sábado, 7 de febrero de 2015

Lennon & Yoko, Suite 1742


   ¡Qué incómodos son algunos mitos, qué indigestos! En “La Térmica”, aquí en Málaga (avenida de los Guindos, 48), dedican una exposición a las fotografías que Bruno Vagnini realizó a John Lennon y Yoko Ono en la Suite 1742 del Hotel Queen Elizabeth de Montreal, con ocasión de aquel happening con el que la pareja más crucificada del mundo en aquellos momentos (escúchese “The ballad of John & Yoko”) protestaba a su manera contra la guerra de Vietnam. Es el día 31 de mayo de 1969, y quedan un año y siete meses exactos para que se disuelva la banda de rock and roll más famosa de todos los tiempos.
              Durante toda una semana, el aún Beatle y la aún artista conceptual se meten en la cama y no salen de ella (un Bed-In, lo bautizaron). Si tenemos en cuenta que se habían casado en Gibraltar apenas pocos días antes, cabe deducir que dedicaron su luna de miel, en lugar de jugar a médicos y enfermeras, a hablar con los periodistas, soltar soflamas políticas y cantar la horrorosa “Give peace a chance”. Para más inri, los pijamitas que luce John son lo menos avant-garde que imaginarse pueda, y recuerdan mucho a los que llevaba Jose Sazatornil en “La escopeta nacional”, para escarnio de su amante, una Mónica Randall con ganas de guerra, y no precisamente la de Vietnam. Del estilismo de Yoko, mejor ni hablamos.

       Es al ver estos retratos, en las antípodas de los cánones al uso (Vagnini era un estudiante italiano de Fotografía en la Academia de Bellas Artes de Montreal, y su acceso a la mítica Suite 1742 fue fruto de un enrevesado cúmulo de casualidades), cuando nos acecha (o por lo menos a mí me acecha) una duda: ¿de verdad éramos tan ingenuos? Quita ingenuos y pon mitómanos: ¿de verdad éramos tan mitómanos? Quita mitómanos y pon tontos de culo: ¿de verdad éramos tan tontos del culo? Es difícil explicar cómo pudimos tragarnos sin rechistar una melonada de tal calibre y convertirla en un acto de profunda significación pacifista. La propia Yoko (que de tonta no tenía un pelo) se apresuró a calificar el Bed-In como “una performance que cuestiona las definiciones de identidad, privacidad y espacio”. Toma geroma pastillas de goma. No, definitivamente no: hoy en día, con lo cínicos que nos hemos vuelto, nadie se atrevería a hacer una cosa de estas, por miedo a ser escarnecidos hasta límites inverosímiles. Echarse un cubito de agua por encima para luchar por no sé qué enfermedad: bueno, bien, pero de ahí es mejor no pasar, las marcas comerciales que te esponsorizan pueden retirarte su patrocinio, aterradas por perder cuota de mercado.

     Sí, ya, todo lo que quieras: pero ante estos recuerdos de una época que no viví me brota una sonrisa de añoranza, de vaga melancolía por aquello que pudo ser y no fue. Es una melonada, de acuerdo, pero también uno de los últimos estertores de aquella década milagrosa en la que todo o casi todo podía pasar. Luego no pasó nada, hasta ahí podríamos llegar, y la guerra de Vietnam se cobraría una obscena cantidad de víctimas en uno y sobre todo en otro bando, y total para qué. Y vendrían más guerras, y ya nadie se metió en la cama para protestar, y ahora mismo (mientras escribo estas líneas) seguro que se están zurrando en montones de sitios por todo el planeta (lo de Ucrania parece inminente), pero no se me ocurre otra cosa que pedir a un hipster que pasaba por allí que me haga una foto contra ese fondo, mentiría si no dijera que me hizo ilusión.


            Postdata: llego a casa dándole vueltas al asunto (qué obsesivo soy a veces), no saco nada en claro. Para precipitar las cosas me pongo a toda castaña el “Made in Japan” (¿qué tendrá que ver lo uno con lo otro?), una idea atraviesa mi cabeza, y me digo ¿por qué no? ¿Sí? ¿En serio? ¿Lo vas a hacer? Pues claro que sí, menudo es el nene, me vengo arriba, saco la guitarra, me peino con raya en medio, consigo unas gafitas redondas y me monto un Bed-In sin finalidad precisa, más que nada por enredar. Cuando ya llevo un rato y nadie me hace caso (mi Yoko Ono particular se niega a llamar a los periodistas) amenazo con no salir de aquí hasta que el Atlético no se vengue por la afrenta de Lisboa. Temblad, madridistas: pienso llegar hasta el final. 

martes, 3 de febrero de 2015

“Los jardines secretos de Mogador”, de Alberto Ruy Sánchez (Anagrama, 2001)


       Desconfío de las novelas que se presentan como “una exploración del deseo” y que, a mayor abundamiento, te presentan una tía en bolas en la portada: a otro perro con ese hueso. Desconfío de los escritores que reutilizan / deconstruyen / plagian el esquema narrativo de “Las mil y una noches”. Desconfío de las historias que transcurren en uno o en varios jardines, las plantas no suelen ser personajes apasionantes. Desconfío de la prosa poética: eliminadas las restricciones y la capacidad de síntesis que se exige a la verdadera poesía, se cae sistemáticamente en el lirismo de garrafón, consistente en acumular conceptos satinados y lustrosos como quien acumula mala madera para el invierno que se avecina a pesar de no tener chimenea. Desconfío de los libros que recurren a ilustraciones supuestamente estetizantes (letras o frases de alfabetos remotos, por ejemplo): normalmente se trata de un señuelo para disimular la falta de profundidad. Desconfío de la utilización de escenarios exóticos en tiempos históricos indeterminados, es una forma de tangar al lector con mercancía caducada y en mal estado. Desconfío de las alusiones y los juegos metaliterarios que tienen como protagonista a Borges, dejen al pobre hombre en paz. Desconfío de los textos con alta carga sensorial en los que los pezones saben a ciruela almibarada y el coito no es más que una filigrana muy etérea. Desconfío de los autores que presumen de haber estudiado con Roland Barthes y con Gilles Deleuze: vaya un par de cantamañanas. Desconfío de los títulos que incorporan la palabra “secreto”, ya somos muy mayorcitos para andarnos con tonterías. Desconfío de las ficciones que transcurren en Mogador (la actual Essaouira), temo que vulgaricen uno de los escasos sitios en el mundo en los que se mitiga mi angustia. Desconfío de los narradores soberanamente cursis, me dan ganas de meterles la lira por el culo. Llamadme desconfiado si queréis, pero yo soy así.