Te despedías de la panda tras haber arreglado el mundo y volvías un poco colocado a casa, con Madrid ya a punto de echar el cierre. Pero cuando estabas a dos calles le decías al taxista que cambio de planes, que necesitabas saber qué coño había pasado mientras tú habías quemado la ciudad (menos lobos), vamos al drugstore más cercano, ¿cómo dice?, vamos a un VIPS, jefe, le traducías, que quiero comprar la prensa. Los magníficos noctámbulos de siempre estaban allí, fuera de todas las modas, inmunes al tiempo, ojeando las revistas, comiendo Donuts de chocolate un poco duros para que se les pasara el colocón, intentando conseguir un ligue de última hora con el que dignificar aquel sábado de mierda. Te encaminabas tambaleando hacia el mostrador (ese último cubata había sobrado), cogías “El País”, te hacías la ilusión de que aún olía a rotativa, a noticia sin enfriar. Te sentías como un personaje de Alan Rudolph, como el protagonista de cualquier película vista en los Alphaville, solo te faltaba comprarte una botellita de whisky y meterla en una bolsa de papel de estraza, mejor no, tampoco hay que pasarse. Si había suerte también te agenciabas alguno de esos libros de saldo que, en apresurada coyunda, se desparramaban por las estanterías, tratados de arte, catálogos de antiguas exposiciones, “La lozana andaluza”, castillos de Bohemia (¿), novelas de detectives, cosas incomprendidas de Siruela. Salías a la calle tarareando “Nocturno de Princesa”, la maravillosa canción de Moris que se desarrollaba allí, y por un rato te sabías parte de la Gran Novela del Mundo. Ayer supimos que van a cerrar, que su margen de beneficio bla bla bla, y que los establecimientos servirán como sede para restaurantes de franquicia, la versión hipster de la alimentación estabulada. Sé que no soy objetivo, pero las noches de Madrid antes molaban mucho más.
domingo, 26 de noviembre de 2017
lunes, 20 de noviembre de 2017
"Los motivos del fuego; el Podcast"
No todo es deleznable en las
nuevas tecnologías. Gracias a ellas me puedo permitir un viejo sueño: poner
banda sonora a mis textos. Los lectores de “Los motivos del fuego” podrán
disfrutar de la novela teniendo en la cabeza el soundtrack que aquí se indica. ¡No perdáis el swing!
“Fire”,
Robert Gordon & Link Wray
Qué curioso: las canciones de
Springsteen que más me gustan son aquellas que, en un rapto de generosidad, fue
regalando a amigos y colegas. La más conocida es “Because the night”, que
supuso el hit más comercial de Patti Smith, gracias al cual por unos meses
abandonó las barriadas de la marginalidad para trasladarse a la Milla de Oro.
Pero la que hoy traigo aquí, y que sirve para dar el tono a las primeras
páginas de LMDF, es “Fire”, un vibrante medio tiempo que defendieron con ardor
el cantante Robert Gordon y su guitarrista de entonces, el nativoamericano (de
origen shawnee) Link Wray. Gobernada por un riff
a punto de reventar en todas direcciones, la canción encapsula lo mejor de
Springsteen: inminencia del clímax, pasiones soterradas, guitarras
incandescentes. Se puede escuchar como fondo sonoro en las citas adulterinas de
los protagonistas, pero también en los momentos de hibris (desmesura blasfema) de Arturo, por culpa de los cuales se
va convirtiendo en una bomba de relojería cuyo mecanismo (tic tac, tic tac) se
desboca bajo la inquieta mirada del lector.
“Queen of the rapping
scene” Modern Romance
Cuando alguien me pregunta: ¡Oh,
sapientérrimo Muñoz!, ¿de dónde procede tu inagotable sabiduría, de qué Ateneo,
de qué Enciclopedia?, no puedo evitar reírme antes de contestar. A mediados de
los ochenta, yo era un habitual de las discotecas. Resumiré el cuento: una
noche estaba entregado a la fiebre del baile cuando el DJ seleccionó una
canción desconocida que, en principio, conjugaba algunos de los detalles que
(por lo menos para mí) pueden hacer que un tema pase de ser meramente correcto
a integrarse en mi particular Canon. Un acordeón susurrante surfeaba sobre el
maremágnum sonoro, y el estribillo corría a cargo de una chica que rapeaba en
inglés (mon dieu!) con irresistible acento francés. Pero la epifanía vino
cuando, en mitad del baile, supe traducir el estribillo: “Nothing ever goes the way you plan”. ¡Las cosas nunca suceden como
las planeas!, grité en mitad de la pista de baile, paralizado y sapientísimo, y
solo los codazos y empellones del resto de los danzarines lograron que me
pusiera de nuevo en movimiento. Nothing
ever goes the way you plan, le dice (a su manera) Victoria a Arturo, y también
se lo recuerda Camila, y Jonás, hasta su fiel conciencia (travestida en
narrador guadianesco) se lo suelta a la mínima oportunidad. Pero no puedes
interponerte entre un ser humano y su destino, y el de Arturo es subir hasta lo
más alto e inflamarse, cual nuevo Ícaro, mientras Modern Romance siguen
recitando su mantra una y otra vez.
“Disco Inferno” The Trammps.
Desde New Orleans me escribe John
W. Gilmour, profesor titular del Departamento de Español de la Tulane
University. Está culminando su tesis doctoral (“Masks, Faces and the Lost Chord: New Fiction in Contemporary Spanish
Literature”) y me pide (traduzco) que le diga quién, o qué, es la manada de
financieros que supuestamente tutelan la vida y los avatares de los
protagonistas de LMDF. Querido John, una de las prerrogativas del autor es la
de abstenerse de dar respuestas, de balizar interpretaciones, de sugerir
significados. Admito que pueden ser unos financieros, pero también pueden ser
unas entidades incorpóreas de difícil catalogación, y tampoco hay que
descartar que sean un mero recurso del
novelista para irse por las ramas. Puestos a especular, también podrían ser un
grupo de Funky-Disco, por qué no. Y podrían llamarse (qué sé yo) The Trammps.
¿Pruebas? Mírales aquí interpretando el que fue su mayor éxito, incluido en la
banda sonora de “Saturday Night Fever”. La canción se titula (otra pista más)
“Disco Inferno”. Y juraría (me estoy yendo de la lengua) que el mefistofélico
guitarrista cuadra perfectamente con la descripción que en la novela se hace de
Número 7.
“Devil with a blue
dress on” Mitch Ryder & The Detroit Wheels.
Las últimas páginas de la novela
están atravesadas por la pegajosa sombra de lo ineluctable: se veía venir,
dirán los lectores más perspicaces; se lo merece, cabecearán los más
moralistas; pobre Arturo, se compadecerán los más sensibles. Se dan la vuelta
los naipes, y nuestro protagonista se da cuenta de que no tiene nada, ni una
mísera pareja. La novela termina con el voltaje a tope, ese mismo zumbido
ominoso que desprende una silla eléctrica tras haber sido usada. Esa
intensidad, esa feroz cabalgada de ritmo es la que exhibe el grupo de Mitch
Ryder al versionar este clásico, un verdadero comprimido de rabia y energía
protagonizado por una mujer que parece “El diablo vestido de azul” (¿lo
pillamos?). Atención a las dos frenéticas go-gos subidas a las plataformas: ¿no
se parecen a las chicas que, inducidas por Ray, asedian la virtud de Arturo?
Extra Track: “Shangri
La” The Kinks
Dirigida en 1937 por Frank Capra,
“Horizontes perdidos” consagra el mito de Shangri-La, mítica ciudad utópica
enclavada en lo más recóndito del Himalaya. Desde entonces, la cultura popular
anglosajona identifica ese exótico topónimo con el paraíso en la tierra, con
ese rincón que cada uno de nosotros buscamos para alcanzar la felicidad.
Sesenta y dos años después, Ray Davies (sombreros fuera) compuso la canción que
bien podría servir como sustrato de interpretación de LMDF, y en la que un
innominado protagonista cree haber trepado a su particular nirvana tras
comprarse una casa (¿os suena de algo?). Os traduzco esta pequeña maravilla de costumbrismo
y mala baba:
Por fin has encontrado tu paraíso.
Este es el reino que has buscado.
Puedes salir fuera y limpiar tu coche.
O sentarte junto al fuego en tu Shangri La.
Esta es tu recompensa por trabajar tan duro.
Se acabó aquello de ir al excusado en el
patio trasero.
Se acabaron aquellos días en los que soñabas
con tener un coche.
Solo quieres sentarte en tu Shangri La.
Ponte las pantuflas y siéntate junto al
fuego.
Has alcanzado tu meta, y no puedes ir más
lejos.
Estás en tu casa, y sabes dónde estás
En tu Shangri La.
Siéntate en tu vieja mecedora.
No tienes que preocuparte de nada.
No puedes ir a ninguna parte.
Shangri La.
El hombrecito que va en el tren
Tiene una hipoteca que pende sobre su
cabeza.
Pero está demasiado asustado para quejarse.
Porque ha sido creado así.
Pasa el tiempo y paga sus deudas.
Consigue una televisión y una radio.
Por siete chelines al mes.
Shangri La.
Todas las casas de la calle tienen un
nombre.
Porque todas las casas de la calle parecen
la misma.
Los mismos cacharros de la chimenea, los mismos
cochecitos, los mismos vidrios de las ventanas,
Los vecinos te llaman para contarte cosas
que deberías saber.
Dicen sus frases, toman su té, y luego se
van.
Te cuentan sus negocios en otro Shangri La.
Las facturas del gas y del agua, las letras
del coche.
Demasiado asustados para pensar lo frágil
que es su situación
La vida no es tan feliz en tu pequeño Shangri
La.
(“Los motivos del fuego” es un
egotrip de J.C.Muñoz, publicado por “Relee”. All rights reserved)
miércoles, 15 de noviembre de 2017
¡Bailad, bailad, malditos!
A
finales de los setenta, en cualquier concierto de rock que tuviera lugar entre
Nueva York y Los Angeles, el ritual se cumplía con la precisión de un reloj
suizo. En un descuido del servicio de seguridad, algún melenudo particularmente
ágil saltaba al escenario y arrancaba la ovación de la noche exhibiendo una
pancarta en la que se leía: “Disco Sucks”.
¿Cómo pudo un estilo musical tan frívolo e intrascendente concitar el odio de
toda la comunidad rockera? ¿Tanto les ofendían los ritmos cuadriculados, el
vuelo rasante de los violines, el brillo de las lentejuelas? ¿No sería que aquellos
fieles adoradores de la sacrosanta guitarra eléctrica, secretamente hartos de
punteos inacabables y de cantantes con garganta de titanio, contemplaban con disimulada
envidia el hedonismo y la diversión que se cocía en las discotecas?
Sincronicemos
nuestros relojes: hoy hace cuarenta años que salió “Saturday Night Fever”, el
doble LP que lo cambió todo. No
fueron pocos los hitos musicales de aquel lejano 1977: surgió el punk (con el
debut discográfico de The Clash y Sex Pistols), vieron la luz cumbres del rock
adulto como “Hotel California” y “Rumours”, un gafoso Elvis Costello empezó a
dar la murga con “My Aim is True”, David Bowie publicó su última gran obra
(“Heroes”), descubrimos el pop sinfónico gracias a un tipo de alto tonelaje que
respondía al muy apropiado alias de Meat Loaf… Pero ninguno de estos
acontecimientos trepó a las alturas sociológicas de “Fiebre del sábado noche”,
banda sonora de una película perfectamente olvidable, pero que supuso el
surgimiento de una cultura de baile y evasión que convirtió a las discotecas en
el centro de la vida juvenil, en su ágora y su parlamento, en su trinchera y su
Sodoma. Si bien su aparición es muy anterior (en España lo hicieron bajo la
enternecedora denominación de Boîtes),
las discotecas eran un sitio para reunirse, para beber (y fumar esto y aquello,
ya me entendéis), para ligar e incluso para escuchar música enrollada. Pero desde que la gran
pantalla descubrió las contorsiones de aquel desgalichado Tony Manero, las
discotecas aumentaron drásticamente su repertorio de funciones: en ellas sobre
todo se iba a bailar.
Buena
culpa de ese cambio cultural la tienen tres hermanos ingleses y paliduchos (valga
la redundancia), emigrados a Australia en su juventud, donde aprendieron a
hacer canciones y adoptaron el nombre de Bee Gees. A su vuelta a Gran Bretaña
alcanzan el éxito como compositores e intérpretes de pop melódico, hasta que la
inevitables peleas fraternas (ni siquiera en esto son originales los hermanos
Gallagher) deshicieron el grupo. Pasaron los años, y ciertas necesidades
monetarias borraron las antiguas querellas, por lo que los hermanos Gibb se
volvieron a reunir. Tras trasladarse a Florida (por consejo de Eric Clapton),
olfatearon lo que hoy llamamos un “nicho de mercado”: aunque había una parte
del público blanco que, ahítos de caras ocultas de la luna y de escaleras al
cielo, quería mover el esqueleto, el funk se les antojaba demasiado salvaje,
demasiado tórrido, demasiado (digámoslo todo) negro. Nadie mejor que los sonrosados hermanos Gibb para quitarle
color al asunto. Tras algunas tentativas, la fórmula empieza a cuajar: letras
escapistas (nada de la turbia sexualidad de, por ejemplo, “Lady Marmalade”),
falsetes celestiales (cortesía de Barry, el mayor de los hermanos), violines
rampantes, producciones satinadas… Con “Jive Talkin’” consiguen, en 1975,
llegar al número 1, y durante un par de años largos no habrá quien les baje de
allí.
Por
entonces, su productor Robert Stigwood estaba trabajando en una película de
bajo coste, cuya peculiaridad consistía en adentrarse en un submundo
relativamente desconocido: el de los jóvenes que dedicaban el ocio de sus fines
de semana a bailar en las discotecas, como alivio a su alienante vida laboral.
Aunque parezca imposible, el proyecto tenía un embrionario contenido social,
pues pretendía reflejar esa Nueva York deprimente y áspera que no solía salir
en las grandes producciones. Asumiendo que la banda sonora debía ocupar un
papel primordial, Stigwood contactó al principio con artistas como Stevie
Wonder y Boz Scaggs, suministradores de soul bailable de calidad. Pero, por un
tema de derechos (y con la icónica escena del baile de Travolta ya filmada), se
hubo de renunciar al soundtrack ya utilizado y buscar uno nuevo. Y allí
estaban, con su sonrisa Profiden y sus camisas con cuello de gaviota, los tres
hermanos Gibb, que aportaron seis canciones y se encargaron de reclutar un
puñado de músicos solventes (David Shire, KC & The Sunshine Band, Kool
& The Gang, The Trammps…) para completar el lote.
El
resto es historia. Cuarenta millones de copias vendidas, cinco premios Grammy,
altísima consideración en las listas de los mejores álbums de todos los
tiempos… Es verdad que, como casi siempre ocurre, lo peor fueron los epígonos,
esos músicos de medio pelo que se subieron sin pudor al carro (¡hasta Mick
Jagger lo intentó, con cierta gracia en “Miss You”, sin puta gracia en
“Emotional Rescue”!) y que llenaron las ondas de estribillos machacones y
melaza sonora (mención especial para ese estomagante invento llamado EuroDisco,
del que aún nos estamos reponiendo). Los propios hermanos Gibb no tardaron en
repetirse una y otra vez, hasta que fueron discretamente apartados un par de
años después de las lista de éxitos, colonizadas por lo que se llamó New Wave.
Acabó el siglo, vino el nuevo milenio, murió Maurice, murió Robin, solo Barry
sigue arrastrando por los escenarios su imponente pelucón. Los millenials (¡qué plaga!) ya hace mucho
que han desertado de las discotecas: según me confesó una veinteañera “nosotros
ya salimos ligados de casa”, ellos se lo pierden. Sin embargo, en la República
del Karaoke, en el Reino Unificado de las Despedidas de Soltero / Soltera, en
la Confederación de las Reuniones de ExAlumnos, la ceremonia de izado de
bandera coincide siempre con “Stayin’ Alive”, ese momento fundacional en el que
todos, sin excepción, hacemos el ridículo señalando con el índice una
imaginaria bola de espejos.
martes, 7 de noviembre de 2017
Libertad, cuántos malos poemas han sido perpetrados en tu nombre.
El
primer aniversario de la muerte de Leonard Cohen me ha obligado (¡bendita
obligación!) a revisitar el cancionero del bardo canadiense. No he
experimentado grandes sorpresas: lo frecuento a menudo, algunas de sus
canciones siguen escuchándose sin interrupción, no parece que su fallecimiento
haya menguado su prestigio como chansonnier
postmoderno. De todo su repertorio siempre he preferido el atípico “I’m your
man”, pues se me antoja irresistible esa mezcla de poesía y cinismo,
interpretada al compás de un teclado Casio de baratillo. Muchos de sus versos
(¡marchando una ración de confesiones impúdicas!) han servido para dar lustre a
mis tartamudeantes intentos de cortejar a una dama, y no siempre sin resultado.
Y en más de una ocasión he toreado las destempladas recriminaciones de mis
parejas soltando como al desgaire:
“ (…) So you can stick
your little pins in that voodoo doll.
I'm very sorry, baby,
doesn't look like me at all (…)”
“Puedes pinchar tus alfileres en ese muñequito de vudú / Lo siento mucho,
baby, pero no se parece nada a mí” (“Tower of song”). ¡Qué tío! ¡No me extraña
que tantas mujeres se volvieran locas por él! Si Woody Allen dijo que le
gustaría reencarnarse en los dedos de Warren Beatty (prototipo de seductor
hollywoodense), supongo que no somos pocos a los que nos encantaría poseer el
pausado carisma y la voz acariciante del señor Cohen, elegante tanto con las
mujeres como con sus sucesivas bancarrotas.
Pero la escucha de sus discos y, en especial, el disfrute de sus letras me
han provocado otra reflexión, algo más abstracta pero quizás interesante. Tras
años de seguir su carrera musical, en 2011 me decidí a leer algo de su
producción poética, y en un viaje a Asturias aproveché para adentrarme en
“Flores para Hitler”. Seamos justos: se trata de un texto de esos que la
crítica etiqueta rápidamente como “de búsqueda de su propia voz”. En sus poemas
(y en “El nuevo paso”, una especie de pequeña obra de teatro pomposamente
subtitulada “Un Ballet-Drama de un
acto”) se adivinaban los temas que con posterioridad (el poemario es de 1964,
tres años antes de que sacara su primer disco) abundarían en sus canciones: el
amor, el pesimismo inteligente, el desamor, el ansía de inmortalidad, el amor,
la desazón ante la espiritualidad, el desamor… Sin embargo (quizás estaba yo
revenido por entonces, quién sabe) aquellos recitados tan cohenianos se me
hacían espesos, innecesariamente enfáticos, demasiado largos y farragosos. De
repente lo comprendí, la frase que encabeza este texto se me apareció diáfana,
resolutiva: “Libertad, cuántos malos poemas se han perpetrado en tu nombre”.
Voluptuosamente ajeno a cualquier límite, el joven Leonard se dejaba llevar sin
freno por su musa, incapaz de ponerle coto, recreándose en su propia facilidad expresiva:
es el mismo reproche que puedo hacer a buena parte de la poesía contemporánea,
que confunde la falta de reglas con el “todo vale”, gracias a lo cual
cualquiera se puede creer vanguardista simplemente por llevar al papel (sin
necesidad de filtro alguno) lo primero que se le viene a la cabeza. ¡Qué harto
estoy de todo ese surrealismo de garrafón al que tan aficionados son los
jurados de poesía, y que con tanto ardor premian: “no entiendo lo que dice,
pero intuyo que hay algo muy intenso en esos versos”! ¡A otro perro con ese
hueso!
Pero volvamos con nuestro héroe: años después, ese mismo Cohen incapaz de
ajustarse a la esencia de las cosas (como dicen los contables: el papel lo
aguanta todo) se tiene que enfrentar a las imposiciones de la composición
musical, a la frontera no escrita pero infranqueable de los cuatro minutos, y
el milagro se produce: costreñido por una métrica y unos ritmos, sus poemas
ganan en concisión, en profundidad, en economía narrativa. El magma de “Flores
para Hitler” se embrida sin perder sustancia, se hace preciso, quirúrgico. ¡Qué
lástima que su colega Dylan no siguiera su ejemplo, y continuara con sus
interminables y a menudo incomprensibles jeremiadas!
Vuelvo a “I’m your man”, me dejó mecer por su minimalismo sonoro, por el
laconismo casi zen de sus letras. La imagen es poderosa: un señor bien
trajeado, con su inseparable Fedora en la cabeza, transita por un mundo de
fugaz melancolía. De repente, un recuerdo trepa por mi memoria, se abre paso a
codazos: ¿cómo se llamaba (¿Marta? ¿María? Tenía el pelo alborotado y la
sonrisa no se le caía de la boca, de eso sí que me acuerdo…) aquella chica a la
que abordé con estos versos?:
I don't need to be forgiven for loving you so much
It's written in the scriptures
It's written there in blood
I even heard the angels declare it from above
There ain't no cure, There ain't no cure for love”
It's written in the scriptures
It's written there in blood
I even heard the angels declare it from above
There ain't no cure, There ain't no cure for love”
(“No necesito ser
perdonado por amarte tanto / Está escrito en los Evangelios / Allí está escrito
con sangre / Incluso he escuchado ángeles declarándolo desde allá arriba / No
hay remedio para el amor”)
El trovador de Montreal se fue hace un año sin hacer ruido. Y desde
entonces ruego por no cruzarme por la calle con Marta (o María): no sabría qué
decir.
domingo, 5 de noviembre de 2017
Aquellos años del pasado en los que no había futuro
Hacía finales de 1977, en inopinada
sincronía, una música estridente surgió de los garajes donde ensayaban diversas
bandas de Miranda de Ebro, Almendralejo, Cornellá del Vallés, Muskiz,
Antequera, Villarcayo, Almazán. Si alguien se hubiera preocupado en averiguar
por qué aquellos chavalotes aparentemente tan sanos habían arrinconado sus
mandolinas y sus versiones de Simon & Garfunkel para pasarse a rasguñar
guitarras eléctricas de segunda mano, la respuesta hubiera estado en el dial de
la radio, más concretamente en las escasas emisoras que radiaban una canción
áspera y chirriante que había revolucionado las listas de éxitos británicas, y
que hablaba (qué barbaridad) de anarquía y del anticristo. Y cuando los amigos
de la cuadrilla se pasmaban con la melonada esa de teñirse el pelo de verde
(¡ande vas, Manolín, con esas pintas!), o se burlaban de la repentina moda de
ponerse imperdibles por toda la ropa (¡como te vea tu madre te la cargas, barbián!), los muchachos sonreían con desdén y se largaban del bar
haciendo una peineta, al tiempo en que berreaban que no había futuro.
En realidad sí que lo hubo, pero eso
poco importó a los que, desde que salió “Never Mind the Bollocks – Here’s the
Sex Pistols” consideraron que aquellas trece canciones eran el vademécum
imprescindible para manejarse en un mundo lleno de paranoia, drogas y
banalidad. No estará de más que lo recordemos: por aquel entonces el rock and
roll (y la música popular en general) se encontraba en un callejón sin salida,
con el rock progresivo y la música disco copando las emisoras, para
desesperación de aquellos que apostaban por la energía y la provocación como
ingredientes necesarios para cualquier canción que se precie. Bastará con decir
que el tema más radiado en la primera mitad del año había sido “Hotel
California”, el equivalente sonoro de una sobredosis de melatonina.
No, no había sofisticadas (a la par
que misteriosas) damas ni coches cromados en las canciones de los Pistols.
Confusión política, egocentrismo adolescente, consignas de instituto,
arrogancia proletaria… Un caos existencial que nos llegó justo (qué casualidad)
cuando se celebraban las bodas de plata de Isabel II a la cabeza de la
monarquía británica. Para amargarle el festejo, un grupo de cuatro mozalbetes
londinenses, ninguno de los cuales tenía más de 22 años, sacaron uno de los
álbumes más influyentes de la historia, venerado desde entonces como la última
oportunidad que tuvo el rock de reinventarse, antes de que llegaran los monaguillos
ecologistas y transversales de U2, the Smiths y REM (qué coñazo, oiga).
No entraré en la hagiografía
laudatoria que tanto abunda estos días de celebraciones: la imagen de un Johnny
Rotten (sí, ya sé que desde hace mucho tiempo se hace llamar Johnny Lydon, su
nombre real) sesentón y aburguesado me causa bastante repelús, y me niego a
caer en la mitificación necrófila de alguien tan descerebrado como Sid Vicious.
Lo más sensato es sentarse frente al equipo de música y escuchar, a ser posible
con los oídos bien abiertos, aquel disco que (todo hay que decirlo) frecuenté
relativamente poco en mi adolescencia, pues lo descubrí al mismo tiempo que el
cláshico “London Calling” y el “Armed Forces” de Elvis Costello, ambos
infinitamente mejores que el exabrupto amarillo de los pupilos de Malcolm
McLaren. Desconecto mi móvil, pongo la música a tope… y tengo que reconocer que
el milagro no funciona. Las canciones son toscas, minimalistas, cansinas. El
fraseo (por llamarlo de algún modo) del señor Rotten es francamente irritante,
y la simpleza sonora me cansa, especialmente cuando, con un punto de melodía más,
se puede llegar a maravillas como “Teenage kicks” (Undertones) o “Roadrunner”
(Jonathan Richman). Eso sí, reconozco que las letras (cuando abandonan el “fuck
this and fuck that”) tienen algo más de relieve, adentrándose en temas como el
aborto (“Bodies”) o la incompetencia de la burocracia (“Pretty vacant”). ¿La
famosa energía? Pues sí, está ahí, eso no lo niega nadie, los guitarrazos de
Steve Jones siguen sonando como una motosierra que intenta cortar por la mitad
un radiador oxidado. A lo mejor soy yo el que ya no tiene el cuerpo para estos
excesos tan burdos, quién sabe…
En todo caso, no me gustaría ser
injusto: un LP como este sirvió para sacar al rock de su narcisismo sinfónico
(¡acordaos de Yes, de Genesis, de todos aquellos universitarios pretenciosos
que jamás de los jamases escupieron a su público!) y abrir de nuevo la puerta a
la espontaneidad y el descaro. Eso sí, pocas veces en la historia una predicción
apocalíptica anduvo tan errada: apenas un año después de que los Pistols anunciaran
el advenimiento de la anarquía y el anticristo, Margaret Thatcher se convertía
en Primera Ministra del Reino Unido. ¿O quizás sí acertaron?
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