Un cineasta norteamericano, para
burlarse del cine europeo y de su presunta parsimonia, dijo una vez que en las
películas hechas en el Viejo Continente se podía ver crecer la hierba. Aquel
comentario displicente no tuvo en cuenta que pocos milagros más apasionantes e
incomprensibles habrá que esa sinfonía biológica gracias a la cual de una
semilla surge una flor, o un cactus, o (y esa va a ser mi imagen para “Lo
llamaré frontera”) un muro de frondosa hiedra en el que se arraciman todas las
variedades del verde. Por estos 19 textos de prosa arborescente pasearemos como
por un laberinto rezumante de clorofila, y lo haremos con la atención que
prestamos en los sueños por las disonancias y los extraños relieves. En este
laberinto (en cuyo frontispicio reza amenazante la frase “La realidad aquí no
es bienvenida”) habitan rendijas a otras dimensiones, recuerdos infantiles,
personajes a medio bocetar y criaturas de incierta tipología vegetal. Liberados
de su entablamento narrativo (con alguna excepción), los textos se deslizan
hacia lo onírico, como hacía (aunque sin su opresiva sordidez) Samuel Beckett
en su trilogía de Malloy. En “Flores volcánicas” leemos: “Tal vez se halle en
medio de un sueño que se repite y se repite”. A ese punto de no retorno nos
conduce María José Beltrán, y nosotros nos dejamos llevar, atrapados por una
voz que al principio desconcierta y luego hipnotiza, incluso aunque no sepamos
muy bien hacia dónde nos dirigimos. Resabios de alta literatura, estos textos a
contracorriente renuncian al argumento y enlazan con aquellos autores que han
buscado ampliar los límites del cuento: desde Cortázar a Eloy Tizón, desde
Svetislav Basara a Bruno Schulz. Eso sí, los adictos a cierta solidez narrativa
agradecemos hacer pie en textos como “Voz amapola” y, especialmente, “Toalla de
Superman”, para mí la joya de la corona, un relato en el que, sin renunciar a su
esencia ondulante, Beltrán despliega un minúsculo drama familiar que se
desarrolla (aquí nada es casual) en la frontera entre el mar y la playa. El
cineasta norteamericano del principio (es una lástima que sea tan malo para
recordar los nombres, debería apuntar las cosas) probablemente se sentiría incómodo
ante este libro anfibio y correoso, tan anticartesiano. Pero si nos atrevemos a
prescindir de la brújula y el GPS, si por una vez confiamos en pedalear sin el
apoyo de nuestros padres (y algo de eso hay en “Giros y desplazamientos”), la
recompensa será embriagadora.
lunes, 26 de marzo de 2018
martes, 27 de febrero de 2018
"Siguiendo mi camino", de Mauricio Wiesenthal (Acantilado)
Apabullados
como estamos ante los gigantes de Modernismo, cabría preguntarnos: ¿cómo se
escribía antes de Joyce, antes de Virginia Woolf? ¿Cómo era la prosa antes de
trufarla de monólogos interiores y de psicologismo, antes de desterrar la pura
belleza literaria de nuestra caja de herramientas? Pues supongo que sería algo
muy parecido a lo que nos ofrece Mauricio Wiesenthal en sus memorias (bueno,
una especie de) “Siguiendo mi camino”, uno más de esos libros inclasificables
(pienso en “La liebre de los ojos de ámbar”, o en “El país donde florece el
limonero”) que caracterizan a la exquisita editorial Acantilado. Utilizando
como hilo conductor aquellas canciones que más le han marcado (y sabe de lo que
se habla, pues durante un tiempo se ganó la vida como cantante), el barcelonés
hace un recorrido por los últimos setenta años de la Historia Contemporánea,
regodeándose en su personaje de intelectual antimoderno y aristocratizante. De
ascendencia judía-alemana, Wiesenthal es uno de esos escritores de difícil
etiquetaje (profundamente católico, esteticista, antinacionalista, proeuropeo,
un punto ingenuo) que suelen ser mejores poemas que poetas. Su empeño en
demostrarnos que es la bête noire de
la burguesía es de una candidez enternecedora, y en numerosas ocasiones sus
frases rozan peligrosamente lo glaseado (para protestar contra el maquinismo
dice, y los que sufran de diabetes deberían pasar al siguiente párrafo: “Cuando un pequeño taller cuelga el cartel de cerrado hay un Niño Jesús
que se queda sin infancia”). Sin embargo, su humor jovial y su falta de
prejuicios hacen de “Siguiendo…” una lectura vital y entretenida, una versión unplugged de las muy densas y
politizadas memorias de algunos testigos del siglo (Stefan Zweig, Eric Hobsbawm,
Christopher Hitchens, Juan Goytisolo…). El namedropping
es inevitable en alguien tan sociable como el bueno de Mauricio (estupenda
la escena en la que conoció a Ava Gardner), y, en su descargo, sus arrebatos de
erudición no son demasiado estomagantes. Y tiene el cuajo de no ser demasiado desgarrado,
en aparecer (hay que tener valor) como una persona… feliz. ¡Eso sí que es
vanguardismo, voto a tal!
miércoles, 21 de febrero de 2018
El Trovador de la Triste Figura
Hay pocas verdades absolutas en el
mundo del showbusiness. Una de las
más fiables es aquella que asegura que, tarde o temprano (y sea tu ciudad grande,
pequeña o incluso una pedanía sin ínfulas), Bob Dylan acudirá a ella para
actuar. Y eso fue lo que pasó en Alcalá el 14 de julio de 2004, día en el que
el genio de Minnesota se materializó en mi ciudad dando un concierto ante
12.000 fervorosos seguidores.
No esperemos para abrir la caja de
los truenos: ¿es Dylan digno merecedor del Premio Nobel de Literatura? Desde
que le fue concedido en 2016, es una de las cuestiones que más disputa siguen
suscitando en la ya de por sí alborotada secta de los seguidores del cantante.
Para algunos es una metedura de pata de la Academia Sueca (¡oh, mirad qué
modernos y desprejuiciados somos, nos pasamos por el forro vuestras críticas!),
mientras que la feligresía más irreductible considera que no solo el de
Literatura, sino que su Mesías debería tener también los de la Paz, Economía y
hasta si me apuras el de Química, habida cuenta su abuso de anfetaminas allá
por mediados de los sesenta. Presto a meterme en todos los charcos, daré mi
opinión: el problema de base es que Bob Dylan no es un escritor, es… otra cosa.
A pesar de que su principal influencia literaria es la Biblia, las letras de
sus canciones (que, por otra parte, casi nadie se ha molestado en leer) abundan
en surrealismo de garrafón, y aunque sus textos más sociales (los de su primera
época) supieron atrapar el zeitgeist de
la Década Prodigiosa de una manera inigualada, hay que admitir que no son nada
del otro mundo (para que nos entendamos: la respuesta no estaba en el viento).
El bardo de Duluth es una figura de primer orden en la cultura mundial, pero
(fiel a su vidrioso carácter) es enormemente esquivo a las etiquetas, incluso a
las elogiosas. Ni para ti, ni para mí: aparquemos la cuestión diciendo que si
el Nobel premiara únicamente aspectos literarios sería más justo habérselo
concedido a Leonard Cohen (no en vano, novelista y poeta de larga trayectoria
antes de decantarse por la canción), pero si también aspira a reconocer la
capacidad de influencia y la audacia de los visionarios, Dylan es la persona
adecuada. Dejémoslo ahí.
En todo caso, nada de lo anterior
estaba en mis pensamientos cuando aquella calurosa tarde de julio me dirigí al
Palacio Arzobispal, en cuyo polvoriento patio (por no decir descampado de
mierda) iba a tener lugar el concierto. Precedido por una intensa Eva Amaral
(su compañero Juan se había roto una mano, y ella actuó en solitario), ya era
noche cerrada cuando salió Dylan con su banda. La audiencia era considerable
(había muchos extranjeros), y el concierto se desarrolló por los tajantes
cauces por los que trascurre el Never
Ending Tour, la gira interminable en la que se había embarcado desde junio
de 1988, con el muy dylaniano propósito de no tener cuatro paredes a las que
poder llamar hogar (debe de ser terrible acabar convertido en prisionero de tus
propias fantasías). La descarga comenzó con una relativa rareza (“The wicked
Messenger”), se solidificó con algunas apuestas seguras (“Highway 61
Revisited”, “Don’t think twice, It’s allright”, “Like a Rolling Stone”), y
acabó por todo lo alto con un “All along the Watchtower” pleno de electricidad
que puso los pelos de punta al que esto escribe. Durante todo el concierto, el
cantante mantuvo esa pose hierática y distante que muchos confunden con
antipatía, aunque reconozco que me sería muy difícil sacarles de su error. Por
supuesto, no logramos arrancarle ni una canción más de las establecidas (y ya
no digamos un “¡Hola, Alcalá!”), pero (llamadme cándido si queréis) me gustaría
pensar que la inclusión en el concierto de “Boots of Spanish Leather”, con su
mención a las montañas de Madrid y a la costa de Barcelona, fue una concesión a
todos aquellos que nos reunimos aquel miércoles, confiados en capturar un guiño
de complicidad de nuestro ídolo.
Acabado el show, y mientras volvía
meditabundo y extasiado a casa, quise creer que, desde el escenario, Dylan
tenía que haberse fijado en las cigüeñas, en los torreones a medio desmoronar que
cercan el Palacio, en la silueta del Campanario de la Magistral que se
recortaba contra el anochecer. Quizás alguien de su equipo (un roadie cultureta, pongamos) le dijo (siempre
sin mirarle a los ojos, como estipula su contrato) que en aquella ciudad nació Miguel
de Cervantes, no es una hipótesis descabellada. Y siguiendo con las
suposiciones, podría ser que, al regresar al hotel, y frente a su sempiterna
hamburguesa que devora en absoluto silencio, el cantante hubiera dedicado un
pensamiento a aquel otro soñador errante, que, cuatro siglos antes de él, había
renunciado a la comodidad del domicilio para repartir justicia por los caminos.
Sí, ya sé que es una comparación un poco forzada, pero no estaría mal que una
placa conmemorara que en el Palacio Arzobispal actuó una vez un juglar cósmico
que, fiel seguidor de las normas de caballería, dedicó su vida a llevar su
propio evangelio a todas las ciudades del mundo. No aseguro que el propio Dylan
venga a la inauguración (¡menudo carácter tiene!), pero quizás nos enviaría a
Patti Smith, como hizo con el Nobel. Con eso nos valdría.
domingo, 18 de febrero de 2018
"Teenage kicks", de The Undertones
¿Puede
ser "perfecta" una canción punk? ¿No es una flagrante contradictio in terminis? Desempolvo mis apuntes, busco, aquí está:
habíamos quedado en que aquel movimiento musical se cimentaba en la energía y
la espontaneidad, despreciando con altivez todo lo que sonara profesional, todo
lo que sonara acabado. Sin embargo, la canción compuesta por John O’Neill para
su banda The Undertones, editada hace cuarenta años, es un prodigio de
estructura minimalista y emoción desbordante, una diminuta obra maestra que
adoptó el mítico locutor John Peel como sintonía de cabecera de sus programas
(al final de su vida la escogió como epitafio). La voz acuosa de Feargal
Sharkey, respaldada por la trituradora sónica proporcionada por el resto del
grupo, convierten el tema en un indiscutible candidato a la Mejor Canción de
Punk de la Historia (bueeeno, de punk-rock, para ser exactos). Incluso la
candidez (otros dirían ingenuidad) de la letra acompaña: a pesar de vivir en
Derry durante la época más negra del conflicto norirlandés, Sharkey pasa
olímpicamente de rollos políticos para hacer un canto a la exaltación que le
provoca la llegada de una chica nueva al barrio. Aunque ya hace mucho que
abandoné los prados llenos de clorofila de la adolescencia, cada vez que
escucho “Teenage kicks” me precipito a mis armarios mascullando: dónde coño
habré guardado mi chupa de cuero, con lo bien que lucía con ella.
miércoles, 7 de febrero de 2018
Catholic Fields Forever
(8 – mayo – 2017) Desde casi cualquier
parte de Liverpool (una ciudad lisa y compacta) se divisa, a lo lejos, el
remate vanguardista de la “Metropolitan Cathedral of Christ the King”, la
Catedral Católica de la ciudad. Aunque supongo que el culto predominante aquí
es el anglicano, desconozco si la fe papista (o romana) es abundante o
meramente testimonial. En todo caso, me encamino hacia allá, sorprendido por
llevar casi cuatro días en este umbrío rincón de la Inglaterra profunda y no
haber visto aún ni una sola gota de lluvia (para que luego digan). Tras subir
la ligera pendiente quedo maravillado: me encanta, no puedo decirlo de otra
forma. Al menos por fuera es Pop a más no poder, un perfecto reflejo de
aquellos años en los que la Corporación Mejor Gestionada de la Historia vio
cómo flojeaba su cuenta de resultados y decidió abrirse a los tiempos (el tan famoso
como efímero aggiornamiento, que con
tanta energía borró el ultra Juan Pablo II). Me alucina el diseño del edificio,
que parece sacado de una película de Antonioni o de Goddard, no me sorprendería
que la patrona de la iglesia fuera Santa Barbarella de la Ardiente Lascivia.
Tiene una forma que oscila entre silo nuclear y exprimidor galáctico, con
evidentes concomitancias con otros edificios de la época (me viene a la memoria
la corona de espinas de Madrid). Voy a entrar, y en el vestíbulo cojo un
folleto en el que se habla de “Golden Jubilee Celebrations”: al parecer, la
catedral fue consagrada a finales de mayo de 1967… ¡justo pocos días antes de
que The Beatles sacaran el “Sgt. Pepper’s”! No puede ser casualidad, ambos
acontecimientos están impregnados del zeitgeist
de la época hasta los tuétanos, la Historia no hace las cosas a medias.
Dudo mucho que alguno de los cuatro Fabulosos, ya desde hacía tiempo asentados
en Londres, se desplazara a su ciudad natal para dar lustre al acontecimiento:
en primer lugar, creo que ninguno de ellos era de fe católica, y además estaban
en plena barahúnda promocional del disco que cambiaría la historia del Pop,
pero intuyo que no les disgustaría el edificio, que parece salido de los
coloreados fondos animados de la película “Yellow Submarine”. Por dentro es una
enorme sala circular (en una placa se jacta de ser la única de ese tipo en
Europa, no sé si inspirada en los discos de vinilo), con el altar en el centro,
en plan pista de circo. Las capillas a los lados podrían perfectamente pasar
por salas de cualquier museo de arte contemporáneo, llenas de cachivaches
amorfos con remoto significado religioso. Es un edificio despojado de toda
ominosidad católica, en las antípodas del claustrofóbico abarrotamiento que se
experimenta al entrar en una iglesia andaluza o napolitana. Hago un montón de
fotos (que saldrán mal, pues no hay demasiada luz: el lucernario destinado a
que entre está cubierto por una malla, supongo que para evitar la entrada de
palomas). Cuando ya llevo varias vueltas descubro un anuncio en el que se me
invita (previo pago de 3 libras) a visitar los bajos del edificio, la llamada
cripta de Lutyens, el mismo arquitecto (mira tú por dónde) que diseñó la
almendra central de New Delhi, en la que tantos buenos ratos he pasado. Me saco
el ticket y me dispongo a bajar cuando me aborda un señor que se ofrece a bajar
conmigo para explicarme la cripta. Llamadme desconfiado, pero cuando un
desconocido te sugiere acompañarte a un sótano mal iluminado, me pongo en
guardia, anda que no hay thrillers que empiezan así. Además, no sé si me
tranquiliza ver que lleva alzacuellos, a saber si es un pervertido disfrazado
(estoy exagerando: le saco la cabeza y debo de pesar veinte kilos más que él,
si hay que liarse a mamporros tengo todas las de ganar). Bajamos a la cripta, y
mis recelos empiezan a disolverse conforme empieza una disertación plagada de
datos: resulta ser el primer intento (allá por 1930) de construir una catedral
católica en Liverpool, desechado por su elevadísimo coste. Sobre ella se erigió
la actual, aunque tienen muy poco que ver estilísticamente. La cripta no pasa
de ser unos sótanos abovedados de ladrillo bastante convencionales, nada que
ver con el deslumbramiento pop de arriba. El capellán (al que he bautizado, muy
poco imaginativamente, como Father McKenzie, en honor al religioso de “Eleanore
Rigby”) me suelta un rollo bastante académico sobre el lugar, me inunda de
cifras: me aburre. Para salir del paso le digo que la Catedral me recuerda
mucho el espíritu arquitectónico de la iglesia que teníamos en mi colegio, San
Gabriel (regido por los Pasionistas), y que fue construida casi en las mismas
fechas. De repente, Father McKenzie me pregunta si soy católico, al tiempo en
que me escruta con unos ojillos duros y fríos. Es un tipo enjuto, que conserva
todo el pelo, blanco y peinado con rigidez, su boca parece dispuesta a
desenfundar con presteza el sermón o la condena. No, desde luego que no tiene
nada que ver con esos curas glotones y entrañables que salen en las estampitas
del Domund. Trago saliva, no creo que le pueda endilgar la respuesta (¡soy
satanista!) con la que torturo a los Testigos de Jehová que se empeñan en
encasquetarme sus panfletos por la calle. Si a eso unimos que soy el escritor
menos enfant terrible del mundo, es
lógico que le responda cándidamente que sí lo soy. El cura parece detectar la
mentira, me mira fijamente como diciendo: “Conmigo no se juega, pollo”, por lo
que en cuanto puedo cambio alegremente de tema, y para relajar el ambiente le
pregunto qué opina del Brexit. A quién se le ocurre. Tuerce el gesto, y se
embarca en una soflama (confusa y llena de meandros, eso sí) contra los males
que vienen de Europa, entre ellos la “burocracia” (palabra que pronuncia con el
odio que otras que yo me sé dedican a “heteropatriarcado”). Me confiesa (y que
un cura te confiese algo no es baladí) que él votó “to leave”. Yo le llevo amablemente la contraria, pondero las
virtudes de una Europa unida, le recuerdo lo mucho que hemos avanzado en
derechos y democracia, pero se encoge de hombros como un personaje de novela,
uno de esos curas sagaces y descreídos (valga la paradoja) de Chesterton o de
Graham Greene. Como veo que no llegaremos a ninguna postura de consenso acabo
la discusión con “Time will tell…”, a
sentencioso a mí no me gana nadie. Tras unos segundos de granuloso silencio me
dice que tiene que volver a sus quehaceres, por lo que nos despedimos con
moderada cordialidad. Me quedo solo en la cripta (título muy lovecraftiano),
que no me interesa demasiado. Subo de nuevo a la Catedral, doy un par de
vueltas, me sigue encantando su delirio lisérgico. Ahora que lo pienso, el
espíritu de los Beatles (que creí que impregnaría toda la ciudad) solo se me ha
manifestado vívidamente en el Ferry que cruza el río Mersey y aquí, en esta catedral
que casi con toda seguridad jamás pisaron ninguno de ellos, pero que sigue
anclada con firmeza en la maravillosa década de los sesenta. Salgo, paseo a su
alrededor, los arbotantes high tech
me flipan, la catedral está erigida sobre una terraza desde la que se contempla
buena parte de la ciudad. En uno de los muros hay una pintada tontorronamente
sacrílega: “The Lord hates bum sex”, en cuanto llegue al hotel buscaré en
google qué es eso de “Bum sex” que tanto irrita a nuestro señor (Sexo anal, o,
por decirlo en el enternecedor slang
eclesiástico, sexo contra natura). Más me interesa una placa que, ya en la
escalera de salida, nos informa de que “Este proyecto (la catedral) ha sido
financiado, entre otros, por la Unión Europea” Ah, vaya, Father McKenzie, pienso
mientras abandono el recinto, a ver si al final va a resultar que Europa no es
tan mala como creíamos… (Continuará)
lunes, 5 de febrero de 2018
"La vaga ambición", de Antonio Ortuño (Páginas de Espuma)
Debo
a la amable recomendación de Almudena Ballester (¡gracias, Almu!) el
descubrimiento de “La vaga ambición”, el libro con el que el mexicano Antonio Ortuño ha ganado el cada vez más prestigioso premio Ribera de Duero. Sus seis
cuentos permiten volver a disfrutar de ese cóctel embriagador que, en su fugaz
tránsito, nos regaló Roberto Bolaño: letraheridos con los que el éxito se
permite jugar al gato y al ratón, humor sarcástico, ciertas dosis de
autoficción, conocimiento enciclopédico de la historia de la literatura, planteamientos
imaginativos sin renunciar a los zarpazos de la realidad… Con la excepción de
“Provocación repugnante” (ambientado en la Rusia soviética, y construido
alrededor de un imaginario encuentro entre Walter Benjamin y Mijail Bulgakov),
el resto de los cuentos de “La vaga ambición” están protagonizados por Arturo
Murray (un evidente trasunto de Ortuño): un escritor sin jerarquía que tiene
que aceptar todo tipo de ofertas laborales para poder subsistir. “Quinta
Temporada” (a mi juicio, el mejor y más bolañesco del lote) es una pequeña obra
maestra de diseño de personajes y mala baba, basada en la vida de los
guionistas de “Juego de tronos” y series similares. En todo caso, si algo se
puede reprochar al libro es su extrema brevedad: apenas llega a las cien
páginas con una letra a prueba de dioptrías. Pero, para ser justos, esta parece
ser una tendencia que habrá que analizar. La anterior ganadora del Ribera del
Duero, Samanta Schweblin, sobrepasaba en muy poco las cien páginas con “Siete
casas vacías”, mientras que Alejandro Morellón
se alzaba con el IV Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García
Márquez con “El estado natural de las cosas”, un volumen aún más escuálido. No
seré yo quien juzgue un libro por su grosor, pero me preocupa que una modalidad
literaria que ha tenido que luchar contra tantos prejuicios aumente ahora su
lista de detractores al decantarse por editar plaquettes cual poetas de inspiración estreñida. En fin, que quizás
sean cosas mías (siempre son cosas mías), pero al leer libros tan escurridos
tengo la sensación de estar escuchando un single (un EP como mucho), mientras
que para probar que eres digno de encabezar las listas de hits hay que
atreverse con un LP. Perdonad mi terminología tan ochentera, pero con MP3 no me
sale el mismo símil.
martes, 30 de enero de 2018
"De vicio", de Arturo G. Pavón (Ed. Relee)
Mi absoluta ignorancia respecto de
los protocolos que rigen la crítica literaria facilita enormemente mi
acercamiento a “De vicio”. No necesito saber si es una novela social, o un bildungsroman, hasta estaría por jurar
que me la bufa si tiene elementos de autoficción. Bastará con que diga que
Santos Padilla me cuenta una serie de acontecimientos (divertidos unos,
aterradores otros, esclarecedores todos) que yo me creo al pie de la letra,
gracias a un manejo de la voz protagonista que me ha impedido cerrar el libro
hasta la amarga escena final. Cuidado: no estoy diciendo que sea un libro
verista, de esos que tienes que creerte como artículo de fe, cual si hubieran
sido escritos por un notario. Yo no sé si Santos Padilla me está contando la
verdad, ni me importa. Lo relevante es que su forma de contarla es
literariamente magnífica, una voz que me remite a otras grandes novelas de voz
(mira, quizás estoy inventando un concepto de crítica literaria) como “La vida
perra de Juanita Narboni”, “El Jarama” o “La plaza del Diamante”. Libros en los
que el autor (a través de una aparente sencillez verbal y estructural) nos
llega a hacer olvidar que estamos adentrándonos en un sofisticadísimo aparato
cultural llamado “novela”, más falso que un duro de madera. La voz que ocupa
todas las páginas del libro entronca con algunos autores ingleses (Nick Hornby,
Irvine Welsh, el Martin Amis más cockney),
y nos lleva desde 1988 a 2008, veinte años que no serán nada en las
acarameladas estrofas del tango, pero que en La Elipa son mucho, muchísimo, el
tránsito desde los pasillos de la Facultad hasta las antesalas de la Gran
Crisis (“eso es el mercado, amigo”, Rodrigo dixit).
Con las “Aventuras de Arthur Gordon Pym” como amuleto, el protagonista emprende
un viaje sin retorno a lomos del cambio de milenio: empleos destartalados,
novias de caducidad breve, autobiografías pigmeas, drogas a veces chungas, a
veces muy chungas… Ulises (perdón: Santos) ha de sortear todas las trampas que
le arroja Poseidón, o Zeus, o quien coño sea, y que tanta manía parece tener a
nuestro protagonista. El personaje de la madre (si me dejáis que consulte mi
diccionario de mitología… euh, aquí está: Gea, ese centro de gravedad
permanente al que cantaba Battiato) equilibra un relato que de otro modo podría
haber caído en lo pintoresco, en lo meramente suburbial. Lejos de regodearse en
estereotipos, Santos es una mezcla del Lazarillo y de Johnny Cifuentes, y,
rendido fan de los dos como soy, no puedo sino recomendar vivamente este libro,
un estimulante recordatorio de que la literatura consiste, nada más y nada menos, en saber contar.
PS.
Arturo G. Pavón, una vez recuperada su identidad de César S. Sánchez (no
preguntéis, es una historia complicada) presenta su nueva novela este jueves
día 1 de febrero, a las 19:00, en “Pandora’s Vox” (Calle Rafael de Riego, 1).
“Ciudades en las que nunca has estado”: intrigante título, voto a tal.
lunes, 29 de enero de 2018
"Vestido azul", de Shelly y la Nueva Generación
¿Existencialismo? ¿Estructuralismo?
¿Pensamiento débil? Nada de eso: el último gran movimiento filosófico que
surgió en Europa fue el Ye-yé, y desde su desaparición vamos claramente en
declive, no creo que sea necesario que os ponga ejemplos. Los prodigios del
Beat inglés se tradujeron en Francia y en Italia por medio de arrolladoras
canciones de poco más de dos minutos, gracias a miríadas de vocalistas felinas
y minifalderas a las que sus nietas, muchos años después, acusarían de frívolas
y poco empoderadas. En España, por entonces pinchaba DJ Paco (factótum del
llamado “El Pardo Sound”), y a su sombra surgieron montones de grupos con chica
al frente, normalmente mucho más desinhibidas que sus hieráticos colegas
masculinos. María Concepción Gutiérrez Cobo (sic) nació en Venezuela de padres
españoles, y al regresar a la Madre Patria estuvo trasteando por el ambiente
musical hasta ser descubierta por Marini Callejo, la productora que había
puesto en órbita a Los Brincos. Sensatamente rebautizada como Shelly, se
agenció a La Nueva Generación como banda de apoyo, y aunque apenas sacaron tres
singles han dejado una huella luminosa en la historia de nuestro pop gracias a “Vestido
azul”. A pesar de que es una adaptación de una festivalera canción brasileña,
Shelly y sus chicos obvian el lánguido tono del original y se lo llevan a
territorio soul: órgano chirriante, bajo vacilón, guitarra incendiaria. Y, para
rematar, la incandescente voz de Shelly (¡atentos al glorioso final, cuando se nos
viene arriba!), gracias a la cual sus directos aún son recordados. Un efímero
hit que hoy recordamos, justo cuando se cumplen cuarenta años de su edición. ¡Groove,
baby!
miércoles, 24 de enero de 2018
Un libro ayuda a triunfar (no siempre)
Sigo
haciéndome propósitos de año nuevo. Eso sí: todos me pillan dentro de la zona
de confort, que fuera se está muy mal, muy a trasmano (¡por algo se la llama de confort!). De momento he puesto en
práctica uno que me ronda desde hace tiempo: si un libro no me engancha a las
cien páginas, cada cual por su camino y aquí paz y después gloria. Eso no
quiere decir que sea malo, simplemente que no está hecho para mí. Quedamos como
amigos (al menos eso nos decimos), y punto. Reconozco que desde siempre me ha
costado mucho dejarlos a medias: mi sustrato pequeñoburgués me impelía a seguir
leyendo, a agradecer al autor con mi esfuerzo las muchas horas que había
dedicado, los innúmeros ratos de soledad que le había costado finiquitar su
obra, la cantidad de programas de televisión que se había perdido por su
empecinamiento. Pero llega un momento en el que (refutando el celebérrimo poema
de Mallarmé) te das cuenta que hay muchísimos libros esperando a que les des
una oportunidad, y que perder el tiempo con uno que no te está gustando es un
error de libro (nunca mejor dicho).
Si
hago memoria, apenas habrá sido una docena los libros que, a lo largo de mi
vida, han vuelto a la estantería sin haberme desvelado su final. Recuerdo que
comencé a leer “El valle de los avasallados” con gran interés (no en vano es la
novela que inspiró a Jean-Claude Lauzon ese desasosegante poema fílmico que es
“Léolo”), pero su diatriba adolescente (“todos los adultos sois malos y
tontos”) se me hizo enormemente repetitiva y panfletaria (además, el abuso de
los signos de admiración me puso de los nervios). Otra majadería ortográfica
(casi todas las frases acaban con puntos suspensivos) me llevó a aparcar
“Muerte a crédito”, del ahora muy mentado Louis-Ferdinand Céline, a pesar de
que su “Viaje al final de la noche” se me aparece como una de las grandes
novelas del siglo (apunte mental: me gustaría releerla). “Las gomas”, de Alain
Robbe-Grillet: todo lo nouveau roman que
se quiera, pero un coñazo de mucho cuidado, le di boleto a la enésima vez en
que me perdí (¿pero quién es este nuevo personaje? ¿y por qué hace lo que hace?).
“La chica del pelo raro” es una recopilación de cuentos de David Foster
Wallace, y su manierismo impostado (era como ver a esos jugadores de fútbol que
se regatean a sí mismos) me llevó a decirle: hasta luego, Lucas. Un poco
diferentes fueron las razones por las que cerré abrumado “Paradiso”: joder, me
dije, no soy lo suficientemente culto como para entender una mierda. Quizás
cuando completé cuatro o cinco carreras más (arte, filologías variadas,
literatura comparada y santería) me atreva a volver con el opus magnum de Lezama Lima.
Pero
de todos los libros que me han derrotado (sí, admitámoslo: es una derrota), el
que más me duele haber abandonado fueron los diarios de Kafka. No me andaré con
chiquitas: he leído prácticamente toda la obra del checo (hum, más bien del
praguense), y estoy convencido de que es el escritor más importante del siglo XX,
por lo menos para mí. Sin embargo (y lo he intentado dos veces), sus memorias
se me han atragantado, no he sido capaz de integrarlas en mi fascinación por el
autor de “El Proceso”. Sus numerosísimas alusiones a la vida y espiritualidad
judías (que al principio se hacen hasta graciosas) van llenando el texto de
grumos, y llega un momento en el que la ciénaga de términos yiddish (que el traductor ha considerado
oportuno mantener en su lengua original) te impide avanzar, convierte todo en
una especie de parodia a lo Woody Allen (“Anoche vi al rabino, y me dijo que
llevaba mal puesto mi dhobbik. Yo le
respondí que era porque había comido hubmishka,
y él me respondió que bromeaba como un trumllinkerk,
y ambos acabamos con un rymllush de
mucho cuidado”). En fin, espero que, cuando acceda a la circuncisión y me haga
sionista, sea capaz de entender qué coño es un hubmishka (y cuántas calorías tiene).
A
esta lista de amores frustrados acabo de añadir otra supuesta obra maestra: “La
región más trasparente”, de Carlos Fuentes. Ya venía advertido: hace años leí
su “Cambio de piel”, y me pareció un tostón pretendidamente vanguardista, que
acabé con las mismas energías con las que un gregario alcanza, con más de una
hora de retraso respecto del maillot amarillo, la cima del Tourmalet. A pesar
de todo, empecé con bríos “La región…” (que casi comparte título con otro de
los ochomiles de la literatura epatante-que-te-cagas, a cargo del señoritingo
Juan Benet), y por unas páginas creí que me iba a quitar el mal sabor de boca
que me dejo “Cambio de piel” (la escena de la huida de los prófugos no está
mal). Pero poco a poco todo fue derivando hacia esa melaza intelectualoide tan
propia de finales de los cincuenta del siglo XX, y cada cucharada que me iba tragando
se me hacía más y más insufrible. En resumen: que le di carpetazo sin
remordimientos. La vida es corta, y hay muchos libros que leer, me recordé. Y
en esas ando.
lunes, 22 de enero de 2018
"Dorados días de sol y noche", de Luis Antonio de Villena (Ed. Pre-Textos)
Casi todos los jueves de 2006 y
2007, tras zamparnos sendos Sushi especiales y ventilarnos un Terras Gauda que
quitaba el sentido, Eva y yo acabábamos en “Del Diego”, la deliciosa coctelería
escondida a espaldas de la Gran Vía, una diminuta embajada Art Déco entre
callejuelas mayormente siniestras. Al segundo Margarita las cosas a nuestro
alrededor perdían su filo, se volvían suaves y acariciables, mientras que al
tercero se desintegraban, convirtiéndose en hologramas de incierta etiquetación.
Pero ni siquiera en los momentos de más acendrada encebolladura alcohólica se
disolvió una figura familiar que, alicatado de alhajas como una virgen barroca,
peroraba sin pausa al fondo del local, casi siempre apabullando a algún
poetastro de provincias que escuchaba con la boca abierta, transido de
admiración y vasallaje.
Muchos años atrás, yo había leído de
Luis Antonio de Villena (pues de él se trataba) una biografía de Oscar Wilde y
un librito sobre el dandismo, y siempre tenía en cartera hacerme con alguna de
sus novelas o de sus diarios (su poesía me interesa menos). Cuando vi su último
libro decidí que ya era hora de pagar mi deuda con él, y no me lo pensé, a
pesar de mis dudas sobre la cursilería del título: “Dorados días de sol y noche”.
Poetas, cabeceé, qué raritos son.
El libro es un recorrido
fragmentario y egocéntrico (¡qué menos si tratamos de un dandi!) que va desde
1970 hasta 1996: básicamente desde que aquel jovenzuelo mimado y culteranista empieza
a investirse como sumo sacerdote de su propia religión, algo muy finisecular
(ah, quizás me compré el libro para luego poder aplicarle este adjetivo, de tan
poca salida comercial). Las anécdotas que en él se cuentan son, básicamente, de
dos tipos: o literarias, o bien homoeróticas. No, vamos a ver, rectifico: son
literariohomoeróticas, todo junto, como los Juegos Reunidos Geyper. Libros,
sortijas, efebos (todos con “piel de jazmín”: sí, esto sí que es cursi, aquí no
me quedan dudas), premios literarios, noche y más noche… No hay apenas
profundidad de campo, el enorme cambio que experimenta España en esos años no
es ni siquiera bocetado, la única Transición que interesa al autor es la suya
propia. Y no lo hace mal: hay momentos de intensa dicha lectora, pero que (en
mi caso) han sido salvajemente boicoteados por una de las peores prosas que yo
haya leído en mi vida. ¿Que si exagero? Como sé que habrá quien no me crea,
escogeré unos cuantos ejemplos que, sin duda, harán las delicias de los
profesores de talleres literarios (concretamente para la asignatura “Cómo no
redactar”). “Jamás nunca supe qué había sido de aquel hombre muy educado” (pág.
89). “Llevé a Jaime a una de las discotecas con morbo de ese tiempo (…) en el
lado de la Castellana otro, esto es, el opuesto a Chueca” (pág. 95). “Me di
cuenta de que Randy buscaba otra noche de discoteca, pero que se daba cuenta de
que no había otro remedio que esperar un poco” (pág. 153). “Yo no tenía aún
poemas traducidos al inglés (…), pero los podía conseguir antes de finales de
octubre, cuando volaría a Toronto” (pág. 195). “Te esperaba serio, sentado en
la baranda, magnificante y radiante” (pág. 210). “No hablaba contra Castellet o no
habitualmente, pero tampoco y nunca a favor” (pág. 387). “En general es persona
de mucha discreción general” (pág. 421). ¿Es que un libro que cuesta una pasta
(y sacado además por una editorial normalmente muy cuidadosa) no merece una
buena corrección de textos? Peor aún: ¿el corrector tenía algún rencor
enquistado con el seráfico Luis Antonio y ha aprovechado para hacerle una de
Jaimito? En fin, no me quiero poner tiquismiquis: los letraheridos disfrutarán
sin duda con algunas de las historias que recoge el libro (especialmente
divertida la de José Agustín Goytisolo en la piscina) y con las atinadas
reflexiones del autor acerca del paso del tiempo, ese ruido de fondo que va
poco a poco ensordeciendo cada una de nuestras palabras hasta condenarnos al
silencio más absoluto. En todo caso, los amantes de la construcción de una
personalidad literaria (pues a ese subgénero que me acabo de inventar podría
adscribirse el libro) apreciarán sin duda mucho más el segundo tomo de la
autobiografía de Terenci Moix (“El peso de Peter Pan”), o, en un registro
ligeramente distinto, las memorias de Francisco Umbral (“Trilogía de Madrid”).
En fin, que todos aquellos que creemos que la España de los ochenta aún no ha
sido adecuadamente reflejada en la literatura (como sí lo ha sido en el cine,
con Almodóvar) deberemos seguir esperando.
lunes, 8 de enero de 2018
“Sumisión”, de Michel Houellebecq (Anagrama)
Primera consideración (a bote pronto):
Houellebecq no tiene razón. Segunda consideración (un poco más reflexiva):
Houellebecq no debería tener razón. Tercera (y aterrada) consideración:
Houellebecq tiene toda la razón del mundo. Es en los resquicios de estas tres
proposiciones donde habita mi inmoderada admiración por el novelista francés,
uno de los pocos escritores contemporáneos que leo con el alma encogida. Sus
propuestas (monotemáticas, machaconas, escalofriantes) reflejan a la perfección
el drama de las sociedades contemporáneas, la pérdida de valores y el
ensimismamiento en el que chapoteamos con nuestros amigos y conocidos. Sus
textos miserabilistas nos llevan al límite: lucha de clases entre bostezos,
sexo patológico, nihilismo de garrafón. Solo un soterradísimo sentido del humor
(muy a lo Céline) le salva de caer en el sermón (error en el que incurrió otro
grande de la novela actual que nos abandonó demasiado pronto, el justamente
celebrado Rafael Chirbes). “Sumisión” es una distopía (no creo que estéis ni la
mitad de hartos que yo de la dichosa palabrita) que fabula sobre el acceso al
poder en Francia, y por vías perfectamente democráticas, de un partido
musulmán. Utilizando la figura del escritor del siglo XIX Huysman como
McGuffin, Houellebecq aprovecha para saldar cuentas con el espectro político de
nuestros vecinos (memorable su retrato de Bayrou, una especie de Javier Arenas
galo, tan omnipresente como prescindible), con los medios de comunicación, con
todo el estamento universitario, con las mujeres, con los progres… Solo escapa
a su inquina la gastronomía franchute, en especial sus quesos y vinos, el único
motivo de placer del protagonista. “Sumisión” no es, ni de lejos, lo mejor de
Houellebecq (su fundacional “Ampliación del campo de batalla”, así como “El
mapa y el territorio”, están, en mi opinión, mucho más logradas), pero plantea
un ejercicio de política ficción que entronca con “El choque de
civilizaciones”, el polémico libelo de Samuel Huntington, y cuyo muy resumido
trasfondo es hasta cuándo aguantaran las democracias occidentales los embates
de aquellas fuerzas antidemocráticas (muchas de ellas nacidas, crecidas y
subvencionadas en su interior) que luchan por destruirlas. De momento, la
inquietante posibilidad de que la Sorbona (¡la Sorbona!) acabe convertida en
una medersa (universidad islámica) deja a la altura del betún las propuestas
supuestamente perturbadoras de “Black Mirror”.
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