domingo, 24 de septiembre de 2017

Reflexiones en el Matadero


Hay otros mundos, pero no están en Cataluña. Abandonemos por un rato el monotema (¿o no?: ya veremos). Estuve el sábado en el Matadero, hoy por hoy el lugar que más me gusta en el mundo. En su sala “Abierto x obras” se podía ver una exposición / performance de Juan López, un artista multipremiado nacido en Cantabria (sic). Su trabajo consiste en añadir una serie de listones o entablamentos que unen las columnas ya existentes en la sala, sin abandonar la estética brutalista-industrial del recinto. Oye, hasta tiene su puntillo, y me paseo con agrado por la instalación. Pero lo que desata mi perplejidad es la explicación esotérica-hortera que se marca el señor López para conseguir que los simples humanos comprendamos su obra. Copio: “Juan López propone una intervención escultórica sobre la arquitectura como forma de resistencia contra lo establecido”. Agárrame esa mosca por el rabo, como diría aquel. Sigo: “Desde sus obras tempranas de intervención en el espacio urbano, el trabajo de este artista busca desvelar otros modos de percibir el lugar como hipótesis para otras relaciones sociales fuera de la normatividad impuesta por el poder”. Ah, el poder, qué avieso es, qué mefistófelico. Como en el viejo sketch de Monty Python: ¿qué ha hecho el poder por nosotros? Bueno, ha hecho la seguridad social, las carreteras, la liga de fútbol, los aeropuertos, el código de circulación, la Denominación de Origen Rioja y un sinfín de cosas más. Pero resulta que ahora llega Juan López y, cambiando unos pocos paneles de sitio, nos saca de la normatividad impuesta por el poder. Y eso para empezar. Retomo este iluminador párrafo de su explicación: “En un mundo hipercomunicado, poblado de signos creados por una élite intelectual y/o social, López juega con la posibilidad de alumbrar nuevos significados, nuevos espacios y otros regímenes de lo sensible” ¡Otros regímenes de lo sensible!: el premio a la Chorrada del Año ya tiene firme candidato, y eso que la cosecha está siendo abundante.


En fin, nada nuevo bajo el sol: la habitual verborrea lisérgica con la que muchos artistas contemporáneos glasean sus incomprensibles juguetitos. Y es ahora cuando enlazamos el discurso hueco y pomposo de un artista al que yo no conocía hasta el sábado con lo que está sucediendo en Cataluña. Habituados como estamos a fijarnos en las esteladas y las marchas a lo Kim Jong-Il que tanto salen en los periódicos, deberíamos ampliar la foto y ver que toda esa escenografía se nutre de la hiperinflación lingüística que ha espesado nuestras vidas desde que el populismo hizo su descacharrante aparición (no solo en España) a comienzos de esta década. Otredad, empoderamiento, heteropatriarcado, transversalidad, micromachismos, alteridad… Toda una panoplia de conceptos evanescentes que sirven lo mismo para un roto que para un descosido, pero que te arreglan el mitin sin tener que estrujarte mucho el cacumen (y si tienes un público difícil, suelta eso de que aún vivimos en el franquismo: la gente se corre). Y el nacionalismo (que lo aprovecha todo) ha rejuvenecido su inmemorial discurso xenófobo y supremacista (estamos nosotros y están ellos: punto) con invenciones verbales tan desorbitadas como el derecho a decidir (¿a decidir qué?), derecho que, por cierto, ha sido discretamente invitado a abandonar el proyecto de constitución catalana, no vaya a ser que. No deja de ser tronchante que cada vez que uno se adentra en algún análisis de la cuestión catalana, necesita un microscopio muy potente para distinguir el catalanismo del independentismo, y este del separatismo, y este del soberanismo. Y si a eso añadimos la pirueta que significa eso de “nación de naciones”, el berenjenal se convierte en desaforadamente laberíntico (por cierto: hoy he escuchado que España es un “país de países”: no sé si es un lapsus, o ya hemos llegado a ese punto en el que todo vale). En fin, que de aquellos polvos vienen estos lodos: dejamos que un artista así como conceptual alumbre otros regímenes de lo sensible (manda huevos…), y acabamos diciendo que España es una unidad de destino en lo universal que a su vez alberga otras unidades de destino en lo universal. Y yo con estos pelos.

jueves, 14 de septiembre de 2017

Regreso (ácrata) al pasado (lisérgico)


          Si alguien me preguntara (y no sé por qué no lo hacen) qué necesitamos en estos tiempos tan convulsos, diría que ingenuidad. Kilos, toneladas, montañas, océanos de ingenuidad. No voy a ser tan cursi como para decir que es urgente que recuperemos la limpia mirada de un niño, pero por ahí le andará. Me explicaré: nos hemos resabiado demasiado, sabemos de todo, pontificamos como inquisidores, juzgamos a las primeras de cambio, condenamos pero ya. Por eso, recibí con indudable alegría la noticia de que volvía “Ajoblanco”, la mítica revista libertaria catalana que con tanto fervor leí cuando iba al Instituto. Qué época aquella: casi todo lo hippie / anarco / subversivo venía de allí, empezando por las revistas (además del “Ajo” estaban los cómics como “El Víbora” o “Cairo”, y en el mundo de la música “Vibraciones”, “Popular 1” y otras muchas), siguiendo por grupos como la Compañía Eléctrica Dharma o Iceberg (mezcla de prog e infumable jazz-rock, pero con unas melenazas que horrorizaban a nuestras madres) o el inclasificable “El Papus”. Mientras tanto, Madrid era una urbanización suburbial de un millón de notarios que tardó algo en despertar tras la criogenización franquista, aunque cuando lo hizo su estallido oscureció a la Ciudad Condal, despertando un resquemor que, en parte, intuyo que está debajo de la hojarasca de agravios que ahora nos ahoga. Pero volvamos a aquellas revistas: me fascinaban. A decir verdad, no las entendía demasiado, su jerigonza post-situacionista y comunal me desbordaba, no terminaba de pillar las sutilezas de sus artículos dedicados a la antipsiquiatría o a la colectivización. Pero el poderosísimo aliento de libertad que emanaban me dejaba alelado, eran un soplo de aire en el muy viciado y vicioso túnel de viento en el que estábamos metidos en la Baja Transición (y del que salimos, fíjate tú por dónde, gracias al Tejerazo: es una teoría propia que admite refutaciones). Por ahí deben de seguir guardados mis viejas revistas, en alguna tímida repisa de mi biblioteca, cuando me encuentro muy nostálgico saco algún número, me pongo en el pick up a Pau Riba (“Dioptria” es una jodida obra maestra, y yo no utilizo el adjetivo que empieza por jota así como así), y flipo un rato.

            A lo que vamos: me compro el nuevo “Ajoblanco” (7 euros: ni barato ni caro). Buena encuadernación, reportajes jugosos, la dosis justa de libertarismo sin caer en el panfleto. Las únicas firmas que conozco son las de Juan Soto Ivars y Javier Pérez de Andújar, y tuerzo el morro cuando veo que hay una entrevista a Claudio Naranjo (¿quién será el próximo, Paolo Coelho?). Cuando cierro sus 130 páginas, caigo en que no hay ni una sola mención a lo que está pasando en Cataluña. ¡Una revista alternativa editada allí que no dedica ni una línea al fementido Procès! Una de dos: o son de una ingenuidad desarmante, o (y esta posibilidad me gusta más) tienen un sentido de la provocación fino filipino. Es más, y no sé si es un sutil puente tendido, dedican el primer artículo a “El Madrid rebelde”, un generoso recorrido por las iniciativas autogestionarias de la capital del Estado, por utilizar la jerga al uso. Qué audacia: recuerdo que leí hace unos años las memorias del factótum de la revista, Pepe Ribas (“Los setenta a destajo”), y me pareció que se trataba de un personaje genuinamente hippie, inmune a las disputas políticas, más preocupado por su desconexión personal del sistema que por desfilar marcialmente todos los 11 de septiembre haciendo el paso de la estelada. El nuevo avatar de “Ajoblanco” demuestra que la llama libertaria sigue viva en Cataluña, y que es una infamia que las monjitas leninistas de la CUP se atrevan siquiera a reclamarse herederas de personajes tan mercuriales (todos surgieron en la estela de “Ajoblanco”, o colaboraron con la revista, o simplemente pasaban por allí) como Ocaña, Nazario, Sisa, el Perich, Vázquez Montalbán o Mariscal, a los que la Cataluña über Alles que precocinó maese Pujol y ahora emplatan sus herederos se la bufaba ampliamente. En fin, que me parece un signo de esperanza poder incorporar de nuevo al “Ajo…” a mi dieta lectora, un poco desvitaminada últimamente. Y como han tenido la audacia de autogestionarse (no admiten publicidad) animo a mis hordas de lectores a rascarse el bolsillo y contribuir a que sobreviva uno de los escasísimos reductos de libertad que quedan fuera del mercado. Como dijo Timothy Leary: “Turn on, tune in, drop out!” (traduzco: “¡compra el Ajoblanco, joder, que son solo siete euros!”)

miércoles, 13 de septiembre de 2017

El burócrata imperial y el guerrillero planetario


En las fotos que conservamos de Sir William Henry Beveridge (todas en riguroso blanco y negro), se nos aparece como lo que fue: un acabado producto del Imperio Británico. Tanto es así, que tuvo la muy cosmopolita idea de nacer en lo que hoy es Bangladesh, donde su padre ejercía como juez de la administración colonial. Corría 1879, y para que nos hagamos una idea, cabe decir que, en ese mismo año, Edison inventó la bombilla: literalmente, hasta entonces las noches se pasaban a la luz de las velas. Hemos visto las suficientes películas para suponer cómo fueron los días de infancia del joven William: calor sofocante, nativos de extrañas costumbres, la irónica certidumbre de pertenecer al lado correcto de las creencias. Con el paso de los años, Mr. Beveridge emigraría a la Gran Bretaña de sus ancestros, donde estudió literatura clásica antes de dedicarse al periodismo, para finalmente entrar en el mundo de la política de la mano del mismísimo Winston Churchill, por entonces ministro de economía. Dos guerras mundiales después, y tras una vida dedicada a la función pública (lo cual le valió ser ennoblecido), mister Beveridge murió discretamente en 1963. El mundo en el que había nacido se apolillaba en los museos: pocos días después, The Beatles grabarían “From me to you”, la tarjeta de presentación de lo que con el tiempo se llamaría “la Década Prodigiosa”.

           
         Resulta innecesario de todo punto presentar al personaje de la otra foto, dado que para gente como él se inventaron los adjetivos. Ernesto Guevara nació en Argentina en 1928, e intentar resumir su trayectoria provocará más de un bostezo, habida cuenta de la cantidad de libros, películas y documentales que ha generado una vida que, y no creo que nadie lo discuta, resultó tan apasionante como controvertida. Su muerte, de la que en unos días se cumplirá medio siglo, fue un acontecimiento planetario, a la altura del fallecimiento de Kennedy o de la llegada a la luna: el Che fue abatido en Bolivia el 9 de octubre de 1967, pocos días antes de que The Beatles grabaran “The fool of the hill” (pasmosamente, nadie ha preguntado a McCartney si “el hombre que ve cómo el mundo gira a su alrededor” era el guerrillero recién abatido).

            Es difícil encontrar dos personalidades más antitéticas. Beveridge era metódico, aburrido, victoriano hasta la médula, un ratón de jurisprudencia y reglamentos. No hace falta documentarse para intuir que, como buen inglés, le gustaba el té y recortar obsesivamente los rododendros, y dudo que alguien, además de su esposa, le viera sin su cuello duro. Ernesto Guevara, por el contrario, era exuberante y carismático, abundante en arrojo físico a pesar de su asma, palabrero y seductor. Es uno de los pocos mitos incontrovertibles que nos ha legado el siglo, y su brillo no da muestras de agotarse: raro es el día en que uno no se cruza con una camiseta en la que esté reproducido su rostro, ese rostro que mira hacia el infinito y que provocó un vahído de deseo en Simone de Beauvoir cuando acudió, acompañada de su pareja Jean-Paul Sartre, a entrevistar al guerrillero más famoso de todos los tiempos.

            Pero si escarbamos un poco, descubriremos algo que une a nuestros protagonistas de hoy. Ambos poseían una conciencia social muy desarrollada, con todo lo genérico que esto suena. No será necesario explicitar cómo vehiculó el Che dicha conciencia, que le llevó a luchar en Cuba, África y Sudamérica, donde alcanzó la palma del martirio, quedando como, posiblemente, el último hombre de acción que ha conocido la humanidad. Mr. Beveridge, aclarémoslo ya, no era precisamente un aguerrido activista (hay que ser muy fantasioso para imaginarle manejando una metralleta, o lanzando un cóctel molotov), sino un burócrata concienzudo que dejó sus incipientes estudios de derecho para ponerse a trabajar en Toynbee Hall, una fundación humanitaria al este de Londres. Nada especialmente aventurero, hay que admitirlo: pero aquellos años de formación pusieron las bases de un empeño que le llevaría muchos años después, tras la derrota de las tropas nazis, a elaborar lo que se conoce como el “Informe Beveridge”, un árido documento que significó, nada más y nada menos, que el nacimiento de la seguridad social tal y como hoy la conocemos.

            En los tiempos que corren (y no creo que sea necesario detallar a qué me refiero), parece lugar común hacer gala de compromiso con los desfavorecidos, con los que sufren. Hasta en los perfiles de internet es casi una cláusula de estilo comenzarlos proclamando que se odia la injusticia y la discriminación. Y ese ha sido el punto medular que, durante el último siglo largo, ha constituido el ADN de lo que muy genéricamente podríamos llamar la izquierda. Si se me permite la hipótesis, una sociedad posee una conciencia social articulada cuando en su seno se complementan armoniosamente los Beveridge y los Guevara, los legisladores y los visionarios. Pero desde hace unos años, desde que el populismo llegó a la política mundial, nadie quiere ser Beveridge, todos pretenden constituirse en Guevaras de inflamada oratoria y formidable melena al viento. Siento ser aguafiestas: mientras que el pulcro y morigerado señor Beveridge nos legó el más formidable instrumento de nivelación social que ha conocido la raza humana, las aportaciones del señor Guevara en ese sentido han sido (¿cómo decirlo sin que se ofenda nadie?) radicalmente irrelevantes. Por lo tanto, y aquí quería yo llegar, el partido que representa a la socialdemocracia en España (y al que llevo votando desde octubre de 1982, lo cual me da cierta legitimidad para decir lo que estoy diciendo) debe dejar de creerse un émulo del Che para adoptar la ideología pragmática, tenaz y reformista que guió los pasos del señor Beveridge. En lugar de pretender gobernar a través de pancartas y tweets, ha de hacerlo como los partidos con vocación de gobierno: a través del BOE. Es verdad que no suena muy aventurero, es verdad que no suena muy excitante, es verdad que eso no va a recolectar muchos likes en su página de facebook. Es verdad (no lo vamos a negar) que lo más bonito que le van a llamar es el partido de la casta. Pero no se gobierna para ser popular, sino para cambiar la sociedad. Y no recuerdo ninguna sociedad que se haya cambiado a base de camisetas.