martes, 30 de enero de 2018

"De vicio", de Arturo G. Pavón (Ed. Relee)

            

       Mi absoluta ignorancia respecto de los protocolos que rigen la crítica literaria facilita enormemente mi acercamiento a “De vicio”. No necesito saber si es una novela social, o un bildungsroman, hasta estaría por jurar que me la bufa si tiene elementos de autoficción. Bastará con que diga que Santos Padilla me cuenta una serie de acontecimientos (divertidos unos, aterradores otros, esclarecedores todos) que yo me creo al pie de la letra, gracias a un manejo de la voz protagonista que me ha impedido cerrar el libro hasta la amarga escena final. Cuidado: no estoy diciendo que sea un libro verista, de esos que tienes que creerte como artículo de fe, cual si hubieran sido escritos por un notario. Yo no sé si Santos Padilla me está contando la verdad, ni me importa. Lo relevante es que su forma de contarla es literariamente magnífica, una voz que me remite a otras grandes novelas de voz (mira, quizás estoy inventando un concepto de crítica literaria) como “La vida perra de Juanita Narboni”, “El Jarama” o “La plaza del Diamante”. Libros en los que el autor (a través de una aparente sencillez verbal y estructural) nos llega a hacer olvidar que estamos adentrándonos en un sofisticadísimo aparato cultural llamado “novela”, más falso que un duro de madera. La voz que ocupa todas las páginas del libro entronca con algunos autores ingleses (Nick Hornby, Irvine Welsh, el Martin Amis más cockney), y nos lleva desde 1988 a 2008, veinte años que no serán nada en las acarameladas estrofas del tango, pero que en La Elipa son mucho, muchísimo, el tránsito desde los pasillos de la Facultad hasta las antesalas de la Gran Crisis (“eso es el mercado, amigo”, Rodrigo dixit). Con las “Aventuras de Arthur Gordon Pym” como amuleto, el protagonista emprende un viaje sin retorno a lomos del cambio de milenio: empleos destartalados, novias de caducidad breve, autobiografías pigmeas, drogas a veces chungas, a veces muy chungas… Ulises (perdón: Santos) ha de sortear todas las trampas que le arroja Poseidón, o Zeus, o quien coño sea, y que tanta manía parece tener a nuestro protagonista. El personaje de la madre (si me dejáis que consulte mi diccionario de mitología… euh, aquí está: Gea, ese centro de gravedad permanente al que cantaba Battiato) equilibra un relato que de otro modo podría haber caído en lo pintoresco, en lo meramente suburbial. Lejos de regodearse en estereotipos, Santos es una mezcla del Lazarillo y de Johnny Cifuentes, y, rendido fan de los dos como soy, no puedo sino recomendar vivamente este libro, un estimulante recordatorio de que la literatura consiste, nada más y nada menos, en saber contar.


PS. Arturo G. Pavón, una vez recuperada su identidad de César S. Sánchez (no preguntéis, es una historia complicada) presenta su nueva novela este jueves día 1 de febrero, a las 19:00, en “Pandora’s Vox” (Calle Rafael de Riego, 1). “Ciudades en las que nunca has estado”: intrigante título, voto a tal.

lunes, 29 de enero de 2018

"Vestido azul", de Shelly y la Nueva Generación



            ¿Existencialismo? ¿Estructuralismo? ¿Pensamiento débil? Nada de eso: el último gran movimiento filosófico que surgió en Europa fue el Ye-yé, y desde su desaparición vamos claramente en declive, no creo que sea necesario que os ponga ejemplos. Los prodigios del Beat inglés se tradujeron en Francia y en Italia por medio de arrolladoras canciones de poco más de dos minutos, gracias a miríadas de vocalistas felinas y minifalderas a las que sus nietas, muchos años después, acusarían de frívolas y poco empoderadas. En España, por entonces pinchaba DJ Paco (factótum del llamado “El Pardo Sound”), y a su sombra surgieron montones de grupos con chica al frente, normalmente mucho más desinhibidas que sus hieráticos colegas masculinos. María Concepción Gutiérrez Cobo (sic) nació en Venezuela de padres españoles, y al regresar a la Madre Patria estuvo trasteando por el ambiente musical hasta ser descubierta por Marini Callejo, la productora que había puesto en órbita a Los Brincos. Sensatamente rebautizada como Shelly, se agenció a La Nueva Generación como banda de apoyo, y aunque apenas sacaron tres singles han dejado una huella luminosa en la historia de nuestro pop gracias a “Vestido azul”. A pesar de que es una adaptación de una festivalera canción brasileña, Shelly y sus chicos obvian el lánguido tono del original y se lo llevan a territorio soul: órgano chirriante, bajo vacilón, guitarra incendiaria. Y, para rematar, la incandescente voz de Shelly (¡atentos al glorioso final, cuando se nos viene arriba!), gracias a la cual sus directos aún son recordados. Un efímero hit que hoy recordamos, justo cuando se cumplen cuarenta años de su edición. ¡Groove, baby!



miércoles, 24 de enero de 2018

Un libro ayuda a triunfar (no siempre)


Sigo haciéndome propósitos de año nuevo. Eso sí: todos me pillan dentro de la zona de confort, que fuera se está muy mal, muy a trasmano (¡por algo se la llama de confort!). De momento he puesto en práctica uno que me ronda desde hace tiempo: si un libro no me engancha a las cien páginas, cada cual por su camino y aquí paz y después gloria. Eso no quiere decir que sea malo, simplemente que no está hecho para mí. Quedamos como amigos (al menos eso nos decimos), y punto. Reconozco que desde siempre me ha costado mucho dejarlos a medias: mi sustrato pequeñoburgués me impelía a seguir leyendo, a agradecer al autor con mi esfuerzo las muchas horas que había dedicado, los innúmeros ratos de soledad que le había costado finiquitar su obra, la cantidad de programas de televisión que se había perdido por su empecinamiento. Pero llega un momento en el que (refutando el celebérrimo poema de Mallarmé) te das cuenta que hay muchísimos libros esperando a que les des una oportunidad, y que perder el tiempo con uno que no te está gustando es un error de libro (nunca mejor dicho).

Si hago memoria, apenas habrá sido una docena los libros que, a lo largo de mi vida, han vuelto a la estantería sin haberme desvelado su final. Recuerdo que comencé a leer “El valle de los avasallados” con gran interés (no en vano es la novela que inspiró a Jean-Claude Lauzon ese desasosegante poema fílmico que es “Léolo”), pero su diatriba adolescente (“todos los adultos sois malos y tontos”) se me hizo enormemente repetitiva y panfletaria (además, el abuso de los signos de admiración me puso de los nervios). Otra majadería ortográfica (casi todas las frases acaban con puntos suspensivos) me llevó a aparcar “Muerte a crédito”, del ahora muy mentado Louis-Ferdinand Céline, a pesar de que su “Viaje al final de la noche” se me aparece como una de las grandes novelas del siglo (apunte mental: me gustaría releerla). “Las gomas”, de Alain Robbe-Grillet: todo lo nouveau roman que se quiera, pero un coñazo de mucho cuidado, le di boleto a la enésima vez en que me perdí (¿pero quién es este nuevo personaje? ¿y por qué hace lo que hace?). “La chica del pelo raro” es una recopilación de cuentos de David Foster Wallace, y su manierismo impostado (era como ver a esos jugadores de fútbol que se regatean a sí mismos) me llevó a decirle: hasta luego, Lucas. Un poco diferentes fueron las razones por las que cerré abrumado “Paradiso”: joder, me dije, no soy lo suficientemente culto como para entender una mierda. Quizás cuando completé cuatro o cinco carreras más (arte, filologías variadas, literatura comparada y santería) me atreva a volver con el opus magnum de Lezama Lima.

Pero de todos los libros que me han derrotado (sí, admitámoslo: es una derrota), el que más me duele haber abandonado fueron los diarios de Kafka. No me andaré con chiquitas: he leído prácticamente toda la obra del checo (hum, más bien del praguense), y estoy convencido de que es el escritor más importante del siglo XX, por lo menos para mí. Sin embargo (y lo he intentado dos veces), sus memorias se me han atragantado, no he sido capaz de integrarlas en mi fascinación por el autor de “El Proceso”. Sus numerosísimas alusiones a la vida y espiritualidad judías (que al principio se hacen hasta graciosas) van llenando el texto de grumos, y llega un momento en el que la ciénaga de términos yiddish (que el traductor ha considerado oportuno mantener en su lengua original) te impide avanzar, convierte todo en una especie de parodia a lo Woody Allen (“Anoche vi al rabino, y me dijo que llevaba mal puesto mi dhobbik. Yo le respondí que era porque había comido hubmishka, y él me respondió que bromeaba como un trumllinkerk, y ambos acabamos con un rymllush de mucho cuidado”). En fin, espero que, cuando acceda a la circuncisión y me haga sionista, sea capaz de entender qué coño es un hubmishka (y cuántas calorías tiene).


A esta lista de amores frustrados acabo de añadir otra supuesta obra maestra: “La región más trasparente”, de Carlos Fuentes. Ya venía advertido: hace años leí su “Cambio de piel”, y me pareció un tostón pretendidamente vanguardista, que acabé con las mismas energías con las que un gregario alcanza, con más de una hora de retraso respecto del maillot amarillo, la cima del Tourmalet. A pesar de todo, empecé con bríos “La región…” (que casi comparte título con otro de los ochomiles de la literatura epatante-que-te-cagas, a cargo del señoritingo Juan Benet), y por unas páginas creí que me iba a quitar el mal sabor de boca que me dejo “Cambio de piel” (la escena de la huida de los prófugos no está mal). Pero poco a poco todo fue derivando hacia esa melaza intelectualoide tan propia de finales de los cincuenta del siglo XX, y cada cucharada que me iba tragando se me hacía más y más insufrible. En resumen: que le di carpetazo sin remordimientos. La vida es corta, y hay muchos libros que leer, me recordé. Y en esas ando.  

lunes, 22 de enero de 2018

"Dorados días de sol y noche", de Luis Antonio de Villena (Ed. Pre-Textos)

           



             Casi todos los jueves de 2006 y 2007, tras zamparnos sendos Sushi especiales y ventilarnos un Terras Gauda que quitaba el sentido, Eva y yo acabábamos en “Del Diego”, la deliciosa coctelería escondida a espaldas de la Gran Vía, una diminuta embajada Art Déco entre callejuelas mayormente siniestras. Al segundo Margarita las cosas a nuestro alrededor perdían su filo, se volvían suaves y acariciables, mientras que al tercero se desintegraban, convirtiéndose en hologramas de incierta etiquetación. Pero ni siquiera en los momentos de más acendrada encebolladura alcohólica se disolvió una figura familiar que, alicatado de alhajas como una virgen barroca, peroraba sin pausa al fondo del local, casi siempre apabullando a algún poetastro de provincias que escuchaba con la boca abierta, transido de admiración y vasallaje.

            Muchos años atrás, yo había leído de Luis Antonio de Villena (pues de él se trataba) una biografía de Oscar Wilde y un librito sobre el dandismo, y siempre tenía en cartera hacerme con alguna de sus novelas o de sus diarios (su poesía me interesa menos). Cuando vi su último libro decidí que ya era hora de pagar mi deuda con él, y no me lo pensé, a pesar de mis dudas sobre la cursilería del título: “Dorados días de sol y noche”. Poetas, cabeceé, qué raritos son.


            El libro es un recorrido fragmentario y egocéntrico (¡qué menos si tratamos de un dandi!) que va desde 1970 hasta 1996: básicamente desde que aquel jovenzuelo mimado y culteranista empieza a investirse como sumo sacerdote de su propia religión, algo muy finisecular (ah, quizás me compré el libro para luego poder aplicarle este adjetivo, de tan poca salida comercial). Las anécdotas que en él se cuentan son, básicamente, de dos tipos: o literarias, o bien homoeróticas. No, vamos a ver, rectifico: son literariohomoeróticas, todo junto, como los Juegos Reunidos Geyper. Libros, sortijas, efebos (todos con “piel de jazmín”: sí, esto sí que es cursi, aquí no me quedan dudas), premios literarios, noche y más noche… No hay apenas profundidad de campo, el enorme cambio que experimenta España en esos años no es ni siquiera bocetado, la única Transición que interesa al autor es la suya propia. Y no lo hace mal: hay momentos de intensa dicha lectora, pero que (en mi caso) han sido salvajemente boicoteados por una de las peores prosas que yo haya leído en mi vida. ¿Que si exagero? Como sé que habrá quien no me crea, escogeré unos cuantos ejemplos que, sin duda, harán las delicias de los profesores de talleres literarios (concretamente para la asignatura “Cómo no redactar”). “Jamás nunca supe qué había sido de aquel hombre muy educado” (pág. 89). “Llevé a Jaime a una de las discotecas con morbo de ese tiempo (…) en el lado de la Castellana otro, esto es, el opuesto a Chueca” (pág. 95). “Me di cuenta de que Randy buscaba otra noche de discoteca, pero que se daba cuenta de que no había otro remedio que esperar un poco” (pág. 153). “Yo no tenía aún poemas traducidos al inglés (…), pero los podía conseguir antes de finales de octubre, cuando volaría a Toronto” (pág. 195). “Te esperaba serio, sentado en la baranda, magnificante y radiante” (pág. 210).  “No hablaba contra Castellet o no habitualmente, pero tampoco y nunca a favor” (pág. 387). “En general es persona de mucha discreción general” (pág. 421). ¿Es que un libro que cuesta una pasta (y sacado además por una editorial normalmente muy cuidadosa) no merece una buena corrección de textos? Peor aún: ¿el corrector tenía algún rencor enquistado con el seráfico Luis Antonio y ha aprovechado para hacerle una de Jaimito? En fin, no me quiero poner tiquismiquis: los letraheridos disfrutarán sin duda con algunas de las historias que recoge el libro (especialmente divertida la de José Agustín Goytisolo en la piscina) y con las atinadas reflexiones del autor acerca del paso del tiempo, ese ruido de fondo que va poco a poco ensordeciendo cada una de nuestras palabras hasta condenarnos al silencio más absoluto. En todo caso, los amantes de la construcción de una personalidad literaria (pues a ese subgénero que me acabo de inventar podría adscribirse el libro) apreciarán sin duda mucho más el segundo tomo de la autobiografía de Terenci Moix (“El peso de Peter Pan”), o, en un registro ligeramente distinto, las memorias de Francisco Umbral (“Trilogía de Madrid”). En fin, que todos aquellos que creemos que la España de los ochenta aún no ha sido adecuadamente reflejada en la literatura (como sí lo ha sido en el cine, con Almodóvar) deberemos seguir esperando. 

lunes, 8 de enero de 2018

“Sumisión”, de Michel Houellebecq (Anagrama)





            Primera consideración (a bote pronto): Houellebecq no tiene razón. Segunda consideración (un poco más reflexiva): Houellebecq no debería tener razón. Tercera (y aterrada) consideración: Houellebecq tiene toda la razón del mundo. Es en los resquicios de estas tres proposiciones donde habita mi inmoderada admiración por el novelista francés, uno de los pocos escritores contemporáneos que leo con el alma encogida. Sus propuestas (monotemáticas, machaconas, escalofriantes) reflejan a la perfección el drama de las sociedades contemporáneas, la pérdida de valores y el ensimismamiento en el que chapoteamos con nuestros amigos y conocidos. Sus textos miserabilistas nos llevan al límite: lucha de clases entre bostezos, sexo patológico, nihilismo de garrafón. Solo un soterradísimo sentido del humor (muy a lo Céline) le salva de caer en el sermón (error en el que incurrió otro grande de la novela actual que nos abandonó demasiado pronto, el justamente celebrado Rafael Chirbes). “Sumisión” es una distopía (no creo que estéis ni la mitad de hartos que yo de la dichosa palabrita) que fabula sobre el acceso al poder en Francia, y por vías perfectamente democráticas, de un partido musulmán. Utilizando la figura del escritor del siglo XIX Huysman como McGuffin, Houellebecq aprovecha para saldar cuentas con el espectro político de nuestros vecinos (memorable su retrato de Bayrou, una especie de Javier Arenas galo, tan omnipresente como prescindible), con los medios de comunicación, con todo el estamento universitario, con las mujeres, con los progres… Solo escapa a su inquina la gastronomía franchute, en especial sus quesos y vinos, el único motivo de placer del protagonista. “Sumisión” no es, ni de lejos, lo mejor de Houellebecq (su fundacional “Ampliación del campo de batalla”, así como “El mapa y el territorio”, están, en mi opinión, mucho más logradas), pero plantea un ejercicio de política ficción que entronca con “El choque de civilizaciones”, el polémico libelo de Samuel Huntington, y cuyo muy resumido trasfondo es hasta cuándo aguantaran las democracias occidentales los embates de aquellas fuerzas antidemocráticas (muchas de ellas nacidas, crecidas y subvencionadas en su interior) que luchan por destruirlas. De momento, la inquietante posibilidad de que la Sorbona (¡la Sorbona!) acabe convertida en una medersa (universidad islámica) deja a la altura del betún las propuestas supuestamente perturbadoras de “Black Mirror”.