miércoles, 23 de agosto de 2017

Lecturas de verano

De todas las concesiones al exhibicionismo que permite facebook, una de las pocas que cuentan con mi comprensión es aquella por la que se nos informa de los libros que el interfecto va a intentar leer en estos días de asueto que nos proporciona el verano. Como todo lo que se nos ofrece a través de la red de redes, dichas listas hay que tomarlas cum grano salis (ay, perdón, que mi correctora de estilo me ha prohibido usar cultismos: bueno, pues hay que tomarlas de aquella manera, ¿está bien así? ¿soy lo suficientemente populachero?). Si es verdad lo que en ellas se dice, en España nadie se va a la playa con las novelas de María Dueñas, o de Pérez-Reverte, ya no digamos de Dan Brown: todo el mundo se jacta de adentrarse en poesía ultímisima, o en thrillers recién sacados del horno (que, inevitablemente, nos desvelan el lado oculto de nuestras sociedades occidentales: qué ganas tengo de que un thriller nos desvele el lado visible de dichas sociedades), o en ensayos de densa papilla postestructuralista. Además, me resulta muy curioso que prácticamente todos los títulos que se mencionan han visto la luz en los últimos tres o cuatro años. ¿Qué pasa, qué nadie lee a Maupassant, o a Baroja, o a Virginia Woolf? ¿No hay un punto de papanatería en declamar con énfasis: si tiene más de cinco años ya no me representa, no es moderno?

Lawrence Osborne
En fin: que para pasar los rigores del verano yo me he permitido escoger (ese momento en el que te sientes seleccionador de fútbol y dices tú sí, le metes en la maleta, tú no, lo devuelves a su estantería, tú quizás el año que viene…) una serie de libros mayoritariamente viejunos, pero que me han proporcionado instantes de inaudito placer, entreverado con alguna decepción (léase bostezo). Cerré julio y abrí agosto con “El turista desnudo”, de Lawrence Osborne (Gatopardo Ediciones), una vindicación inteligente y desinhibida de la última Gran Presa del Progresismo Europeo: el turista. Osborne cuenta con gracia y rigor sus peripecias por algunos de esos lugares que aparecen en los folletos satinados de las agencias de viajes, y es tan sincero como para confesar que, en lugar de ir a ashrams incómodos o a campos de trabajo solidario, él es más de perderse por los garitos de masajes de Bangkok (he estado a esto de escribir: no es tonto el pibe, no, pero si se entera mi agente de prensa me la lía: ¿qué quieres, insensato, que perdamos el target de las feministas?).

Esperé a estar frente al mar para abrir “Moby Dick”. Ya sé que la amaestrada bahía de Altea está en las antípodas de los feroces océanos que surca la Ballena Blanca, pero supongo que su presencia salitrosa algo tuvo que ver con el entusiasmo con el que leí una obra que tiene más de siglo y medio, pero que no ha perdido su capacidad de fascinación, ni el filo del bisturí con el que secciona algunas de las neurosis humanas. A pesar de que Melville, muy cervantinamente, se adentra a veces en excursos que amenazan con sacarte de la obra (esas académicas descripciones de los diferentes tipos de cetáceos, o el pormenorizado recuento de las partes de un navío), reconozco que las cincuenta últimas páginas son magnéticas, con la locura de Ahab campando por sus respetos, en un crescendo de horror que las adaptaciones cinematográficas solo muy pálidamente han logrado reflejar. Un clásico absoluto que no sabes muy bien en qué compartimento de tu biblioteca colocar, si en el libros de aventuras o en el de novela psicológica.

Max Aub
Tenía muchas ganas de leer “La calle de Valverde” (Seix Barral). Cuando yo hacía COU, para mi profesor de Literatura Contemporánea solo había dos autores españoles que merecieran la pena: Juan Goytisolo y Max Aub. Han pasado los años, Muñoz Molina se ha hartado de alabar las virtudes de un escritor medio suizo, medio español, medio judío, medio exiliado, y que, sin embargo, escribió la frase definitiva sobre la identidad: “Uno es de donde hace el bachillerato”. Apuro mi segundo Campari, me arrellano en la silla, regulo la luz y me adentro por fin en el libro: ambientado en 1926, se trata de un maravilloso pastiche galdosiano (pasado por la trituradora verbal de Valle-Inclán), que me engancha desde el principio. Eso sí, su prosa suena completamente demodé: el mismo año de su publicación (1961), Luis Martín-Santos dio a conocer “Tiempo de silencio”: es como comparar un Ford-T con la Apolo XII. Ah: y como uno tiene sus debilidades, me encanta que una de las escenas claves de la novela se desarrolle en Alcalá de Henares (“…un pueblo ancho, limpio, viejo. Hermoso color de piedra”).

Hace un par de años, y despejando prejuicios como el portero despeja a corner un chut envenado que, tras tocar en un defensa, se colaba por la escuadra (el departamento de metáforas y símiles de mi editorial se tira de los pelos cada vez que les intento endilgar una como esta: ¿pero qué pretendes, que nos machaquen los de Babelia, con lo refitoleros que son para estas cosas?) me compré un libro de Stephen King (otro de esos autores que nunca verás en la lista de libros para el verano). “La zona muerta” me gustó mucho, y este año me llevé “En el umbral de la noche”: creo que es su primer libro de cuentos. Si obviamos algunos de monótona filiación lovecraftiana, hay cinco o seis que me parecen verdaderamente originales, olvidando todos los tópicos del terror decimonónico (los vampiros, las casas edificadas junto a acantilados, etc…), y descubriendo el potencial inquietante de lavadoras, gasolineras, plantaciones de maíz y demás lugares aparentemente inocuos. Me ha divertido especialmente “Basta S.A.” (mala traducción del original: “Quitters Inc.”), una delicia de mala baba que dedico a todos mis amigos fumadores.

Tras dejar Altea me fui a Marruecos, concretamente a Essaouira y Marrakech. Qué coño fui a hacer allí no es el tema de estas líneas, por lo que me limitaré a decir que me llevé como compañeros de viaje a dos libros bastante disímiles. “El divino fracaso” (El Club Diógenes – Valdemar) es una melopea modernista de Rafael Cansinos Assens (“Qué bueno es Cansinos”, se limitaba a balbucear Borges cuando le preguntaban por la literatura española. “¿Y Cela? ¿No le gusta Cela, Maestro?”, “Qué bueno es Cansinos”, “¿Y Delibes?”, “Qué bueno es Cansinos”), en la que se nos insta a seguir aferrados al arte más sublime y no ceder nunca a las pretensiones del mercado y los mediocres. Esto que yo acabo de resumir en una frase Cansinos lo desarrolla durante casi trescientas páginas, con lo que en algún momento la cosa se pone repetitiva, no nos vamos a engañar. No he leído nada más del autor sevillano, pero empiezo a confirmar algo que ya sospechaba antes de abrir el libro: estamos ante uno de esos artistas cuya obra está por debajo del personaje que la creó. Valga un polémico ejemplo: Paul Bowles, y mira que me duele decirlo.

Y aunque quedan unos días para que acabe el mes, cierro este listado con uno de esos escritores a los que próximamente borrarán de los callejeros de España, dado que difícilmente puede agavillar más iniquidades: novelista de éxito durante el franquismo, escritor de escasa conciencia social (¡el protagonista de sus libros era un comisario de policía!), cantor ternurista del paisaje manchego y sus gentes, y, para rematar la jugada, físicamente era un clon de José María Ruiz Mateos: si se descubriera que Francisco García Pavón fue quien mató a Kennedy o quien comercializó el aceite de Colza, no creo que su popularidad descendiera significativamente. Pero a mí me encanta su prosa, su lenguaje lleno de tersura, su aparente sencillez, la elegancia con la que alancea tópicos sin necesidad de meterse en berenjenales vanguardistas. Aunque no alcanza la excelencia de sus novelas de Plinio, el volumen titulado “La cueva de Montesinos y otros relatos” (tengo una edición de Austral comprada en alguna librería de lance) es un excelente relajante para los excesos narrativos, pues cuenta las cosas con una gracia y una liviandad bajo las que se ocultan muchas horas de afanosa artesanía. El perfecto regalo para ese amigo de Podemos que todos los cumpleaños nos inflige la última jeremiada de Juan Carlos Monedero.


¿Y en septiembre? ¿Qué tengo previsto para la rentrée? Desde hace años me rondan las ganas de hincarle el diente a “Bouvard y Pécuchet”. También he leído calurosas reseñas de “Los senderos del mar”, de María Belmonte. Pero todo eso tendrá que esperar, pues dado que tengo cita con los Stones el próximo 27 de septiembre, antes me voy a leer la autobiografía del Gran Pirata del Rock, su Majestad Keith Richards. I know, It’s only literature, (but I like it)!