domingo, 26 de noviembre de 2017

Nocturno de Princesa

            


Te despedías de la panda tras haber arreglado el mundo y volvías un poco colocado a casa, con Madrid ya a punto de echar el cierre. Pero cuando estabas a dos calles le decías al taxista que cambio de planes, que necesitabas saber qué coño había pasado mientras tú habías quemado la ciudad (menos lobos), vamos al drugstore más cercano, ¿cómo dice?, vamos a un VIPS, jefe, le traducías, que quiero comprar la prensa. Los magníficos noctámbulos de siempre estaban allí, fuera de todas las modas, inmunes al tiempo, ojeando las revistas, comiendo Donuts de chocolate un poco duros para que se les pasara el colocón, intentando conseguir un ligue de última hora con el que dignificar aquel sábado de mierda. Te encaminabas tambaleando hacia el mostrador (ese último cubata había sobrado), cogías “El País”, te hacías la ilusión de que aún olía a rotativa, a noticia sin enfriar. Te sentías como un personaje de Alan Rudolph, como el protagonista de cualquier película vista en los Alphaville, solo te faltaba comprarte una botellita de whisky y meterla en una bolsa de papel de estraza, mejor no, tampoco hay que pasarse. Si había suerte también te agenciabas alguno de esos libros de saldo que, en apresurada coyunda, se desparramaban por las estanterías, tratados de arte, catálogos de antiguas exposiciones, “La lozana andaluza”, castillos de Bohemia (¿), novelas de detectives, cosas incomprendidas de Siruela. Salías a la calle tarareando “Nocturno de Princesa”, la maravillosa canción de Moris que se desarrollaba allí, y por un rato te sabías parte de la Gran Novela del Mundo. Ayer supimos que van a cerrar, que su margen de beneficio bla bla bla, y que los establecimientos servirán como sede para restaurantes de franquicia, la versión hipster de la alimentación estabulada. Sé que no soy objetivo, pero las noches de Madrid antes molaban mucho más.    





lunes, 20 de noviembre de 2017

"Los motivos del fuego; el Podcast"

No todo es deleznable en las nuevas tecnologías. Gracias a ellas me puedo permitir un viejo sueño: poner banda sonora a mis textos. Los lectores de “Los motivos del fuego” podrán disfrutar de la novela teniendo en la cabeza el soundtrack que aquí se indica. ¡No perdáis el swing!

Fire”, Robert Gordon & Link Wray

Qué curioso: las canciones de Springsteen que más me gustan son aquellas que, en un rapto de generosidad, fue regalando a amigos y colegas. La más conocida es “Because the night”, que supuso el hit más comercial de Patti Smith, gracias al cual por unos meses abandonó las barriadas de la marginalidad para trasladarse a la Milla de Oro. Pero la que hoy traigo aquí, y que sirve para dar el tono a las primeras páginas de LMDF, es “Fire”, un vibrante medio tiempo que defendieron con ardor el cantante Robert Gordon y su guitarrista de entonces, el nativoamericano (de origen shawnee) Link Wray. Gobernada por un riff a punto de reventar en todas direcciones, la canción encapsula lo mejor de Springsteen: inminencia del clímax, pasiones soterradas, guitarras incandescentes. Se puede escuchar como fondo sonoro en las citas adulterinas de los protagonistas, pero también en los momentos de hibris (desmesura blasfema) de Arturo, por culpa de los cuales se va convirtiendo en una bomba de relojería cuyo mecanismo (tic tac, tic tac) se desboca bajo la inquieta mirada del lector.

“Queen of the rapping scene” Modern Romance

Cuando alguien me pregunta: ¡Oh, sapientérrimo Muñoz!, ¿de dónde procede tu inagotable sabiduría, de qué Ateneo, de qué Enciclopedia?, no puedo evitar reírme antes de contestar. A mediados de los ochenta, yo era un habitual de las discotecas. Resumiré el cuento: una noche estaba entregado a la fiebre del baile cuando el DJ seleccionó una canción desconocida que, en principio, conjugaba algunos de los detalles que (por lo menos para mí) pueden hacer que un tema pase de ser meramente correcto a integrarse en mi particular Canon. Un acordeón susurrante surfeaba sobre el maremágnum sonoro, y el estribillo corría a cargo de una chica que rapeaba en inglés (mon dieu!) con irresistible acento francés. Pero la epifanía vino cuando, en mitad del baile, supe traducir el estribillo: “Nothing ever goes the way you plan”. ¡Las cosas nunca suceden como las planeas!, grité en mitad de la pista de baile, paralizado y sapientísimo, y solo los codazos y empellones del resto de los danzarines lograron que me pusiera de nuevo en movimiento. Nothing ever goes the way you plan, le dice (a su manera) Victoria a Arturo, y también se lo recuerda Camila, y Jonás, hasta su fiel conciencia (travestida en narrador guadianesco) se lo suelta a la mínima oportunidad. Pero no puedes interponerte entre un ser humano y su destino, y el de Arturo es subir hasta lo más alto e inflamarse, cual nuevo Ícaro, mientras Modern Romance siguen recitando su mantra una y otra vez.

“Disco Inferno” The Trammps.

Desde New Orleans me escribe John W. Gilmour, profesor titular del Departamento de Español de la Tulane University. Está culminando su tesis doctoral (“Masks, Faces and the Lost Chord: New Fiction in Contemporary Spanish Literature”) y me pide (traduzco) que le diga quién, o qué, es la manada de financieros que supuestamente tutelan la vida y los avatares de los protagonistas de LMDF. Querido John, una de las prerrogativas del autor es la de abstenerse de dar respuestas, de balizar interpretaciones, de sugerir significados. Admito que pueden ser unos financieros, pero también pueden ser unas entidades incorpóreas de difícil catalogación, y tampoco hay que descartar  que sean un mero recurso del novelista para irse por las ramas. Puestos a especular, también podrían ser un grupo de Funky-Disco, por qué no. Y podrían llamarse (qué sé yo) The Trammps. ¿Pruebas? Mírales aquí interpretando el que fue su mayor éxito, incluido en la banda sonora de “Saturday Night Fever”. La canción se titula (otra pista más) “Disco Inferno”. Y juraría (me estoy yendo de la lengua) que el mefistofélico guitarrista cuadra perfectamente con la descripción que en la novela se hace de Número 7. 
  
“Devil with a blue dress on” Mitch Ryder & The Detroit Wheels.

Las últimas páginas de la novela están atravesadas por la pegajosa sombra de lo ineluctable: se veía venir, dirán los lectores más perspicaces; se lo merece, cabecearán los más moralistas; pobre Arturo, se compadecerán los más sensibles. Se dan la vuelta los naipes, y nuestro protagonista se da cuenta de que no tiene nada, ni una mísera pareja. La novela termina con el voltaje a tope, ese mismo zumbido ominoso que desprende una silla eléctrica tras haber sido usada. Esa intensidad, esa feroz cabalgada de ritmo es la que exhibe el grupo de Mitch Ryder al versionar este clásico, un verdadero comprimido de rabia y energía protagonizado por una mujer que parece “El diablo vestido de azul” (¿lo pillamos?). Atención a las dos frenéticas go-gos subidas a las plataformas: ¿no se parecen a las chicas que, inducidas por Ray, asedian la virtud de Arturo?

Extra Track: “Shangri La” The Kinks

Dirigida en 1937 por Frank Capra, “Horizontes perdidos” consagra el mito de Shangri-La, mítica ciudad utópica enclavada en lo más recóndito del Himalaya. Desde entonces, la cultura popular anglosajona identifica ese exótico topónimo con el paraíso en la tierra, con ese rincón que cada uno de nosotros buscamos para alcanzar la felicidad. Sesenta y dos años después, Ray Davies (sombreros fuera) compuso la canción que bien podría servir como sustrato de interpretación de LMDF, y en la que un innominado protagonista cree haber trepado a su particular nirvana tras comprarse una casa (¿os suena de algo?). Os traduzco esta pequeña maravilla de costumbrismo y mala baba:

Por fin has encontrado tu paraíso.
Este es el reino que has buscado.
Puedes salir fuera y limpiar tu coche.
O sentarte junto al fuego en tu Shangri La.
Esta es tu recompensa por trabajar tan duro.
Se acabó aquello de ir al excusado en el patio trasero.
Se acabaron aquellos días en los que soñabas con tener un coche.
Solo quieres sentarte en tu Shangri La.
Ponte las pantuflas y siéntate junto al fuego.
Has alcanzado tu meta, y no puedes ir más lejos.
Estás en tu casa, y sabes dónde estás
En tu Shangri La.
Siéntate en tu vieja mecedora.
No tienes que preocuparte de nada.
No puedes ir a ninguna parte.
Shangri La.
El hombrecito que va en el tren
Tiene una hipoteca que pende sobre su cabeza.
Pero está demasiado asustado para quejarse.
Porque ha sido creado así.
Pasa el tiempo y paga sus deudas.
Consigue una televisión y una radio.
Por siete chelines al mes.
Shangri La.
Todas las casas de la calle tienen un nombre.
Porque todas las casas de la calle parecen la misma.
Los mismos cacharros de la chimenea, los mismos cochecitos, los mismos vidrios de las ventanas,
Los vecinos te llaman para contarte cosas que deberías saber.
Dicen sus frases, toman su té, y luego se van.
Te cuentan sus negocios en otro Shangri La.
Las facturas del gas y del agua, las letras del coche.
Demasiado asustados para pensar lo frágil que es su situación
La vida no es tan feliz en tu pequeño Shangri La.


(“Los motivos del fuego” es un egotrip de J.C.Muñoz, publicado por “Relee”. All rights reserved)

miércoles, 15 de noviembre de 2017

¡Bailad, bailad, malditos!


A finales de los setenta, en cualquier concierto de rock que tuviera lugar entre Nueva York y Los Angeles, el ritual se cumplía con la precisión de un reloj suizo. En un descuido del servicio de seguridad, algún melenudo particularmente ágil saltaba al escenario y arrancaba la ovación de la noche exhibiendo una pancarta en la que se leía: “Disco Sucks”. ¿Cómo pudo un estilo musical tan frívolo e intrascendente concitar el odio de toda la comunidad rockera? ¿Tanto les ofendían los ritmos cuadriculados, el vuelo rasante de los violines, el brillo de las lentejuelas? ¿No sería que aquellos fieles adoradores de la sacrosanta guitarra eléctrica, secretamente hartos de punteos inacabables y de cantantes con garganta de titanio, contemplaban con disimulada envidia el hedonismo y la diversión que se cocía en las discotecas?

Sincronicemos nuestros relojes: hoy hace cuarenta años que salió “Saturday Night Fever”, el doble LP que lo cambió todo. No fueron pocos los hitos musicales de aquel lejano 1977: surgió el punk (con el debut discográfico de The Clash y Sex Pistols), vieron la luz cumbres del rock adulto como “Hotel California” y “Rumours”, un gafoso Elvis Costello empezó a dar la murga con “My Aim is True”, David Bowie publicó su última gran obra (“Heroes”), descubrimos el pop sinfónico gracias a un tipo de alto tonelaje que respondía al muy apropiado alias de Meat Loaf… Pero ninguno de estos acontecimientos trepó a las alturas sociológicas de “Fiebre del sábado noche”, banda sonora de una película perfectamente olvidable, pero que supuso el surgimiento de una cultura de baile y evasión que convirtió a las discotecas en el centro de la vida juvenil, en su ágora y su parlamento, en su trinchera y su Sodoma. Si bien su aparición es muy anterior (en España lo hicieron bajo la enternecedora denominación de Boîtes), las discotecas eran un sitio para reunirse, para beber (y fumar esto y aquello, ya me entendéis), para ligar e incluso para escuchar música enrollada. Pero desde que la gran pantalla descubrió las contorsiones de aquel desgalichado Tony Manero, las discotecas aumentaron drásticamente su repertorio de funciones: en ellas sobre todo se iba a bailar.

Buena culpa de ese cambio cultural la tienen tres hermanos ingleses y paliduchos (valga la redundancia), emigrados a Australia en su juventud, donde aprendieron a hacer canciones y adoptaron el nombre de Bee Gees. A su vuelta a Gran Bretaña alcanzan el éxito como compositores e intérpretes de pop melódico, hasta que la inevitables peleas fraternas (ni siquiera en esto son originales los hermanos Gallagher) deshicieron el grupo. Pasaron los años, y ciertas necesidades monetarias borraron las antiguas querellas, por lo que los hermanos Gibb se volvieron a reunir. Tras trasladarse a Florida (por consejo de Eric Clapton), olfatearon lo que hoy llamamos un “nicho de mercado”: aunque había una parte del público blanco que, ahítos de caras ocultas de la luna y de escaleras al cielo, quería mover el esqueleto, el funk se les antojaba demasiado salvaje, demasiado tórrido, demasiado (digámoslo todo) negro. Nadie mejor que los sonrosados hermanos Gibb para quitarle color al asunto. Tras algunas tentativas, la fórmula empieza a cuajar: letras escapistas (nada de la turbia sexualidad de, por ejemplo, “Lady Marmalade”), falsetes celestiales (cortesía de Barry, el mayor de los hermanos), violines rampantes, producciones satinadas… Con “Jive Talkin’” consiguen, en 1975, llegar al número 1, y durante un par de años largos no habrá quien les baje de allí.

Por entonces, su productor Robert Stigwood estaba trabajando en una película de bajo coste, cuya peculiaridad consistía en adentrarse en un submundo relativamente desconocido: el de los jóvenes que dedicaban el ocio de sus fines de semana a bailar en las discotecas, como alivio a su alienante vida laboral. Aunque parezca imposible, el proyecto tenía un embrionario contenido social, pues pretendía reflejar esa Nueva York deprimente y áspera que no solía salir en las grandes producciones. Asumiendo que la banda sonora debía ocupar un papel primordial, Stigwood contactó al principio con artistas como Stevie Wonder y Boz Scaggs, suministradores de soul bailable de calidad. Pero, por un tema de derechos (y con la icónica escena del baile de Travolta ya filmada), se hubo de renunciar al soundtrack ya utilizado y buscar uno nuevo. Y allí estaban, con su sonrisa Profiden y sus camisas con cuello de gaviota, los tres hermanos Gibb, que aportaron seis canciones y se encargaron de reclutar un puñado de músicos solventes (David Shire, KC & The Sunshine Band, Kool & The Gang, The Trammps…) para completar el lote.


El resto es historia. Cuarenta millones de copias vendidas, cinco premios Grammy, altísima consideración en las listas de los mejores álbums de todos los tiempos… Es verdad que, como casi siempre ocurre, lo peor fueron los epígonos, esos músicos de medio pelo que se subieron sin pudor al carro (¡hasta Mick Jagger lo intentó, con cierta gracia en “Miss You”, sin puta gracia en “Emotional Rescue”!) y que llenaron las ondas de estribillos machacones y melaza sonora (mención especial para ese estomagante invento llamado EuroDisco, del que aún nos estamos reponiendo). Los propios hermanos Gibb no tardaron en repetirse una y otra vez, hasta que fueron discretamente apartados un par de años después de las lista de éxitos, colonizadas por lo que se llamó New Wave. Acabó el siglo, vino el nuevo milenio, murió Maurice, murió Robin, solo Barry sigue arrastrando por los escenarios su imponente pelucón. Los millenials (¡qué plaga!) ya hace mucho que han desertado de las discotecas: según me confesó una veinteañera “nosotros ya salimos ligados de casa”, ellos se lo pierden. Sin embargo, en la República del Karaoke, en el Reino Unificado de las Despedidas de Soltero / Soltera, en la Confederación de las Reuniones de ExAlumnos, la ceremonia de izado de bandera coincide siempre con “Stayin’ Alive”, ese momento fundacional en el que todos, sin excepción, hacemos el ridículo señalando con el índice una imaginaria bola de espejos.

martes, 7 de noviembre de 2017

Libertad, cuántos malos poemas han sido perpetrados en tu nombre.


El primer aniversario de la muerte de Leonard Cohen me ha obligado (¡bendita obligación!) a revisitar el cancionero del bardo canadiense. No he experimentado grandes sorpresas: lo frecuento a menudo, algunas de sus canciones siguen escuchándose sin interrupción, no parece que su fallecimiento haya menguado su prestigio como chansonnier postmoderno. De todo su repertorio siempre he preferido el atípico “I’m your man”, pues se me antoja irresistible esa mezcla de poesía y cinismo, interpretada al compás de un teclado Casio de baratillo. Muchos de sus versos (¡marchando una ración de confesiones impúdicas!) han servido para dar lustre a mis tartamudeantes intentos de cortejar a una dama, y no siempre sin resultado. Y en más de una ocasión he toreado las destempladas recriminaciones de mis parejas soltando como al desgaire:

“ (…) So you can stick your little pins in that voodoo doll.
I'm very sorry, baby, doesn't look like me at all  (…)”

“Puedes pinchar tus alfileres en ese muñequito de vudú / Lo siento mucho, baby, pero no se parece nada a mí” (“Tower of song”). ¡Qué tío! ¡No me extraña que tantas mujeres se volvieran locas por él! Si Woody Allen dijo que le gustaría reencarnarse en los dedos de Warren Beatty (prototipo de seductor hollywoodense), supongo que no somos pocos a los que nos encantaría poseer el pausado carisma y la voz acariciante del señor Cohen, elegante tanto con las mujeres como con sus sucesivas bancarrotas.

Pero la escucha de sus discos y, en especial, el disfrute de sus letras me han provocado otra reflexión, algo más abstracta pero quizás interesante. Tras años de seguir su carrera musical, en 2011 me decidí a leer algo de su producción poética, y en un viaje a Asturias aproveché para adentrarme en “Flores para Hitler”. Seamos justos: se trata de un texto de esos que la crítica etiqueta rápidamente como “de búsqueda de su propia voz”. En sus poemas (y en “El nuevo paso”, una especie de pequeña obra de teatro pomposamente subtitulada “Un  Ballet-Drama de un acto”) se adivinaban los temas que con posterioridad (el poemario es de 1964, tres años antes de que sacara su primer disco) abundarían en sus canciones: el amor, el pesimismo inteligente, el desamor, el ansía de inmortalidad, el amor, la desazón ante la espiritualidad, el desamor… Sin embargo (quizás estaba yo revenido por entonces, quién sabe) aquellos recitados tan cohenianos se me hacían espesos, innecesariamente enfáticos, demasiado largos y farragosos. De repente lo comprendí, la frase que encabeza este texto se me apareció diáfana, resolutiva: “Libertad, cuántos malos poemas se han perpetrado en tu nombre”. Voluptuosamente ajeno a cualquier límite, el joven Leonard se dejaba llevar sin freno por su musa, incapaz de ponerle coto, recreándose en su propia facilidad expresiva: es el mismo reproche que puedo hacer a buena parte de la poesía contemporánea, que confunde la falta de reglas con el “todo vale”, gracias a lo cual cualquiera se puede creer vanguardista simplemente por llevar al papel (sin necesidad de filtro alguno) lo primero que se le viene a la cabeza. ¡Qué harto estoy de todo ese surrealismo de garrafón al que tan aficionados son los jurados de poesía, y que con tanto ardor premian: “no entiendo lo que dice, pero intuyo que hay algo muy intenso en esos versos”! ¡A otro perro con ese hueso!

Pero volvamos con nuestro héroe: años después, ese mismo Cohen incapaz de ajustarse a la esencia de las cosas (como dicen los contables: el papel lo aguanta todo) se tiene que enfrentar a las imposiciones de la composición musical, a la frontera no escrita pero infranqueable de los cuatro minutos, y el milagro se produce: costreñido por una métrica y unos ritmos, sus poemas ganan en concisión, en profundidad, en economía narrativa. El magma de “Flores para Hitler” se embrida sin perder sustancia, se hace preciso, quirúrgico. ¡Qué lástima que su colega Dylan no siguiera su ejemplo, y continuara con sus interminables y a menudo incomprensibles jeremiadas!

Vuelvo a “I’m your man”, me dejó mecer por su minimalismo sonoro, por el laconismo casi zen de sus letras. La imagen es poderosa: un señor bien trajeado, con su inseparable Fedora en la cabeza, transita por un mundo de fugaz melancolía. De repente, un recuerdo trepa por mi memoria, se abre paso a codazos: ¿cómo se llamaba (¿Marta? ¿María? Tenía el pelo alborotado y la sonrisa no se le caía de la boca, de eso sí que me acuerdo…) aquella chica a la que abordé con estos versos?:

I don't need to be forgiven for loving you so much
It's written in the scriptures
It's written there in blood
I even heard the angels declare it from above
There ain't no cure, There ain't no cure for love”

(“No necesito ser perdonado por amarte tanto / Está escrito en los Evangelios / Allí está escrito con sangre / Incluso he escuchado ángeles declarándolo desde allá arriba / No hay remedio para el amor”)


El trovador de Montreal se fue hace un año sin hacer ruido. Y desde entonces ruego por no cruzarme por la calle con Marta (o María): no sabría qué decir.

domingo, 5 de noviembre de 2017

Aquellos años del pasado en los que no había futuro

            Hacía finales de 1977, en inopinada sincronía, una música estridente surgió de los garajes donde ensayaban diversas bandas de Miranda de Ebro, Almendralejo, Cornellá del Vallés, Muskiz, Antequera, Villarcayo, Almazán. Si alguien se hubiera preocupado en averiguar por qué aquellos chavalotes aparentemente tan sanos habían arrinconado sus mandolinas y sus versiones de Simon & Garfunkel para pasarse a rasguñar guitarras eléctricas de segunda mano, la respuesta hubiera estado en el dial de la radio, más concretamente en las escasas emisoras que radiaban una canción áspera y chirriante que había revolucionado las listas de éxitos británicas, y que hablaba (qué barbaridad) de anarquía y del anticristo. Y cuando los amigos de la cuadrilla se pasmaban con la melonada esa de teñirse el pelo de verde (¡ande vas, Manolín, con esas pintas!), o se burlaban de la repentina moda de ponerse imperdibles por toda la ropa (¡como te vea tu madre te la cargas, barbián!), los muchachos sonreían con desdén y se largaban del bar haciendo una peineta, al tiempo en que berreaban que no había futuro.

            En realidad sí que lo hubo, pero eso poco importó a los que, desde que salió “Never Mind the Bollocks – Here’s the Sex Pistols” consideraron que aquellas trece canciones eran el vademécum imprescindible para manejarse en un mundo lleno de paranoia, drogas y banalidad. No estará de más que lo recordemos: por aquel entonces el rock and roll (y la música popular en general) se encontraba en un callejón sin salida, con el rock progresivo y la música disco copando las emisoras, para desesperación de aquellos que apostaban por la energía y la provocación como ingredientes necesarios para cualquier canción que se precie. Bastará con decir que el tema más radiado en la primera mitad del año había sido “Hotel California”, el equivalente sonoro de una sobredosis de melatonina.

            No, no había sofisticadas (a la par que misteriosas) damas ni coches cromados en las canciones de los Pistols. Confusión política, egocentrismo adolescente, consignas de instituto, arrogancia proletaria… Un caos existencial que nos llegó justo (qué casualidad) cuando se celebraban las bodas de plata de Isabel II a la cabeza de la monarquía británica. Para amargarle el festejo, un grupo de cuatro mozalbetes londinenses, ninguno de los cuales tenía más de 22 años, sacaron uno de los álbumes más influyentes de la historia, venerado desde entonces como la última oportunidad que tuvo el rock de reinventarse, antes de que llegaran los monaguillos ecologistas y transversales de U2, the Smiths y REM (qué coñazo, oiga).

            No entraré en la hagiografía laudatoria que tanto abunda estos días de celebraciones: la imagen de un Johnny Rotten (sí, ya sé que desde hace mucho tiempo se hace llamar Johnny Lydon, su nombre real) sesentón y aburguesado me causa bastante repelús, y me niego a caer en la mitificación necrófila de alguien tan descerebrado como Sid Vicious. Lo más sensato es sentarse frente al equipo de música y escuchar, a ser posible con los oídos bien abiertos, aquel disco que (todo hay que decirlo) frecuenté relativamente poco en mi adolescencia, pues lo descubrí al mismo tiempo que el cláshico “London Calling” y el “Armed Forces” de Elvis Costello, ambos infinitamente mejores que el exabrupto amarillo de los pupilos de Malcolm McLaren. Desconecto mi móvil, pongo la música a tope… y tengo que reconocer que el milagro no funciona. Las canciones son toscas, minimalistas, cansinas. El fraseo (por llamarlo de algún modo) del señor Rotten es francamente irritante, y la simpleza sonora me cansa, especialmente cuando, con un punto de melodía más, se puede llegar a maravillas como “Teenage kicks” (Undertones) o “Roadrunner” (Jonathan Richman). Eso sí, reconozco que las letras (cuando abandonan el “fuck this and fuck that”) tienen algo más de relieve, adentrándose en temas como el aborto (“Bodies”) o la incompetencia de la burocracia (“Pretty vacant”). ¿La famosa energía? Pues sí, está ahí, eso no lo niega nadie, los guitarrazos de Steve Jones siguen sonando como una motosierra que intenta cortar por la mitad un radiador oxidado. A lo mejor soy yo el que ya no tiene el cuerpo para estos excesos tan burdos, quién sabe…


            En todo caso, no me gustaría ser injusto: un LP como este sirvió para sacar al rock de su narcisismo sinfónico (¡acordaos de Yes, de Genesis, de todos aquellos universitarios pretenciosos que jamás de los jamases escupieron a su público!) y abrir de nuevo la puerta a la espontaneidad y el descaro. Eso sí, pocas veces en la historia una predicción apocalíptica anduvo tan errada: apenas un año después de que los Pistols anunciaran el advenimiento de la anarquía y el anticristo, Margaret Thatcher se convertía en Primera Ministra del Reino Unido. ¿O quizás sí acertaron?