. El Cura gritó que un consentimiento conseguido a base de engaños no tenía validez, pero Quiteria le mandó callar con desdén, y utilizando el micrófono no dejó lugar a dudas: si no es válido, yo lo confirmo. Mi único marido es Basilio.

La mirada de los concurrentes se desplazo angustiada hacia la mesa presidencial. Sin inmutarse, Camacho hizo una señal a los suyos: se pasó el dedo índice enhiesto de una parte a otra del cuello. No hacía falta ser un experto en semiótica para darse cuenta de que la vida de Basilio corría grave peligro, hacia él se dirigían los secuaces del cacique. Q notó que su corazón se aceleraba: tú sigue haciendo fotos, enseguida vuelvo, rugió a S. En tres zancadas, y saltando por encima de las mesas, Q se plantó junto a Camacho. De un puñetazo derribó a su escolta, cogió el cuchillo destinado a cortar la tarta y se lo puso en el cuello al frustrado contrayente. A continuación lo empujó contra la pared, abrió una puerta y lo metió en un cuarto, fuera del alcance de todos. Aunque parezca una tontería, se encomendó a su señora Dulcinea (seguía llamándola así): ¡Fuera!, ordenó a los sicarios, ¡tengo que hablar con vuestro jefe!

Los secuaces miraron al rico empresario, que con un arqueo de cejas les instó a obedecer: salid fuera, bisbiseó. En cuanto estuvieron solos, y con el cuchillo empotrado en la papada del empresario, Q empezó a susurrarle en el oído: Camacho, tengo algo que le interesa, y con la mano libre rebuscó en su agenda, de la que torpemente extrajo los documentos que tanto le había costado conseguir. Los ojos de Camacho, habitualmente escondidos entre los pliegues de sus avejentados párpados, se abrieron de par en par al escuchar lo que el periodista iba contándole y al reconocer los papeles. Donaciones ilegales, blanqueo, cajas B: no faltaba de nada. Déjeles escapar, reiteró el periodista, y le entregaré todo esto. Tras un larguísimo minuto el potentado suspiró, y asintió con la cabeza. Q bajó el cuchillo.

- Dejadle ir. Dejadles ir a todos – gritó a sus muchachos, cuya silueta destacaba al otro lado de la puerta de cristal esmerilado.

Q siguió unos segundos con el cuchillo en la mano, y a continuación lo arrojó al suelo. Salió Camacho de la habitación, y mientras sus secuaces arreglaban el traje del jefe y le apaciguaban la pelambrera, el periodista aprovechó para desaparecer. El preboste, una vez calmados los nervios, se zafó de sus muchachos, cogió el micrófono y con una voz autoritaria gritó que aquel circo se había acabado. Todos los presentes se congelaron de golpe y volvieron sus ojos hacia la mesa presidencial. Camacho, muy lentamente, volvió a adquirir su habitual gesto de imperturbabilidad, el mismo que tiene un sapo después de haberse merendado una mosca especialmente suculenta. Levantó una mano gordezuela y habló: dejad que los tortolitos se vayan. Una salva de aplausos subrayó la emoción del momento. Se nota que estamos en año electoral, susurró alguien cerca de Q. A pesar de que acababa de tirar por la borda su carrera y la posibilidad de recuperar al amor de su vida, el periodista no pudo evitar sonreír: qué país.

Cogidos de la mano, Quiteria y Basilio abandonaron el lugar de la boda y se encaminaron hacia la salida, seguidos por amigos y parientes. S recogió sus cámaras, y se unió a los que se iban, echando un último vistazo a las viandas. Solo en ese momento notó que su amigo estaba a su lado, algo más triste de lo habitual.

- ¿Dónde estabas? Me he hartado de hacer fotos, pero no sé yo si esto va a interesar al jefe. Las historias tristes no interesan a los compradores de revistas.

Q torció el gesto. Cada vez le irritaba más la simplonería del fotógrafo: ¿piensas que ha sido una historia triste? ¿No crees que el amor ha vencido al interés?

- Ay, cada día estás más adolescente - S sonrió – Esos dos pimpollos van a durar juntos menos que un caramelo en la puerta de un colegio. Son jóvenes y bellos, de acuerdo, pero también son un par de descerebrados. Te apuesto lo que quieras a que en seis meses cada uno está por su lado.


Q no quiso hacerle caso, y siguieron a cierta distancia al alegre cortejo, sumidos ambos en sus propias elucubraciones. Incapaz de permanecer callado mucho rato, S preguntó: ¿por qué crees que cambió Camacho de opinión y les dejó escapar? Q miró el cielo, se acordó una vez más de su señora Dulcinea. Por fin habían llegado al coche. Sacó las llaves, abrió la puerta, pensó que daría un brazo por una frasca de Valdepeñas, entró: puede que, y se encogió de hombros mientras hablaba, Camacho sea un romántico, quién sabe. S le miró con rechifla pero no le replicó, no se encontraba con fuerzas para discutir con el estómago vacío.


(Versión libre del episodio de las Bodas de Camacho, de "El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha")

miércoles, 7 de junio de 2017

Los bares y yo

Yo he sido, lo confieso, muy de bares. Los griegos tenían su agora, los romanos el foro y los ingleses tienen sus clubs, pero los españoles hemos escogido para crecer y aprender las verdades de la vida ese lugar mágico en el que te acodas sobre una barra, pontificando a todo pulmón junto a tu grupo de amigos y amigas, mientras un camarero de edad indeterminada y carácter avinagrado te repone sin que tú se lo ordenes la caña que te estás tomando. Prácticamente desde que cumplí los quince años (en aquella época el alcohol era parte de la dieta de los adolescentes, como el paliluz o las pastillas de leche de burra), casi todos los fines de semana me he dejado caer por algún bar (durante mucho tiempo fue “Casa Pepe”, en Alcalá, mi abrevadero favorito, véase documento gráfico nº 1), lo cual me ha deparado momentos de intensa diversión y de convivialidad extrema (y alguna que otra resaca, confesémoslo) a los que no estoy dispuesto a renunciar.

Por lo tanto, es comprensible que me muestre hasta cierto punto preocupado por el cariz que están tomando los acontecimientos, y que resumiré en una sola frase: hay una conspiración para acabar con los bares. Así, como suena. ¿Pruebas? No, claro que no tengo pruebas, las conspiraciones no se imprimen en el Boletín Oficial del Estado, estaría bueno. Pero llevo demasiados años frecuentando dichos establecimientos como para no detectar, en estos últimos meses, ciertas maniobras (sutiles y no tanto) que pretenden menoscabar el prestigio de una institución que, junto con la Monarquía y el “Marca”, son las tres columnas que vertebran eso que los cronistas sin imaginación llamaban “La piel de toro”.

No me andaré con más misterios y os pondré un ejemplo palmario: hace unos meses, y con motivo de un premio literario que me concedieron en Bilbao, me desplacé a la patria chica de Unamuno, otro habitual de los bares (no en vano, en ellos se fraguó la Generación del 98, una generación de bebedores recios, de mucho pacharán, no como la del 27, que era más de poleo-menta). Allí fui acogido de manera estupenda por los promotores del concurso, que me llevaron a su bar favorito (“La Granja”), donde tuve oportunidad de tomarme un pelotazo con ellos mientras charlábamos de literatura experimental rusa y su influencia en el realismo socialista. El bar, todo hay que decirlo, era de esos que tanto me gustan: veladores de mármol, música tenue pero efectiva, techos amplios, enorme variedad de alcoholes, camareros tan discretos como eficaces. Por todas partes se extendía esa sensación de que en un sitio así nada malo te puede pasar, como si hubiera una muralla que se interpusiese entre tu copa y el chirriante mundo exterior. Pero poco a poco (estas cosas no suceden de golpe) fui notando algo extraño. Aburrido por el giro que estaba tomando la conversación (se discutía la primacía estética de la poesía de Ajmatòva sobre Tsvietáieva: yo me limitaba a asentir, sin tener ni puta idea de lo que estaban hablando) levanté la cabeza y observé que toda la tertulia estaba integrada por hombres. Hum, pensé, mejor no digas nada, quién eres tú para meterte en las preferencias sexuales de gente que levanta piedras, a ver si te vas a llevar una hostia. Pero el primer J&B Cola estaba muy cargado, en el segundo la coca-cola era meramente testimonial (y ya estaba hasta el culo de no poder meter baza con Ajmatòva y Tsvietáieva), por lo que se me calentó la boca y no pude reprimirme:

- Oye, perdonad mi indiscreción, pero ¿no hay titis en la tertulia?

Imaginaos a ocho (¡ocho!) Iñakis Perurenas que se giran hacia ti y te miran como el lehendakari mira al tronco que va a cortar. Os lo juro: se me pusieron de txapela. Pero al fijarme con más cuidado descubrí que un evidente desconcierto se había apoderado de sus rostros. El que estaba a mi lado carraspeó y con un hilo de voz que no correspondía a su metro noventa me susurró:

- Una cuadrilla somos. Mujeres aquí no hay, pues.


Un escalofrío me recorrió la espalda. Si como dice “La Razón” (¿quién podría dudar de la fiabilidad de una noticia publicada en un periódico dirigido por Paco Marhuenda?) los nacionalismos periféricos van a acabar imponiendo a sangre y fuego sus costumbres a la España inmemorial… ¿quiere eso decir que se restringirá la entrada de mujeres a los bares? ¿Volverá el apartheid con bares exclusivamente para el sexo masculino y bares exclusivamente para el sexo femenino? Sentí un rebrote de angustia: una de las sacrosantas funciones de los bares (por lo menos hasta ahora) ha sido la de servir como eficaz agencia matrimonial, y no avizoro lugar o hábito que los sustituya para tal tarea (¿internet?: eso tiene los días contados, como todas las modas). Embreadme y emplumadme si exagero, pero calculo que al menos siete de cada diez relaciones de pareja empiezan en un bar (¿los servicios son parte del bar? ¿sí?: pues entonces ocho de cada diez). Si alguien os cuenta que conoció a su pareja en el Club de Debate de Física Cuántica de la Universidad de Oxford, os lo digo ya, ése o ésa os está metiendo una bola de mucho cuidado. En mi ingenuidad, me creí obligado a convencer a los integrantes de la tertulia de las ventajas de ir con mujeres a los bares (“puedes aprender mucho de ellas, de su tolerancia, de su generosidad, de su intuición… y si la cosa funciona te las puedes tirar”), pero ellos se negaron a escucharme: “Por traerte a la parienta a la cuadrilla empiezas, y por llevarla a la trainera acabas… ¡y ya muy apretados vamos!”. Incluso alguno se tapó las orejas con las manos, al tiempo en que gritaba: “¡No hacedle caso! ¡Acordaos de que el Padre Koldo nos avisó de que esto pasaría! ¡Podría adoptar cualquier forma nos dijo!”. En fin, que, en vista del cariz que estaban tomando los acontecimientos, abandoné desconcertado la tertulia, y al atravesar el bar comprobé que, efectivamente, no había ni una sola mujer. Salí abatido, y desde la puerta eché un último vistazo a la cuadrilla. Lo que vi me dejó de piedra, pues aquellos tiarrones se habían arrodillado y rezaban fervorosamente: “San Mamés, ayúdanos a mantenernos puros, los chicos con los chicos, las chicas con las chicas, ya casaremos con quien nos diga ama”. En fin, que puede que sea un hecho aislado, pero no descarto encabezar algún tipo de iniciativa (tipo de esas que organiza change.org) para pedir que los bares españoles sean declarados Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Cuento con vuestro apoyo, ¿verdad? 

lunes, 5 de junio de 2017

El disidente profesional


            Mi profesor de Literatura de COU tenía dos autores fetiche: un tal Ramón Nieto, del que nos dictaba con engolosinamiento párrafos y párrafos de su novela “La señorita”, y Juan Goytisolo. De Nieto no he vuelto a saber nada (uno más de los muchos escritores a los que se tragó la Transición, por parafrasear el célebre final de “La vorágine”), pero Goytisolo ha sido una presencia constante en las algaradas culturales de los últimos cincuenta años, y no tanto por sus cualidades literarias, sino más bien por haberse autoerigido en el paradigma del intelectual disidente, del francotirador que dispara contra todo y contra todos, del escritor insobornable que solo rinde cuentas ante su propia exigencia ética.

       Habrá quien crea (bendita sea su ignorancia) que tales títulos de gloria me atraen: de eso nada. Pocos adjetivos me resultarán más molestos que “insobornable”. Frente a lo que se pudiera pensar, en la inmensa mayoría de las veces una persona que se presenta como tal (“hola, me llamo X y soy in-so-bor-na-ble”: no lo dicen así, pero casi) no es más que alguien férreamente encadenado a su propio ego y a su necesidad de exhibir ante los demás lo que él (o ella) entiende como su propia singularidad. ¿Puede aplicarse a Goytisolo tan terrible dictamen? Podría parecer desconsiderado, pues mientras escribo estas líneas está siendo enterrado en Larache, junto a Jean Genet, pero un servidor también tiene algo de insobornable, de disidente (solo un poco, que conste), y a estas alturas no tendría sentido que pretendiera edulcorar (a pesar de tan luctuosas circunstancias) la impresión que siempre me ha causado el escritor barcelonés: la de alguien que trataba de ocultar bajo el glaseado de su intransigencia las limitaciones de su labor literaria. No sé si era consciente de ellas, no sé si (como el Salieri de la película “Amadeus”) intuía que “Señas de identidad” no estaría nunca a la altura de “Tiempo de silencio” (o que, seamos crueles, “Campos de Níjar” era muy menor comparada con “Viaje a la Alcarria”), y por eso diluía su frustración con la tinta de calamar de su arabismo a machamartillo (le he llegado a leer que justificaba el velo porque permitía pasear a las mujeres por toda la ciudad sin tener que dar explicaciones a nadie), de su desprecio por todo lo que pudiera estar de moda, de su intolerancia a cualquier idea simplemente por el hecho de haber sido elaborada por alguien que no fuera él mismo. Frente a las laudatorias palabras que hoy abundan en los periódicos (el eterno disidente, le dicen), yo propongo como epitafio uno ligeramente distinto, pero mucho más ajustado a la realidad: el disidente profesional. Goytisolo hizo de la disidencia una seña de identidad (¡será el último juego de palabras que haga con los títulos de sus obras, lo prometo!), pero eso no es suficiente para garantizar la gloria literaria, pues, como dijo alguien, dentro de todo gran No siempre hay un pequeño Sí, y la despiadada voluntad de Goytisolo de ahogar en la cuna ese hipotético Sí ha convertido su figura en uno de esos oráculos repetitivos y previsibles, cuya cháchara puede traducirse en una sentencia casi infantil: “Todos, menos yo, estáis equivocados”.
            
         Hum… Repaso lo que acabo de escribir y me entran ciertas dudas. No modificaré una coma, pero hay que ampliar el foco, lamentaría quedarme únicamente en la antipatía que me generan los profetas y los augures. A diferencia de los que hoy garabatean apresurados artículos sobre el escritor fallecido, yo sí he leído algunos de sus libros, y a veces he experimentado en ellos la vibración que genera la gran literatura, esa que expande tus sentidos como un golpe de calor o el despegue de tu avión. Especialmente en sus dos tomos autobiográficos (“Coto vedado” y “En los reinos de Taifa”), que leí casi de un tirón aprovechando un viaje a Túnez que me prodigó numerosos momentos de aislamiento y tranquilidad. Reconozco que me impactó el desgarro con el que cuenta los abusos que sufrió de niño a manos de su abuelo, y la ausencia total de pudor a la hora de describir el tardío descubrimiento de su homosexualidad. Bastante menos me atrajo su tendencia al namedropping, a mostrar a las claras su amistad y trato con todo el mundo intelectual francés en los años sesenta. Y, desde luego, no pude soportar las fanfarronadas vanguardistas que (peaje obligatorio de la época) trufan algunas partes del texto, herederas de las que anegaban soberanos peñazos como “Makbara” (el libro favorito de mi profesor) o “Reivindicación del Conde Don Julián”, a los que apenas me he asomado para volver a dejarlos en su estantería, uf, qué pereza.

            
             Ya estoy acabando este texto, y es ahora cuando se me formula la pregunta que debería haberlo encabezado: ¿por qué me cae tan mal Goytisolo? Repito: he leído “Señas de identidad”, “Campos de Níjar”, los dos tomos de memorias antes mencionados, bastantes de sus artículos periodísticos, un libro que dedicó a la Estambul Otomana… Hasta he visto muchos de los capítulos de “Alquibla”, la serie con la que pretendía darnos a conocer el mundo musulmán: no creo que se me pueda acusar de hablar sin conocimiento. De repente me viene a la cabeza una frase: me resulta increíble que, en una obra de un volumen y ambición tan considerables, no haya descubierto jamás un atisbo de humor. ¿Ya está? ¿Por esto crucificas a un intelectual de su talla, a un Premio Cervantes? Pues sí, y me quedo tan ancho. La literatura de ceño fruncido, que de tanto predicamento goza desde que Jeremías inventó la profecía apocalíptica, me resulta artificiosa, antinatural, impostada, y el autor barcelonés es un perfecto ejemplo de cómo las vanguardias y la mal entendida intransigencia ética produjeron monstruos literarios tan carentes de vida como rebosantes de pretenciosidad y esnobismo (¿alguien recuerda “Larva”, de Julián Ríos?: mejor que no lo haga). Profesores de Literatura del futuro, escuchad ahora mi preclaro pronóstico: dentro de unos años estudiaremos a Juan Goytisolo como un creador tan incorruptible como profundamente plomizo, el perfecto ejemplo de que, cuando te autoproclamas disidente full time, en realidad te conviertes en el relaciones públicas de tu propia vanidad.