Hace unos días,
los amigos de La Tertulia de la Granja me llamaron para decirme que me habían
concedido el Primer Premio del “I Certamen Internacional de Relatos
Extragranjeros”. Y como a la sazón me encontraba por Asturias pensando los detalles de mi próximo plan y
tenía entradas para ver a Dylan en San Sebastián el sábado 11 (mejor no me preguntéis
por el concierto: Bob, háztelo mirar), pues hete aquí que me presenté ayer en su guarida del café
La Granja, en plena Gran Vía de Bilbao, y pudimos compartir un rato de charla
sobre temas literarios, en especial sobre novela rusa. En fin, quiero dejar constancia
de la estupenda experiencia, y agradecerles su incansable esfuerzo por promocionar
el relato breve, ese género tan denostado en nuestro país, más adicto a las novelas
escritas al peso.
¡Es solo literatura (but I like it)!
PD 1. Adjunto dos fotos que nos
hicimos, en las que no sé si parecemos la Generación del 98 o la alineación del
Athletic de la segunda gabarra.
PD 2. Para aquéllos que tengan
curiosidad por el relato en cuestión, se titula: “Habladme, poder desconocido”.
¿Sus ingredientes?: En un vaso largo se pone 1/3 de Shakespeare, 2/3 de la
India, y se agita con una pizca de ghost
story. ¡Disfrutadlo sin moderación!
HABLADME, PODER DESCONOCIDO
Una repentina
oleada de silencio me despertó. Me estiré con cuidado, notando cómo mis
articulaciones volvían a la vida con un chasquido de alivio. Mis ojos tardaron
en enfocar, y cuando lo hicieron exhalé un suspiro: estábamos parados en mitad
de la noche, y media docena de cabezas en los asientos anteriores empezaban a
incorporarse, entre ellas los otros dos turistas, una pareja de acaramelados
japoneses. Consulté el reloj: las tres y cuarto. Reprimí una palabrota. Estoy
en la India, recordé, aquí nadie va a entenderme. Solté la palabrota, aunque
sin gritar demasiado, fue una palabrota casi amaestrada. Tras comprobar que mi
mochila seguía en su sitio me levanté, avancé por el pasillo y salí a
investigar.
El sistema de
alumbrado público occidental ha pervertido nuestra idea de la noche,
convirtiendo nuestros países en una especie de maquetas iluminadas a todas
horas cual quirófanos a punto de ser utilizados. Esto sí que es una noche,
pensé, al mirar en torno a mí y sentir la abrumadora presencia de una bóveda
negra y densa, bajo la cual el único desafío eran los dos faros de nuestro
autobús, dos índices amarillentos que señalaban con timidez la desigual
carretera. Gracias a la asténica claridad que derramaban pude ver que nuestro
conductor peleaba, más bien infructuosamente, con el motor, al que golpeaba con
una llave inglesa. No sé nada de mecánica (no sé nada de tantas cosas), pero no
hacía falta ser un experto para notar que aquello no auguraba nada bueno. Repetí
la palabrota de antes, ahora más cuajada, más rotunda. En cuatro horas (cuatro
y media a lo sumo) tenía que estar en el aeropuerto de Bombay, de donde salía
mi avión para España. Eso por haber apurado tanto, me reproché, tenías que
haber salido ayer.
Mientras me
entregaba al inútil deporte de la autoflagelación bajaron dos pasajeros,
bostezando furiosamente. En su idioma preguntaron algo al conductor, que sudaba
a mares. Éste les respondió, y ambos hicieron ese gesto indio tan
característico que puede querer decir sí, no o indiferencia. Un gesto ideal
para situaciones como aquella. A continuación se rieron (el conductor también
se rió), y los pasajeros volvieron al autobús, para amodorrarse inmediatamente
en sus asientos, estaría por jurar que se pusieron a roncar antes incluso de
sentarse. Cálmate, me dije, vienes de un retiro de yoga, no tiene mucho sentido
que eches a perder todo el karma que has conseguido por una nimiedad como ésta,
deja que la rueda de la vida siga su curso.
- Oiga, tengo
muchísima prisa por llegar al aeropuerto, es una cuestión de vida o muerte
¿cuánto cree que tardará en arreglar esto? ¿Si le doy cien rupias lo haría más
deprisa?
El conductor
me dirigió una de esas miradas que tanto abundan por la India, y que nadan
entre la beatitud y el desprecio. Motor roto, me dijo al fin, en un inglés tan
esencial como el campo que nos rodeaba. Era uno de esos musulmanes de barba
larga y sin bigote, un capitán Ahab con chilaba. No se le veía muy preocupado.
- ¿No podemos
llamar a alguien para que venga a arreglar esto? ¿A la sede central de su
compañía?
Separé
exageradamente el pulgar y el índice y me los llevé a la oreja, por si así me
entendía mejor. El conductor me volvió a mirar, aunque en esta ocasión el
desprecio ganaba protagonismo en detrimento de la beatitud. Se incorporó muy
despacio, y a continuación se limpió con una toalla grasienta. Sacó su móvil
del bolsillo y me lo enseñó: el símbolo de falta de cobertura es internacional.
Qué le vamos a hacer, suspiré, y palmeé al autobús, que resoplaba como un animal
moribundo. Su tacto era sorprendentemente suave, miles y miles de manos habían
limado todas las aristas de aquella máquina sin color definido. Me di media
vuelta: disfruta de la noche, me sugerí, sin convencerme demasiado.
En todo caso,
dejé al conductor y me senté al lado de la carretera, en una especie de mojón,
saqué mi paquete de tabaco, y me consolé pensando que aquel debía de ser de los
pocos sitios del planeta en los que se podía fumar sin problemas. Bien, me
dije, estás viendo el lado positivo de las cosas, a ver si al final van a ser
rentables los muchísimos euros que me te has gastado en el ashram ese. A mi
alrededor todo estaba cubierto por una única y omnipresente sombra, que llegaba
hasta las lejanas colinas, más intuidas que ciertas. Solo cuando mis ojos
parecían haberse acostumbrado mínimamente a aquella ausencia de luz distinguí
un bulto sentado a una docena de metros de mí, y di un respingo. Un mono, me
aterré: apenas dos días antes uno de esos simios de cola enorme me había
atacado en la fortaleza de Daulatabad, y solo la repentina aparición de un
vigilante me había salvado de un doloroso percance. Y ni siquiera cuando el
bulto se levantó y comprobé que era un hombre cedió el pánico, férreamente
instalado en mi cabeza. Luego ya sí, hasta logré sonreír.
- ¿Cómo va la
noche, hijo?
De edad
indeterminada, escaso de cuerpo, se trataba de un indio de molde, con esa tez
morena y ese bigotito tan caricaturesco, vestido además con el dhoti de rigor.
Mientras se acercaba a mí un atisbo de inquietud empezó a rondarme: ¿de dónde
había salido? La luna arrojaba la suficiente claridad como para ver que no
había casas en muchos kilómetros a la redonda, rodeados como estábamos por una
llanura inabarcable. No se distinguía ninguno de esos templos solitarios que
podían verse en los parajes más insospechados. Había surgido de la nada, del
sótano mismo de las sombras.
- Y bien, mi
señor, ¿por qué permanecéis a solas llevando tristes pensamientos por toda
compañía?
Sé de lo que
hablo: soy profesor de inglés. El de aquel tipo era sencillamente magnífico. Un
inglés antiguo, isabelino. Para nada habitual en un indio de la calle. Mientras
improvisaba una respuesta de compromiso (algo sobre el motor que no
funcionaba), aquel sujeto, con parsimonia y precisión, empezó a desplegar en el
suelo un pequeño saco que traía con él. No me lo puedo creer, pensé
estupefacto. Estaba sacando la habitual quincallería de los vendedores de
souvenirs: la cobra de madera articulada, las postales, las piedras pulidas y
brillantes, las estatuillas de dioses y diosas. Casi tuve que reprimir una
carcajada: a las tres y pico de la madrugada, aquel hombre pretendía hacer
negocio. Mientras acababa de adecentar su improvisado escaparate me reprendí: lo
que hace la necesidad, el hambre, se nota que tú nunca la has sufrido. Una
sofocante ola de vergüenza me invadió, me asombraba haber sido tan superficial,
tan turista. Recordé los miles y miles de pobres (no había otra forma de
definirlos) que había ido viendo en el último mes, la sensación de que aquel
país estaba definitivamente condenado a la miseria y el hambre, a que su
demografía de roedor le empujaba a una subsistencia precaria, cuando no
decididamente inviable. Y yo me permitía criticar a aquel hombre porque,
robándole horas al sueño, se esforzaba por sacar algo de dinero para una
familia que imaginé extensa y desnutrida. No sé, quizás estaba pensando de una
forma demasiado intensa, o mi rostro demostraba a las claras mis
remordimientos, el caso es que el hombre, una vez colocados todos los
adminículos, se sacudió las palmas de las manos, me miró sonriendo, y habló con
un tono de voz más propio de un reputado actor que de un mero campesino o
vendedor.
- El trabajo
que agrada nos cura el dolor.
Llevo hablando
inglés casi desde los quince años, y hasta he pasado cuatro en la Universidad
de Liverpool, redactando una aburridísima tesis doctoral sobre John Donne. A
mayor abundamiento, durante seis años tuve una novia escocesa que no hablaba ni
una palabra de español. Por lo tanto, espero que no suene muy petulante si digo
que conozco bastante bien la lengua y la literatura inglesas. Un escalofrío me
recorrió la espalda cuando me di cuenta de que aquel indio desmedrado, que se
expresaba con la pulida dicción de un Laurence Olivier, me estaba recitando
frases de Shakespeare, el aturdimiento me impedía distinguir de qué obra.
- Así que el
trabajo que agrada nos cura el dolor – repetí como un idiota.
Estás en la
India, recordé: en el último mes había visto cosas que escapan de las coordenadas
en las que solemos movernos, tan apegadas a la lógica y la razón. Adivinos que
habían descubierto mis miedos más secretos con solo palparme la mano.
Practicantes de yoga que podían pasar semanas sin comer ni beber. Estás en la
India, repetí, el país que no conoció Descartes. El hombre limpiaba sus
abalorios con un trapo, y pareció intuir la deriva de mis pensamientos.
- Stones have been known to move, and trees to speak.
Se ha sabido
de piedras que se mueven y de árboles que hablaron. Por fin: Macbeth, recordé
súbitamente, acto II ó III. La madre que me parió, me asusté, ¿qué está pasando
aquí? El autobús seguía ronroneando a mis espaldas, la noche no cejaba en su
negrura, el hombre frente a mí pulía concienzudamente con un trapo una burda imitación
de un puñal de fantasía. Sentí un ataque de vértigo, una ingobernable necesidad
de huir, de estar en otro sitio, rodeado de gente, de toda esa gente que
parecía ocupar todos y cada uno de los rincones de la India, excepto aquel en
el que me encontraba. Mi cerebro, supuestamente el suministrador de soluciones
(y que tan bien había hecho su trabajo durante los últimos cuarenta y tres
años) se había quedado en blanco, incapaz de analizar la situación y aplicar el
plan más adecuado para enfrentarse a ella. El hombre levantó la vista de la
pieza que limpiaba, me miró sin expresión, y con un tono neutro repitió la
frase del mensajero a Lady Macduff.
- Si aceptáis
que un simple súbdito pueda daros un consejo…
Un ruido
metálico me hizo volver la cabeza. El conductor volvía a golpear alguna pieza
del motor, sin resultado aparente. Cinco, seis, muchas veces. Nada. El vendedor
tosió ligeramente, y cuando logró llamar mi atención vi que llevaba en la mano
una estatuilla que representaba un elefante sentado en un trono, bajo un
historiado parasol. In the great hand of God I stand, susurró con una voz cantarina. Confío en la poderosa mano de
dios, en este caso Ganesha, el removedor de obstáculos, el dios sin el cual no
puede emprenderse ninguna acción en la India, aquel al que se encomiendan todos
los hindúes al comienzo de la jornada. Pero no nos confundamos, y llamemos a
las cosas por su nombre: me estaba vendiendo una reliquia para turistas. Un
atisbo de explicación se abrió paso entre mi desconcierto: todo aquello era una
milonga montada entre el conductor y su colega el vendedor para engañar a un
pardillo como yo, el típico turista al que ven como una billetera con patas.
Acabáramos. Nada nuevo bajo el sol, con la excepción de que, en este caso, el
muy tunante tiene como hobby representar obras de Shakespeare con sus amigos
del club de lectura. Un slalom de racionalidad recorrió mi columna vertebral:
ah, por fin esa explicación científica que tanto había estado esperando. Se
había hecho esperar, pero aquí estaba, reluciente y definitiva. De golpe
recobré la serenidad, y hasta me permití un acceso de humor: si hay que jugar,
juguemos, pensé.
- ¿Así que
coliges que si te mercadeo a Ganesha el motor volverá a rular y arribaré a
tiempo al aeropuerto? Hum, me parece que demuestras poco respeto por tu
religión, pues infiero que sabes que ni yo ni turista alguno creemos en toda
esa parafernalia de dioses con ocho brazos o con trompa de elefante.
A propósito
desenterré mi inglés más complicado, como para darle a entender que no estaba
tratando con un cualquiera. El vendedor dejó entrever una media sonrisa. Hasta
hizo ese gesto universal de rascarse el pelo, como si estuviera buscando una
respuesta a mi mordaz observación. Por la rapidez y pertinencia de la que me
ofreció, deduje que había estado jugando conmigo como un gato con un ovillo.
- Mock the time with fairest show: false face must hide what the false
heart doth know.
Engañemos a
todos fingiendo la inocencia: que esconda el rostro hipócrita lo que conoce el
falso corazón. Touché. Si para
sacarme de aquel atolladero tenía que dejarme engañar por una idolatría de
pega, lo haría: le compraría la estatuilla, y ya podría dar orden a su
compinche de poner el autobús en marcha. Estaba cansado, el reloj me informó de
que ya eran las cuatro de la madrugada, el motor del autobús seguía
expectorando como un fumador centenario. Ni era la primera vez que me engañaban
en un viaje por el extranjero, ni sería seguramente la última. Habéis ganado,
el anticolonialismo se apuntaba un nuevo tanto. Venga, dije en español, dame el
puñetero Ganesha, y le extendí un billete de cien rupias, empiezo a estar un
poco harto.
El hombre me
miró, y negó con la cabeza. Una negación tajante, cartesiana, nada de ese gesto
giróvago que tanto desconcierta. La mano que no sujetaba la estatuilla se abrió
lentamente como una flor: cinco. ¿Quinientas rupias? ¿Pero tú estás loco? Todo
tiene un límite, y aquella broma había ido demasiado lejos. Una cosa es
retorcer mi arraigada creencia en lo racional y permitirme una pequeña
excursión por los pagos del absurdo, y otra dejarme expoliar por aquel
sinvergüenza sin escrúpulos. Hasta la mera diferencia física (yo le sacaba la
cabeza, y así a bulto pesaría unos veinte kilos más que él) me impedía
transigir, caer en su trampa de una forma tan rastrera. Gesticulando como un
actor de una película muda alcé los brazos al cielo, meneé vehementemente la
cabeza, e hice ademán de volver hacia el autobús.
- Hasta aquí
podíamos llegar, hombre – exclamé, no sé si en español.
El hombre
sonrió torvamente y se encogió de hombros. Durante unos segundo dio muestras de
estar pensando algo, y al final pronunció la célebre frase de Banquo: It will be rain tonight. Fue acabar la
última de las palabras y el motor del autobús expiró con un resoplido de jabalí,
y de un cielo hasta minutos antes inmaculado y negro empezaron a caer unas
gotas gruesas y feroces, que repiquetearon en el techo del autobús hasta
convertirlo en un incandescente solo de batería. Un miedo sinuoso y gradual se
fue apoderando de mí, primero la espalda, luego los hombros, los brazos, cuando
escalaba por el cuello eché mano a la billetera, y entre los trallazos del agua
que me empapaba pude rebuscar hasta dar con un billete de quinientos, que
empotré sobre la mano del vendedor, para, sin delicadeza, arrancarle la
estatuilla. ¿Y ahora qué?, le desafié con la vista, sintiendo un violento
escalofrío por mi cuerpo, ¿qué estás preparando ahora?
El hombre se
encogió de hombros. También la lluvia caía inmisericordemente sobre él, pero
eso no parecía alterarle lo más mínimo. Me hizo una señal para que lo siguiera,
y lo hice en silencio, humillado y confuso. Me acompañó a la puerta del
autobús, donde el conductor se había refugiado del súbito latigazo del monzón,
me indicó que subiera, por gestos me hizo poner la estatuilla de Ganesha encima
del salpicadero, sobre los dimitidos manómetros, y también por gestos indicó al
conductor que probara una vez más con la llave de contacto. El conductor me
miró: salvo que fuera un actor formidable, por su cara me confirmó que estaba
tan desconcertado como yo. Con un grito que no necesitaba traducción le supliqué
que hiciera lo que se le ordenaba. El atribulado conductor se sentó sin
agilidad, suspiró quedamente, e hizo girar la llave. El motor arrancó con un
vibrante relincho de alegría. El conductor me miró, yo le miré a él, ambos nos
volvimos para mirar al vendedor, pero en el lugar donde se suponía que debía de
estar no había más que noche y silencio. Asomé la cabeza por las puertas
abiertas, incluso bajé los tres escalones, comprobé que había dejado de llover,
una especie de mareo se adueñó de mis sentidos. Aún así, grité con todas mis
fuerzas:
- The devil damn thee black, thou cream-fac’d
loon!!
Vámonos, por
favor, imploré al conductor subiendo de nuevo al autobús, en inglés, en
español, lo seguí haciendo incluso cuando ya llevábamos más de un kilómetro
acelerando, ya había metido primera, segunda, tercera, vámonos, por favor.
Volví a mi
asiento, me tumbé y caí rendido de inmediato, siendo incapaz de amortiguar el
violento girar de mis pensamientos. A mi alrededor dormían los escasos
viajeros, tanto los indios como los dos japoneses. “¡Que el diablo te tiña de negro,
necio de cara lívida!” Un repunte de risa me sacudió: el único insulto que
recordaba de toda la obra, y qué poco apropiado para una persona de piel tan
oscura como aquel maldito vendedor. En fin, tosí, dejémoslo estar.
La aurora
despuntó por la inacabable llanura cuando empecé a estornudar, a sentir dolor
en todos los huesos. Entrábamos ya en las inmediaciones del aeropuerto cuando
noté que la fiebre galopaba libremente por mi cuerpo, y aún hoy no sé cómo
logré coger mi mochila, descender del autobús, volver a él cuando recordé que
había olvidado a Ganesha, arrebatársela de un zarpazo al perplejo conductor que
miraba la estatuilla sin entender nada, meterla en la mochila, y arrastrarme
hasta la fila de embarque, donde una solícita azafata me empujó hacia el avión:
cinco minutos más, señor, y no le hubiésemos dejado embarcar, me dijo sin
perder la sonrisa.
Me dejé caer
sobre el asiento que me habían asignado, y despegamos. Mi tiritona iba en
aumento, y por más mantas que me pusieran no lograba amortiguar la sensación de
frío (no era exactamente frío, era algo más). Me dieron dos o tres comprimidos
de un medicamento que preferí no identificar, y solo cuando me tomé el segundo
té hirviendo empecé a notar que se alejaba la sensación de incomodidad: estoy
en un avión, me concentré, un prodigio de la aeronáutica, una prueba de la
creatividad del ser humano, de su fe en las matemáticas, hay azafatas, te has
tomado unas aspirinas que han inventado hombres muy sabios, te espera un
continente sin prodigios, un monumento a la razón, qué alivio me estaba
suministrando todo aquel listado de pensamientos, qué alivio.
Un alivio que
me duró muy poco. El tiempo en que tardé en estirar mi magullado cuerpo y
levantar la vista. Detrás de mí estaban sentadas tres señoras que quizás
cualquier otro hubiera calificado como poco atractivas, pero que para mí eran
tres auténticas brujas.
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El protagonista fotografiado en el Taj Mahal, poco antes de perder la chaveta |