martes, 28 de julio de 2015

(I left my heart in) SamarcandPrueba

11 de agosto. Cano, la mayor muger del Señor (…) fezo venir ante sí a los dichos embaxadores (…) e con el dicho Ruy Gonçalez porfió una grand pieça por le fazer bever vino, ca no quería creer que nunca beviera vino. Nosotros carecemos de la fuerza de voluntad de Clavijo, y así aceptamos la tercera botella de vodka que manda traer (supongamos) Boris, siempre se me olvida preguntar los nombres, pero en todo caso es un diputado provincial, y ha aceptado el papel de cicerone en esta comida de fraternidad, Boris (nos dijo el alcalde) os llevará a comer a un sitio delicioso, cómo resistirse a la invitación implícita que gravita en esas palabras, cómo rechazar este momento de inminente hermanamiento antropológico. El traductor que se interpone entre nosotros da un paso atrás, ha acabado por entender que el alcohol allana todas las dificultades idiomáticas, y entre borborigmos brindamos por la amistad hispano-uzbeka, por las mujeres bonitas, por Bukhara, ciudad de embrujo perenne (este slogan lo he copiado de algún folleto turístico, pero vale), el diputado se lanza y promete casar a sus dos hijos adolescentes con dos españolas, a ser posible bien proporcionadas (gesto universal), palmetazos en la espalda, ah, picarón. La cuarta botella llega sin que nadie la haya pedido, nuestros aspavientos no sirven de nada, sabéis lo que os digo, interrumpimos nuestra charla y miramos fijamente el colorado rostro de Boris, sabéis lo que os digo, que eso es lo bueno del mundo, que los países y las fronteras, luego viene algo de las banderas y de Tamorlán, la frase la completa el dueño del restaurante, que se une a nosotros trayendo su propia botella, la desenfunda con estudiado gesto de alquimista. El enésimo brindis (he de admitirlo) sale de mi boca, mi uzbeco empieza a ser fluido, aprovecho para excusarme, de verdad, nos esperan en Samarcanda, cuando Boris empieza a ponerse cariñosón decidimos que ha llegado la hora de partir, qué difícil es zafarse del abrazo de un eslavo, no digamos adiós, digamos hasta luego, hay frases cuya cursilería no la mitiga ni el más estropajoso de los alientos.
Entonando el "Uzbekistán, patria querida"
12 de agosto. El señor estava en uno como portal que estava ante la puerta de la entrada de unas fermosas casas. E allí estava un estrado llano en el suelo, e ante él estaba una fuente que lanzaba el agua alta. También nosotros, nada más llegar a Samarcanda, nos apresuramos a rendir pleitesía a la máxima autoridad de la ciudad, en aquel entonces Tamorlán, hoy un alcalde que nos mira con suspicacia, quiénes serán estos tipos y qué vendrán a pedirme, ah, el poder, qué recelosa vuelve a la gente. Se trata de un tipo sólido, con esa falta de aristas que proporciona el haber servido durante muchos años a una burocracia sin matices. Le entregamos una bandera una bandera de España, seguramente él hubiera preferido algo más práctico, pero estas cosas son así, no nos ponemos a bailar danzas regionales por un pelo. El alcalde gasta rictus de estar muy ocupado, en nuestro paseo matutino nos ha parecido que la ciudad duerme un sueño de siglos (me ha quedado un poco realismo mágico), pero el alcalde pliega la bandera a toda prisa, lo hace fatal, se la entrega a su secretaria para que acabe la faena, la cantidad de documentos que me esperan para firmar, ay el día en que yo falte. Paradojas de la historia, también Tamorlán despachó sumariamente a los embajadores, eso sí, les invitó a innumerables fiestas, la diplomacia del morapio. Pero nosotros estamos muy duchos en esto del protocolo, y no cejamos hasta sacar nuestro repertorio de discursos (la amistad entre los pueblos una vez más), un poco más emotivo es nuestro recuerdo a Clavijo, los kilómetros que llevamos a nuestras espaldas nos hacen admirar aún más su hazaña, aquel coraje desusado y digno del que somos pálido reflejo. Estrechamos la mano del alcalde al despedirnos, una mano firme y áspera, muchos planes quinquenales ha ejecutado esa mano. Es al salir del Ayuntamiento cuando reparamos en la formidable estatua de Tamerlán que engalana el bulevar, y junto a la que una pareja de recién casados se está haciendo fotos. La traductora nos explica que da buena suerte, que favorece la fertilidad y el caso es que nos lo creemos, claro que sí.

Prueba de agudeza visual: ¿a qué miembro de la expedición le dan alergia las banderas?
 
13 de agosto. La ciudat de Samaricante está asentada en un llano e es cercada de un muro de tierra e de cabas muy fondas. La leyenda no sienta bien a las ciudades (ni a las personas), distorsiona la percepción, la emborrona. Samarcanda no es Samarcanda, es el légamo acumulado de cientos de libros, la imagen que cambia en cada uno de los relatos que construyen los viajeros, la estela luminosa (o sombría) que asociamos con nombres y fechas. Pero no todo en Samarcanda está tejido de sueños: la madraza Ulughbek, en uno de cuyos arcos me resguardo del calor, es una sólida construcción de ladrillo, con azulejos que restallan ante un sol implacable. Frente a nosotros otras dos madrazas componen un conjunto imponente, muy poco voluble, como afirmando que Samarcanda no es una ensoñación de caminantes, sino una ciudad viva y correosa, que está preparando las fiestas de la independencia, como cualquier otro lugar menos linajudo. Paso mi mano por los azulejos, rechazo amablemente (pero con firmeza) a los vendedores de recuerdos, me bebo un refresco en un rincón sombreado, hasta cambio algo de dinero en un cuchitril montado (y no me parece un sacrilegio) en el fondo de una de las madrasas ¿Por qué iba a ser un sacrilegio? Samarcanda no es el precipitado sepia de miles de nostálgicos, es el lugar donde ahora mismo un montón de gente se ufana para dar sentido a sus existencias, y muy pocas de ellas lo conseguirán. Me bebo otro refresco, Samarcanda se ha deshecho con elegancia del olor a formol que atenaza a los nombres pretéritos, o por lo menos eso me parece a mí, hay un alemán que no para de hacer fotos y lo mismo piensa de otra forma. Una señora que me persigue, quiere que vaya a su tienda a ver los recuerdos, no sé porqué accedo, mire señor, me enseña un verdadero arsenal de quincallería post-soviética, declino con una sonrisa, salgo de nuevo a la plaza, Samarcanda  sigue ahí, como un animal somnoliento, vendrán más turistas y no comprenderán nada (no comprenderemos nada), voy a por mi tercer refresco, hay que ver qué sed da el estar en las entrañas de una leyenda. 

La plaza de Registán, en Samarcanda


14 de agosto. Viernes, que fueron veinte un días de noviembre, estos dichos embaxadores partieron de aquí, de Samaricante, e levaron buen camino e llano e bien poblado. No se dejó embargar por la melancolía Clavijo, sobriedad castellana obliga, y no lo vamos a hacer nosotros, estamos ya en Tashkent, y para hacer tiempo antes de ir al aeropuerto nos hemos metido en el museo de Historia de Uzbekistán, en el aire flota esa sensación de las horas postreras de un viaje, cuando empiezas a darte cuenta de que hay que ordenar todo eso que llevas en la cabeza (ya has viajado otras veces, y sabes que será imposible). Paseamos por las salas completamente solos, no es el sitio más excitante para pasar un domingo por la tarde, un par de chicas vigilantes nos siguen de lejos, sus estrepitosos bostezos no les quitan feminidad. De repente (esta cosas siempre pasan de repente) damos con un mural enorme, a medio camino entre el realismo socialista y el tebeo de aventuras, y sí, allí está, el buen Clavijo, entregando a un iridiscente Tamorlán algo que no sabemos muy bien qué es, ¿un pergamino enrollado?, quedémonos con su función simbólica. Ruy, viejo zorro, nos lo han pintado pelirrojo, su libro no deja entrever detalle tan coquetón, pero no le queda mal, así como el bigote y la perilla bien recortados, más verídicas son esas ojeras fruto del mucho andar y del mucho ver. Al salir del museo nos lo volvemos a encontrar en otro mural, esta vez lo han disfrazado directamente de Don Juan Tenorio, peor hubiera sido de torero. Nosotros hemos hecho el mismo camino que él, explicamos a una de las vigilantes, que nos mira con escepticismo, sí, seiscientos años después, la mera mención de la cifra me provoca vértigo, la chica llama a su compañera y cuchichean algo, miran a Clavijo y nos miran a nosotros, no nos parecemos en nada, no tenemos ese perfil de guardarropía zarzuelera que le ha adjudicado un pintor inclinado al tipismo, es hora de cerrar el museo, sí, ya nos vamos, dejamos a Clavijo en su eterna embajada, en animada charla con Tamorlán, seis siglos juntos han acabado por crear cierta complicidad entre ambos. 

Clavijo y Tamorlán, en el Museo de Historia de Uzbekistán, en Tashkent

FIN

lunes, 27 de julio de 2015

(I left my heart in) Samarcanda, 4

8 de agosto. Dizen mola por dotor e savidor. Los clérigos o mullah con los que tuvieron tratos los embajadores poco se distinguen del que ha aceptado recibirnos en el interior de la mezquita de Mashhad: ese turbante enroscado con estudiada displicencia, esa barba recortada al milímetro, esos anillos ostentosos-pero-no-demasiado. Su apretón de manos es melifluo, muy de obispo, y su voz emite el mismo sonido de una cobra deslizándose por el mármol (qué va, es mucho más átono, pero le cuadra la imagen). A su alrededor se afanan dos traductores y un edecán, que lo preceden, adivinando sus movimientos. Uno de sus ayudantes nos informa de que van a grabar la reunión en video, a lo que nos negamos rotundamente, nunca se sabe en manos de quién puede caer una cinta en la que se te ve charlando con un presunto ayatollah, y no están los tiempos como para. Parecen un poco sorprendidos por nuestra negativa, pero no alteran el gesto. A continuación, el mullah se embarca en un monocorde slalom por todos los tópicos habidos y por haber: que cómo va a ser violenta una religión que prohíbe el maltrato a los animales (un poco torticero el argumento, me parece), que si la amistad entre todos los hombres, sus adláteres toman cuidadosa nota de todo lo que sale de su boca, incluso de los más alambicados razonamientos teológicos. Mirad, nos dice en un momento de súbito arrebato, si me demostráis que el cristianismo es mejor que el islam, me convierto ahora mismo. No, no nos ha entendido, ¿tenemos acaso pinta de misioneros? ¿Damos la impresión de ir buscando la palma del martirio? Desconecto frustrado, vencido por el  implacable dogmatismo del discurso. Sólo enarco la oreja cuando oigo “religious management”, algo así como “management religioso”, o “gestión empresarial de la religión”. Ah, qué tiempos aquellos en que se convertía a la gente con el crucifijo o la cimitarra… Bueno, que eso, nos despedimos de él haciendo gala de toda nuestra colección de zalemas, nada altera su imperturbable serenidad, qué tranquilizador ha de ser haber encontrado la solución a todos los problemas, qué desasosegante.

Big Brother Jomeini

9 de agostoLlegó a ellos el alguacil de la ciudad e un escribano (…) e dixieron a los dichos embaxadores qu’el Señor les enviava mandar que todas las cosas que avían, ge las diesen e entergasen. A tanto no llegaron nuestros problemas aduaneros, hoy todo es mucho más sutil: tres funcionarios revuelven nuestras mochilas con parsimonia, como si en lugar de buscar algo en concreto estuvieran ejecutando algún misterioso experimento de física (o de nigromancia). Tras una hora larga de escrutinio se nos deja marchar, no creo que sea la mejor forma de predisponer al viajero que entra en Turkmenistán, una enorme bolsa de petróleo sobre la que se sienta el dictador de turno, si no fuera éste sería otro, hay veces en que la historia se ensaña con pueblos o lugares sin merecerlo. El tupé relamido y la mirada falsa de Niyazev nos vigilan desde retratos, vallas publicitarias, fantasías alegóricas y esculturas más o menos camp. Nuestro visado no es ya de tránsito, sino casi efímero, y por eso el día está siendo de dibujos animados, cuatro viajeros zumbando por encima de unas carreteras sumarias a pesar de los controles policiales (llegarán hasta veintiuno: ojean nuestros pasaportes, le piden al conductor la licencia, patean la rueda del coche, y con un gesto cansino dan su consentimiento al viaje, venga, tiren). Cruzamos el desierto del Karakum, atravesamos el país sin parar y llegamos de noche a Turkmenabat, junto a la frontera. Damos vueltas por la ciudad, no hay alojamiento en ningún sitio, ya empezamos a resignarnos a tener que dormir en el coche cuando el conductor nos guiña un ojo, tengo una idea, serpenteamos entre los suburbios, atravesamos un jardín reseco y llegamos a una casa. No me gusta nada la cara que está poniendo este tío, confieso, pero de repente se abre la puerta, y salen cinco señoritas, hola, marineros, y si no dicen eso dicen su equivalente en turkmeno, todos miramos al conductor que ya no disimula una sonrisa de oreja a oreja, habrá que dormir en algún sitio, dice entusiasmado uno de nosotros, dejemos a los futuros hispanistas que estudien estas líneas la labor de identificarle.

Festín en un burdel turkmeno


10 de agosto. Llegaron a una gran ciudat que ha nombre Bohar, la cual ciudat está en un llano, e era cercada de una cerca de tapias de tierra, e avía unas cavas muy fondas, llenas de agua. Poco interés muestra Clavijo por la actual Bukhara, ya en Uzbekistán, pero para nosotros resulta la sorpresa del viaje, una maravillosa colección de monumentos islámicos restaurados con gusto, sin la presión del turismo. Llevamos varias horas vagando sin rumbo, hay veces en que es mejor arrinconar las guías y dejar que el azar tome el lugar que le corresponde y que nos empeñamos en negarle. Una callejuela desemboca en una mezquita deslumbrante, las murallas se curvan como una barriga satisfecha, hay niñas que pasean con trajes coloreados, el grandioso minarete añade la dimensión vertical que falta a una ciudad muy pegada al suelo, el bazar dormita. Flota una sensación de pereza, de tarde morosamente prolongada, no sé si atreverme a decir que de tiempo detenido, es como si la gente caminara de puntillas. El atardecer se adueña de las cúpulas, saca todo su modesto esplendor a los muros de ladrillo, hay un grupo de chavales jugando al fútbol en una plaza, incluso damos unas patadas con ellos. Cualquier otro menos bragado que yo se arrancaría con algo del tipo Bukhara es un estado mental, pero esas cosas luego se pagan, es reducir un momento especial a un tropo literario, y no sería justo. Nos sentamos en el patio de una mezquita, incluso los vendedores de souvenirs nos miran con desgana, una indefinible beatitud se apodera de nosotros, la melancolía que provocan los sitios que no volverás a pisar. Buscamos cualquier excusa para demorar el regreso al hotel, incluso retamos de nuevo  a los futbolistas, venga, la revancha, quién se acuerda ahora del cansancio, de los muchos kilómetros, ¿y si nos tomamos una cerveza junto a ese estanque?, una estatua recuerda que estamos en plena Ruta de la Seda, hay sitios que te obligan a creer que quizás allí alcanzarías la felicidad, quizás allí alcanzarías esa plenitud con la que llevas tantos años soñando, rechazo una segunda cerveza, ya estoy pensando tonterías. 

Bukhara
                                                                        (Continuará)

sábado, 25 de julio de 2015

(I left my heart in) Samarcanda, 3

1 de agosto. E fallaron omnes en el camino que les demandaron derecho de lo que levavan, e oviérongelo de dar. El tipo luce gafas de espejo, barba de cuatro días y camina como si llevara piedra pómez en los calzoncillos. Es demasiado paródico, pienso, pero al policía que ha parado nuestro taxi no parece importarle, se comporta como uno de esos patrulleros de las películas malas, no le faltará mucho para decirnos, mientras escupe de lado, ¿es que iban a apagar algún incendio? Estamos en un lugar indeterminado de la carretera que une Teherán con Isfahan, un poco hastiados, ya van  tres controles, nuestro taxista (más habituado) se comporta con la sumisión que le dicta el sentido común, no entendemos sus palabras pero el tono es inconfundible, no llegará a demandarnos derecho de lo que llevamos, como en tiempos de Clavijo, es otra cosa. El policía da un par de vueltas alrededor del coche, no sé qué estará comprobando, o si simplemente es presa de su papel de pequeño déspota, de eslabón de una cadena de mando que le concede esa cuota de arbitrariedad. El paisaje es áspero, predesértico, rocas peladas a las que el coriáceo sol de agosto pone a prueba. El policía mira sin ver el permiso de nuestro taxista, se encoge de hombros, nos observa de soslayo. Salam aleykom, le decimos, quizás de una forma demasiado untuosa, la gorra de plato y las charreteras generan esta reacción en el ser humano. Nos devuelve el saludo, e intercambia unas palabras con el conductor, ambos se ríen, ¿se ríen de nosotros? ¿se ríen de cuatro chalados que hacen cientos de kilómetros por un páramo achicharrado por (lo más seguro) mero esnobismo turístico?. Dejémoslo correr, es su momento de gloria, ni siquiera se trata de humillar, se limita a tenernos parados sin motivo alguno cinco minutos, flaca humillación, ¿qué tal hoy en el trabajo, Abdul? Nada, lo de siempre, ah, sí, me reí un rato de cuatro panolis extranjeros, tenías que haberlos visto, mujer. Mientras por fin arrancamos pienso que si nuestro retraso ha contribuido a unir lazos en una familia musulmana, lo doy por bien empleado.

El libro que nos sirvió de guía

2 de agosto. En esta ciudad ay muy grandes edificios de casas e mezquitas, fechas de maravillosa obra de azulejos e de losas e de azul e de oro e de obra de gesería. Clavijo no estuvo en Ispahán, pero a la ciudad se le pueden aplicar las palabras que dedicara a la actual Tabriz. Un azulejo, cualquiera, éste mismo, resume y justifica la plaza del Imán, un asombroso conjunto de palacios, mezquitas y espacios que está en el corazón de Ispahán. Un azulejo, cualquiera, éste mismo, contiene la armonía de colores y la sensualidad de formas que se extiende por toda la plaza, en la Mezquita del Jeque Lotfollah, en el Palacio de Ali Qapu, en las formidables cúpulas bulbosas, en el escondido bazar que la circunda, en las fuentes donde beben los caballos, en los minaretes, en las arcadas interminables. Caminamos al alegre capricho, me dejo caer junto al más notorio de los mihrab, siento el tacto pulido de los azulejos, la apabullante armonía de la cúpula. Nuestra sensibilidad europea (mi sensibilidad europea, no quiero involucrar a nadie más en estas peregrinas reflexiones) me hace añorar densidad a los monumentos musulmanes, me faltan cosas, dónde están las sillerías, los altares, dónde las rejas o el omnipresente órgano. Quizás sea al revés, quizás hayamos crecido atados al horror vacui, quizás haya dado (mientras estoy aquí elucubrando) con la clave de las divergencias entre religiones, se me desvanece la idea cuando me levanto y meto mi mano en el pozo de abluciones: el agua, qué fría. La iconoclastia ha convertido al Islam en una religión abstracta, a veces tengo días así, me vienen frases a la cabeza que merecerían ser desarrolladas (o refutadas), pero prefiero seguir siendo acunado por las sensaciones, el ligero frescor que se refugia en los corredores, las familias que se sientan sobre el césped de la plaza y comen helados, la tarde que cae despertando los reflejos de las cúpulas. Intuyo una explicación, una secreta armonía en las proporciones, una respuesta a insondables misterios cabalísticos, lástima que sea de mente tan perezosa, prefiero tomarme otro té y fumarme la enésima chicha.

Mezquita Jeque Lotfollah (Esfahan)

3 de agosto. Truxieron fasta cient escudillas de fierro estañadas e redondas e fondas, (…) e desí pusieron asaz de carne en ellas, e carnero adovado e albóndigas e arroz e otros manjares. Nosotros hemos añadido unas irrelevantes cervezas sin alcohol, triste recordatorio de que hay otros mundos, pero etc. Estamos en el Hammam-e Vakil, un restaurante instalado en unos antiguos baños, y comemos con apetito, el viaje de Esfahan a Shiraz nos ha dejado exhaustos, se van acumulando los kilómetros, el cansancio empieza a hacer mella, la dieta de cordero nos empieza a repugnar. Desde que dejamos Estambul apenas hemos probado otra cosa, el pollo es demasiado correoso y el pescado casi inexistente, nos han prevenido contra las verduras: en fin, que vivimos de cordero y arroz. Un grupo de músicos, eso sí, nos hace más llevadera la velada, a su frente hay un cantante con pinta de funcionario de correos, le respaldan cuatro sólidos instrumentistas, en especial el encargado de la pandereta, un verdadero virtuoso. La canción siempre es la misma, una voz que se enrosca alrededor de un estribillo previsible, la gente da palmas y canta, las mujeres ululan, los niños bailotean. Los camareros van disfrazados de moro de cómic, con fez, chaleco, bombachos y babuchas, y sirven rezongando a la clase media de Shiraz, una ciudad que fue cuna de poetas y de tejedores, no sé si hoy sigue siéndolo, no tengo estadísticas a mano, me extrañaría pues ya no hay poetas en ninguna parte (tejedores me imagino que sí). La fuente central emana una sensación de frescor muy agradable, hay un carro con ensaladas, si te concentras mucho puedes llegar a convencerte de que la cerveza tiene alcohol. Vuelven los músicos a la carga, el cantante es capaz de cantar sin alterar el gesto, podría estar diciendo desde que tú te fuiste mi vida carece de sentido, pero parece que esté recitando la guía telefónica, esto sí que es distanciamiento brechtiano, me cuesta entrar en el ambiente, dejarme llevar, quizás no soy tan buen viajero como me suponía, hay que ver la lucidez que te proporciona la cerveza cuando no lleva alcohol.
Mr. Tambourine man

4 de agosto. D’esta ciudat fue señor Darío, e esta era la mayor ciudad de su señorío e de que más se preciava, onde más facía su morada. Esto lo dice Clavijo al pasar por Sanga, la antigua Ecbatana, pero nosotros nos hemos trasladado a Persépolis, la capital indisputada del imperio Persa, uno de esos sitios donde la Historia se justifica. Los asombrosos relieves, los capiteles, la sensación de majestuosidad, hasta el pegajoso calor ayuda a fabular, a recrear aquel tiempo cruel y fascinante. Caminamos por las ruinas prácticamente solos, es como meterte en los libros de arte que has ojeado desde tu infancia, te has convertido en una figura sepia de excavaciones remotas. También puedes pensar en lo efímero del esfuerzo humano, pero eso ya está muy visto, no nos dejemos llevar por automatismos mentales, en cuanto vemos ruinas todo es vano y perecedero, el angst al alcance de todos. La piedra refulge bajo el sol, los relieves alcanzan su verdadero cuajo conforme cambian las sombras, las vetas del mineral dotan al conjunto de una suave pátina de modernidad. Subimos a una colina aledaña, y la visión sigue siendo soberbia, una especie de ajedrez de piezas arbitrariamente diseminadas, la magnífica Apadana adquiere todo su rango desde esta altura (aunque hay que desconfiar de las cosas que se construyen –o se escriben, o se piensan- para ser apreciadas desde una cierta altura). Sigue sin saberse si Persépolis fue destruida por Alejandro o se quemó por accidente, las cosas son siempre muy confusas, y no seré yo (ni ninguna reflexión mía) quien las elucide, y tal vez sea mejor. Ahora llega una excursión de adolescentes, los escolares parecen ser los únicos que visitan sitios así, de una forma muy poco voluntaria y su irreverencia pone las cosas en su sitio: sí, todo es vano y perecedero, ya, pero ahora mismo, ése que tiene toda la pinta de ser el más gamberro de la clase está señalando a sus compañeros los genitales de un toro alado, en cuanto dejen de mirar los profesores inscribirá allí su nombre, como ya lo han hecho un tal Ahmad was here y Pierre aime Monique, juillet 1999.

Persépolis

5 de agosto. Las mujeres (…) vienen todas cubiertas con sávanas blancas, e ante los ojos, unas redes prietas de cavellos; así van cerradas, que las no pueden conocer. Poco, muy poco parece haber cambiado la condición de la mujer en todos estos siglos, ahora se cubren de negro, hay que ser muy ingenuo para considerar eso una mejora. Callejeando sin rumbo por la caótica Shiraz hemos desembocado en una plaza, cercada por varias mezquitas. Es viernes, día (aún más) sagrado, la muchedumbre acude a rezar, riadas enteras entran y salen, nos dejamos empujar, desplazar, mientras estamos observando el tráfago de personas se nos acerca el que parece guardián de la mezquita y nos increpa, qué hacen aquí, esto es sólo para musulmanes, pero (no sabemos muy bien por qué) le replicamos que por supuesto que somos musulmanes, nada menos que de Al-Andalus, el tipo nos contempla desconfiado, las barbas que nos hemos dejado desde que salimos de casa ayudan, tengo que recurrir a todos mis conocimientos de árabe y proclamar que Allah Akbar, algo así como que Alá es grande para que el hombre se aparte respetuosamente de nuestro camino. Entramos con sigilo, nos dispersamos entre la multitud de rezadores, de fieles convencidos, de taimados chantajistas que ofrecen sumisión a cambio de favor o prebenda. No estamos en una de esas reliquias turísticas, ésta es una mezquita de base, uno de esos lugares anodinos donde acude el musulmán a rezar y a desarrollar su vida social. Conforme nos acercamos al santuario aumenta el bordoneo, la vibración, la chirriante salmodia de los oradores, dentro hay una reliquia y ya empezamos a concitar miradas de extrañeza, apenas nos asomamos para ver una especie de cámara enrejada donde se custodia algún órgano o víscera contra el que se alzan manos suplicantes, a mi lado una señora ha puesto los ojos en blanco, el otro que chilla, un tullido se arrastra, creemos llegado el momento de partir, qué suerte vivir en un país como el nuestro, pienso mientras huyo, tan alejado de estos excesos idólatras, habrá quién no entienda (o no quiera entender) la ironía.

Mezquita del Regente (Shiraz)
6 de agosto. E esta ciudat de Nixaor estava en un llano, e alderredor d’ella, muchas huertas e casa muy hermosas (…) E la comarca d’esta ciudad es muy poblada e tierra muy viciosa. E aquí se acava tierra de Media e comiença tierra de Horçania. Esto no lo refleja Clavijo, pero en esta ciudad, hoy conocida como Naisapur, nació y murió Omar Jayán, el más universal de los poetas persas, aquél que cantó a todo lo que merece la pena ser cantado: las mujeres, el vino, la muerte (que cada uno ordene sus prioridades). Hemos venido pensando en hacerle un pequeño homenaje, improvisar una rubayyiat en su honor, pero es muy tarde, ya ha caído la noche, llevamos casi setecientos kilómetros bordeando un pavoroso desierto y aún nos quedan cien más para llegar a Mashhad, nuestro fin de etapa. Damos vueltas por la ciudad, nadie sabe dar razón del poeta, quizás las autoridades han borrado de la memoria a un vate tan disoluto, tan impío. Al final encontramos un jardín cerrado, las palmeras se entrevén por las rejas y (estamos muy cansados, no vamos a ponernos rigurosos) decidimos que ése es el mausoleo de Jayán, nos bajamos del coche y nos asomamos a lo que parece un parque mal iluminado,  qué triste homenajear a Jayán con un brindis de agua tibia (no tenemos otra cosa), el conductor nos mira impertérrito, el sol y las muchas horas de coche les han pasado factura, extranjeros, qué impredecible es vuestra conducta. Paradojas de la vida, en esta ciudad de poetas murió Gomes de Salazar, el militar que acompañaba a Clavijo, tiene que haber una relación (dialéctica, metafórica) entre ambos hechos, pero la hora se nos echa encima, un hombre de armas y un hombre de letras, ¿hubiera aprobado Gomes la licenciosa vida de Jayán? ¿Alguna cuarteta de Jayán podría haber adornado el sepulcro del militar? Son cuestiones demasiado espinosas para mi fatigado cerebro, exhumemos la manida frase de que ambos fueron como barcos que se cruzaron en la niebla (de la historia), subimos al coche urgidos por el gesto imperioso del conductor, despertadme cuando lleguemos a Mashhad, digo a unos compañeros que ya están dormidos.

Las Rubaiyat

7 de agosto. E esta tierra es muy caliente. Que cuando algund mercadero de fuera parte, le toma sol, mátalo; e cuando el sol los toma, diz que les va luego al corazón, que les face vascar e murir. No exageremos: nuestros padecimientos apenas pueden compararse con los de Clavijo y su hueste, miembros de aquellas desdichadas generaciones que no conocieron el aire acondicionado. Pero la aventura moderna se disfraza con aviesas vestiduras, y cómo podría yo prever que algún día iba a tener que enfrentarme a un niño iraní que me ha disparado una bala de tinta en el cuello. Estamos en el hotel (he olvidado el nombre, vaya cronista de pacotilla), uno de los más lujosos de Mashhad, y donde hemos tenido que alojarnos por la escasez de camas: una fantasía de espejos y fuentecillas, que alberga a los peregrinos más pudientes, entre ellos el puñetero niño. Y en una décima de segundo tengo que decidir entre hacer lo que me pide el cuerpo (coger al nene y meterle la cabeza en un fuente) o ejercer de gentleman y sonreír ante la travesura, oh, no se preocupe, no pasa nada, los chicos son así. La actitud del padre, que ni siquiera hace ademán de disculparse, no facilita las cosas. Será un reflejo de mi colonialismo, pero me gustaría que hiciese algo, que golpease a su hijo o que me alcanzara un pañuelo con el que enjugarme la tinta, qué sé yo, algo. No hay manera, incluso empiezo a intuir una cierta admiración por lo que ha hecho su hijo, ah, Alá apreciará esta precoz muestra de fervor yihaidista. Mire, amigo, su hijo me ha dejado la camiseta llena de tinta, le grito en un correctísimo castellano, así que déjeme sumergirle en la fuente, sólo un ratito. Menos mal que se interpone un miembro del hotel y me dice que estoy a tiempo de llevar mi camiseta a la lavandería, a mi alrededor se empieza a agolpar la gente, si el niño aparece flotando esta noche en la fuente voy a tener demasiados testigos en mi contra, acepto la tímida mano que me ofrece su padre y doy por zanjado el incidente. Será un rato más tarde, en el comedor, y cuando no me mira nadie, que vacíe un salero en su sopa, es pueril, ya lo sé, pero yo soy así.   

Muñoz, dispuesto para la venganza

                                                                              (Continuará)

viernes, 24 de julio de 2015

(I left my heart in) Samarcanda, 2

27 de julio. A ora de mediodía fueron en una ciudat que es llamada Azeron (…), e solía ser esta ciudat la mejor e la más rica que en toda esta comarca avía. Ya no se llama Azeron, sino Erzurum, y poco rastro queda de esa riqueza. Estamos en la Turquía profunda, de camino hacia la frontera iraní, y aparcamos para dejar que descanse nuestro esqueleto, magullado tras muchas horas de coche. Nos hemos parado frente a la Çifte Minareli Medrese, una sólida muestra de la arquitectura selyúcida (según los manuales), para mí una berroqueña fachada de piedra sucia y poco vuelo. Hay un jardincillo donde se sienta la ciudadanía, unos vendedores de alfombras intentan endilgarnos un horror con ciervos, un bodegón cinegético anterior al descubrimiento de las leyes de la perspectiva. No es excusa que vuestro sentido de la estética se haya visto anestesiado por siglos de oscurantismo y por una religión iconoclasta, les exhorto, esta alfombra es sencillamente horrible. Mis palabras no parecen hacer merma en su determinación, y sacan más alfombras, con diseños igualmente abominables. Las mujeres pasan charlando, la mayoría con velo, se paran al vernos rodeados de vendedores, quién sabe si este tableaux vivant no les da alguna idea para una futura alfombra, una alegoría del comercio, o algo así. Miro de nuevo la Madrasa, y me gusta más que antes, quizás he madurado (como crítico de arte y como persona) y descubro nuevos matices a un edificio que hace apenas un cuarto de hora se me antojó pedestre: los dos alminares de ladrillo, las celdillas del arco de entrada, la voluntad de permanencia. Está anocheciendo, los vendedores han cejado en su empeño y me preguntan cuánto me ha costado el reloj y por qué llevo traje, se ríen, los turistas son tan raros. Pido un ratito más antes de irnos, he descubierto una secreta armonía en la Madrasa, un atisbo de elegancia bajo sus formas perentorias. Es de noche cuando nos vamos, y el vendedor más tenaz me tiende la mano: no puede parar de reír, como diciendo qué más da si no he vendido nada, qué bien me lo he pasado con este tipo. 

Madrasa de Erzurum

28 de julio. Esta dicha montaña era aguda e tenía un pico muy alto, el cual estava nebado e cubierto de niebla, e no podía parecer el cabo. A las faldas del Monte Ararat, todo lo cerca que nos permiten las autoridades militares. Hay un poblado misérrimo, los niños salen a vernos y nos piden dinero, bolígrafos, cosas. Agria ironía que se tratara de los descendientes de Noé, embarrancados junto con los restos de la famosa arca. La historia se nos presenta en toda su pureza mineral, impertérrita y desafiante. El día es claro, luminoso, las nubes se disuelven y reaparecen en lo alto de la montaña. El taxista se encoge de hombros, ha de haber traído aquí a docenas de chiflados occidentales que se quedan como extasiados (pero si no es más que un monte). El hombre se aburre y nos dice que es kurdo, y no sabemos si eso añade un valor diferencial a la conversación, bueno, qué se supone que deberíamos hacer ahora, ¿los niños?, también son kurdos, ¿Noé era kurdo?, el taxista asiente con cierto orgullo (entonces, ¿admitiría turcos en el arca?, ah, qué hartazgo de particularismos). Hay un rebaño de ovejas, que me impide calificar al silencio como absoluto. En todo caso, es un silencio bastante respetable, no se ve a nadie en todo lo que alcanza la vista. Los niños se ríen con nosotros, jugamos con ellos (bueno, yo no, yo me mantengo muy digno mirando el monte, posando para un hipotético Anuario de Exploradores, además, me aburren los niños, incluso los niños kurdos que, por otra parte, son clavados a los niños turcos, que son clavados a todos los demás niños). El taxista (kurdo) nos mete prisa, hay que ir a la frontera, los aduaneros iraníes son muy y un gesto que abraca desde puntilloso hasta tocapelotas. Nos despedimos de los niños, les regalamos cuatro chucherías, escrutamos en ellos una secreta grandeza que los emparente con el precavido constructor de barcos que salvó a la humanidad. Es perder el tiempo, quieren más cosas, busco en la mochila y les doy un bolígrafo con el anagrama de unos almacenes de ropa, uno de una naviera me hubiera suministrado una anécdota preciosa, pero no tengo ninguno. 

Mapa con la ruta que siguió Clavijo

29 de julio. E esta ciudat está asentada en un llano e vienen por ella muchos caños de agua; e en ella ha muchas plaças e calles bien ordenadas, onde se venden las mercadurías. Ahora se llama Soltaniyeh, y las mercadurías se han renovado, las que más nos llaman la atención son unas enormes sandías y melones que comemos sin medida desde que entramos en Irán, una verdadera delicia, una gollería en contraposición a la estricta dieta de cordero que llevamos desde hace tres días. No es necesario preguntar por el principal monumento de la ciudad, visible desde bastantes kilómetros, y hacia allí nos dirigimos, el Mausoleo de Oljeitu, una construcción que comparte influencias mongolas e islámicas. Está siendo restaurado, y sólo en los intersticios que permiten los andamios pueden contemplarse retazos de su antigua grandeza. Hay un grupo de adolescentes, vestidas rigurosamente de negro, que corretean burlándose de las explicaciones de su profesora, no parece muy interesante lo que está contando, su mismo gesto delata su falta de entusiasmo, cuántas veces habrá repetido eso de aquí yace. Subimos al primer piso, y el panorama no es que sea demasiado excitante: un pueblo de casas bajas, polvoriento, ni grande ni pequeño, sin rastro de los caños de agua que sorprendieran a Clavijo. No hay apenas souvenirs para comprar, unas pocas postales desteñidas, incongruentes, como concebidas para contar desgracias. Son tristes los mausoleos, me imagino que están diseñados para generar ese sentimiento, y el de Oljeitu no es una excepción (el Taj Mahal es un mausoleo, pero no exactamente, o por lo menos eso me pareció a mí). Por eso (quizás) no hay inscripciones, nadie deja constancia de su paso por aquí, como si prefirieran olvidarlo pronto, es un mausoleo, para proclamar mi amor o desarrollar mi gamberrismo exijo un palacio, o una mezquita, sitios así. Cuando salgo me doy cuenta de que no hemos visto por ninguna parte la tumba del tal Oljeitu, hay muertos tímidos que se esconden a las miradas superfluas, es una hipótesis muy poética aunque poco probable.

Reunión ejecutiva de Comité de Apreciación de la Sandía Persa

30 de julio. A ora de mediodía fueron a una ciudad que ha nombre Teheran, en la cual fallaron al dicho caballero Bayan Baque. El modesto villorrio de hace seis siglos se ha convertido en una megalópolis de quince millones de habitantes, una ciudad sólida, con ese barniz funcionarial que deslustra a las capitales. Muy poco margen para la fantasía orientalizante: el escaparate de un banco es universal, la misma vibración que emite el dinero escondido. Indagando en el cambio de milenio, en el choque entre tradición y modernidad, estomagados por ese barniz de agobiante religiosidad que rebosa por todas las calles, nos hemos dejado caer por una cafetería de la zona más moderna, donde el velo es la frontera donde se lucha por las libertades. Es precisamente a causa de un cartel que recuerda su obligatoriedad que se nos acerca una chica, poco más que una adolescente, y nos traduce su ominoso mensaje. Nos parece insólito que nos aborde una mujer en un país islámico, eso rompe muchos prejuicios sobre sus intransigentes costumbres (ninguno queremos creer que quizás tengamos una pinta excesivamente paternal como para despertar remotas concupiscencias). La chica se sienta en nuestra mesa, y responde sin ambages a nuestras cuestiones: sí, está harta de los ayatollahs, son todos unos corruptos, con qué derecho pueden obligarle a ella a ponerse o dejarse de poner un velo, este país lo que necesita es un nuevo Shah, ¿ustedes saben la masacre que supuso la absurda guerra contra Irak? Asentimos apesadumbrados, han sido demasiados los murales que durante el día hemos visto por toda la ciudad glorificando a mutilados, a ingenuos púberes enviados a trincheras sin retorno, se habla de un millón de muertos. Tiene que pasar un buen rato para que nos demos cuenta de que ni siquiera le hemos preguntado su nombre, no, prefiero no decirlo, pero nos interesa mucho conocer cómo piensan los jóvenes, ¿podríamos vernos mañana?, se levanta y niega, tengo miedo, pueden haberme visto con ustedes, no podemos evitar un estremecimiento cuando la vemos abandonar el establecimiento. Tan digna, tan frágil, qué horror.  

Teherán: dos mujeres persas fumando un narguilé

31 de julio. Ayúntanse allí mucha gente de religiosos e de beatos, e otras muchas gentes. Clavijo no estuvo en Qom, pero sus palabras sobre una iglesia de Constantinopla bien pueden aplicarse a este parque temático de la Expiación y la Culpa (o cualesquiera otros sentimientos extraterrenales). Aquí nació el imán Jomeini, ese abrupto señor cuyo ceño amontonado me lleva escrutando desde que entré en Irán, y desde aquí se forjó la revolución islamista que acabó con el régimen de los Palevhi. Ahora mismo estamos en el sacta sanctorum de Qom, en el Hazrat-e Masumeh, donde se encuentra enterrado Fatima, la hija del Iman Reza, y uno de los lugares santos para no sé si los sunníes o los chiíes, llega un momento en que las diferencias teológicas me traen un poco al pairo. Se trata de una construcción enorme, decorada con el mismo gusto exquisito que demostró el interiorista que perpetró los salones de bodas Windsor’s. Apoteosis de espejos y dorados, el suelo de mármol escupe calor a esta hora inclemente del mediodía. Deambulamos con precaución, nuestra condición de bautizados (incluso sin nuestro consentimiento) nos veda el acceso a no sé qué reliquias, tampoco es que nos apene. La muchedumbre camina sin rumbo fijo, hay quien duerme en el suelo escapando del sol, los niños corretean, los mulás pasan a nuestro lado rigurosamente vestidos de Darth Vader. Al final nos dejamos liar, y acabamos en una salita, junto a dos parejas de belgas, mientras un clérigo de cargo indeterminado nos da una charla sobre la amistad entre los pueblos (con la excepción de Israel y los EEUU) y sobre las virtudes de (aquí me quedo dormido). El traductor nos acompaña, nos regala unas golosinas, arquea las cejas cuando le preguntamos por un buen sitio para comer, el peregrinaje y la gula no hacen buenas migas, no lo dice así, claro, sería una frase demasiado perfecta, pero ésa es la idea que yo saco. Volvemos al coche, aparcado en el cauce seco de un río, y no nos duele despedirnos de Qom, vaya un sitio triste, hasta los souvenirs que hemos comprado son gazmoños, cosas sin interés que acabarán acumulando polvo en un cajón. 


Algunos de los folletos que nos endilgaron en Qom

                                                                              (Continuará)





jueves, 23 de julio de 2015

(I left my heart in) Samarcanda

Hace hoy exactamente diez años, y acompañado por tres camaradas de fatigas, salí del aeródromo de Cuatro Vientos con la intención de repetir el periplo que, seis siglos antes, había realizado el caballero castellano Ruy González de Clavijo y que le llevó a la lejana Samarcanda, a rendir pleitesía al formidable caudillo Tamorlán, a la sazón dueño y señor de media Asia. De resultas de aquel viaje redacté unas cuartillas que me he decidido a exhumar, y que publicaré en mi blog en unas cuantas entregas, a efectos de hacer más llevadera su lectura. Cada una de ellas se abre con un pequeño párrafo del libro que, a su regreso a Madrid, escribió el esforzado Clavijo (“Embajada a Tamorlán”), y se cierra con alguna de las fotos que hicimos en route. Con la perspectiva que da el tiempo, reconozco que aquella aventura me hizo comprender a qué se refería Ciro Alegría cuando dijo que el mundo es ancho y ajeno. 

&&&&&&&&&

23 de julio. La dicha isla es todo lo más d’ella montañas altas, de montes baxos e pinares.  Desde que Clavijo pasara por aquí, la orografía ibicenca se ha mantenido, pero una constelación de piscinas, brillantes teselas azules en un mosaico verdipardo, nos llama poderosamente la atención desde nuestra altura de pájaros impostores. Hemos sustituido la carraca de antaño por una avioneta de hogaño, y no hay que forzar mucho la imaginación para sentir cómo cosquillean nuestra panza los pinos, unos pinos densos y sobrios que ignoran el calor del mediodía. Aterrizamos con algún bote más de los estrictamente necesarios, y uno de los pilotos sentencia aterrizaje duro, aterrizaje seguro, no sé si se lo acaba de inventar o es un intento de tranquilizarme (¿tanto he dejado entrever mi nerviosismo?), durante un momento dudo sobre si hacer la broma esa de besar el suelo, quizás sea pasarse, mejor no. Clavijo poco (o nada) cuenta de sus mareos, tan comprensibles en alguien tan de tierra adentro, era gente más curtida, más púdica para con sus debilidades (yo no tengo por qué). En la cafetería me repongo, recupero el color, la comida hace milagros, no sé si atreverme con una cerveza, todos los hermanos fueron valientes, camarero, por favor. Es al dejar el restaurante cuando se nos informa de que no podemos volar a Nápoles por no sé qué alarma antiterrorista, vuelven las mariposas a mi estómago, los pilotos arquean las cejas (simplemente han arqueado las cejas, me convenzo, no pasa nada), hay que buscar un trayecto alternativo, hay una Alerta Bravo (¿Alerta Bravo? ¿No es demasiado… peliculero?), será mejor que busquemos el norte de Cerdeña (¿No fue por allí por donde capotó la avioneta de Saint Exupery?: él, por lo menos, tuvo tiempo para escribir su obra, yo aún estoy comenzando). Cuando montamos de nuevo en la avioneta el piloto me palmea la espalda, que no pasa nada, hombre, pues claro que no, sonrío forzado, qué podría pasar (“El Principito”, eso podía pasar, miles de escolares martirizados con el niño, y el zorro, y la flor esa que habla, fíjate si podían pasar cosas…)

El intrépido aviador
24 de julio. A la mano esquierda, pareció otra isla de una sierra alta que es llamada Astrangol, e tiene una boca por do salían fumo e fuego. El cambio de nombre no lo ha domesticado, el Strómboli sigue dando muestras de su áspero carácter, y nos recibe con una filigrana de humo, eso sí, sin mucho entusiasmo, es un estallido telúrico un poco funcionarial, como para cubrir el expediente, los grandes rugidos los ha de reservar para los vulcanólogos. Aun así, me dejo hipnotizar por esas volutas que serpentean sin pausa, me sorprendo pidiendo que bajemos aún un poco más, quiero ver más de cerca la naturaleza en todo su exuberante esplendor, esto último quizás no debía haberlo dicho (no sé si ha quedado un poco cursi, la mirada que intercambian los pilotos disipa mis dudas: ha quedado un poco cursi), pero bajamos, circunvolamos la isla cónica, rodeamos los más de novecientos metros que se elevan sobre el Mediterráneo (novecientos veinticuatro, afirma la guía), me decepciona no oler a azufre, en realidad no huele a nada, ni siquiera a mar. Hay un poblado que se apiña en uno de los lados protegidos, se agarra a un costado de la isla, es como si sus habitantes mantuviesen un pie en tierra y otro en conato de huida, no sé qué es más maravilloso, si la cólera de la naturaleza o la tenacidad del ser humano, también me podía haber guardado la frasecita, los pilotos ya no esconden su francachela ante mis deslices verbales, reservo a mi monólogo interior una observación sobre el delicado sabor que ha de tener el vino producido por esas viñas inverosímiles. Damos una vuelta más, la imagen de King Kong y las avionetas no me parece disparatada, un súbito exabrupto de cólera podría abatirnos sin esfuerzo, los desolados flancos del volcán dejan poco margen a la duda. Se me deniega una tercera vuelta, vamos muy retrasados para Rodas, miro cómo se desvanece por la ventanilla trasera, se convierte en un recuerdo, de tener más personalidad declamaría un poema o algo, unos versos sobre el infierno, (¿cómo era eso de Blake? ¿O era Shelley?: comprobar) pero cualquiera aguanta luego a los pilotos.

Stromboli

25 de julio. Esta ciudad de Rodes no es muy grande, e está en un llano junto con el mar. E es isla que tiene un castillo muy grande e es apartado sobre sí. El castillo ha sido tomado por los turistas, también el puerto, nos encaminamos hacia donde estuvo el Coloso. Un par de columnas sin fuste, pulidas y tristes, coronadas con sendas estatuas de ciervos, malocupan el enorme vacío que dejó aquel faro delirante, una de las maravillas en aquellos siglos de asombro. No sé muy bien qué representan los ciervos, ridículos en un lugar donde habitó la desmesura, leo en algún sitio que los mandó erigir Mussolini, qué amor a la quincallería demuestran los dictadores, qué pasión por el bibelot. Hay grupos de nórdicos que hacen fotos, nosotros también las hacemos: el mar, los ciervos, la terrible ausencia del Coloso. Docenas de barcos ofrecen cruceros a islas próximas y lejanas, a la costa turca, simplemente para pasar el día o ver delfines. También hay un vidente que bosteza y algunos puestos de zumos. Los Caballeros de la Orden de San Juan de Jerusalén han sido sustituidos por una cofradía no menos fervorosa, esos miles de turistas que van y vienen, y hacen fotos, eso ya lo he dicho, pero es que hacen muchas. Es difícil abstraerse, meterse en la piel de aquellos cruzados de fe inquebrantable y brazo de hierro que hicieron de esta isla su cabeza de puente contra el infiel, eran otros tiempos, otro temple, hoy no creo yo que. Hay restaurantes, muchos restaurantes, ofrecen carne y cerveza un poco floja, también ofrecen esa hospitalidad a granel pensada para el viajero apresurado. Lo que no quita para que nos sentemos y pidamos carne y cerveza un poco floja, y aceptemos con agrado esa hospitalidad a granel, incluso que hagamos más fotos. Se te queda un regusto dulzarrón, la melancolía (no es melancolía) de las cosas que ya han pasado y a las que no has llegado por poco. Brindemos por la amistad entre españoles y griegos, levantamos la cerveza ante la solicitud del patrón, él pone toda su buena voluntad y no vamos a ser nosotros quienes le estropeemos la fiesta. 

Cena en Rodas, con nuestros pilotos
26 de julio. Avía una cisterna muy grande so tierra, que tenía mucho agua, e tan grande era que dezían que podría en ella estar cient galeas. Clavijo no la nombra, pero tiene que ser la cisterna de Yerebatán, a unos metros de Santa Sofía, es mi primer destino cada vez que visito Estambul, esa ciudad que vive con un pie en (o a caballo de, la imagen que se prefiera) Oriente y otro en Occidente, cómo era eso de siervo de dos señores (¿o casa de dos puertas?). Paseamos entre las trescientas treinta y seis columnas, atentos a las extrañas reverberaciones del agua, a las cacofonías que provocan las conversaciones, los desparejos idiomas. Arrastro a mis compañeros hasta un capitel que, caído en el suelo y teñido por el verdín, representa la cabeza de la Medusa, sumergida a medias en el agua: la incierta suerte de los dioses (o de los semidioses), carne de postal fácil. La gente tira monedas, desde lo de la Fontana de Trevi la gente tira monedas en cuanto ve agua y piedras, un mosaico de níquel sobre el que cruza una carpa, qué deseo acompañará a ese rubicundo alemán que (feo gesto) ha cambiado el euro que pensaba arrojar por una moneda de veinte céntimos: ¿Volver a Estambul, conocer el amor, dominar el mundo? La moneda es tragada con un suspiro de succión, el alemán se ríe, sabe que ha hecho una gansada, y eso es impropio de él, si me ven en Hannover. El gigantesco aljibe (sale en una película de James Bond) es lugar de furtivos encuentros, o al menos eso quiero imaginarme: juraría que esa pareja del fondo entraron por separado, y ahora ella se deja acariciar la mano con lentitud bizantina (el adjetivo está un poco forzado, pero me gusta), con esa delectación que sólo proporciona el adulterio (cuando uno viaja, lo hace con la papilla digerida de todas las malas novelas que ha leído). Es hora de ir a ver Santa Sofía, una palmada en el hombro me saca de mis ensoñaciones, sí, sí, ahora voy, me demoro lo suficiente para comprobar cómo la pareja se separa, ella sale antes pero no sin volver la cabeza, está muy lejos y apenas hay luz, adivino una sonrisa cómplice, aunque también puedo habérmela inventado, no lo descarto.

Tras salir de la Cisterna, con Santa Sofía de fondo

                                                                     (Continuará)

domingo, 12 de julio de 2015

Muñoz hace vida literaria

Hace unos días, los amigos de La Tertulia de la Granja me llamaron para decirme que me habían concedido el Primer Premio del “I Certamen Internacional de Relatos Extragranjeros”. Y como a la sazón me encontraba por Asturias pensando los detalles de mi próximo plan y tenía entradas para ver a Dylan en San Sebastián el sábado 11 (mejor no me preguntéis por el concierto: Bob, háztelo mirar), pues hete aquí  que me presenté ayer en su guarida del café La Granja, en plena Gran Vía de Bilbao, y pudimos compartir un rato de charla sobre temas literarios, en especial sobre novela rusa. En fin, quiero dejar constancia de la estupenda experiencia, y agradecerles su incansable esfuerzo por promocionar el relato breve, ese género tan denostado en nuestro país, más adicto a las novelas escritas al peso.

¡Es solo literatura (but I like it)!

PD 1. Adjunto dos fotos que nos hicimos, en las que no sé si parecemos la Generación del 98 o la alineación del Athletic de la segunda gabarra.





PD 2. Para aquéllos que tengan curiosidad por el relato en cuestión, se titula: “Habladme, poder desconocido”. ¿Sus ingredientes?: En un vaso largo se pone 1/3 de Shakespeare, 2/3 de la India, y se agita con una pizca de ghost story. ¡Disfrutadlo sin moderación! 


HABLADME, PODER DESCONOCIDO

Una repentina oleada de silencio me despertó. Me estiré con cuidado, notando cómo mis articulaciones volvían a la vida con un chasquido de alivio. Mis ojos tardaron en enfocar, y cuando lo hicieron exhalé un suspiro: estábamos parados en mitad de la noche, y media docena de cabezas en los asientos anteriores empezaban a incorporarse, entre ellas los otros dos turistas, una pareja de acaramelados japoneses. Consulté el reloj: las tres y cuarto. Reprimí una palabrota. Estoy en la India, recordé, aquí nadie va a entenderme. Solté la palabrota, aunque sin gritar demasiado, fue una palabrota casi amaestrada. Tras comprobar que mi mochila seguía en su sitio me levanté, avancé por el pasillo y salí a investigar.
El sistema de alumbrado público occidental ha pervertido nuestra idea de la noche, convirtiendo nuestros países en una especie de maquetas iluminadas a todas horas cual quirófanos a punto de ser utilizados. Esto sí que es una noche, pensé, al mirar en torno a mí y sentir la abrumadora presencia de una bóveda negra y densa, bajo la cual el único desafío eran los dos faros de nuestro autobús, dos índices amarillentos que señalaban con timidez la desigual carretera. Gracias a la asténica claridad que derramaban pude ver que nuestro conductor peleaba, más bien infructuosamente, con el motor, al que golpeaba con una llave inglesa. No sé nada de mecánica (no sé nada de tantas cosas), pero no hacía falta ser un experto para notar que aquello no auguraba nada bueno. Repetí la palabrota de antes, ahora más cuajada, más rotunda. En cuatro horas (cuatro y media a lo sumo) tenía que estar en el aeropuerto de Bombay, de donde salía mi avión para España. Eso por haber apurado tanto, me reproché, tenías que haber salido ayer.
Mientras me entregaba al inútil deporte de la autoflagelación bajaron dos pasajeros, bostezando furiosamente. En su idioma preguntaron algo al conductor, que sudaba a mares. Éste les respondió, y ambos hicieron ese gesto indio tan característico que puede querer decir sí, no o indiferencia. Un gesto ideal para situaciones como aquella. A continuación se rieron (el conductor también se rió), y los pasajeros volvieron al autobús, para amodorrarse inmediatamente en sus asientos, estaría por jurar que se pusieron a roncar antes incluso de sentarse. Cálmate, me dije, vienes de un retiro de yoga, no tiene mucho sentido que eches a perder todo el karma que has conseguido por una nimiedad como ésta, deja que la rueda de la vida siga su curso.
- Oiga, tengo muchísima prisa por llegar al aeropuerto, es una cuestión de vida o muerte ¿cuánto cree que tardará en arreglar esto? ¿Si le doy cien rupias lo haría más deprisa?
El conductor me dirigió una de esas miradas que tanto abundan por la India, y que nadan entre la beatitud y el desprecio. Motor roto, me dijo al fin, en un inglés tan esencial como el campo que nos rodeaba. Era uno de esos musulmanes de barba larga y sin bigote, un capitán Ahab con chilaba. No se le veía muy preocupado.
- ¿No podemos llamar a alguien para que venga a arreglar esto? ¿A la sede central de su compañía?
Separé exageradamente el pulgar y el índice y me los llevé a la oreja, por si así me entendía mejor. El conductor me volvió a mirar, aunque en esta ocasión el desprecio ganaba protagonismo en detrimento de la beatitud. Se incorporó muy despacio, y a continuación se limpió con una toalla grasienta. Sacó su móvil del bolsillo y me lo enseñó: el símbolo de falta de cobertura es internacional. Qué le vamos a hacer, suspiré, y palmeé al autobús, que resoplaba como un animal moribundo. Su tacto era sorprendentemente suave, miles y miles de manos habían limado todas las aristas de aquella máquina sin color definido. Me di media vuelta: disfruta de la noche, me sugerí, sin convencerme demasiado.
En todo caso, dejé al conductor y me senté al lado de la carretera, en una especie de mojón, saqué mi paquete de tabaco, y me consolé pensando que aquel debía de ser de los pocos sitios del planeta en los que se podía fumar sin problemas. Bien, me dije, estás viendo el lado positivo de las cosas, a ver si al final van a ser rentables los muchísimos euros que me te has gastado en el ashram ese. A mi alrededor todo estaba cubierto por una única y omnipresente sombra, que llegaba hasta las lejanas colinas, más intuidas que ciertas. Solo cuando mis ojos parecían haberse acostumbrado mínimamente a aquella ausencia de luz distinguí un bulto sentado a una docena de metros de mí, y di un respingo. Un mono, me aterré: apenas dos días antes uno de esos simios de cola enorme me había atacado en la fortaleza de Daulatabad, y solo la repentina aparición de un vigilante me había salvado de un doloroso percance. Y ni siquiera cuando el bulto se levantó y comprobé que era un hombre cedió el pánico, férreamente instalado en mi cabeza. Luego ya sí, hasta logré sonreír.
- ¿Cómo va la noche, hijo?
De edad indeterminada, escaso de cuerpo, se trataba de un indio de molde, con esa tez morena y ese bigotito tan caricaturesco, vestido además con el dhoti de rigor. Mientras se acercaba a mí un atisbo de inquietud empezó a rondarme: ¿de dónde había salido? La luna arrojaba la suficiente claridad como para ver que no había casas en muchos kilómetros a la redonda, rodeados como estábamos por una llanura inabarcable. No se distinguía ninguno de esos templos solitarios que podían verse en los parajes más insospechados. Había surgido de la nada, del sótano mismo de las sombras.
- Y bien, mi señor, ¿por qué permanecéis a solas llevando tristes pensamientos por toda compañía?
Sé de lo que hablo: soy profesor de inglés. El de aquel tipo era sencillamente magnífico. Un inglés antiguo, isabelino. Para nada habitual en un indio de la calle. Mientras improvisaba una respuesta de compromiso (algo sobre el motor que no funcionaba), aquel sujeto, con parsimonia y precisión, empezó a desplegar en el suelo un pequeño saco que traía con él. No me lo puedo creer, pensé estupefacto. Estaba sacando la habitual quincallería de los vendedores de souvenirs: la cobra de madera articulada, las postales, las piedras pulidas y brillantes, las estatuillas de dioses y diosas. Casi tuve que reprimir una carcajada: a las tres y pico de la madrugada, aquel hombre pretendía hacer negocio. Mientras acababa de adecentar su improvisado escaparate me reprendí: lo que hace la necesidad, el hambre, se nota que tú nunca la has sufrido. Una sofocante ola de vergüenza me invadió, me asombraba haber sido tan superficial, tan turista. Recordé los miles y miles de pobres (no había otra forma de definirlos) que había ido viendo en el último mes, la sensación de que aquel país estaba definitivamente condenado a la miseria y el hambre, a que su demografía de roedor le empujaba a una subsistencia precaria, cuando no decididamente inviable. Y yo me permitía criticar a aquel hombre porque, robándole horas al sueño, se esforzaba por sacar algo de dinero para una familia que imaginé extensa y desnutrida. No sé, quizás estaba pensando de una forma demasiado intensa, o mi rostro demostraba a las claras mis remordimientos, el caso es que el hombre, una vez colocados todos los adminículos, se sacudió las palmas de las manos, me miró sonriendo, y habló con un tono de voz más propio de un reputado actor que de un mero campesino o vendedor.
- El trabajo que agrada nos cura el dolor.
Llevo hablando inglés casi desde los quince años, y hasta he pasado cuatro en la Universidad de Liverpool, redactando una aburridísima tesis doctoral sobre John Donne. A mayor abundamiento, durante seis años tuve una novia escocesa que no hablaba ni una palabra de español. Por lo tanto, espero que no suene muy petulante si digo que conozco bastante bien la lengua y la literatura inglesas. Un escalofrío me recorrió la espalda cuando me di cuenta de que aquel indio desmedrado, que se expresaba con la pulida dicción de un Laurence Olivier, me estaba recitando frases de Shakespeare, el aturdimiento me impedía distinguir de qué obra.
- Así que el trabajo que agrada nos cura el dolor – repetí como un idiota.
Estás en la India, recordé: en el último mes había visto cosas que escapan de las coordenadas en las que solemos movernos, tan apegadas a la lógica y la razón. Adivinos que habían descubierto mis miedos más secretos con solo palparme la mano. Practicantes de yoga que podían pasar semanas sin comer ni beber. Estás en la India, repetí, el país que no conoció Descartes. El hombre limpiaba sus abalorios con un trapo, y pareció intuir la deriva de mis pensamientos.
- Stones have been known to move, and trees to speak.
Se ha sabido de piedras que se mueven y de árboles que hablaron. Por fin: Macbeth, recordé súbitamente, acto II ó III. La madre que me parió, me asusté, ¿qué está pasando aquí? El autobús seguía ronroneando a mis espaldas, la noche no cejaba en su negrura, el hombre frente a mí pulía concienzudamente con un trapo una burda imitación de un puñal de fantasía. Sentí un ataque de vértigo, una ingobernable necesidad de huir, de estar en otro sitio, rodeado de gente, de toda esa gente que parecía ocupar todos y cada uno de los rincones de la India, excepto aquel en el que me encontraba. Mi cerebro, supuestamente el suministrador de soluciones (y que tan bien había hecho su trabajo durante los últimos cuarenta y tres años) se había quedado en blanco, incapaz de analizar la situación y aplicar el plan más adecuado para enfrentarse a ella. El hombre levantó la vista de la pieza que limpiaba, me miró sin expresión, y con un tono neutro repitió la frase del mensajero a Lady Macduff.
- Si aceptáis que un simple súbdito pueda daros un consejo…
Un ruido metálico me hizo volver la cabeza. El conductor volvía a golpear alguna pieza del motor, sin resultado aparente. Cinco, seis, muchas veces. Nada. El vendedor tosió ligeramente, y cuando logró llamar mi atención vi que llevaba en la mano una estatuilla que representaba un elefante sentado en un trono, bajo un historiado parasol. In the great hand of God I stand, susurró con una voz cantarina. Confío en la poderosa mano de dios, en este caso Ganesha, el removedor de obstáculos, el dios sin el cual no puede emprenderse ninguna acción en la India, aquel al que se encomiendan todos los hindúes al comienzo de la jornada. Pero no nos confundamos, y llamemos a las cosas por su nombre: me estaba vendiendo una reliquia para turistas. Un atisbo de explicación se abrió paso entre mi desconcierto: todo aquello era una milonga montada entre el conductor y su colega el vendedor para engañar a un pardillo como yo, el típico turista al que ven como una billetera con patas. Acabáramos. Nada nuevo bajo el sol, con la excepción de que, en este caso, el muy tunante tiene como hobby representar obras de Shakespeare con sus amigos del club de lectura. Un slalom de racionalidad recorrió mi columna vertebral: ah, por fin esa explicación científica que tanto había estado esperando. Se había hecho esperar, pero aquí estaba, reluciente y definitiva. De golpe recobré la serenidad, y hasta me permití un acceso de humor: si hay que jugar, juguemos, pensé.
- ¿Así que coliges que si te mercadeo a Ganesha el motor volverá a rular y arribaré a tiempo al aeropuerto? Hum, me parece que demuestras poco respeto por tu religión, pues infiero que sabes que ni yo ni turista alguno creemos en toda esa parafernalia de dioses con ocho brazos o con trompa de elefante.
A propósito desenterré mi inglés más complicado, como para darle a entender que no estaba tratando con un cualquiera. El vendedor dejó entrever una media sonrisa. Hasta hizo ese gesto universal de rascarse el pelo, como si estuviera buscando una respuesta a mi mordaz observación. Por la rapidez y pertinencia de la que me ofreció, deduje que había estado jugando conmigo como un gato con un ovillo.
- Mock the time with fairest show: false face must hide what the false heart doth know.
Engañemos a todos fingiendo la inocencia: que esconda el rostro hipócrita lo que conoce el falso corazón. Touché. Si para sacarme de aquel atolladero tenía que dejarme engañar por una idolatría de pega, lo haría: le compraría la estatuilla, y ya podría dar orden a su compinche de poner el autobús en marcha. Estaba cansado, el reloj me informó de que ya eran las cuatro de la madrugada, el motor del autobús seguía expectorando como un fumador centenario. Ni era la primera vez que me engañaban en un viaje por el extranjero, ni sería seguramente la última. Habéis ganado, el anticolonialismo se apuntaba un nuevo tanto. Venga, dije en español, dame el puñetero Ganesha, y le extendí un billete de cien rupias, empiezo a estar un poco harto.
El hombre me miró, y negó con la cabeza. Una negación tajante, cartesiana, nada de ese gesto giróvago que tanto desconcierta. La mano que no sujetaba la estatuilla se abrió lentamente como una flor: cinco. ¿Quinientas rupias? ¿Pero tú estás loco? Todo tiene un límite, y aquella broma había ido demasiado lejos. Una cosa es retorcer mi arraigada creencia en lo racional y permitirme una pequeña excursión por los pagos del absurdo, y otra dejarme expoliar por aquel sinvergüenza sin escrúpulos. Hasta la mera diferencia física (yo le sacaba la cabeza, y así a bulto pesaría unos veinte kilos más que él) me impedía transigir, caer en su trampa de una forma tan rastrera. Gesticulando como un actor de una película muda alcé los brazos al cielo, meneé vehementemente la cabeza, e hice ademán de volver hacia el autobús.
- Hasta aquí podíamos llegar, hombre – exclamé, no sé si en español.
El hombre sonrió torvamente y se encogió de hombros. Durante unos segundo dio muestras de estar pensando algo, y al final pronunció la célebre frase de Banquo: It will be rain tonight. Fue acabar la última de las palabras y el motor del autobús expiró con un resoplido de jabalí, y de un cielo hasta minutos antes inmaculado y negro empezaron a caer unas gotas gruesas y feroces, que repiquetearon en el techo del autobús hasta convertirlo en un incandescente solo de batería. Un miedo sinuoso y gradual se fue apoderando de mí, primero la espalda, luego los hombros, los brazos, cuando escalaba por el cuello eché mano a la billetera, y entre los trallazos del agua que me empapaba pude rebuscar hasta dar con un billete de quinientos, que empotré sobre la mano del vendedor, para, sin delicadeza, arrancarle la estatuilla. ¿Y ahora qué?, le desafié con la vista, sintiendo un violento escalofrío por mi cuerpo, ¿qué estás preparando ahora?
El hombre se encogió de hombros. También la lluvia caía inmisericordemente sobre él, pero eso no parecía alterarle lo más mínimo. Me hizo una señal para que lo siguiera, y lo hice en silencio, humillado y confuso. Me acompañó a la puerta del autobús, donde el conductor se había refugiado del súbito latigazo del monzón, me indicó que subiera, por gestos me hizo poner la estatuilla de Ganesha encima del salpicadero, sobre los dimitidos manómetros, y también por gestos indicó al conductor que probara una vez más con la llave de contacto. El conductor me miró: salvo que fuera un actor formidable, por su cara me confirmó que estaba tan desconcertado como yo. Con un grito que no necesitaba traducción le supliqué que hiciera lo que se le ordenaba. El atribulado conductor se sentó sin agilidad, suspiró quedamente, e hizo girar la llave. El motor arrancó con un vibrante relincho de alegría. El conductor me miró, yo le miré a él, ambos nos volvimos para mirar al vendedor, pero en el lugar donde se suponía que debía de estar no había más que noche y silencio. Asomé la cabeza por las puertas abiertas, incluso bajé los tres escalones, comprobé que había dejado de llover, una especie de mareo se adueñó de mis sentidos. Aún así, grité con todas mis fuerzas:
- The devil damn thee black, thou cream-fac’d loon!!
Vámonos, por favor, imploré al conductor subiendo de nuevo al autobús, en inglés, en español, lo seguí haciendo incluso cuando ya llevábamos más de un kilómetro acelerando, ya había metido primera, segunda, tercera, vámonos, por favor.
Volví a mi asiento, me tumbé y caí rendido de inmediato, siendo incapaz de amortiguar el violento girar de mis pensamientos. A mi alrededor dormían los escasos viajeros, tanto los indios como los dos japoneses. “¡Que el diablo te tiña de negro, necio de cara lívida!” Un repunte de risa me sacudió: el único insulto que recordaba de toda la obra, y qué poco apropiado para una persona de piel tan oscura como aquel maldito vendedor. En fin, tosí, dejémoslo estar.
La aurora despuntó por la inacabable llanura cuando empecé a estornudar, a sentir dolor en todos los huesos. Entrábamos ya en las inmediaciones del aeropuerto cuando noté que la fiebre galopaba libremente por mi cuerpo, y aún hoy no sé cómo logré coger mi mochila, descender del autobús, volver a él cuando recordé que había olvidado a Ganesha, arrebatársela de un zarpazo al perplejo conductor que miraba la estatuilla sin entender nada, meterla en la mochila, y arrastrarme hasta la fila de embarque, donde una solícita azafata me empujó hacia el avión: cinco minutos más, señor, y no le hubiésemos dejado embarcar, me dijo sin perder la sonrisa.
Me dejé caer sobre el asiento que me habían asignado, y despegamos. Mi tiritona iba en aumento, y por más mantas que me pusieran no lograba amortiguar la sensación de frío (no era exactamente frío, era algo más). Me dieron dos o tres comprimidos de un medicamento que preferí no identificar, y solo cuando me tomé el segundo té hirviendo empecé a notar que se alejaba la sensación de incomodidad: estoy en un avión, me concentré, un prodigio de la aeronáutica, una prueba de la creatividad del ser humano, de su fe en las matemáticas, hay azafatas, te has tomado unas aspirinas que han inventado hombres muy sabios, te espera un continente sin prodigios, un monumento a la razón, qué alivio me estaba suministrando todo aquel listado de pensamientos, qué alivio. 
Un alivio que me duró muy poco. El tiempo en que tardé en estirar mi magullado cuerpo y levantar la vista. Detrás de mí estaban sentadas tres señoras que quizás cualquier otro hubiera calificado como poco atractivas, pero que para mí eran tres auténticas brujas.  

El protagonista fotografiado en el Taj Mahal,
poco antes de perder la chaveta