martes, 27 de febrero de 2018

"Siguiendo mi camino", de Mauricio Wiesenthal (Acantilado)






Apabullados como estamos ante los gigantes de Modernismo, cabría preguntarnos: ¿cómo se escribía antes de Joyce, antes de Virginia Woolf? ¿Cómo era la prosa antes de trufarla de monólogos interiores y de psicologismo, antes de desterrar la pura belleza literaria de nuestra caja de herramientas? Pues supongo que sería algo muy parecido a lo que nos ofrece Mauricio Wiesenthal en sus memorias (bueno, una especie de) “Siguiendo mi camino”, uno más de esos libros inclasificables (pienso en “La liebre de los ojos de ámbar”, o en “El país donde florece el limonero”) que caracterizan a la exquisita editorial Acantilado. Utilizando como hilo conductor aquellas canciones que más le han marcado (y sabe de lo que se habla, pues durante un tiempo se ganó la vida como cantante), el barcelonés hace un recorrido por los últimos setenta años de la Historia Contemporánea, regodeándose en su personaje de intelectual antimoderno y aristocratizante. De ascendencia judía-alemana, Wiesenthal es uno de esos escritores de difícil etiquetaje (profundamente católico, esteticista, antinacionalista, proeuropeo, un punto ingenuo) que suelen ser mejores poemas que poetas. Su empeño en demostrarnos que es la bête noire de la burguesía es de una candidez enternecedora, y en numerosas ocasiones sus frases rozan peligrosamente lo glaseado (para protestar contra el maquinismo dice, y los que sufran de diabetes deberían pasar al siguiente párrafo: “Cuando un pequeño taller cuelga el cartel de cerrado hay un Niño Jesús que se queda sin infancia”). Sin embargo, su humor jovial y su falta de prejuicios hacen de “Siguiendo…” una lectura vital y entretenida, una versión unplugged de las muy densas y politizadas memorias de algunos testigos del siglo (Stefan Zweig, Eric Hobsbawm, Christopher Hitchens, Juan Goytisolo…). El namedropping es inevitable en alguien tan sociable como el bueno de Mauricio (estupenda la escena en la que conoció a Ava Gardner), y, en su descargo, sus arrebatos de erudición no son demasiado estomagantes. Y tiene el cuajo de no ser demasiado desgarrado, en aparecer (hay que tener valor) como una persona… feliz. ¡Eso sí que es vanguardismo, voto a tal!    

miércoles, 21 de febrero de 2018

El Trovador de la Triste Figura



            Hay pocas verdades absolutas en el mundo del showbusiness. Una de las más fiables es aquella que asegura que, tarde o temprano (y sea tu ciudad grande, pequeña o incluso una pedanía sin ínfulas), Bob Dylan acudirá a ella para actuar. Y eso fue lo que pasó en Alcalá el 14 de julio de 2004, día en el que el genio de Minnesota se materializó en mi ciudad dando un concierto ante 12.000 fervorosos seguidores.


            No esperemos para abrir la caja de los truenos: ¿es Dylan digno merecedor del Premio Nobel de Literatura? Desde que le fue concedido en 2016, es una de las cuestiones que más disputa siguen suscitando en la ya de por sí alborotada secta de los seguidores del cantante. Para algunos es una metedura de pata de la Academia Sueca (¡oh, mirad qué modernos y desprejuiciados somos, nos pasamos por el forro vuestras críticas!), mientras que la feligresía más irreductible considera que no solo el de Literatura, sino que su Mesías debería tener también los de la Paz, Economía y hasta si me apuras el de Química, habida cuenta su abuso de anfetaminas allá por mediados de los sesenta. Presto a meterme en todos los charcos, daré mi opinión: el problema de base es que Bob Dylan no es un escritor, es… otra cosa. A pesar de que su principal influencia literaria es la Biblia, las letras de sus canciones (que, por otra parte, casi nadie se ha molestado en leer) abundan en surrealismo de garrafón, y aunque sus textos más sociales (los de su primera época) supieron atrapar el zeitgeist de la Década Prodigiosa de una manera inigualada, hay que admitir que no son nada del otro mundo (para que nos entendamos: la respuesta no estaba en el viento). El bardo de Duluth es una figura de primer orden en la cultura mundial, pero (fiel a su vidrioso carácter) es enormemente esquivo a las etiquetas, incluso a las elogiosas. Ni para ti, ni para mí: aparquemos la cuestión diciendo que si el Nobel premiara únicamente aspectos literarios sería más justo habérselo concedido a Leonard Cohen (no en vano, novelista y poeta de larga trayectoria antes de decantarse por la canción), pero si también aspira a reconocer la capacidad de influencia y la audacia de los visionarios, Dylan es la persona adecuada. Dejémoslo ahí.

            En todo caso, nada de lo anterior estaba en mis pensamientos cuando aquella calurosa tarde de julio me dirigí al Palacio Arzobispal, en cuyo polvoriento patio (por no decir descampado de mierda) iba a tener lugar el concierto. Precedido por una intensa Eva Amaral (su compañero Juan se había roto una mano, y ella actuó en solitario), ya era noche cerrada cuando salió Dylan con su banda. La audiencia era considerable (había muchos extranjeros), y el concierto se desarrolló por los tajantes cauces por los que trascurre el Never Ending Tour, la gira interminable en la que se había embarcado desde junio de 1988, con el muy dylaniano propósito de no tener cuatro paredes a las que poder llamar hogar (debe de ser terrible acabar convertido en prisionero de tus propias fantasías). La descarga comenzó con una relativa rareza (“The wicked Messenger”), se solidificó con algunas apuestas seguras (“Highway 61 Revisited”, “Don’t think twice, It’s allright”, “Like a Rolling Stone”), y acabó por todo lo alto con un “All along the Watchtower” pleno de electricidad que puso los pelos de punta al que esto escribe. Durante todo el concierto, el cantante mantuvo esa pose hierática y distante que muchos confunden con antipatía, aunque reconozco que me sería muy difícil sacarles de su error. Por supuesto, no logramos arrancarle ni una canción más de las establecidas (y ya no digamos un “¡Hola, Alcalá!”), pero (llamadme cándido si queréis) me gustaría pensar que la inclusión en el concierto de “Boots of Spanish Leather”, con su mención a las montañas de Madrid y a la costa de Barcelona, fue una concesión a todos aquellos que nos reunimos aquel miércoles, confiados en capturar un guiño de complicidad de nuestro ídolo.  


            Acabado el show, y mientras volvía meditabundo y extasiado a casa, quise creer que, desde el escenario, Dylan tenía que haberse fijado en las cigüeñas, en los torreones a medio desmoronar que cercan el Palacio, en la silueta del Campanario de la Magistral que se recortaba contra el anochecer. Quizás alguien de su equipo (un roadie cultureta, pongamos) le dijo (siempre sin mirarle a los ojos, como estipula su contrato) que en aquella ciudad nació Miguel de Cervantes, no es una hipótesis descabellada. Y siguiendo con las suposiciones, podría ser que, al regresar al hotel, y frente a su sempiterna hamburguesa que devora en absoluto silencio, el cantante hubiera dedicado un pensamiento a aquel otro soñador errante, que, cuatro siglos antes de él, había renunciado a la comodidad del domicilio para repartir justicia por los caminos. Sí, ya sé que es una comparación un poco forzada, pero no estaría mal que una placa conmemorara que en el Palacio Arzobispal actuó una vez un juglar cósmico que, fiel seguidor de las normas de caballería, dedicó su vida a llevar su propio evangelio a todas las ciudades del mundo. No aseguro que el propio Dylan venga a la inauguración (¡menudo carácter tiene!), pero quizás nos enviaría a Patti Smith, como hizo con el Nobel. Con eso nos valdría.

domingo, 18 de febrero de 2018

"Teenage kicks", de The Undertones





      ¿Puede ser "perfecta" una canción punk? ¿No es una flagrante contradictio in terminis? Desempolvo mis apuntes, busco, aquí está: habíamos quedado en que aquel movimiento musical se cimentaba en la energía y la espontaneidad, despreciando con altivez todo lo que sonara profesional, todo lo que sonara acabado. Sin embargo, la canción compuesta por John O’Neill para su banda The Undertones, editada hace cuarenta años, es un prodigio de estructura minimalista y emoción desbordante, una diminuta obra maestra que adoptó el mítico locutor John Peel como sintonía de cabecera de sus programas (al final de su vida la escogió como epitafio). La voz acuosa de Feargal Sharkey, respaldada por la trituradora sónica proporcionada por el resto del grupo, convierten el tema en un indiscutible candidato a la Mejor Canción de Punk de la Historia (bueeeno, de punk-rock, para ser exactos). Incluso la candidez (otros dirían ingenuidad) de la letra acompaña: a pesar de vivir en Derry durante la época más negra del conflicto norirlandés, Sharkey pasa olímpicamente de rollos políticos para hacer un canto a la exaltación que le provoca la llegada de una chica nueva al barrio. Aunque ya hace mucho que abandoné los prados llenos de clorofila de la adolescencia, cada vez que escucho “Teenage kicks” me precipito a mis armarios mascullando: dónde coño habré guardado mi chupa de cuero, con lo bien que lucía con ella.    



miércoles, 7 de febrero de 2018

Catholic Fields Forever




(8 – mayo – 2017) Desde casi cualquier parte de Liverpool (una ciudad lisa y compacta) se divisa, a lo lejos, el remate vanguardista de la “Metropolitan Cathedral of Christ the King”, la Catedral Católica de la ciudad. Aunque supongo que el culto predominante aquí es el anglicano, desconozco si la fe papista (o romana) es abundante o meramente testimonial. En todo caso, me encamino hacia allá, sorprendido por llevar casi cuatro días en este umbrío rincón de la Inglaterra profunda y no haber visto aún ni una sola gota de lluvia (para que luego digan). Tras subir la ligera pendiente quedo maravillado: me encanta, no puedo decirlo de otra forma. Al menos por fuera es Pop a más no poder, un perfecto reflejo de aquellos años en los que la Corporación Mejor Gestionada de la Historia vio cómo flojeaba su cuenta de resultados y decidió abrirse a los tiempos (el tan famoso como efímero aggiornamiento, que con tanta energía borró el ultra Juan Pablo II). Me alucina el diseño del edificio, que parece sacado de una película de Antonioni o de Goddard, no me sorprendería que la patrona de la iglesia fuera Santa Barbarella de la Ardiente Lascivia. Tiene una forma que oscila entre silo nuclear y exprimidor galáctico, con evidentes concomitancias con otros edificios de la época (me viene a la memoria la corona de espinas de Madrid). Voy a entrar, y en el vestíbulo cojo un folleto en el que se habla de “Golden Jubilee Celebrations”: al parecer, la catedral fue consagrada a finales de mayo de 1967… ¡justo pocos días antes de que The Beatles sacaran el “Sgt. Pepper’s”! No puede ser casualidad, ambos acontecimientos están impregnados del zeitgeist de la época hasta los tuétanos, la Historia no hace las cosas a medias. Dudo mucho que alguno de los cuatro Fabulosos, ya desde hacía tiempo asentados en Londres, se desplazara a su ciudad natal para dar lustre al acontecimiento: en primer lugar, creo que ninguno de ellos era de fe católica, y además estaban en plena barahúnda promocional del disco que cambiaría la historia del Pop, pero intuyo que no les disgustaría el edificio, que parece salido de los coloreados fondos animados de la película “Yellow Submarine”. Por dentro es una enorme sala circular (en una placa se jacta de ser la única de ese tipo en Europa, no sé si inspirada en los discos de vinilo), con el altar en el centro, en plan pista de circo. Las capillas a los lados podrían perfectamente pasar por salas de cualquier museo de arte contemporáneo, llenas de cachivaches amorfos con remoto significado religioso. Es un edificio despojado de toda ominosidad católica, en las antípodas del claustrofóbico abarrotamiento que se experimenta al entrar en una iglesia andaluza o napolitana. Hago un montón de fotos (que saldrán mal, pues no hay demasiada luz: el lucernario destinado a que entre está cubierto por una malla, supongo que para evitar la entrada de palomas). Cuando ya llevo varias vueltas descubro un anuncio en el que se me invita (previo pago de 3 libras) a visitar los bajos del edificio, la llamada cripta de Lutyens, el mismo arquitecto (mira tú por dónde) que diseñó la almendra central de New Delhi, en la que tantos buenos ratos he pasado. Me saco el ticket y me dispongo a bajar cuando me aborda un señor que se ofrece a bajar conmigo para explicarme la cripta. Llamadme desconfiado, pero cuando un desconocido te sugiere acompañarte a un sótano mal iluminado, me pongo en guardia, anda que no hay thrillers que empiezan así. Además, no sé si me tranquiliza ver que lleva alzacuellos, a saber si es un pervertido disfrazado (estoy exagerando: le saco la cabeza y debo de pesar veinte kilos más que él, si hay que liarse a mamporros tengo todas las de ganar). Bajamos a la cripta, y mis recelos empiezan a disolverse conforme empieza una disertación plagada de datos: resulta ser el primer intento (allá por 1930) de construir una catedral católica en Liverpool, desechado por su elevadísimo coste. Sobre ella se erigió la actual, aunque tienen muy poco que ver estilísticamente. La cripta no pasa de ser unos sótanos abovedados de ladrillo bastante convencionales, nada que ver con el deslumbramiento pop de arriba. El capellán (al que he bautizado, muy poco imaginativamente, como Father McKenzie, en honor al religioso de “Eleanore Rigby”) me suelta un rollo bastante académico sobre el lugar, me inunda de cifras: me aburre. Para salir del paso le digo que la Catedral me recuerda mucho el espíritu arquitectónico de la iglesia que teníamos en mi colegio, San Gabriel (regido por los Pasionistas), y que fue construida casi en las mismas fechas. De repente, Father McKenzie me pregunta si soy católico, al tiempo en que me escruta con unos ojillos duros y fríos. Es un tipo enjuto, que conserva todo el pelo, blanco y peinado con rigidez, su boca parece dispuesta a desenfundar con presteza el sermón o la condena. No, desde luego que no tiene nada que ver con esos curas glotones y entrañables que salen en las estampitas del Domund. Trago saliva, no creo que le pueda endilgar la respuesta (¡soy satanista!) con la que torturo a los Testigos de Jehová que se empeñan en encasquetarme sus panfletos por la calle. Si a eso unimos que soy el escritor menos enfant terrible del mundo, es lógico que le responda cándidamente que sí lo soy. El cura parece detectar la mentira, me mira fijamente como diciendo: “Conmigo no se juega, pollo”, por lo que en cuanto puedo cambio alegremente de tema, y para relajar el ambiente le pregunto qué opina del Brexit. A quién se le ocurre. Tuerce el gesto, y se embarca en una soflama (confusa y llena de meandros, eso sí) contra los males que vienen de Europa, entre ellos la “burocracia” (palabra que pronuncia con el odio que otras que yo me sé dedican a “heteropatriarcado”). Me confiesa (y que un cura te confiese algo no es baladí) que él votó “to leave”. Yo le llevo amablemente la contraria, pondero las virtudes de una Europa unida, le recuerdo lo mucho que hemos avanzado en derechos y democracia, pero se encoge de hombros como un personaje de novela, uno de esos curas sagaces y descreídos (valga la paradoja) de Chesterton o de Graham Greene. Como veo que no llegaremos a ninguna postura de consenso acabo la discusión con “Time will tell…”, a sentencioso a mí no me gana nadie. Tras unos segundos de granuloso silencio me dice que tiene que volver a sus quehaceres, por lo que nos despedimos con moderada cordialidad. Me quedo solo en la cripta (título muy lovecraftiano), que no me interesa demasiado. Subo de nuevo a la Catedral, doy un par de vueltas, me sigue encantando su delirio lisérgico. Ahora que lo pienso, el espíritu de los Beatles (que creí que impregnaría toda la ciudad) solo se me ha manifestado vívidamente en el Ferry que cruza el río Mersey y aquí, en esta catedral que casi con toda seguridad jamás pisaron ninguno de ellos, pero que sigue anclada con firmeza en la maravillosa década de los sesenta. Salgo, paseo a su alrededor, los arbotantes high tech me flipan, la catedral está erigida sobre una terraza desde la que se contempla buena parte de la ciudad. En uno de los muros hay una pintada tontorronamente sacrílega: “The Lord hates bum sex”, en cuanto llegue al hotel buscaré en google qué es eso de “Bum sex” que tanto irrita a nuestro señor (Sexo anal, o, por decirlo en el enternecedor slang eclesiástico, sexo contra natura). Más me interesa una placa que, ya en la escalera de salida, nos informa de que “Este proyecto (la catedral) ha sido financiado, entre otros, por la Unión Europea” Ah, vaya, Father McKenzie, pienso mientras abandono el recinto, a ver si al final va a resultar que Europa no es tan mala como creíamos…  (Continuará)





lunes, 5 de febrero de 2018

"La vaga ambición", de Antonio Ortuño (Páginas de Espuma)


Debo a la amable recomendación de Almudena Ballester (¡gracias, Almu!) el descubrimiento de “La vaga ambición”, el libro con el que el mexicano Antonio Ortuño ha ganado el cada vez más prestigioso premio Ribera de Duero. Sus seis cuentos permiten volver a disfrutar de ese cóctel embriagador que, en su fugaz tránsito, nos regaló Roberto Bolaño: letraheridos con los que el éxito se permite jugar al gato y al ratón, humor sarcástico, ciertas dosis de autoficción, conocimiento enciclopédico de la historia de la literatura, planteamientos imaginativos sin renunciar a los zarpazos de la realidad… Con la excepción de “Provocación repugnante” (ambientado en la Rusia soviética, y construido alrededor de un imaginario encuentro entre Walter Benjamin y Mijail Bulgakov), el resto de los cuentos de “La vaga ambición” están protagonizados por Arturo Murray (un evidente trasunto de Ortuño): un escritor sin jerarquía que tiene que aceptar todo tipo de ofertas laborales para poder subsistir. “Quinta Temporada” (a mi juicio, el mejor y más bolañesco del lote) es una pequeña obra maestra de diseño de personajes y mala baba, basada en la vida de los guionistas de “Juego de tronos” y series similares. En todo caso, si algo se puede reprochar al libro es su extrema brevedad: apenas llega a las cien páginas con una letra a prueba de dioptrías. Pero, para ser justos, esta parece ser una tendencia que habrá que analizar. La anterior ganadora del Ribera del Duero, Samanta Schweblin, sobrepasaba en muy poco las cien páginas con “Siete casas vacías”, mientras que Alejandro Morellón  se alzaba con el IV Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez con “El estado natural de las cosas”, un volumen aún más escuálido. No seré yo quien juzgue un libro por su grosor, pero me preocupa que una modalidad literaria que ha tenido que luchar contra tantos prejuicios aumente ahora su lista de detractores al decantarse por editar plaquettes cual poetas de inspiración estreñida. En fin, que quizás sean cosas mías (siempre son cosas mías), pero al leer libros tan escurridos tengo la sensación de estar escuchando un single (un EP como mucho), mientras que para probar que eres digno de encabezar las listas de hits hay que atreverse con un LP. Perdonad mi terminología tan ochentera, pero con MP3 no me sale el mismo símil.