Un cineasta norteamericano, para
burlarse del cine europeo y de su presunta parsimonia, dijo una vez que en las
películas hechas en el Viejo Continente se podía ver crecer la hierba. Aquel
comentario displicente no tuvo en cuenta que pocos milagros más apasionantes e
incomprensibles habrá que esa sinfonía biológica gracias a la cual de una
semilla surge una flor, o un cactus, o (y esa va a ser mi imagen para “Lo
llamaré frontera”) un muro de frondosa hiedra en el que se arraciman todas las
variedades del verde. Por estos 19 textos de prosa arborescente pasearemos como
por un laberinto rezumante de clorofila, y lo haremos con la atención que
prestamos en los sueños por las disonancias y los extraños relieves. En este
laberinto (en cuyo frontispicio reza amenazante la frase “La realidad aquí no
es bienvenida”) habitan rendijas a otras dimensiones, recuerdos infantiles,
personajes a medio bocetar y criaturas de incierta tipología vegetal. Liberados
de su entablamento narrativo (con alguna excepción), los textos se deslizan
hacia lo onírico, como hacía (aunque sin su opresiva sordidez) Samuel Beckett
en su trilogía de Malloy. En “Flores volcánicas” leemos: “Tal vez se halle en
medio de un sueño que se repite y se repite”. A ese punto de no retorno nos
conduce María José Beltrán, y nosotros nos dejamos llevar, atrapados por una
voz que al principio desconcierta y luego hipnotiza, incluso aunque no sepamos
muy bien hacia dónde nos dirigimos. Resabios de alta literatura, estos textos a
contracorriente renuncian al argumento y enlazan con aquellos autores que han
buscado ampliar los límites del cuento: desde Cortázar a Eloy Tizón, desde
Svetislav Basara a Bruno Schulz. Eso sí, los adictos a cierta solidez narrativa
agradecemos hacer pie en textos como “Voz amapola” y, especialmente, “Toalla de
Superman”, para mí la joya de la corona, un relato en el que, sin renunciar a su
esencia ondulante, Beltrán despliega un minúsculo drama familiar que se
desarrolla (aquí nada es casual) en la frontera entre el mar y la playa. El
cineasta norteamericano del principio (es una lástima que sea tan malo para
recordar los nombres, debería apuntar las cosas) probablemente se sentiría incómodo
ante este libro anfibio y correoso, tan anticartesiano. Pero si nos atrevemos a
prescindir de la brújula y el GPS, si por una vez confiamos en pedalear sin el
apoyo de nuestros padres (y algo de eso hay en “Giros y desplazamientos”), la
recompensa será embriagadora.