¡Cómo pasa el
tiempo! ¡Cuarenta años ya! El próximo veinte de noviembre se cumplirán cuatro
décadas desde que aquel señor bajito abandonó el establecimiento para no volver
jamás, por utilizar un símil muy apreciado por los camareros. No es éste el
lugar para analizar aquel régimen ominoso y estúpido, pero sí para hablar de
alguna de sus consecuencias, por muy colaterales que estas sean. Y una de las
más perniciosas es el desdén que sufren hoy en día muchas manifestaciones
artísticas y culturales que eclosionaron en aquellos años plomizos, lo que les
ha acarreado la etiqueta de ser políticamente sospechosas, cuando no
directamente cómplices.
Centrémonos
en lo que me interesa: por decirlo pronto, España nunca fue una potencia
musical de primer orden, y menos aún en las condiciones de aislamiento y
hostilidad que imponía la dictadura (impagable el locutor del No-Do que, al
comentar la visita de los Beatles a Madrid y Barcelona, se refiere a los Fab
Four como “los melenudos”). Pero en el periodo que va de 1960 a 1975, y a pesar
del casticismo reinante y la decidida incomprensión de las autoridades, en
nuestro país se crearon músicas y canciones que no convendría menospreciar al
calificarlas simplemente como “Banda sonora de Cuéntame”. No quiero ponerme
prolijo, pero es ese periodo de tiempo publicaron lo mejor de su discografía el
Dúo Dinámico (ya sé que ahora nos parecen un chiste, pero fueron los primeros
en hacer twist en España), los Brincos, los Canarios, Pau Riba (cantando en
catalán, que conste), Joan Manuel Serrat, los Pekenikes, Cecilia, los Módulos,
Nino Bravo, Sisa, Smash, Miguel Ríos y un largo etcétera. Es cierto que sus
logros no son ni remotamente comparables con lo que consiguieron algunos de sus
colegas británicos y norteamericanos, pero sería injusto despreciarlos con ese
ademán displicente que dedicamos a todo aquello que no nos parece lo
suficientemente moderno.
Mientras
esperamos que alguna compañía independiente recupere el catálogo de estos
artistas y lo reedite con rigor y dedicación (hay algunas iniciativas parciales
que permiten albergar cierta esperanza, como la recopilación “El soul es una
droga”, sobre los sonidos negroides producidos aquí en la década de los sesenta
y setenta), Televisión Española ha salido de su habitual letargo haciendo gala
de su mejor arma (su fantástico archivo), y ha emitido los nueve capítulos de
una programa de desafortunado título pero de fascinante contenido: “Música
ligerísima”, un recorrido por las músicas y los artistas de una época que va
desde l968 hasta 1978, diez años cruciales en los que pasamos del blanco y
negro al color más chirriante. Concebido con criterio, el programa pretende
homenajear al pop y al rock españoles y a todos los que lo hicieron posible,
para gozo de sus cada vez más escasos degustadores. Se pueden ver directamente en
su página web, y yo me trago todas las noches uno antes de dormir. Quizás por
eso mis sueños han adquirido últimamente la vertiginosa textura de un video
clip de Valerio Lazarov: qué flipe, colega.
Las capitales de provincia cuentan todas
con su cronista oficial, y una de las exigencias para auparlo a tal cargo es
que posea un nombre deliciosamente obsoleto: Telesforo, Aniceto, Arsenio, algo
así (sí, también vale Emeterio). También tienen su propio periódico, que indefectiblemente
acaba reutilizado para envolver los churros, aquí no se tira nada. El de Jaén
se llama Jaén hoy: no es
especialmente innovador ni en sus planteamientos ni en su diseño, reconozcámoslo,
pero absorbe la grasa estupendamente. En las capitales de provincia (y Jaén es
una de ellas, como Guadalajara o Teruel) se ven señoras estupendas que llevan a
sus hijos a las academias de inglés: los idiomas abren muchas puertas, ya se
sabe. En las capitales de provincia siempre se está casando alguien, es como si
no escarmentaran. En las capitales de provincia no tardas en encontrarte con
una delegación o subdelegación del Banco de España, un edificio feo y
antipático: para qué hacerlo atractivo, allí se
va a tratar de dinero, no a solazarse con su arquitectura. Por el contrario, y
quizás para compensar, en las capitales de provincia es fácil
encontrar uno de esos museos de segunda división a los que no van los turistas,
pero en los que puedes pasar el rato si te encuentras medio perdido un gélido
miércoles de enero. Y como ese es mi caso, pregunto por el Palacio de Villadompardo:
ahí mismo, me señala un labriego (o un campesino, no sé muy bien la
diferencia).
Se trata de un edificio renacentista
al que dotan de cierto aire levantino unas palmeras datileras a las que se
defiende contra el picudo rojo. Tras muchas vicisitudes ha acabado como centro
cultural multiusos, lo mismo vale para un roto que para un descosío. La entrada
es gratis, y lo primero que me encuentro es un patio de mucha prestancia, con sus arcos
y sus columnas. Me imagino que aquí es donde actúan todos los veranos las
compañías locales de aficionados, con sus familias rompiéndose las manos a
aplaudir. Pero hace un frío que pela, y me meto a ver lo que me han dicho que
es la joya del centro, cuya restauración les hizo merecedores de la Medalla de
Honor del Premio Europa Nostra.
Desciendo unas escaleras, saludo a un guardia
que se aburre (en las capitales de provincia siempre hay un guardia que se aburre)
y llego a los Baños Árabes, que datan del S. XI. Tienen una extensión de 450
m2, lo que los convierte en los más extensos y mejor conservados de Europa y el
Norte de África. Hay que reconocer que están impecables, qué gustazo da
comprobar que a veces nuestras autoridades dan buen uso a los fondos públicos.
Me paseo un rato entre las columnas, me siento en el aljibe, intento ponerme
andalusí pero no lo consigo, no funciona, me dejan un poco frío, todo está
demasiado bien acabado, carecen de la
lóbrega autenticidad de los de Ronda, que visité hace un par de años, qué le
vamos a hacer.
Subo de nuevo las escaleras,
consulto el folleto: resulta que la primera planta alberga el Museo
Internacional de Arte Naïf “Manuel Moral”. ¿Arte Naïf? ¿No es eso lo que hacen
los pintores de domingo, o las folklóricas cuando no están de gira? Uf, qué
pereza. Pero fuera sigue lloviznando, y de repente pienso que hay que dar una
oportunidad a la paz (yo me entiendo), adentro. La primera impresión es desarmante,
así ha de sentirse uno después de haberse bebido de golpe un cubata de Mimosín
muuuuuy cargado. Intento aparcar mis prejuicios y contemplo con esfuerzo
algunos de los cuadros: es como entrar a hurtadillas en el cuarto de aquella
tía solterona que todos tenemos, y que dedicó su vida a coleccionar cucharitas
de postre y a velar por su doncellez.
Leo que el Museo acoge más de seiscientas
obras, españolas y de países como Haití, Tibet (sic), Francia, Colombia, etc…
Al fijarme veo que la inmensa mayoría de las obras han sido donadas por sus
propios autores, y que casi todas ellas vienen firmadas por mujeres (y, no sé
por qué, me descubro pensando que es lógico: ¿son ellas naives y nosotros malîns?,
hum, arduo debate). Hay una que me hace mucha gracia, un collage de tejidos de
Marta Rodríguez Salmones, titulado “La coronación de S.M. el Rey Juan Carlos
I”, que confirma lo que yo hace tiempo sospechaba: la monarquía no es tanto una
forma de estado como un avatar de la fantasía, un recurso literario para sacar
a escena conceptos con poca salida estilística, como tronos, vasallaje o
hemofilia.
Un rey es una figura imaginaria, como un gnomo o un elfo, no tiene
nada que ver con la política, pertenece al ámbito mágico de las cosas (¿no
afirman tener sangre azul?: voilà). Uf, se me está yendo la chola: estoy
rodeado por demasiadas hadas, por demasiadas muñecas de porcelana, por
demasiados miriñaques y campanillas. Cuando empiezo a oler a lo que huelen las
nubes comprendo que tengo que salir: necesito algo más, euh, masculino. No necesito
buscar mucho: dos salas más allá se encuentra el Museo de Artes y Costumbres
Populares: es decir, cómo era el mundo antes del advenimiento de la Santa
Internet. Y (por cierto) era bastante tosco: venga carruajes, venga botijos,
venga hoces, venga guadañas… Esto es otra cosa, me tranquilizo.
A las seis y media me lo he visto
todo, y abandono el Palacio. Está anocheciendo, el frío se hace cada vez más
opresivo, me hago un selfie con el edificio de fondo, intento sonreír pero
estoy congelado, salgo con el careto que puso Scott poco antes de convertirse
en medallones de merluza en el Polo Sur.
¿Qué se me habrá perdido a mí en Jaén,
vamos a ver? No sé, quizás esté buscando alguna respuesta, a veces me pasa. ¿El
arte naïf es esa respuesta? ¿Debería ver el mundo con ese colorido, con ese
candor, con esa alegría un poco infantiloide? ¿Debería dejar el tenebrismo (por
seguir estirando la metáfora pictórica) y abrazar el universo pop? ¿Debería
olvidarme de mi atormentada personalidad tipo Montgomery Clif para adoptar el
luminoso optimismo de Doris Day? A lo lejos diviso el campanario de la
catedral, hacia él me dirijo (¿debería tirar a la basura mis discos de Leonard
Cohen, rebosantes de amargo cinismo, y sustituirlos por las mermeladas
filosóficas de los libros de autoayuda?). Las capitales de provincia son a
menudo inescrutables, hay que estar muy iniciado para entender sus mensajes,
saben ser retorcidamente sutiles. De repente levanto los ojos, ahí está.
Uf, un
poco duro, pero es así. Sí, ésa es la única certidumbre que nos queda, más
claro no se puede decir. Anulo mi propósito de visitar la catedral, total para
qué, me vuelvo al hotel a ver la tele, una película, un concurso, lo que sea:
cualquier cosa antes de enfrentarme al inapelable dictamen que descubrí en una
capital de provincia un miércoles de enero.
Mi nombre (que
procede de una planta: concretamente, la albahaca) puede que no os diga nada,
pero soy el octavo de los profetas menores. Soy consciente de que había que
seleccionar en la voluminosa Biblia para destacar a unos en detrimento de
otros. Pero que en un volumen de ¿cuántas? ¿mil quinientas, dos mil páginas? se
me dediquen un par de renglones, pues qué queréis que os diga: sabe mal. El
octavo de los profetas menores: me siento como uno de esos equipos que están
jugándose año tras año la permanencia en tercera regional. Mi libro (en el que
recojo mis profecías: está a punto de aparecer la versión de bolsillo) apenas
tiene reseñas, su exégesis aún permanece en barbecho. No es que sea el más
ameno de la historia, eso lo reconozco, pero tiene su punto. No me falta garra
narrativa cuando describo el castigo que amenaza a los saduceos por no respetar
la prohibición de mezclar berenjenas con carne de jumento en la comida de los
viernes impares de la segunda luna de julio. Y el episodio de la batalla de
Leb-Qamay fue alabado por el ceñudo crítico del Jerusalem Books Review, queafirmó
sin ambages: “Pueden sentirse los tajos de las espadas sobre los infames
cráneos de los enemigos del Señor”. Pero no, la gente prefiere a profetas más
campanudos, como el sobrevalorado Ezequiel, o Isaías, tan farragoso como
incierto. Ay, otro gallo me cantaría si hubiera hecho caso a mi mujer y me
hubiera buscado un buen agente literario.
Fragmento 29: JOB LAVA MÁS BLANCO
Disculpa
que no me levante a agasajarte, pero desde que Yavhé me bendijo con la artrosis
no estoy para muchos trotes. No es que me queje, pero si ya me envió la
halitosis, la glosopeda, la enfermedad esa que hace que confundas a los hombres
con las mujeres, la tuberculosis y no sé cuántas más, la verdad es que no sé a
qué montañas de mansedumbre he de trepar para que se dé cuenta de que acepto de
buen rollo sus designios. No, gracias, no puedo tomar agua, me produce
paludismo: otro de los regalos de mi idolatrado Yavhé. Y eso que ya he dejado
bien clara mi resignación durante estos años. Al principio, cada vez que me
mataba a un hijo me llevaba un disgusto, uno es así de sentimental. Pero nos
acostumbramos a todo, y ahora los entierro por la mañana, y por la tarde ya me
he olvidado hasta de sus nombres. Y que me haya fulminado a todos los corderos,
pues qué quieres que te diga: ya hacía tiempo que quería diversificar mis
esfuerzos empresariales, la ganadería es muy esclava. Estoy pensando en
importar alfombras de Anatolia. Siempre que a Yavhé no le parezca mal, por
supuesto: si no quiere, que me lo diga, y aquí paz y después gloria. Pero no me
lo dirá así: “Job, no importes alfombras”, qué va, Yavhé es más de comunicación
no verbal. Dejará que abra la tienda, y cuando ya me haya hecho con una cartera
de clientes me los exterminará de un plumazo, con lo que cuesta hacerte un
nicho de mercado. No sé, chico, a veces me gustaría ser menos servil y dar un
puñetazo en la mesa: es una lástima que la lepra me haya dejado sin manos, con
los muñones no es lo mismo.
Fragmento 61.b: LÁZARO Y EL OCASO
Más
pudor me da a mí, se lo juro. Póngase en mi lugar, tener que contar a todo el
mundo mi historia y que nadie te crea. En serio, no es ninguna bicoca: “¿Que tú
qué? ¿Y luego qué?”. A veces renuncio y les digo que era una broma, un chiste,
como ese de que van dos filisteos en una carreta y se encuentran a un hitita
haciendo auto-stop. Ah, que se lo sabe. Bueno, pues usted ya me entiende, que
ir contando que yo estaba muerto y que luego resucité no es plato de gusto.
Pero con usted es diferente, a usted tengo que decírselo porque nos une un
vínculo jurídico (se dice así, ¿verdad?), y, aunque no soy avaricioso, tengo
que cobrar esa cantidad que me prometió cuando firmamos la póliza: el alquiler
del nicho, aunque solo fuera por unos días, te sale por un pico. Hombre, ya sé
que el mío es un caso excepcional y que no suele recogerse en los seguros de
vida, pero qué quiere que le diga, se estipuló una cantidad de monedas de plata
a mi muerte, y yo, morir, lo que se dice morir, he muerto. Como si dijéramos,
he cumplido con mi parte del trato. No se me ponga farruco, que he leído el
pergamino de cabo a rabo y no dice nada de anulación en caso de resurrección.
La cláusula décimo tercera enumera las causas de denegación del cobro, mire,
mire, aquí está, y solo habla de suicidio y del advenimiento del Armagedón.
Nada más. Y no me amenace, que el amigo que me hizo esto puede venir y hacerle
a usted lo contrario.
Fragmento 88: FÁBULA DE LO SUMERGIBLE Y LO INSUMERGIBLE
La
magnitud, también la insensatez de la tarea abruma a Noé. Quizás os equivocáis,
Oh Todopoderoso, hay otro Noé dos pueblos más allá, puede que sea a él a quien
buscáis. La ira del Señor no deja lugar a dudas: no solo no hay equivocación
posible, sino que las nubes empiezan a enfurruñarse, hay que ir dándose
prisita. Reúne a sus tres hijos Sem, Cam y Jafet, a los que bautizó conforme a
misteriosas onomatopeyas: ¿vosotros sabéis distinguir un lagarto macho de un
lagarto hembra? No, responden recelosos los tres zangolotinos, ¿es una de esas
preguntas trampa? Pues vais a tener que ir aprendiendo, chavales. Mientras sus
retoños husmean entre las entrepiernas de los animales, Noé encarga mil codos
de la mejor madera de cedro a su vecino Adramélec. Esto te va a salir por un
pico, le espeta el astuto comerciante, ¿cuándo piensas saldar tu deuda? ¿Te
viene bien un pagaré a noventa días?, replica el no menos astuto Noé, sabedor
de que está firmando papel mojado (nunca mejor dicho). En fin, que entre unas
cosas y otras llegó el diluvio, y desde su bien calafateado barco el padre de
la humanidad (al que todas estas movidas ni le van ni le vienen) piensa que a
él lo que de verdad le hubiera gustado ser es músico, anda que no disfruta
tañendo la deleitosa lira o entonando cánticos que bordean lo licencioso. Pero
qué le vamos a hacer, suspira asomado por la borda, indeciso sobre qué animal
cocinarán por la noche, una especie más o menos no va a ninguna parte.
Fragmento 123: LONG LIVE MATUSALÉN
No
soy teólogo, que conste, pero no me resulta difícil imaginar el infierno como
una continua fiesta de cumpleaños. Sé lo que me digo, me encuentro a punto de
celebrar mi noveno centenario: estoy hasta el gorro de frascos de colonia y de
corbatas. Por razones que no me explico, Yavhé quiso premiar mi anodina vida
prolongándola casi hasta el infinito. Porque os voy a ser sincero: ni he sido
un profeta de esos de relumbrón, ni he guiado a mi pueblo a pagos en los que
mana la leche y la miel. Nada de eso. Me he limitado a ir al taller, descansar
el Sabbath, lapidar adúlteros de vez en cuando… Como cualquier hijo de vecino,
vaya. Y sin venir mucho a cuento, Yavhé ha pensado: pues a este tío le voy a
hacer casi inmortal. Se nota que no ha venido por mi pueblo, el sitio más
aburrido del mundo. Desde hace quinientos trece años, por poneros un ejemplo,
no tenemos una buena guerra que anime esto. Y la última plaga que tiñó todo el
valle de sangre se remonta a los tiempos de mis abuelos. Un rollazo, ya os lo
digo. Y eso por no hablar de las dificultades para tener relaciones sexuales: a
partir de los trescientos años es un milagro echar un macabeo en condiciones. Y
el caso es que habrá más de uno que piense: vaya suerte, vivir tantísimo
tiempo. Pues no. Si va contra natura que un padre entierre a sus hijos, qué
decir de un padre que entierre a sus nietos, a sus bisnietos, a sus
tataranietos, a los hijos de sus tataranietos, a los nietos de los
tataranietos, a los bisnietos de los tataranietos… (no es necesario que siga,
¿verdad?: ya se entiende lo que quiero decir).
Tras cinco o seis timbrazos se abre la puerta, y una monjita
diminuta asoma la cabeza con recelo.
- ¿Qué
quiere? ¿Quién le envía?
- Vengo a
visitar el monasterio – le informo.
La
monjita me mira de abajo a arriba, no debe de medir más de un metro cincuenta
de altura. A pesar de la barba de apóstol que gasto últimamente no termina de
fiarse de mí. Sus ropajes solo dejan al descubierto el rostro, de las cejas a
la barbilla. Entrecierra una vez más los ojos.
-
¿Pero quién le envía?
Estoy
a punto de desconcertarme. Según el folleto que me han proporcionado en la
oficina de turismo, el Monasterio de la Encarnación es la sede del Museo de
Arte Sacro: a eso vengo. Llame usted al timbre, y una hermana le guiará, me
habían dicho, sin avisarme de que había un password para entrar. Decido
improvisar.
-
¿El Espíritu Santo?
La
monjita sigue sin reaccionar, escrutándome de hito en hito, y casi me alegro de
que no haya hecho caso de mi tontería. Por fin se encoge de hombros, hace un
gesto y me conmina a entrar. Compro la entrada, sonrío.
-
¿De dónde es?
-
De Alcalá de Henares. Allí también hay muchas monjas.
Asiente
con la cabeza. Quizás debería preguntarle de dónde es ella, tiene evidente
acento sudamericano, probablemente colombiano o caribeño, a pesar de lo cual
sus carrillos son rubicundos, como de sólida doncella prusiana. No se lo
pregunto y me dejo guiar. Antes de que me dé tiempo a decir nada me avisa que
nada de fotos.
-
No soy muy de hacer fotos – miento.
Atravesamos
una iglesia de una sola nave, sin nada especialmente remarcable: la habitual
sobreabundancia decorativa del barroco andaluz, ese estilo para el que nunca es
bastante. El altar, los retablos, las estatuas, los cuadros, las alfombras:
todo está perfectamente restaurado, impecable.
-
Aquí es donde rezamos. Ahora pasemos al Museo.
Bien
visto, toda España es un elefantiásico museo de arte sacro, una incansable
repetición de un escaso número de temas y motivos. En éste se han especializado
en estatuillas del Niño Jesús. Las tienen en todas sus infinitas variedades: es
decir, sentados y de pie.
-
Niño Jesús del siglo XVII. Niño Jesús napolitano del siglo XVIII. Niño Jesús
del siglo XVI. Niño Jesús de marfil del siglo XVIII.
Es
curioso el lenguaje: en castellano hay dos palabras que parecen exigir el
diminutivo. La una es monjita, es
como si para serlo se exigiera una cierta concentración, un acabado de
miniatura, las jugadoras de baloncesto no profesarán jamás. La otra es braguitas: en este caso las razones se
me antojan más procaces, y quizás éste no sea el sitio para desarrollarlas, ya
habrá tiempo cuando salga. Un carraspeo me saca de mis ensoñaciones
filológicas, se me invita a entrar por una puerta: voy A continuación salimos a
un pequeño patio. La monjita me señala el zócalo, formado por azulejos, un
friso con imágenes de las estaciones del año, de la actividad de la
congregación y de otras muchas cosas más: una estética ingenua, como de portada
de Vainica Doble. Subimos al segundo piso, y nos paramos ante un cuadro en el
que se representan, de abajo a arriba, los infiernos, la vida en la tierra y
ese cielo de nubes algodonosas que espera a los buenos cristianos.
-
Ahí es donde todos queremos ir ¿verdad?
Ups,
con eso no contaba, no sé si está poniendo a prueba mis conocimientos
teológicos. Decido no mojarme.
-
Supongo que sí.
No
parece satisfecha con la vaguedad de mi respuesta, y vuelve a mirarme de
soslayo, como diciendo: no deberíamos dejar entrar a los librepensadores.
Cuando estoy a punto de soltar alguna estupidez (tipo: “bueno, depende de lo
que entendamos por cielo, esa misma palabra no significa lo mismo para un cura
que para una azafata, y no digamos para un meteorólogo”) aparece otra monja.
Igual de pequeñita, pero mucho más sonriente.
-
Buenos días, espero que esté disfrutando de nuestro museo.
También
es sudamericana, y decide unirse a nosotros. Me cuenta que es una suerte poder
visitar el monasterio a solas, que así se puede disfrutar mejor de los tesoros
que en él se guardan.
-
Y más en un día tan maravilloso como éste. Qué sol, ¿verdad?
Sí,
el día es maravilloso, miramos sincronizadamente los tres al formidable azul y
por un momento nos quedamos callados. El silencio de un monasterio no es un silencio
normal, no es la mera desaparición de ruidos, es como un silencio dentro de un
silencio, es el silencio que emiten las flores o los acantilados. No, admito
que yo no podría vivir en estas condiciones, es más, me parece contra natura,
pero empiezo a intuir alguna de las ventajas del régimen de clausura, ese
remecerse en el propio bordoneo interior. Se ve que ellas están más
acostumbradas, a mí me cuesta seguir así, y por eso decido romper el hechizo y
preguntar algo, lo que sea, hay silencios que pesan como grilletes.
-
¿Cuántas monjas viven en el Monasterio?
-
Somos diecisiete.
¿Cuántas
redes de silencio pueden tejerse entre diecisiete personas que tienen vedado
hablar entre sí, o apenas sienten la necesidad de hacerlo? Volvemos a caminar,
me rodean de nuevo docenas y docenas de Niños Jesuses que me son minuciosamente
descritos, las dos monjitas y yo atravesamos estancias hasta regresar al zaguán
de entrada. Estoy por despedirme cuando la primera de las monjitas, haciendo
gala de una zalamería hasta entonces inédita, me dice que ellas mismas hacen
dulces, que si quiero comprar alguno, que están muy ricos.
-
Tenemos rosquillas de anís, de vino, de almendras.
Miro
las cajas, de un diseño rudo, sin abalorios, nada que ver con el mundo-floritura
en el que vivimos. Claro que compro una caja, no tengo temple para negarle nada
a una monjita, son solo cinco euros. Me despido de ellas con cierta admiración,
qué envidia mantener ese candor en los siglos que corren.
-
Adiós.
Cruzo
el portón del monasterio, el sol de invierno es blando, ya se aproxima la hora
de comer algo. Pasa un coche tamborileando sobre el empedrado y casi agradezco
el ruido: qué densos pueden llegar a ser algunos silencios, qué reveladores.
Je suis
Charlie: también en España hemos podido ver la
pancarta que simbolizaba nuestra solidaridad con las víctimas de la matanza
parisina. Pero… ¿de verdad somos Charlie? ¿Existen en nuestro país humoristas o
escritores que puedan competir en ferocidad y mala leche con Wolinski, Cabu y
demás? Hum, permitidme que lo dude: desde que murió Quevedo (léanse sus
poesías: es difícil encontrar algo que las supere en salvajismo), durante siglos
nos hemos abonado a la guasa y a la gracieta, a los chistes chuscos y a la mofa
de las minorías, nada que inquietara en demasía al poder. La Transición no hizo
más que visibilizar el humor de trinchera al que somos tan aficionados, y que
consiste en burlarse despiadadamente de los adversarios, sin osar nunca
cuestionar nuestros propios defectos. A día de hoy (y reconociendo que apenas
he leído “Mongolia”, de la que no puedo opinar), solo veo dos propuestas
humorísticas que se atrevan a saltarse las concertinas impuestas por la
dictadura de lo políticamente correcto: la viñeta que cada día nos regala El
Roto en “El País”, y la trayectoria de “Els Joglars”, la compañía teatral
creada por Albert Boadella hace más de cincuenta años, y que desde 2012 dirige
su discípulo, el superdotado histrión Ramon Fontseré.
Vaya por delante que soy fan
absoluto de Boadella: qué queréis que os diga, me encantan los tocapelotas. Sin
disculpar sus volteretas político-taurinas, reconozco que viendo “El increíble
caso del doctor Floïd y Mister Pla” (creo que fue en 1997, en el ahora
desoladoramente vacío teatro Albéniz) lloré de risa como no he vuelto a hacerlo
en una platea: qué mala baba tiene este cabrón, recuerdo haber musitado
mientras me secaba las lágrimas. Además, la lectura de su autobiografía
“Memorias de un bufón” es un saludable recordatorio de cómo era la rauxa catalana antes de que se
convirtiera en un arma de secesión masiva. Años después vería “El retablo de
las maravillas” (muy divertida también, pero con menos chispa), y en 2011
“Omena-G”, en la que el azufre tradicional de la compañía aparecía bastante
diluido, era como si sus provocaciones estuviesen pasadas de fecha.
Acudí anoche al malagueño Teatro
Cervantes con cierta inquietud: temía que la bajada de tensión que advertí en
“Omena-G” se hubiese convertido en una franca decadencia. Una hora y media
después comprobé que, sin llegar a las excelencias de sus grandes obras,
Joglars (ahora se han quitado el artículo) tienen cuerda para rato. En
“V.I.P.”, los irreductibles catalanes dirigen sus dardos contra una plaga de
nuestro tiempo: la sobreprotección con la que asfixiamos a nuestros hijos, y
que les convierte en unos pequeños tiranos. Una escenografía sobria y la
contrastada eficacia actoral de la compañía convierten la obra en una carga de
profundidad contra una sociedad que, ya desde la misma cuna, imbuye en los
críos la conciencia de que poseen todos los derechos, sin tener que hacer
frente a ninguna responsabilidad. Las risas nerviosas y los carraspeos culposos
que coreaban las andanzas de Lucas, el niño protagonista (interpretado por
Fontserè) confirmaban que muchos de los espectadores se sentían identificados
con esos padres que, en uno de los momentos más decapantes de la obra, amenazan
al profesor de su hijo simplemente porque ha intentado meterle ligeramente en
vereda: “La disciplina es de fachas”, le espeta su padre, y en la butaca de al
lado un hombre en su cuarentena ríe para, a continuación, alzar las cejas como
pillado en falta, quizás sea una de sus frases de cabecera. Cuando baja el telón
todos aplaudimos agradecidos: nos han hecho reír y pensar, qué más se puede
pedir.
Salgo del teatro dándole vueltas al
mensaje de la obra: ¿de verdad estamos tan esclavizados por los más pequeños? ¿Hasta qué punto nuestros complejos de culpa respecto de ellos nos
impide tratarles no ya con rigor, sino siquiera con justicia? ¿Llegará un día
en que nuestra mala conciencia nos lleve a bajar la edad para poder votar a los
catorce, a los diez, a los cuatro años? Dejo atrás la plaza de la Victoria, la
agradable temperatura del enero malagueño (trece grados a las diez y media de
la noche) me permite pasear sumido en mis pensamientos. De repente, frente al
teatro romano, descubro el cartel que acompaña a estas líneas: sí, algo estamos
haciendo mal cuando tenemos que proclamar que somos amigos de la
infancia. Para poder decir algo sin caer en la mera retórica también ha de ser
pensable poder decir lo contrario: ¿habría alguna posibilidad de que una ciudad
se proclamara “enemiga de la infancia”? Maldito Disney, qué daño nos has hecho
a todos, mascullo mientras vuelvo a casa.
Al entrar en
la calle Nosquera compruebo con satisfacción que no estoy solo. Mucha gente, no
sabría decir cuánta, han decidido como yo emplear esta magnífica mañana de
sábado en manifestarse contra el cierre gubernativo de “La Casa Invisible”, un
centro cultural al que acudo de vez en cuando para tomarme una Victoria en su
evocador patio, mientras fantaseo con cosas que luego no suceden. Al parecer
(le escucho a una chica que, a mi lado, informa a alguien que tiene toda la pinta
de ser su padre), el Centro lleva abierto desde marzo de 2007, fecha en la que
se ocupó (perdón: se okupó) una casa deshabitada de tres alturas y en la que,
desde entonces, se llevan a cabo infinidad de actos de todo tipo. Hum, musita
el padre. Y hace unos días, el Ayuntamiento, pretextando no sé qué pendejada
burocrática, ha decidido clausurar las instalaciones, fíjate qué injusticia.
Hum, repite el padre: un hombre de pocas palabras. En todo caso, y aquí ya
retomo yo la narración, “La Casa Invisible” es una de esas iniciativas (como la
Tabacalera en Madrid, como tantas otras por toda España) destinadas a cubrir
ese hueco que han ido dejando las instituciones al retirar los fondos con los
que, quizás irreflexivamente, regaron la alta y baja cultura antes del
advenimiento de la Sacrosanta Crisis. Y para impedir ese cierre, una multitud
bullanguera y reivindicativa se ha concentrado frente al edificio, con la
(quizás vana) esperanza de que nuestros munícipes reconsideren su decisión.
Para mi (relativa) sorpresa, los asistentes somos de lo más variopinto, no hay
franja de edad o tribu urbana que sobresalga: Hoodies (capuchitas) liándose unos porros, carrozas de larga y
nívea cabellera, jóvenes sandungueros, algunas camisetas de Podemos, hasta hay
uno con una pegatina de Je suis Charlie. Para
tratarse de un Centro que se define por una larga ristra de adjetivos hirsutos
(alternativo, contracultural, antisistema), las actividades que en él se
desarrollan podrían perfectamente figurar en el plan de estudios de las
Ursulinas: yoga para embarazadas, cocinar sin gluten, cerámica para la tercera
edad. Ay qué tiempos, suspiro sin nostalgia, en los que en centros como éste se
impartían cursos de guerrilla urbana, o talleres de agricultura psicotrópica. Cuando
he venido a disfrutar de su patio he coincidido con algún que otro grupo de
rastafaris de intimidantes pintas, pero que pasaban el rato enviándose
mensajitos con sus móviles de ultimísima generación: nada que haga temer un
estallido revolucionario inminente, vaya. No, por mucho que se intente es
difícil visualizar este lugar como un peligroso nido de radicales, y quizás por
eso el Ayuntamiento ha recurrido a la jerigonza técnica para cerrar sus puertas:
si no puedes con la Ley, utiliza el Reglamento.
Respetando
escrupulosamente el horario marcado, en el balcón aparece un hombre en su
cincuentena, que ejerce como primer orador. Es argentino, y haciendo bueno el
tópico su oratoria es fluida y bien estructurada, quizás le han escogido por
eso. Narra las circunstancias del cierre y critica el modelo cultural imperante,
más proclive al turismo de crucero que al desarrollo de la cultura de base. El
discurso es razonado, irreprochable, cabal, nada panfletario, las alusiones al
alcalde carecen de belicosidad. Versallescos aplausos le despiden. Superando unos
repentinos estertores del micro toma la palabra el segundo orador (¡también
argentino!), que, en un fantástico bucle espacio-temporal, nos hace regresar a
todos a la Transición y se marca una canción de cantautor con poncho peruano,
algo así como lo de Abre la Muralla, pero más vacilona, con unos ripios que él
mismo ha compuesto para la ocasión. A mi lado, unos chavales muy jóvenes,
vestidos de raperos, observan con cierta sorna a Atahualpa, es como si aquello
se les antojase demasiado lírico, demasiado camp
(ellos no saben lo que es camp:
yo sí). Aplausos correctos otra vez.
Se
ve que los organizadores han programado el acto in crescendo, porque ahora
salen al balcón cuatro malagueños (no hace falta que lo juren), dos hombres y
dos mujeres, que deciden abandonar la retórica sudamericana para adoptar el
desparpajo andaluz, dirigidos por los quejíos flamencos del más veterano. Para
regocijo de los que estamos abajo se arrancan con una chirigota divertidísima,
en la que no faltan (signo de los tiempos) las alusiones a la Casta. Las dos
mujeres van disfrazadas con chupa de cuero negra, peineta a lo Martirio y gafas
de sol, y es entonces cuando compruebo que hay muchas así en la calle, se ve
que lo han adoptado como uniforme reivindicativo. Sí: las chicas están por
todos lados, están más presentes, asumen más protagonismo, parecen disfrutar
más de todo lo que está sucediendo; por el contrario, los varones no acaban de
dejarse llevar, es como si no quisieran comprometer su pinta de malotes, intuyo
que a sus ojos el bullicio y la alegría no son cualidades revolucionarias.
Un
aplauso atronador me saca de mis cavilaciones: el cuarteto chirigotero se
retira del balcón, y sale otra mujer, con una especie de mapa en la mano, que nos
explica por dónde va a discurrir la manifestación. Muy nerviosa (atacada,
reconoce ella), la mujer se confunde varias veces, rectifica, se contradice,
primero dice una calle y luego otra, la gente jalea su batiburrillo mental: me
parece el primer momento verdaderamente anarquista de la mañana, que quizás soy
el único en apreciar. Por fin se tranquiliza, saca otro papel para leernos el
orden con el que vamos a desfilar, y que hay que respetar: primero los músicos,
luego los teatreros, tras ellos el grupo Brócoli (sic), los yayoflautas, los
guiris, el Chiquigrupo, los afectados por desahucios… Al mencionar al grupo Feminista, la calle estalla en un clamor: sí, definitivamente ellas han tomado
el mando, y es una gozosa noticia. Poco a poco, con orden y determinación, la
marcha da comienzo, se van colocando en su sitio todos los presentes.
Bueno,
todos no. Yo no tengo grupo al que adscribirme. Ninguno de los enunciados se me
acomoda ni siquiera remotamente, vaya un bicho raro que soy. Y de repente noto
que el empático regocijo a mi alrededor se va transformando en silencio, la
animosa sensación de fraternidad se disuelve, me voy quedando solo en la
desierta calle Nosquera. Algo en mí se desgarra, con ese crujido característico
que atribuimos a los glaciales que se quiebran. Sin pretenderlo, la taxativa
enumeración de la mujer me ha puesto de frente a una de mis características
vitales más indigestas: mi incapacidad para abrazar incondicionalmente una
identidad, una ideología, una bandera. No me cuesta participar (incluso
entusiasmarme) del ambiente festivo y bullicioso de esta manifestación, incluso
comparto muchas de sus propuestas y actitudes, pero no estoy dispuesto a
dejarme disolver en la comodidad de las respuestas monolíticas, en la pereza
intelectual de los automatismos programáticos, en la trampa maniquea que divide
al mundo en buenos y malos (y que, oh casualidad, hace que los malos siempre
sean los otros). No, yo nunca tendré la inquebrantable fe dogmática de la que
hacen gala Esperanza Aguirre o Willy Toledo, nunca llevaré esas gafas
amaestradas que permiten ver la vida siempre desde la perspectiva que nos
conviene. Y esa objeción (sigo analizándome mientras busco una terraza donde
sentarme) no es un mero inconveniente a la hora de adoptar un punto de vista
tajante sobre las cosas, también me impide (y esto duele más) entregarme por
completo en el terreno de las relaciones personales, un terreno en el que no
caben los votos particulares ni los matices, un mundo en el que se juega al
todo o nada. Ah, acelero el paso, necesito sentarme, empiezo a sentirme como un
cirujano que se está operando a sí mismo. Encuentro una terraza junto al Museo
de las Tradiciones Populares, me dejo caer en la silla, pido una cerveza,
retomo mis pensamientos: ¿qué es lo que se interpone entre mi yo más profundo y
el abandono total que exige el amor? ¿Qué circunstancia personal me ha
convertido en indócil y correoso a la hora de entregarme, cuando soy
acomodaticio y hasta conformista para otras muchas cosas? ¿Por qué soy tan
celoso de mi libertad, o de lo que yo entiendo por mi libertad?
Miro
a mi alrededor: no, evidentemente la docena larga de personas que están
disfrutando de la soleada mañana no comparten mi angustia, al contrario,
parecen en paz con el mundo, encantados incluso. Su forma de hablar, su
indumentaria, las muchas bolsas de tiendas franquiciadas que descansan a sus
pies me demuestran que estoy en las antípodas sociales de mis ya lejanos
camaradas de la Casa Invisible. Y si con los manifestantes me fue imposible
integrarme, con estos tampoco lo lograría, por mucho que lo intentara, me
incomoda extraordinariamente esta identidad barnizada y autosuficiente que
exhiben. Tres mujeres, rigurosamente alicatadas de ropa de temporada, cotorrean
sin parar sobre un asunto que (y mira que escucho con atención) no acabo de
entender, no sé si se quejan de una compañera de trabajo o especulan sobre sus
futuras vacaciones, tan disperso es el target de su conversación. Una pareja de
pijos malagueños (apostaría que el único centro cultural que frecuentan es el
Círculo Mercantil) juguetean en silencio con sus respectivos móviles (¿no
hacían lo mismo los rastafaris de la Casa Invisible?: a ver si va a resultar
verdad eso de que los extremos se tocan). Un padre evidentemente divorciado se
toma un vermut con su hijo adolescente, no sabe muy bien de qué hablarle, ya le
ha preguntado dos veces si quiere otra Coca-Cola, el chaval niega con hosquedad,
quizás no le gusta (la bebida, o el padre, o ambos). La longitud de onda es
distinta, de acuerdo, pero todos emanan esa misma certidumbre de pertenencia
que detecté hace apenas una hora en los manifestantes, ese orgullo de rebaño:
todo el mundo parece saber cuál es su lugar en el mundo, menos yo.
Pago la
cerveza, me levanto. Pongo rumbo a la playa, intuyo que allí mis dudas existenciales
se retirarán, es difícil ponerse intenso junto al mar, el olor a salitre lo
disuelve todo. Acabo en un chiringuito en la Malagueta (“Caleta Playa”), me
pido un espeto y una Alhambra, en la bahía se refleja todo el sol del universo.
¡Hazte de Podemos, me grita de repente mi Pepito Grillo particular, o facha, o
feminista, pero hazte de algo, joder, deja de creerte especial, deja de
cuestionar todo a tu alrededor o te quedarás solo para los restos, recibe las
tablas de la ley como hizo Moisés, entrégate!: la madre que lo parió, qué
tocapelotas es. Pero tiene algo de razón, necesito alguna respuesta, acumulo
demasiadas preguntas, y el signo de interrogación es demasiado sinuoso, no se
puede construir nada sobre él, se te derrumba todo a las primeras de cambio.
Por el contrario, ¡qué sólidos son los signos de admiración, la manifestación
más visible de la rotundidad! ¡Son como los pilares sobre los que se edifican
las certezas! Veo que lo vas comprendiendo, ataca de nuevo el jodido Pepito:
¡hazte runner, o conviértete en homosexual, o en separatista, o en yihadista, lo
que quieras, pero hazte ya con una identidad, con uno de esos códigos
autorreferenciales que te proporcionan respuestas a todas las preguntas! Hum,
no sé, cómo voy a hacerlo si en el colegio me cascaban por rojo y cuando llegué
al Instituto me despreciaban por facha, me empiezo a agobiar de nuevo (sí,
incluso en una playa cuajada de palmeras se puede poner uno denso,
centroeuropeo). Necesito una respuesta, normalmente la música ambiental me
ayuda, me da pistas, pero en esta ocasión no sé interpretarla (los éxitos de
los Bee Gees anteriores a “Fiebre del sábado noche”: no lo pillo). Deja de
vivir en tus fantasías, afíliate a la realidad, paga sus cuotas mensualmente,
benefíciate de su ventajoso plan de jubilación. Estoy a punto de claudicar para
que se calle el puto Pepito, bueno, a ver dónde tengo de firmar, qué sensación
de desasosiego. Ya estoy preparando la pluma cuando levanto los ojos hacia el
mar y, sobre el lomo del horizonte, diviso la silueta de un buque de carga. No,
eso sí que no, se alborota Pepito, ¡deja de fantasear!, ¡nunca darás la vuelta al
mundo, tienes cincuenta tacos, eres un carroza!, ¡nunca publicarán tus novelas!, ¡deshazte
de esa maldita autoindulgencia que tanto daño te ha hecho y firma de una vez! Se pone furioso, sabe que me ha tenido contra las cuerdas pero ha perdido su oportunidad: no me doblegaré.
El buque es una respuesta, es una promesa de que el mundo está ahí, esperándome,
es difícil de explicar, pero yo me entiendo. Le doy un pescozón a Pepito, buen
intento, pero no, me acabo la Alhambra, sonrío, pago la comida, vuelvo a casa
caminando por el paseo marítimo, por el rabillo del ojo no dejo de observar
agradecido al buque.
Ya llevaba
esperándole casi media hora en la terminal cuando le vi aparecer. Por entre la
multitud reconocí su horrible gorra de los Pacers, y al acercarse descubrí (oh,
qué sorpresa) que bebía nerviosamente de algo que ocultaba en una bolsa de
papel de estraza. Al divisarme hizo un patoso gesto de saludo, y se acercó
bamboleándose. Cuando éramos pequeños, Michael y yo le llamábamos el oso Yogui, y desde entonces no había
cambiado, seguía siendo una especie de gran saco de melaza con patas. En otras
cosas puede que sí, pero en eso seguía siendo inconfundible. El olor a whisky
de malta le precedía un buen par de yardas.
- Hey, tipo duro
¿Es que no le vas a dar un abrazo a tu papaíto?
Llevaba uno de
esos chalecos de caza que apestan a sangre reseca y a cigarrillos de verdad,
nada de esas mariconadas light que ahora se fuman en la ciudad. Tuve que dejar
que me palmeara la espalda durante unos segundos interminables, mientras sentía
su barba mal afeitada desollándome las mejillas. Es tu padre, me repetía una
especie de Pepito Grillo interior, respétale, qué te cuesta. Cuando nos
separamos me miró fijamente: le brillaban los ojos, y una lágrima se dejó caer
por entre el laberinto de sus arrugas. Oh, no, me angustié, otra vez no.
- ¿Te ha dejado
Jenny?
Jenny, en
realidad, no se llamaba Jenny, sino un extravagante nombre latino que sonaba a
virgen mexicana: María de los Guacamoles, o Lupita Flagelación, algo así. La última
vez que había venido a verle me la había presentado como su verdadero amor,
como la mujer de su vida, y, aunque el día de mi partida no pararon de gritarse
no hacían mala pareja. El gigante de ojos claros y Miss Espalda Mojada '85.
Como no pareció oír mi pregunta, se la repetí.
- ¿Ya no estás
con Jenny?
Su cara se
contrajo como si quisiera besarse la punta de la nariz. Cuando pretendía
hacernos reír a Michael y a mí ponía ese mismo gesto, y nosotros le decíamos
que se parecía a un chino. Se arreó otro lingotazo de la bolsa: todo lo
solucionaba así. Decidí dejarlo correr, con él era lo mejor.
- Michael está
bien y te manda saludos.
Yo hacía más de
un año que no veía a Michael; concretamente, desde que tuve que ir a pagarle la
fianza por la historia esa del Triumph. Supuse que le gustaría oír algo de su
otro hijo, aunque no dio muestras de haberme escuchado.
- La muy zorra se
ha llevado mi Montana. No sé cómo coño se las va a apañar para conducir una
ranchera. Por eso ahora tengo que conducir este coche de sarasas.
Iba a decirle que
no importaba, que en la ciudad mucha gente tenía coches japoneses, incluso más
pequeños que el suyo. También iba a decirle que no se preocupara, que después
de Jenny probablemente habría muchas otras, la vida es así. Podría habérselo dicho,
soy muy bueno con las mentiras, todo el mundo me cree: quizás se deba a los
muchos años que llevo vendiendo coches de segunda mano, es alucinante lo fácil
que es engañar a la peña. No le dije nada de eso, no había necesidad. Se
restregó los ojos con el dorso de la mano, y me sonrió. Era una sonrisa de
borracho, la misma sonrisa con la que, antes de largarse con aquella camarera
(¿Judy? ¿Melissa?), acogía mis poesías para el día de Acción de Gracias, o mis
regalos de cumpleaños. Pero intuí que en algún lugar recóndito de esa sonrisa
latía una brizna de complicidad. Joder, es mi padre: un poco sí que le conozco.
- Bueno, pues
aquí estoy, deseando ver esa sorpresa de la que me hablaste…
Arrancamos, y en
mi mente se acumularon los malos presagios: un año y pico antes (el fin de
semana en que me presentó a Jenny) me había jurado que se estaba muriendo: cogí
el primer avión, con el corazón brincando en mi pecho, para luego acabar en un
espectáculo de mujeres luchadoras en barro, donde se atrevió a confesarme que
sí, que le habían detectado una cosilla en los pulmones, pero que nadie iba a
acabar con el viejo Bud. Y cuando vine para lo del tío Jack no esperamos
siquiera a que lo metieron en el hoyo y me arrastró a un bar: nos pasamos los
dos días siguientes bebiendo cerveza caliente y disparando con su escopeta de
caza contra los mapaches que rondaban por la parte de atrás de la roulotte. Me
era difícil imaginar qué me reservaba esta vez. Y me era más difícil aún
intentar averiguar por qué había accedido a su chantaje emocional, con la de
cosas que tenía que hacer en Chicago. Remordimientos, quizás. Muchos de los
clientes que me compraban coches a sus parientas lo hacían por eso: se la
pegaban con otra, y para compensarlas les regalaban un coche. Pequeño, eso sí,
tampoco había que pasarse. El ser humano: valiente disparate. Llevábamos una decena
de millas recorridas cuando su voz interrumpió mis pensamientos.
- Había planeado
llevarte mañana, pero no puedo esperar más.
Me volví para
mirarle. Seguía sonriendo, y me pareció que un rastro de su antigua dignidad se
enseñoreaba de su cara, supliendo el pelo perdido y ocultando las arrugas. Por
unos instantes volvía a ser mi padre, aquél con el que me iba a pescar o el que
se las apañó para buscarme una camiseta firmada por James Worthy. Luego me
enteré de que la firma no era original, que la había falsificado él mismo, pero
ya para entonces no me gustaba el baloncesto. En fin, que de eso ya ha pasado
mucho tiempo. Joder, ya lo creo que ha pasado mucho tiempo: Carter estaba aún
en la Casa Blanca, y hoy en día es casi imposible encontrar a alguien que se
acuerde de aquel mamonazo.
- Me gustaría,
hijo, que te sintieras orgulloso de tu padre.
Comenzó a
sollozar, y pisó aún más el acelerador. Qué coño hago aquí, me pregunté para
mis adentros, qué coño hago escuchando esta retahíla de estupideces. No, mejor
dicho: la pregunta es por qué aguanté tanto tiempo antes de escaparme de aquí,
por qué fui tan cobarde de esperar hasta los treinta y pico años, debía de
haber huido cuando me lo propuso Bill, o cuando la vacante aquella en
Providence. En fin, ya nada de aquello tenía remedio, y preferí mirar por la
ventanilla. Supuse que estábamos más allá de Great Oak, cerca de Taunton: desde
que me largué todos aquellos paisajes me parecían iguales en su fealdad,
alternando maizales y fábricas abandonadas. No le des más vueltas, intenté
convencerme, ya queda menos para largarte, piensa que es tu buena acción del
año. Quizás fuésemos a pescar como en los viejos tiempos, y las cañas y todo lo
demás estuviese en el maletero. Era una chifladura, eso estaba claro, pero
cualquiera le decía que no cuando se empeñaba en algo. Ya no recordaba si
estábamos en temporada o no, aunque eso a mi padre le daba absolutamente igual,
para él la ley era una cosa que incumbía a los demás. De repente dejamos la
autopista, y nos metimos en una carretera secundaria, levantando oleadas de
polvo. Sus ojos estaban secos de nuevo, y su mirada chispeaba.
- Lo descubrí por
casualidad hace dos semanas, y en el primero en el que pensé fue en ti, hijo.
Así aprenderás que también aquí tenemos cosas interesantes.
Enigma resuelto:
otra de sus majaderías, como cuando me hizo venir para enseñarme su caravana
recién comprada, un trasto lleno de óxido que ya debía ser antiguo en la época
de los hippies. Pero se ve que, en esta ocasión, se trataba de algo especial: desde
que nos habíamos metido en el coche, la botella de whisky yacía abandonada en
el asiento de atrás, e incluso conducía dando los intermitentes y respetando
las señales. Fuere lo que fuese, aquello le
importaba. En fin, no perdía nada por llevarle la corriente, con los viejos
nunca se sabe cuándo es la última vez en que vas a tener la oportunidad de
verles: lo saben, y se aprovechan de eso. No quise estropearle la sorpresa, y
me limité a preguntar si quedaba mucho. Soltó una carcajada antes de ponerse repentinamente
serio.
- Hijo, sé que
muchas veces te he decepcionado, pero…
No supo cómo seguir, parecía de nuevo a punto de
llorar. Redujo lentamente la velocidad. Joder, qué numerito.
- Ya hemos llegado.
La carretera se
remansaba, y frente a nosotros apareció una gasolinera, con un pequeño
restaurante adosado, de esos con techo de madera. Una de esas antiguallas
rurales que salen en las películas de los cincuenta, antes de que este país se
volviese definitivamente loco. Cuando nos dirigíamos hacia ella, mi padre frenó
de golpe, y nos pegamos al arcén, a unas doscientas cincuenta yardas. Se
acurrucó en su asiento, carraspeó, y de la guantera sacó sus prismáticos de
caza. Dios, pensé, ¿por qué no tengo un padre normal, uno de esos que se dejan
extinguir tranquilamente en una residencia? No, el mío tenía que estar dando
por culo hasta el último minuto. Estuvo mirando la gasolinera un buen rato, con
una enorme sonrisa de satisfacción. Al final volvió a guardar los prismáticos
en la guantera,
- Quiero que te
fijes bien en el tipo que nos va a servir la gasolina. Fíjate bien.
No me dio tiempo
siquiera a poner cara de bobo, porque arrancamos, y en un instante estuvimos
parados frente a uno de los surtidores. Mi padre me guiñó un ojo antes de tocar
el claxon dos veces.
- ¿Es que nadie
sirve aquí?
A la sombra,
sentado en una mecedora había un anciano gordo y calvo, con gafas de sol de
esas que te tapan media cara. Se levantó perezosamente de su asiento, musitó
algo que no entendí, y se acercó a nosotros, limpiándose las manos con un trapo
que se guardó en el bolsillo de su peto vaquero. Por más que lo intenté, no
descubrí nada anormal en él: uno más de esos paletos sureños que nacen, viven y
mueren sin dejar huella. Como mi padre. Como yo en el caso de no haber huido.
- Veinte pavos,
por favor.
Cuando el tipo se
dirigió a coger la manguera sentí un pellizco en el muslo. Levanté atónito los
ojos, y pude ver cómo mi padre me guiñaba un ojo. El cabrón estaba sonriendo
con todos los dientes que le quedaban, parecía un niño arrugado y astroso.
Antes de que pudiera siquiera extrañarme por su comportamiento empezó a cantar.
- I feel my temperature rising, higher higher,
it's burning through to my soul…
Sí, ya no cabía duda: el alzheimer, o el
parkinson, algo de eso. O el dolor por verse una vez más abandonado por el supuesto
amor de su vida. O la inminencia de la muerte, o el repentino descubrimiento de
que su vida había sido una mierda, cualquiera de esas razones me valían, por
eso me había llamado. Sentí un repunte de ternura: joder, era mi padre, gracias
a él estaba en este mundo. Abrí la ventanilla, me estaba ahogando.
- Your kisses lift me higher, like the sweet song of a choir…
Pagó
canturreando y arrancó. Vi que el anciano regresaba a su mecedora y se dejaba
caer en ella: el Sur, en toda su patética resignación. En cuanto volvimos a la
carretera, mi padre puso una cara de pueril orgullo y me miró arqueando las
cejas, como un crío ansiando reconocimiento. Lo hizo durante tanto tiempo que
tuve que reconvenirle para que se centrara en la carretera, que nos la íbamos a
dar. Me hizo caso a regañadientes: qué ingrato eres, hijo mío, musitó, vamos a
comer a Joe’s, allí hablaremos, dijo lentamente, y yo asentí. Casi mejor,
pensé. No nos volvimos a dirigir la palabra hasta llegar a la ciudad.
Al
salir del coche y dirigirnos hacia Joe’s sentí un vahído, una especie de
presión en la parte izquierda del pecho. Siempre me ha encantado ese
restaurante, son innumerables las veces en que he comido allí, hasta me pareció
entrañable que nada hubiera cambiado, que la fachada siguiera pintada de ese
rojo chillón tan desagradable a la vista. Pero algo pasó, es como si de repente
el vaso se hubiera colmado, todo el líquido se derramaba. No, me dije, yo aquí
no aguanto dos días, todo tiene su límite, incluso el más lacerante de los
remordimientos lo tiene. Levanté el dedo, gesticulando como un actor de cine
mudo fingí que me llamaban al móvil, me aparté de mi padre y simulé hablar con
alguien. Al final meneé la cabeza apesadumbrado.
-
McBrady. Un ataque. Tengo que volver para reemplazarle. Lo siento, papá.
Antes
de que pudiera abrir siquiera la boca para protestar ya estaba llamando (esta
vez de verdad) al aeropuerto para cambiar mi billete de vuelta. Apenas tardaron
unos segundos en coger mi llamada, y una encantadora chica que afirmó llamarse
Jacqueline me informó de que había uno en tres horas. Perfecto. Aquella voz
suave y de implacable dicción me tranquilizó: hay otra vida lejos de estos
tarados con gorra de deportes y de sus caravanas desvencijadas, y yo pertenecía
a ella.
-
Te invitó a comer y me voy. Ya vendré para navidades con más tiempo, y así
conocerás a Jacqueline.
Le
empujé dentro del restaurante, casi le obligué a sentarse en la primera mesa
libre que vi, hasta le elegí la comida, uno de esos chuletones que tanto le
gustan, yo me pedí una ensalada. Cuando empiezas a decir mentiras ya no puedes
parar, o por lo menos eso me pasa a mí. Supuse que le haría ilusión tener una
nuera elegante y guapa, una de esas mujeres con estudios y docenas de trajes
nuevos, nada que ver con las empleadas de supermercados que pululaban por
aquellos andurriales.
- ¿De verdad que no sabes quién era
el tipo de la gasolinera?
Volvía a la carga: no, por ahí no iba
a seguir, mis reservas ya hacía tiempo que se habían agotado. Llamé a voces a
la camarera, y cuando pagué le dije que se quedara con las vueltas, tantas eran
las ganas tenía de largarme de allí. Ni le dejé que me acercara al aeropuerto,
llamé a gritos a un taxi que pasaba: no quiero que te molestes. Le di una palmetada
en el hombro, me metí de un salto en el taxi. Ni siquiera había cerrado la
puerta cuando le oí suspirar. Allá iba de nuevo.
-
Te voy a dar una pista.
Reprimí
un bufido. Era cuestión de minutos. En nada estaría en el aeropuerto, lejos de
todo esto: de las cosechadoras, de las camareras, de su maldita chifladura. Haz
un esfuerzo, me ordené, sé amable, puede que sea la última vez.
-
No, no lo sé ¿El viejo Roddie McFerguson? ¿El hijo de los Stevens?
Se
rió. Sentí un poco de vergüenza por lo que pudiera pensar el taxista, pero ya
me daba todo igual. El aeropuerto: allí estaban los míos. Incluso pudiera darse
que hubiera una azafata llamada Jacqueline, quién sabe. Mi padre ladeó la
cabeza, y puso la cara de voy a hacerlo. Dios, cómo conocía yo esa cara.
-
Adiós, papá. Ya te llamaré…
Y
lo hizo. Se quitó la gorra, se peinó un tupé imaginario, y empezó a moverse.
Primero despacio, luego más deprisa. Se puso a bailar. A menear las caderas de
una lado a otro. Bajaba la rodilla. Cantaba. Era la imitación que hacía en
todos los cumpleaños, y tuve que reconocer que le seguía saliendo de puta madre.
- I'm just a hunk, a hunk of burning love, just a hunk, a hunk of
burning love…
Le di un grito al taxista, venga, le
urgí, echando leches. Salimos a toda hostia, y por el retrovisor vi que mi
padre seguía en la acera, imitando a Elvis, sin importarle que le
estuviese mirando todo aquel pueblo de mierda.
El Rey hoy hubiera cumplido ochenta años, y este texto es mi pequeño
homenaje, un pastiche de Raymond Carver y Edward Hopper.
Hace ya años que no voy por allí, pero una de las razones que
me llevaron a vivir en Francia y a convertirme en un francófilo irredento fue
la de buscar las trazas que había dejado aquel formidable huracán libertario
que supuso Mayo, qué Mayo va a ser. En 1993 se cumplían veinticinco años de aquel
acontecimiento y yo estaba un poco harto de casi todo, así que hice las maletas
y me alquilé una minúscula chambre de
bonne en pleno Barrio Latino, junto a la Place de la Contrescarpe. Me dejé
crecer una barbita más o menos existencialista, me apunté a algún curso no sé
si demasiado fructífero en la Sorbonne, frecuenté el cine Accattone y la librería La
Fourmie Ailée... Pasé un año feliz y raro: descubrí cosas sobre mí mismo
que jamás hubiera sospechado, perseguí apasionadamente la belleza en museos,
libros y mujeres, a veces la encontré. Pero no me quiero desviar: mayo del 68.
Para mí pesar, pocas pruebas tangibles quedaban de aquella kermesse tan
revolucionaria como pueril, y las personas que encarnaban su espíritu se iban
eclipsando con discreción: Serge Gainsbourg había muerto, ya nadie se acordaba
de Georges Brassens, Daniel Cohn-Bendit se había convertido en eurodiputado o
algo así, Goddard se empeñaba en filmar películas infumables…
Muñoz regresa a la Place de la Contrescarpe (2008)
Pero el que busca al final encuentra: en uno de aquellos
atiborrados kioskos junto al Sena, medio escondida entre revistas porno y
fascículos de toda laya, gruñía Charlie
Hebdo. Lo reconozco: apenas la frecuenté, su humor decapante se me antojaba
demasiado crudo, era como comerse uno de esos quesos del Périgord que te
pavimentan la garganta con lija, nada que ver con la refinada ironía inglesa.
Pero era imposible no admirar su intransigencia subversiva, su voluntad de
burlarse de todo y de todos, su negativa a rendirse a la por entonces
incipiente corrección política. Cada una de sus viñetas era un escupitajo
contra todos aquellos valores que con tanto celo preservaban los herederos de Nicolas
Chauvin, aquel militar napoleónico cuya exagerada devoción por la patria generó
la dudosa ideología del chauvinismo hoy tan en boga. Mi admiración aumentó
cuando, en fotografías en las que aparecían siempre exhibiendo una mueca de
ensayado recochineo, pude poner cara a alguno de sus dibujantes, que resultaron
ser los únicos herederos del sesenta y ocho que no se habían dejado absorber
por el mercado y sus cantos de sirena. Siempre posaban con abrigos que les
quedaban grandes, vaya usted a saber por qué, y nunca se peinaban. Qué banda de
tocapelotas, ojala tuviésemos algo así en España, recuerdo que pensé, aunque
por entonces aún vivíamos la resaca de los Juegos Olímpicos y la Expo,
Almodóvar era lo más parecido a un dios en la tierra y éramos la coqueluche de la Unión Europea: no,
desde luego que no había lugar para los aguafiestas.
Por lo tanto, es fácil de entender mi rabia cuando he podido
conocer el infame acto terrorista en el que han asesinado a doce personas, y
cuyas consecuencias aún no podemos más que intuir. Dejaré a otros que hagan el
análisis político, yo me limitaré a rendir homenaje a aquellos tipos
desgreñados y feroces que se descojonaban con dentaduras manchadas por los Gitanes, y que han pagado con sus vidas
su irrenunciable apego a todas aquellas consignas que se lanzaron en aquel
lejano mes de Mayo.