Apabullados
como estamos ante los gigantes de Modernismo, cabría preguntarnos: ¿cómo se
escribía antes de Joyce, antes de Virginia Woolf? ¿Cómo era la prosa antes de
trufarla de monólogos interiores y de psicologismo, antes de desterrar la pura
belleza literaria de nuestra caja de herramientas? Pues supongo que sería algo
muy parecido a lo que nos ofrece Mauricio Wiesenthal en sus memorias (bueno,
una especie de) “Siguiendo mi camino”, uno más de esos libros inclasificables
(pienso en “La liebre de los ojos de ámbar”, o en “El país donde florece el
limonero”) que caracterizan a la exquisita editorial Acantilado. Utilizando
como hilo conductor aquellas canciones que más le han marcado (y sabe de lo que
se habla, pues durante un tiempo se ganó la vida como cantante), el barcelonés
hace un recorrido por los últimos setenta años de la Historia Contemporánea,
regodeándose en su personaje de intelectual antimoderno y aristocratizante. De
ascendencia judía-alemana, Wiesenthal es uno de esos escritores de difícil
etiquetaje (profundamente católico, esteticista, antinacionalista, proeuropeo,
un punto ingenuo) que suelen ser mejores poemas que poetas. Su empeño en
demostrarnos que es la bête noire de
la burguesía es de una candidez enternecedora, y en numerosas ocasiones sus
frases rozan peligrosamente lo glaseado (para protestar contra el maquinismo
dice, y los que sufran de diabetes deberían pasar al siguiente párrafo: “Cuando un pequeño taller cuelga el cartel de cerrado hay un Niño Jesús
que se queda sin infancia”). Sin embargo, su humor jovial y su falta de
prejuicios hacen de “Siguiendo…” una lectura vital y entretenida, una versión unplugged de las muy densas y
politizadas memorias de algunos testigos del siglo (Stefan Zweig, Eric Hobsbawm,
Christopher Hitchens, Juan Goytisolo…). El namedropping
es inevitable en alguien tan sociable como el bueno de Mauricio (estupenda
la escena en la que conoció a Ava Gardner), y, en su descargo, sus arrebatos de
erudición no son demasiado estomagantes. Y tiene el cuajo de no ser demasiado desgarrado,
en aparecer (hay que tener valor) como una persona… feliz. ¡Eso sí que es
vanguardismo, voto a tal!
martes, 27 de febrero de 2018
miércoles, 21 de febrero de 2018
El Trovador de la Triste Figura
Hay pocas verdades absolutas en el
mundo del showbusiness. Una de las
más fiables es aquella que asegura que, tarde o temprano (y sea tu ciudad grande,
pequeña o incluso una pedanía sin ínfulas), Bob Dylan acudirá a ella para
actuar. Y eso fue lo que pasó en Alcalá el 14 de julio de 2004, día en el que
el genio de Minnesota se materializó en mi ciudad dando un concierto ante
12.000 fervorosos seguidores.
No esperemos para abrir la caja de
los truenos: ¿es Dylan digno merecedor del Premio Nobel de Literatura? Desde
que le fue concedido en 2016, es una de las cuestiones que más disputa siguen
suscitando en la ya de por sí alborotada secta de los seguidores del cantante.
Para algunos es una metedura de pata de la Academia Sueca (¡oh, mirad qué
modernos y desprejuiciados somos, nos pasamos por el forro vuestras críticas!),
mientras que la feligresía más irreductible considera que no solo el de
Literatura, sino que su Mesías debería tener también los de la Paz, Economía y
hasta si me apuras el de Química, habida cuenta su abuso de anfetaminas allá
por mediados de los sesenta. Presto a meterme en todos los charcos, daré mi
opinión: el problema de base es que Bob Dylan no es un escritor, es… otra cosa.
A pesar de que su principal influencia literaria es la Biblia, las letras de
sus canciones (que, por otra parte, casi nadie se ha molestado en leer) abundan
en surrealismo de garrafón, y aunque sus textos más sociales (los de su primera
época) supieron atrapar el zeitgeist de
la Década Prodigiosa de una manera inigualada, hay que admitir que no son nada
del otro mundo (para que nos entendamos: la respuesta no estaba en el viento).
El bardo de Duluth es una figura de primer orden en la cultura mundial, pero
(fiel a su vidrioso carácter) es enormemente esquivo a las etiquetas, incluso a
las elogiosas. Ni para ti, ni para mí: aparquemos la cuestión diciendo que si
el Nobel premiara únicamente aspectos literarios sería más justo habérselo
concedido a Leonard Cohen (no en vano, novelista y poeta de larga trayectoria
antes de decantarse por la canción), pero si también aspira a reconocer la
capacidad de influencia y la audacia de los visionarios, Dylan es la persona
adecuada. Dejémoslo ahí.
En todo caso, nada de lo anterior
estaba en mis pensamientos cuando aquella calurosa tarde de julio me dirigí al
Palacio Arzobispal, en cuyo polvoriento patio (por no decir descampado de
mierda) iba a tener lugar el concierto. Precedido por una intensa Eva Amaral
(su compañero Juan se había roto una mano, y ella actuó en solitario), ya era
noche cerrada cuando salió Dylan con su banda. La audiencia era considerable
(había muchos extranjeros), y el concierto se desarrolló por los tajantes
cauces por los que trascurre el Never
Ending Tour, la gira interminable en la que se había embarcado desde junio
de 1988, con el muy dylaniano propósito de no tener cuatro paredes a las que
poder llamar hogar (debe de ser terrible acabar convertido en prisionero de tus
propias fantasías). La descarga comenzó con una relativa rareza (“The wicked
Messenger”), se solidificó con algunas apuestas seguras (“Highway 61
Revisited”, “Don’t think twice, It’s allright”, “Like a Rolling Stone”), y
acabó por todo lo alto con un “All along the Watchtower” pleno de electricidad
que puso los pelos de punta al que esto escribe. Durante todo el concierto, el
cantante mantuvo esa pose hierática y distante que muchos confunden con
antipatía, aunque reconozco que me sería muy difícil sacarles de su error. Por
supuesto, no logramos arrancarle ni una canción más de las establecidas (y ya
no digamos un “¡Hola, Alcalá!”), pero (llamadme cándido si queréis) me gustaría
pensar que la inclusión en el concierto de “Boots of Spanish Leather”, con su
mención a las montañas de Madrid y a la costa de Barcelona, fue una concesión a
todos aquellos que nos reunimos aquel miércoles, confiados en capturar un guiño
de complicidad de nuestro ídolo.
Acabado el show, y mientras volvía
meditabundo y extasiado a casa, quise creer que, desde el escenario, Dylan
tenía que haberse fijado en las cigüeñas, en los torreones a medio desmoronar que
cercan el Palacio, en la silueta del Campanario de la Magistral que se
recortaba contra el anochecer. Quizás alguien de su equipo (un roadie cultureta, pongamos) le dijo (siempre
sin mirarle a los ojos, como estipula su contrato) que en aquella ciudad nació Miguel
de Cervantes, no es una hipótesis descabellada. Y siguiendo con las
suposiciones, podría ser que, al regresar al hotel, y frente a su sempiterna
hamburguesa que devora en absoluto silencio, el cantante hubiera dedicado un
pensamiento a aquel otro soñador errante, que, cuatro siglos antes de él, había
renunciado a la comodidad del domicilio para repartir justicia por los caminos.
Sí, ya sé que es una comparación un poco forzada, pero no estaría mal que una
placa conmemorara que en el Palacio Arzobispal actuó una vez un juglar cósmico
que, fiel seguidor de las normas de caballería, dedicó su vida a llevar su
propio evangelio a todas las ciudades del mundo. No aseguro que el propio Dylan
venga a la inauguración (¡menudo carácter tiene!), pero quizás nos enviaría a
Patti Smith, como hizo con el Nobel. Con eso nos valdría.
domingo, 18 de febrero de 2018
"Teenage kicks", de The Undertones
¿Puede
ser "perfecta" una canción punk? ¿No es una flagrante contradictio in terminis? Desempolvo mis apuntes, busco, aquí está:
habíamos quedado en que aquel movimiento musical se cimentaba en la energía y
la espontaneidad, despreciando con altivez todo lo que sonara profesional, todo
lo que sonara acabado. Sin embargo, la canción compuesta por John O’Neill para
su banda The Undertones, editada hace cuarenta años, es un prodigio de
estructura minimalista y emoción desbordante, una diminuta obra maestra que
adoptó el mítico locutor John Peel como sintonía de cabecera de sus programas
(al final de su vida la escogió como epitafio). La voz acuosa de Feargal
Sharkey, respaldada por la trituradora sónica proporcionada por el resto del
grupo, convierten el tema en un indiscutible candidato a la Mejor Canción de
Punk de la Historia (bueeeno, de punk-rock, para ser exactos). Incluso la
candidez (otros dirían ingenuidad) de la letra acompaña: a pesar de vivir en
Derry durante la época más negra del conflicto norirlandés, Sharkey pasa
olímpicamente de rollos políticos para hacer un canto a la exaltación que le
provoca la llegada de una chica nueva al barrio. Aunque ya hace mucho que
abandoné los prados llenos de clorofila de la adolescencia, cada vez que
escucho “Teenage kicks” me precipito a mis armarios mascullando: dónde coño
habré guardado mi chupa de cuero, con lo bien que lucía con ella.
miércoles, 7 de febrero de 2018
Catholic Fields Forever
(8 – mayo – 2017) Desde casi cualquier
parte de Liverpool (una ciudad lisa y compacta) se divisa, a lo lejos, el
remate vanguardista de la “Metropolitan Cathedral of Christ the King”, la
Catedral Católica de la ciudad. Aunque supongo que el culto predominante aquí
es el anglicano, desconozco si la fe papista (o romana) es abundante o
meramente testimonial. En todo caso, me encamino hacia allá, sorprendido por
llevar casi cuatro días en este umbrío rincón de la Inglaterra profunda y no
haber visto aún ni una sola gota de lluvia (para que luego digan). Tras subir
la ligera pendiente quedo maravillado: me encanta, no puedo decirlo de otra
forma. Al menos por fuera es Pop a más no poder, un perfecto reflejo de
aquellos años en los que la Corporación Mejor Gestionada de la Historia vio
cómo flojeaba su cuenta de resultados y decidió abrirse a los tiempos (el tan famoso
como efímero aggiornamiento, que con
tanta energía borró el ultra Juan Pablo II). Me alucina el diseño del edificio,
que parece sacado de una película de Antonioni o de Goddard, no me sorprendería
que la patrona de la iglesia fuera Santa Barbarella de la Ardiente Lascivia.
Tiene una forma que oscila entre silo nuclear y exprimidor galáctico, con
evidentes concomitancias con otros edificios de la época (me viene a la memoria
la corona de espinas de Madrid). Voy a entrar, y en el vestíbulo cojo un
folleto en el que se habla de “Golden Jubilee Celebrations”: al parecer, la
catedral fue consagrada a finales de mayo de 1967… ¡justo pocos días antes de
que The Beatles sacaran el “Sgt. Pepper’s”! No puede ser casualidad, ambos
acontecimientos están impregnados del zeitgeist
de la época hasta los tuétanos, la Historia no hace las cosas a medias.
Dudo mucho que alguno de los cuatro Fabulosos, ya desde hacía tiempo asentados
en Londres, se desplazara a su ciudad natal para dar lustre al acontecimiento:
en primer lugar, creo que ninguno de ellos era de fe católica, y además estaban
en plena barahúnda promocional del disco que cambiaría la historia del Pop,
pero intuyo que no les disgustaría el edificio, que parece salido de los
coloreados fondos animados de la película “Yellow Submarine”. Por dentro es una
enorme sala circular (en una placa se jacta de ser la única de ese tipo en
Europa, no sé si inspirada en los discos de vinilo), con el altar en el centro,
en plan pista de circo. Las capillas a los lados podrían perfectamente pasar
por salas de cualquier museo de arte contemporáneo, llenas de cachivaches
amorfos con remoto significado religioso. Es un edificio despojado de toda
ominosidad católica, en las antípodas del claustrofóbico abarrotamiento que se
experimenta al entrar en una iglesia andaluza o napolitana. Hago un montón de
fotos (que saldrán mal, pues no hay demasiada luz: el lucernario destinado a
que entre está cubierto por una malla, supongo que para evitar la entrada de
palomas). Cuando ya llevo varias vueltas descubro un anuncio en el que se me
invita (previo pago de 3 libras) a visitar los bajos del edificio, la llamada
cripta de Lutyens, el mismo arquitecto (mira tú por dónde) que diseñó la
almendra central de New Delhi, en la que tantos buenos ratos he pasado. Me saco
el ticket y me dispongo a bajar cuando me aborda un señor que se ofrece a bajar
conmigo para explicarme la cripta. Llamadme desconfiado, pero cuando un
desconocido te sugiere acompañarte a un sótano mal iluminado, me pongo en
guardia, anda que no hay thrillers que empiezan así. Además, no sé si me
tranquiliza ver que lleva alzacuellos, a saber si es un pervertido disfrazado
(estoy exagerando: le saco la cabeza y debo de pesar veinte kilos más que él,
si hay que liarse a mamporros tengo todas las de ganar). Bajamos a la cripta, y
mis recelos empiezan a disolverse conforme empieza una disertación plagada de
datos: resulta ser el primer intento (allá por 1930) de construir una catedral
católica en Liverpool, desechado por su elevadísimo coste. Sobre ella se erigió
la actual, aunque tienen muy poco que ver estilísticamente. La cripta no pasa
de ser unos sótanos abovedados de ladrillo bastante convencionales, nada que
ver con el deslumbramiento pop de arriba. El capellán (al que he bautizado, muy
poco imaginativamente, como Father McKenzie, en honor al religioso de “Eleanore
Rigby”) me suelta un rollo bastante académico sobre el lugar, me inunda de
cifras: me aburre. Para salir del paso le digo que la Catedral me recuerda
mucho el espíritu arquitectónico de la iglesia que teníamos en mi colegio, San
Gabriel (regido por los Pasionistas), y que fue construida casi en las mismas
fechas. De repente, Father McKenzie me pregunta si soy católico, al tiempo en
que me escruta con unos ojillos duros y fríos. Es un tipo enjuto, que conserva
todo el pelo, blanco y peinado con rigidez, su boca parece dispuesta a
desenfundar con presteza el sermón o la condena. No, desde luego que no tiene
nada que ver con esos curas glotones y entrañables que salen en las estampitas
del Domund. Trago saliva, no creo que le pueda endilgar la respuesta (¡soy
satanista!) con la que torturo a los Testigos de Jehová que se empeñan en
encasquetarme sus panfletos por la calle. Si a eso unimos que soy el escritor
menos enfant terrible del mundo, es
lógico que le responda cándidamente que sí lo soy. El cura parece detectar la
mentira, me mira fijamente como diciendo: “Conmigo no se juega, pollo”, por lo
que en cuanto puedo cambio alegremente de tema, y para relajar el ambiente le
pregunto qué opina del Brexit. A quién se le ocurre. Tuerce el gesto, y se
embarca en una soflama (confusa y llena de meandros, eso sí) contra los males
que vienen de Europa, entre ellos la “burocracia” (palabra que pronuncia con el
odio que otras que yo me sé dedican a “heteropatriarcado”). Me confiesa (y que
un cura te confiese algo no es baladí) que él votó “to leave”. Yo le llevo amablemente la contraria, pondero las
virtudes de una Europa unida, le recuerdo lo mucho que hemos avanzado en
derechos y democracia, pero se encoge de hombros como un personaje de novela,
uno de esos curas sagaces y descreídos (valga la paradoja) de Chesterton o de
Graham Greene. Como veo que no llegaremos a ninguna postura de consenso acabo
la discusión con “Time will tell…”, a
sentencioso a mí no me gana nadie. Tras unos segundos de granuloso silencio me
dice que tiene que volver a sus quehaceres, por lo que nos despedimos con
moderada cordialidad. Me quedo solo en la cripta (título muy lovecraftiano),
que no me interesa demasiado. Subo de nuevo a la Catedral, doy un par de
vueltas, me sigue encantando su delirio lisérgico. Ahora que lo pienso, el
espíritu de los Beatles (que creí que impregnaría toda la ciudad) solo se me ha
manifestado vívidamente en el Ferry que cruza el río Mersey y aquí, en esta catedral
que casi con toda seguridad jamás pisaron ninguno de ellos, pero que sigue
anclada con firmeza en la maravillosa década de los sesenta. Salgo, paseo a su
alrededor, los arbotantes high tech
me flipan, la catedral está erigida sobre una terraza desde la que se contempla
buena parte de la ciudad. En uno de los muros hay una pintada tontorronamente
sacrílega: “The Lord hates bum sex”, en cuanto llegue al hotel buscaré en
google qué es eso de “Bum sex” que tanto irrita a nuestro señor (Sexo anal, o,
por decirlo en el enternecedor slang
eclesiástico, sexo contra natura). Más me interesa una placa que, ya en la
escalera de salida, nos informa de que “Este proyecto (la catedral) ha sido
financiado, entre otros, por la Unión Europea” Ah, vaya, Father McKenzie, pienso
mientras abandono el recinto, a ver si al final va a resultar que Europa no es
tan mala como creíamos… (Continuará)
lunes, 5 de febrero de 2018
"La vaga ambición", de Antonio Ortuño (Páginas de Espuma)
Debo
a la amable recomendación de Almudena Ballester (¡gracias, Almu!) el
descubrimiento de “La vaga ambición”, el libro con el que el mexicano Antonio Ortuño ha ganado el cada vez más prestigioso premio Ribera de Duero. Sus seis
cuentos permiten volver a disfrutar de ese cóctel embriagador que, en su fugaz
tránsito, nos regaló Roberto Bolaño: letraheridos con los que el éxito se
permite jugar al gato y al ratón, humor sarcástico, ciertas dosis de
autoficción, conocimiento enciclopédico de la historia de la literatura, planteamientos
imaginativos sin renunciar a los zarpazos de la realidad… Con la excepción de
“Provocación repugnante” (ambientado en la Rusia soviética, y construido
alrededor de un imaginario encuentro entre Walter Benjamin y Mijail Bulgakov),
el resto de los cuentos de “La vaga ambición” están protagonizados por Arturo
Murray (un evidente trasunto de Ortuño): un escritor sin jerarquía que tiene
que aceptar todo tipo de ofertas laborales para poder subsistir. “Quinta
Temporada” (a mi juicio, el mejor y más bolañesco del lote) es una pequeña obra
maestra de diseño de personajes y mala baba, basada en la vida de los
guionistas de “Juego de tronos” y series similares. En todo caso, si algo se
puede reprochar al libro es su extrema brevedad: apenas llega a las cien
páginas con una letra a prueba de dioptrías. Pero, para ser justos, esta parece
ser una tendencia que habrá que analizar. La anterior ganadora del Ribera del
Duero, Samanta Schweblin, sobrepasaba en muy poco las cien páginas con “Siete
casas vacías”, mientras que Alejandro Morellón
se alzaba con el IV Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García
Márquez con “El estado natural de las cosas”, un volumen aún más escuálido. No
seré yo quien juzgue un libro por su grosor, pero me preocupa que una modalidad
literaria que ha tenido que luchar contra tantos prejuicios aumente ahora su
lista de detractores al decantarse por editar plaquettes cual poetas de inspiración estreñida. En fin, que quizás
sean cosas mías (siempre son cosas mías), pero al leer libros tan escurridos
tengo la sensación de estar escuchando un single (un EP como mucho), mientras
que para probar que eres digno de encabezar las listas de hits hay que
atreverse con un LP. Perdonad mi terminología tan ochentera, pero con MP3 no me
sale el mismo símil.
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