lunes, 26 de marzo de 2018

"Lo llamaré frontera", de María José Beltrán (Ed. Relee)


           

           Un cineasta norteamericano, para burlarse del cine europeo y de su presunta parsimonia, dijo una vez que en las películas hechas en el Viejo Continente se podía ver crecer la hierba. Aquel comentario displicente no tuvo en cuenta que pocos milagros más apasionantes e incomprensibles habrá que esa sinfonía biológica gracias a la cual de una semilla surge una flor, o un cactus, o (y esa va a ser mi imagen para “Lo llamaré frontera”) un muro de frondosa hiedra en el que se arraciman todas las variedades del verde. Por estos 19 textos de prosa arborescente pasearemos como por un laberinto rezumante de clorofila, y lo haremos con la atención que prestamos en los sueños por las disonancias y los extraños relieves. En este laberinto (en cuyo frontispicio reza amenazante la frase “La realidad aquí no es bienvenida”) habitan rendijas a otras dimensiones, recuerdos infantiles, personajes a medio bocetar y criaturas de incierta tipología vegetal. Liberados de su entablamento narrativo (con alguna excepción), los textos se deslizan hacia lo onírico, como hacía (aunque sin su opresiva sordidez) Samuel Beckett en su trilogía de Malloy. En “Flores volcánicas” leemos: “Tal vez se halle en medio de un sueño que se repite y se repite”. A ese punto de no retorno nos conduce María José Beltrán, y nosotros nos dejamos llevar, atrapados por una voz que al principio desconcierta y luego hipnotiza, incluso aunque no sepamos muy bien hacia dónde nos dirigimos. Resabios de alta literatura, estos textos a contracorriente renuncian al argumento y enlazan con aquellos autores que han buscado ampliar los límites del cuento: desde Cortázar a Eloy Tizón, desde Svetislav Basara a Bruno Schulz. Eso sí, los adictos a cierta solidez narrativa agradecemos hacer pie en textos como “Voz amapola” y, especialmente, “Toalla de Superman”, para mí la joya de la corona, un relato en el que, sin renunciar a su esencia ondulante, Beltrán despliega un minúsculo drama familiar que se desarrolla (aquí nada es casual) en la frontera entre el mar y la playa. El cineasta norteamericano del principio (es una lástima que sea tan malo para recordar los nombres, debería apuntar las cosas) probablemente se sentiría incómodo ante este libro anfibio y correoso, tan anticartesiano. Pero si nos atrevemos a prescindir de la brújula y el GPS, si por una vez confiamos en pedalear sin el apoyo de nuestros padres (y algo de eso hay en “Giros y desplazamientos”), la recompensa será embriagadora.

martes, 27 de febrero de 2018

"Siguiendo mi camino", de Mauricio Wiesenthal (Acantilado)






Apabullados como estamos ante los gigantes de Modernismo, cabría preguntarnos: ¿cómo se escribía antes de Joyce, antes de Virginia Woolf? ¿Cómo era la prosa antes de trufarla de monólogos interiores y de psicologismo, antes de desterrar la pura belleza literaria de nuestra caja de herramientas? Pues supongo que sería algo muy parecido a lo que nos ofrece Mauricio Wiesenthal en sus memorias (bueno, una especie de) “Siguiendo mi camino”, uno más de esos libros inclasificables (pienso en “La liebre de los ojos de ámbar”, o en “El país donde florece el limonero”) que caracterizan a la exquisita editorial Acantilado. Utilizando como hilo conductor aquellas canciones que más le han marcado (y sabe de lo que se habla, pues durante un tiempo se ganó la vida como cantante), el barcelonés hace un recorrido por los últimos setenta años de la Historia Contemporánea, regodeándose en su personaje de intelectual antimoderno y aristocratizante. De ascendencia judía-alemana, Wiesenthal es uno de esos escritores de difícil etiquetaje (profundamente católico, esteticista, antinacionalista, proeuropeo, un punto ingenuo) que suelen ser mejores poemas que poetas. Su empeño en demostrarnos que es la bête noire de la burguesía es de una candidez enternecedora, y en numerosas ocasiones sus frases rozan peligrosamente lo glaseado (para protestar contra el maquinismo dice, y los que sufran de diabetes deberían pasar al siguiente párrafo: “Cuando un pequeño taller cuelga el cartel de cerrado hay un Niño Jesús que se queda sin infancia”). Sin embargo, su humor jovial y su falta de prejuicios hacen de “Siguiendo…” una lectura vital y entretenida, una versión unplugged de las muy densas y politizadas memorias de algunos testigos del siglo (Stefan Zweig, Eric Hobsbawm, Christopher Hitchens, Juan Goytisolo…). El namedropping es inevitable en alguien tan sociable como el bueno de Mauricio (estupenda la escena en la que conoció a Ava Gardner), y, en su descargo, sus arrebatos de erudición no son demasiado estomagantes. Y tiene el cuajo de no ser demasiado desgarrado, en aparecer (hay que tener valor) como una persona… feliz. ¡Eso sí que es vanguardismo, voto a tal!    

miércoles, 21 de febrero de 2018

El Trovador de la Triste Figura



            Hay pocas verdades absolutas en el mundo del showbusiness. Una de las más fiables es aquella que asegura que, tarde o temprano (y sea tu ciudad grande, pequeña o incluso una pedanía sin ínfulas), Bob Dylan acudirá a ella para actuar. Y eso fue lo que pasó en Alcalá el 14 de julio de 2004, día en el que el genio de Minnesota se materializó en mi ciudad dando un concierto ante 12.000 fervorosos seguidores.


            No esperemos para abrir la caja de los truenos: ¿es Dylan digno merecedor del Premio Nobel de Literatura? Desde que le fue concedido en 2016, es una de las cuestiones que más disputa siguen suscitando en la ya de por sí alborotada secta de los seguidores del cantante. Para algunos es una metedura de pata de la Academia Sueca (¡oh, mirad qué modernos y desprejuiciados somos, nos pasamos por el forro vuestras críticas!), mientras que la feligresía más irreductible considera que no solo el de Literatura, sino que su Mesías debería tener también los de la Paz, Economía y hasta si me apuras el de Química, habida cuenta su abuso de anfetaminas allá por mediados de los sesenta. Presto a meterme en todos los charcos, daré mi opinión: el problema de base es que Bob Dylan no es un escritor, es… otra cosa. A pesar de que su principal influencia literaria es la Biblia, las letras de sus canciones (que, por otra parte, casi nadie se ha molestado en leer) abundan en surrealismo de garrafón, y aunque sus textos más sociales (los de su primera época) supieron atrapar el zeitgeist de la Década Prodigiosa de una manera inigualada, hay que admitir que no son nada del otro mundo (para que nos entendamos: la respuesta no estaba en el viento). El bardo de Duluth es una figura de primer orden en la cultura mundial, pero (fiel a su vidrioso carácter) es enormemente esquivo a las etiquetas, incluso a las elogiosas. Ni para ti, ni para mí: aparquemos la cuestión diciendo que si el Nobel premiara únicamente aspectos literarios sería más justo habérselo concedido a Leonard Cohen (no en vano, novelista y poeta de larga trayectoria antes de decantarse por la canción), pero si también aspira a reconocer la capacidad de influencia y la audacia de los visionarios, Dylan es la persona adecuada. Dejémoslo ahí.

            En todo caso, nada de lo anterior estaba en mis pensamientos cuando aquella calurosa tarde de julio me dirigí al Palacio Arzobispal, en cuyo polvoriento patio (por no decir descampado de mierda) iba a tener lugar el concierto. Precedido por una intensa Eva Amaral (su compañero Juan se había roto una mano, y ella actuó en solitario), ya era noche cerrada cuando salió Dylan con su banda. La audiencia era considerable (había muchos extranjeros), y el concierto se desarrolló por los tajantes cauces por los que trascurre el Never Ending Tour, la gira interminable en la que se había embarcado desde junio de 1988, con el muy dylaniano propósito de no tener cuatro paredes a las que poder llamar hogar (debe de ser terrible acabar convertido en prisionero de tus propias fantasías). La descarga comenzó con una relativa rareza (“The wicked Messenger”), se solidificó con algunas apuestas seguras (“Highway 61 Revisited”, “Don’t think twice, It’s allright”, “Like a Rolling Stone”), y acabó por todo lo alto con un “All along the Watchtower” pleno de electricidad que puso los pelos de punta al que esto escribe. Durante todo el concierto, el cantante mantuvo esa pose hierática y distante que muchos confunden con antipatía, aunque reconozco que me sería muy difícil sacarles de su error. Por supuesto, no logramos arrancarle ni una canción más de las establecidas (y ya no digamos un “¡Hola, Alcalá!”), pero (llamadme cándido si queréis) me gustaría pensar que la inclusión en el concierto de “Boots of Spanish Leather”, con su mención a las montañas de Madrid y a la costa de Barcelona, fue una concesión a todos aquellos que nos reunimos aquel miércoles, confiados en capturar un guiño de complicidad de nuestro ídolo.  


            Acabado el show, y mientras volvía meditabundo y extasiado a casa, quise creer que, desde el escenario, Dylan tenía que haberse fijado en las cigüeñas, en los torreones a medio desmoronar que cercan el Palacio, en la silueta del Campanario de la Magistral que se recortaba contra el anochecer. Quizás alguien de su equipo (un roadie cultureta, pongamos) le dijo (siempre sin mirarle a los ojos, como estipula su contrato) que en aquella ciudad nació Miguel de Cervantes, no es una hipótesis descabellada. Y siguiendo con las suposiciones, podría ser que, al regresar al hotel, y frente a su sempiterna hamburguesa que devora en absoluto silencio, el cantante hubiera dedicado un pensamiento a aquel otro soñador errante, que, cuatro siglos antes de él, había renunciado a la comodidad del domicilio para repartir justicia por los caminos. Sí, ya sé que es una comparación un poco forzada, pero no estaría mal que una placa conmemorara que en el Palacio Arzobispal actuó una vez un juglar cósmico que, fiel seguidor de las normas de caballería, dedicó su vida a llevar su propio evangelio a todas las ciudades del mundo. No aseguro que el propio Dylan venga a la inauguración (¡menudo carácter tiene!), pero quizás nos enviaría a Patti Smith, como hizo con el Nobel. Con eso nos valdría.

domingo, 18 de febrero de 2018

"Teenage kicks", de The Undertones





      ¿Puede ser "perfecta" una canción punk? ¿No es una flagrante contradictio in terminis? Desempolvo mis apuntes, busco, aquí está: habíamos quedado en que aquel movimiento musical se cimentaba en la energía y la espontaneidad, despreciando con altivez todo lo que sonara profesional, todo lo que sonara acabado. Sin embargo, la canción compuesta por John O’Neill para su banda The Undertones, editada hace cuarenta años, es un prodigio de estructura minimalista y emoción desbordante, una diminuta obra maestra que adoptó el mítico locutor John Peel como sintonía de cabecera de sus programas (al final de su vida la escogió como epitafio). La voz acuosa de Feargal Sharkey, respaldada por la trituradora sónica proporcionada por el resto del grupo, convierten el tema en un indiscutible candidato a la Mejor Canción de Punk de la Historia (bueeeno, de punk-rock, para ser exactos). Incluso la candidez (otros dirían ingenuidad) de la letra acompaña: a pesar de vivir en Derry durante la época más negra del conflicto norirlandés, Sharkey pasa olímpicamente de rollos políticos para hacer un canto a la exaltación que le provoca la llegada de una chica nueva al barrio. Aunque ya hace mucho que abandoné los prados llenos de clorofila de la adolescencia, cada vez que escucho “Teenage kicks” me precipito a mis armarios mascullando: dónde coño habré guardado mi chupa de cuero, con lo bien que lucía con ella.    



miércoles, 7 de febrero de 2018

Catholic Fields Forever




(8 – mayo – 2017) Desde casi cualquier parte de Liverpool (una ciudad lisa y compacta) se divisa, a lo lejos, el remate vanguardista de la “Metropolitan Cathedral of Christ the King”, la Catedral Católica de la ciudad. Aunque supongo que el culto predominante aquí es el anglicano, desconozco si la fe papista (o romana) es abundante o meramente testimonial. En todo caso, me encamino hacia allá, sorprendido por llevar casi cuatro días en este umbrío rincón de la Inglaterra profunda y no haber visto aún ni una sola gota de lluvia (para que luego digan). Tras subir la ligera pendiente quedo maravillado: me encanta, no puedo decirlo de otra forma. Al menos por fuera es Pop a más no poder, un perfecto reflejo de aquellos años en los que la Corporación Mejor Gestionada de la Historia vio cómo flojeaba su cuenta de resultados y decidió abrirse a los tiempos (el tan famoso como efímero aggiornamiento, que con tanta energía borró el ultra Juan Pablo II). Me alucina el diseño del edificio, que parece sacado de una película de Antonioni o de Goddard, no me sorprendería que la patrona de la iglesia fuera Santa Barbarella de la Ardiente Lascivia. Tiene una forma que oscila entre silo nuclear y exprimidor galáctico, con evidentes concomitancias con otros edificios de la época (me viene a la memoria la corona de espinas de Madrid). Voy a entrar, y en el vestíbulo cojo un folleto en el que se habla de “Golden Jubilee Celebrations”: al parecer, la catedral fue consagrada a finales de mayo de 1967… ¡justo pocos días antes de que The Beatles sacaran el “Sgt. Pepper’s”! No puede ser casualidad, ambos acontecimientos están impregnados del zeitgeist de la época hasta los tuétanos, la Historia no hace las cosas a medias. Dudo mucho que alguno de los cuatro Fabulosos, ya desde hacía tiempo asentados en Londres, se desplazara a su ciudad natal para dar lustre al acontecimiento: en primer lugar, creo que ninguno de ellos era de fe católica, y además estaban en plena barahúnda promocional del disco que cambiaría la historia del Pop, pero intuyo que no les disgustaría el edificio, que parece salido de los coloreados fondos animados de la película “Yellow Submarine”. Por dentro es una enorme sala circular (en una placa se jacta de ser la única de ese tipo en Europa, no sé si inspirada en los discos de vinilo), con el altar en el centro, en plan pista de circo. Las capillas a los lados podrían perfectamente pasar por salas de cualquier museo de arte contemporáneo, llenas de cachivaches amorfos con remoto significado religioso. Es un edificio despojado de toda ominosidad católica, en las antípodas del claustrofóbico abarrotamiento que se experimenta al entrar en una iglesia andaluza o napolitana. Hago un montón de fotos (que saldrán mal, pues no hay demasiada luz: el lucernario destinado a que entre está cubierto por una malla, supongo que para evitar la entrada de palomas). Cuando ya llevo varias vueltas descubro un anuncio en el que se me invita (previo pago de 3 libras) a visitar los bajos del edificio, la llamada cripta de Lutyens, el mismo arquitecto (mira tú por dónde) que diseñó la almendra central de New Delhi, en la que tantos buenos ratos he pasado. Me saco el ticket y me dispongo a bajar cuando me aborda un señor que se ofrece a bajar conmigo para explicarme la cripta. Llamadme desconfiado, pero cuando un desconocido te sugiere acompañarte a un sótano mal iluminado, me pongo en guardia, anda que no hay thrillers que empiezan así. Además, no sé si me tranquiliza ver que lleva alzacuellos, a saber si es un pervertido disfrazado (estoy exagerando: le saco la cabeza y debo de pesar veinte kilos más que él, si hay que liarse a mamporros tengo todas las de ganar). Bajamos a la cripta, y mis recelos empiezan a disolverse conforme empieza una disertación plagada de datos: resulta ser el primer intento (allá por 1930) de construir una catedral católica en Liverpool, desechado por su elevadísimo coste. Sobre ella se erigió la actual, aunque tienen muy poco que ver estilísticamente. La cripta no pasa de ser unos sótanos abovedados de ladrillo bastante convencionales, nada que ver con el deslumbramiento pop de arriba. El capellán (al que he bautizado, muy poco imaginativamente, como Father McKenzie, en honor al religioso de “Eleanore Rigby”) me suelta un rollo bastante académico sobre el lugar, me inunda de cifras: me aburre. Para salir del paso le digo que la Catedral me recuerda mucho el espíritu arquitectónico de la iglesia que teníamos en mi colegio, San Gabriel (regido por los Pasionistas), y que fue construida casi en las mismas fechas. De repente, Father McKenzie me pregunta si soy católico, al tiempo en que me escruta con unos ojillos duros y fríos. Es un tipo enjuto, que conserva todo el pelo, blanco y peinado con rigidez, su boca parece dispuesta a desenfundar con presteza el sermón o la condena. No, desde luego que no tiene nada que ver con esos curas glotones y entrañables que salen en las estampitas del Domund. Trago saliva, no creo que le pueda endilgar la respuesta (¡soy satanista!) con la que torturo a los Testigos de Jehová que se empeñan en encasquetarme sus panfletos por la calle. Si a eso unimos que soy el escritor menos enfant terrible del mundo, es lógico que le responda cándidamente que sí lo soy. El cura parece detectar la mentira, me mira fijamente como diciendo: “Conmigo no se juega, pollo”, por lo que en cuanto puedo cambio alegremente de tema, y para relajar el ambiente le pregunto qué opina del Brexit. A quién se le ocurre. Tuerce el gesto, y se embarca en una soflama (confusa y llena de meandros, eso sí) contra los males que vienen de Europa, entre ellos la “burocracia” (palabra que pronuncia con el odio que otras que yo me sé dedican a “heteropatriarcado”). Me confiesa (y que un cura te confiese algo no es baladí) que él votó “to leave”. Yo le llevo amablemente la contraria, pondero las virtudes de una Europa unida, le recuerdo lo mucho que hemos avanzado en derechos y democracia, pero se encoge de hombros como un personaje de novela, uno de esos curas sagaces y descreídos (valga la paradoja) de Chesterton o de Graham Greene. Como veo que no llegaremos a ninguna postura de consenso acabo la discusión con “Time will tell…”, a sentencioso a mí no me gana nadie. Tras unos segundos de granuloso silencio me dice que tiene que volver a sus quehaceres, por lo que nos despedimos con moderada cordialidad. Me quedo solo en la cripta (título muy lovecraftiano), que no me interesa demasiado. Subo de nuevo a la Catedral, doy un par de vueltas, me sigue encantando su delirio lisérgico. Ahora que lo pienso, el espíritu de los Beatles (que creí que impregnaría toda la ciudad) solo se me ha manifestado vívidamente en el Ferry que cruza el río Mersey y aquí, en esta catedral que casi con toda seguridad jamás pisaron ninguno de ellos, pero que sigue anclada con firmeza en la maravillosa década de los sesenta. Salgo, paseo a su alrededor, los arbotantes high tech me flipan, la catedral está erigida sobre una terraza desde la que se contempla buena parte de la ciudad. En uno de los muros hay una pintada tontorronamente sacrílega: “The Lord hates bum sex”, en cuanto llegue al hotel buscaré en google qué es eso de “Bum sex” que tanto irrita a nuestro señor (Sexo anal, o, por decirlo en el enternecedor slang eclesiástico, sexo contra natura). Más me interesa una placa que, ya en la escalera de salida, nos informa de que “Este proyecto (la catedral) ha sido financiado, entre otros, por la Unión Europea” Ah, vaya, Father McKenzie, pienso mientras abandono el recinto, a ver si al final va a resultar que Europa no es tan mala como creíamos…  (Continuará)





lunes, 5 de febrero de 2018

"La vaga ambición", de Antonio Ortuño (Páginas de Espuma)


Debo a la amable recomendación de Almudena Ballester (¡gracias, Almu!) el descubrimiento de “La vaga ambición”, el libro con el que el mexicano Antonio Ortuño ha ganado el cada vez más prestigioso premio Ribera de Duero. Sus seis cuentos permiten volver a disfrutar de ese cóctel embriagador que, en su fugaz tránsito, nos regaló Roberto Bolaño: letraheridos con los que el éxito se permite jugar al gato y al ratón, humor sarcástico, ciertas dosis de autoficción, conocimiento enciclopédico de la historia de la literatura, planteamientos imaginativos sin renunciar a los zarpazos de la realidad… Con la excepción de “Provocación repugnante” (ambientado en la Rusia soviética, y construido alrededor de un imaginario encuentro entre Walter Benjamin y Mijail Bulgakov), el resto de los cuentos de “La vaga ambición” están protagonizados por Arturo Murray (un evidente trasunto de Ortuño): un escritor sin jerarquía que tiene que aceptar todo tipo de ofertas laborales para poder subsistir. “Quinta Temporada” (a mi juicio, el mejor y más bolañesco del lote) es una pequeña obra maestra de diseño de personajes y mala baba, basada en la vida de los guionistas de “Juego de tronos” y series similares. En todo caso, si algo se puede reprochar al libro es su extrema brevedad: apenas llega a las cien páginas con una letra a prueba de dioptrías. Pero, para ser justos, esta parece ser una tendencia que habrá que analizar. La anterior ganadora del Ribera del Duero, Samanta Schweblin, sobrepasaba en muy poco las cien páginas con “Siete casas vacías”, mientras que Alejandro Morellón  se alzaba con el IV Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez con “El estado natural de las cosas”, un volumen aún más escuálido. No seré yo quien juzgue un libro por su grosor, pero me preocupa que una modalidad literaria que ha tenido que luchar contra tantos prejuicios aumente ahora su lista de detractores al decantarse por editar plaquettes cual poetas de inspiración estreñida. En fin, que quizás sean cosas mías (siempre son cosas mías), pero al leer libros tan escurridos tengo la sensación de estar escuchando un single (un EP como mucho), mientras que para probar que eres digno de encabezar las listas de hits hay que atreverse con un LP. Perdonad mi terminología tan ochentera, pero con MP3 no me sale el mismo símil.     

martes, 30 de enero de 2018

"De vicio", de Arturo G. Pavón (Ed. Relee)

            

       Mi absoluta ignorancia respecto de los protocolos que rigen la crítica literaria facilita enormemente mi acercamiento a “De vicio”. No necesito saber si es una novela social, o un bildungsroman, hasta estaría por jurar que me la bufa si tiene elementos de autoficción. Bastará con que diga que Santos Padilla me cuenta una serie de acontecimientos (divertidos unos, aterradores otros, esclarecedores todos) que yo me creo al pie de la letra, gracias a un manejo de la voz protagonista que me ha impedido cerrar el libro hasta la amarga escena final. Cuidado: no estoy diciendo que sea un libro verista, de esos que tienes que creerte como artículo de fe, cual si hubieran sido escritos por un notario. Yo no sé si Santos Padilla me está contando la verdad, ni me importa. Lo relevante es que su forma de contarla es literariamente magnífica, una voz que me remite a otras grandes novelas de voz (mira, quizás estoy inventando un concepto de crítica literaria) como “La vida perra de Juanita Narboni”, “El Jarama” o “La plaza del Diamante”. Libros en los que el autor (a través de una aparente sencillez verbal y estructural) nos llega a hacer olvidar que estamos adentrándonos en un sofisticadísimo aparato cultural llamado “novela”, más falso que un duro de madera. La voz que ocupa todas las páginas del libro entronca con algunos autores ingleses (Nick Hornby, Irvine Welsh, el Martin Amis más cockney), y nos lleva desde 1988 a 2008, veinte años que no serán nada en las acarameladas estrofas del tango, pero que en La Elipa son mucho, muchísimo, el tránsito desde los pasillos de la Facultad hasta las antesalas de la Gran Crisis (“eso es el mercado, amigo”, Rodrigo dixit). Con las “Aventuras de Arthur Gordon Pym” como amuleto, el protagonista emprende un viaje sin retorno a lomos del cambio de milenio: empleos destartalados, novias de caducidad breve, autobiografías pigmeas, drogas a veces chungas, a veces muy chungas… Ulises (perdón: Santos) ha de sortear todas las trampas que le arroja Poseidón, o Zeus, o quien coño sea, y que tanta manía parece tener a nuestro protagonista. El personaje de la madre (si me dejáis que consulte mi diccionario de mitología… euh, aquí está: Gea, ese centro de gravedad permanente al que cantaba Battiato) equilibra un relato que de otro modo podría haber caído en lo pintoresco, en lo meramente suburbial. Lejos de regodearse en estereotipos, Santos es una mezcla del Lazarillo y de Johnny Cifuentes, y, rendido fan de los dos como soy, no puedo sino recomendar vivamente este libro, un estimulante recordatorio de que la literatura consiste, nada más y nada menos, en saber contar.


PS. Arturo G. Pavón, una vez recuperada su identidad de César S. Sánchez (no preguntéis, es una historia complicada) presenta su nueva novela este jueves día 1 de febrero, a las 19:00, en “Pandora’s Vox” (Calle Rafael de Riego, 1). “Ciudades en las que nunca has estado”: intrigante título, voto a tal.

lunes, 29 de enero de 2018

"Vestido azul", de Shelly y la Nueva Generación



            ¿Existencialismo? ¿Estructuralismo? ¿Pensamiento débil? Nada de eso: el último gran movimiento filosófico que surgió en Europa fue el Ye-yé, y desde su desaparición vamos claramente en declive, no creo que sea necesario que os ponga ejemplos. Los prodigios del Beat inglés se tradujeron en Francia y en Italia por medio de arrolladoras canciones de poco más de dos minutos, gracias a miríadas de vocalistas felinas y minifalderas a las que sus nietas, muchos años después, acusarían de frívolas y poco empoderadas. En España, por entonces pinchaba DJ Paco (factótum del llamado “El Pardo Sound”), y a su sombra surgieron montones de grupos con chica al frente, normalmente mucho más desinhibidas que sus hieráticos colegas masculinos. María Concepción Gutiérrez Cobo (sic) nació en Venezuela de padres españoles, y al regresar a la Madre Patria estuvo trasteando por el ambiente musical hasta ser descubierta por Marini Callejo, la productora que había puesto en órbita a Los Brincos. Sensatamente rebautizada como Shelly, se agenció a La Nueva Generación como banda de apoyo, y aunque apenas sacaron tres singles han dejado una huella luminosa en la historia de nuestro pop gracias a “Vestido azul”. A pesar de que es una adaptación de una festivalera canción brasileña, Shelly y sus chicos obvian el lánguido tono del original y se lo llevan a territorio soul: órgano chirriante, bajo vacilón, guitarra incendiaria. Y, para rematar, la incandescente voz de Shelly (¡atentos al glorioso final, cuando se nos viene arriba!), gracias a la cual sus directos aún son recordados. Un efímero hit que hoy recordamos, justo cuando se cumplen cuarenta años de su edición. ¡Groove, baby!



miércoles, 24 de enero de 2018

Un libro ayuda a triunfar (no siempre)


Sigo haciéndome propósitos de año nuevo. Eso sí: todos me pillan dentro de la zona de confort, que fuera se está muy mal, muy a trasmano (¡por algo se la llama de confort!). De momento he puesto en práctica uno que me ronda desde hace tiempo: si un libro no me engancha a las cien páginas, cada cual por su camino y aquí paz y después gloria. Eso no quiere decir que sea malo, simplemente que no está hecho para mí. Quedamos como amigos (al menos eso nos decimos), y punto. Reconozco que desde siempre me ha costado mucho dejarlos a medias: mi sustrato pequeñoburgués me impelía a seguir leyendo, a agradecer al autor con mi esfuerzo las muchas horas que había dedicado, los innúmeros ratos de soledad que le había costado finiquitar su obra, la cantidad de programas de televisión que se había perdido por su empecinamiento. Pero llega un momento en el que (refutando el celebérrimo poema de Mallarmé) te das cuenta que hay muchísimos libros esperando a que les des una oportunidad, y que perder el tiempo con uno que no te está gustando es un error de libro (nunca mejor dicho).

Si hago memoria, apenas habrá sido una docena los libros que, a lo largo de mi vida, han vuelto a la estantería sin haberme desvelado su final. Recuerdo que comencé a leer “El valle de los avasallados” con gran interés (no en vano es la novela que inspiró a Jean-Claude Lauzon ese desasosegante poema fílmico que es “Léolo”), pero su diatriba adolescente (“todos los adultos sois malos y tontos”) se me hizo enormemente repetitiva y panfletaria (además, el abuso de los signos de admiración me puso de los nervios). Otra majadería ortográfica (casi todas las frases acaban con puntos suspensivos) me llevó a aparcar “Muerte a crédito”, del ahora muy mentado Louis-Ferdinand Céline, a pesar de que su “Viaje al final de la noche” se me aparece como una de las grandes novelas del siglo (apunte mental: me gustaría releerla). “Las gomas”, de Alain Robbe-Grillet: todo lo nouveau roman que se quiera, pero un coñazo de mucho cuidado, le di boleto a la enésima vez en que me perdí (¿pero quién es este nuevo personaje? ¿y por qué hace lo que hace?). “La chica del pelo raro” es una recopilación de cuentos de David Foster Wallace, y su manierismo impostado (era como ver a esos jugadores de fútbol que se regatean a sí mismos) me llevó a decirle: hasta luego, Lucas. Un poco diferentes fueron las razones por las que cerré abrumado “Paradiso”: joder, me dije, no soy lo suficientemente culto como para entender una mierda. Quizás cuando completé cuatro o cinco carreras más (arte, filologías variadas, literatura comparada y santería) me atreva a volver con el opus magnum de Lezama Lima.

Pero de todos los libros que me han derrotado (sí, admitámoslo: es una derrota), el que más me duele haber abandonado fueron los diarios de Kafka. No me andaré con chiquitas: he leído prácticamente toda la obra del checo (hum, más bien del praguense), y estoy convencido de que es el escritor más importante del siglo XX, por lo menos para mí. Sin embargo (y lo he intentado dos veces), sus memorias se me han atragantado, no he sido capaz de integrarlas en mi fascinación por el autor de “El Proceso”. Sus numerosísimas alusiones a la vida y espiritualidad judías (que al principio se hacen hasta graciosas) van llenando el texto de grumos, y llega un momento en el que la ciénaga de términos yiddish (que el traductor ha considerado oportuno mantener en su lengua original) te impide avanzar, convierte todo en una especie de parodia a lo Woody Allen (“Anoche vi al rabino, y me dijo que llevaba mal puesto mi dhobbik. Yo le respondí que era porque había comido hubmishka, y él me respondió que bromeaba como un trumllinkerk, y ambos acabamos con un rymllush de mucho cuidado”). En fin, espero que, cuando acceda a la circuncisión y me haga sionista, sea capaz de entender qué coño es un hubmishka (y cuántas calorías tiene).


A esta lista de amores frustrados acabo de añadir otra supuesta obra maestra: “La región más trasparente”, de Carlos Fuentes. Ya venía advertido: hace años leí su “Cambio de piel”, y me pareció un tostón pretendidamente vanguardista, que acabé con las mismas energías con las que un gregario alcanza, con más de una hora de retraso respecto del maillot amarillo, la cima del Tourmalet. A pesar de todo, empecé con bríos “La región…” (que casi comparte título con otro de los ochomiles de la literatura epatante-que-te-cagas, a cargo del señoritingo Juan Benet), y por unas páginas creí que me iba a quitar el mal sabor de boca que me dejo “Cambio de piel” (la escena de la huida de los prófugos no está mal). Pero poco a poco todo fue derivando hacia esa melaza intelectualoide tan propia de finales de los cincuenta del siglo XX, y cada cucharada que me iba tragando se me hacía más y más insufrible. En resumen: que le di carpetazo sin remordimientos. La vida es corta, y hay muchos libros que leer, me recordé. Y en esas ando.  

lunes, 22 de enero de 2018

"Dorados días de sol y noche", de Luis Antonio de Villena (Ed. Pre-Textos)

           



             Casi todos los jueves de 2006 y 2007, tras zamparnos sendos Sushi especiales y ventilarnos un Terras Gauda que quitaba el sentido, Eva y yo acabábamos en “Del Diego”, la deliciosa coctelería escondida a espaldas de la Gran Vía, una diminuta embajada Art Déco entre callejuelas mayormente siniestras. Al segundo Margarita las cosas a nuestro alrededor perdían su filo, se volvían suaves y acariciables, mientras que al tercero se desintegraban, convirtiéndose en hologramas de incierta etiquetación. Pero ni siquiera en los momentos de más acendrada encebolladura alcohólica se disolvió una figura familiar que, alicatado de alhajas como una virgen barroca, peroraba sin pausa al fondo del local, casi siempre apabullando a algún poetastro de provincias que escuchaba con la boca abierta, transido de admiración y vasallaje.

            Muchos años atrás, yo había leído de Luis Antonio de Villena (pues de él se trataba) una biografía de Oscar Wilde y un librito sobre el dandismo, y siempre tenía en cartera hacerme con alguna de sus novelas o de sus diarios (su poesía me interesa menos). Cuando vi su último libro decidí que ya era hora de pagar mi deuda con él, y no me lo pensé, a pesar de mis dudas sobre la cursilería del título: “Dorados días de sol y noche”. Poetas, cabeceé, qué raritos son.


            El libro es un recorrido fragmentario y egocéntrico (¡qué menos si tratamos de un dandi!) que va desde 1970 hasta 1996: básicamente desde que aquel jovenzuelo mimado y culteranista empieza a investirse como sumo sacerdote de su propia religión, algo muy finisecular (ah, quizás me compré el libro para luego poder aplicarle este adjetivo, de tan poca salida comercial). Las anécdotas que en él se cuentan son, básicamente, de dos tipos: o literarias, o bien homoeróticas. No, vamos a ver, rectifico: son literariohomoeróticas, todo junto, como los Juegos Reunidos Geyper. Libros, sortijas, efebos (todos con “piel de jazmín”: sí, esto sí que es cursi, aquí no me quedan dudas), premios literarios, noche y más noche… No hay apenas profundidad de campo, el enorme cambio que experimenta España en esos años no es ni siquiera bocetado, la única Transición que interesa al autor es la suya propia. Y no lo hace mal: hay momentos de intensa dicha lectora, pero que (en mi caso) han sido salvajemente boicoteados por una de las peores prosas que yo haya leído en mi vida. ¿Que si exagero? Como sé que habrá quien no me crea, escogeré unos cuantos ejemplos que, sin duda, harán las delicias de los profesores de talleres literarios (concretamente para la asignatura “Cómo no redactar”). “Jamás nunca supe qué había sido de aquel hombre muy educado” (pág. 89). “Llevé a Jaime a una de las discotecas con morbo de ese tiempo (…) en el lado de la Castellana otro, esto es, el opuesto a Chueca” (pág. 95). “Me di cuenta de que Randy buscaba otra noche de discoteca, pero que se daba cuenta de que no había otro remedio que esperar un poco” (pág. 153). “Yo no tenía aún poemas traducidos al inglés (…), pero los podía conseguir antes de finales de octubre, cuando volaría a Toronto” (pág. 195). “Te esperaba serio, sentado en la baranda, magnificante y radiante” (pág. 210).  “No hablaba contra Castellet o no habitualmente, pero tampoco y nunca a favor” (pág. 387). “En general es persona de mucha discreción general” (pág. 421). ¿Es que un libro que cuesta una pasta (y sacado además por una editorial normalmente muy cuidadosa) no merece una buena corrección de textos? Peor aún: ¿el corrector tenía algún rencor enquistado con el seráfico Luis Antonio y ha aprovechado para hacerle una de Jaimito? En fin, no me quiero poner tiquismiquis: los letraheridos disfrutarán sin duda con algunas de las historias que recoge el libro (especialmente divertida la de José Agustín Goytisolo en la piscina) y con las atinadas reflexiones del autor acerca del paso del tiempo, ese ruido de fondo que va poco a poco ensordeciendo cada una de nuestras palabras hasta condenarnos al silencio más absoluto. En todo caso, los amantes de la construcción de una personalidad literaria (pues a ese subgénero que me acabo de inventar podría adscribirse el libro) apreciarán sin duda mucho más el segundo tomo de la autobiografía de Terenci Moix (“El peso de Peter Pan”), o, en un registro ligeramente distinto, las memorias de Francisco Umbral (“Trilogía de Madrid”). En fin, que todos aquellos que creemos que la España de los ochenta aún no ha sido adecuadamente reflejada en la literatura (como sí lo ha sido en el cine, con Almodóvar) deberemos seguir esperando. 

lunes, 8 de enero de 2018

“Sumisión”, de Michel Houellebecq (Anagrama)





            Primera consideración (a bote pronto): Houellebecq no tiene razón. Segunda consideración (un poco más reflexiva): Houellebecq no debería tener razón. Tercera (y aterrada) consideración: Houellebecq tiene toda la razón del mundo. Es en los resquicios de estas tres proposiciones donde habita mi inmoderada admiración por el novelista francés, uno de los pocos escritores contemporáneos que leo con el alma encogida. Sus propuestas (monotemáticas, machaconas, escalofriantes) reflejan a la perfección el drama de las sociedades contemporáneas, la pérdida de valores y el ensimismamiento en el que chapoteamos con nuestros amigos y conocidos. Sus textos miserabilistas nos llevan al límite: lucha de clases entre bostezos, sexo patológico, nihilismo de garrafón. Solo un soterradísimo sentido del humor (muy a lo Céline) le salva de caer en el sermón (error en el que incurrió otro grande de la novela actual que nos abandonó demasiado pronto, el justamente celebrado Rafael Chirbes). “Sumisión” es una distopía (no creo que estéis ni la mitad de hartos que yo de la dichosa palabrita) que fabula sobre el acceso al poder en Francia, y por vías perfectamente democráticas, de un partido musulmán. Utilizando la figura del escritor del siglo XIX Huysman como McGuffin, Houellebecq aprovecha para saldar cuentas con el espectro político de nuestros vecinos (memorable su retrato de Bayrou, una especie de Javier Arenas galo, tan omnipresente como prescindible), con los medios de comunicación, con todo el estamento universitario, con las mujeres, con los progres… Solo escapa a su inquina la gastronomía franchute, en especial sus quesos y vinos, el único motivo de placer del protagonista. “Sumisión” no es, ni de lejos, lo mejor de Houellebecq (su fundacional “Ampliación del campo de batalla”, así como “El mapa y el territorio”, están, en mi opinión, mucho más logradas), pero plantea un ejercicio de política ficción que entronca con “El choque de civilizaciones”, el polémico libelo de Samuel Huntington, y cuyo muy resumido trasfondo es hasta cuándo aguantaran las democracias occidentales los embates de aquellas fuerzas antidemocráticas (muchas de ellas nacidas, crecidas y subvencionadas en su interior) que luchan por destruirlas. De momento, la inquietante posibilidad de que la Sorbona (¡la Sorbona!) acabe convertida en una medersa (universidad islámica) deja a la altura del betún las propuestas supuestamente perturbadoras de “Black Mirror”.