miércoles, 7 de octubre de 2020

¿Qué coño les pasa a los franceses?

Desempolvemos uno de esos juegos intelectualoides que tanto me gustan: a raíz de una catástrofe súbita e insospechada (¿una pandemia vírica?: Me vale) el ser humano desaparece del planeta. Siglos después, una raza alienígena aterriza sin encontrar signos de vida, y especula sobre cómo era nuestra civilización por los restos que de ella perduran. Y por casualidad, al llegar al territorio antiguamente conocido como “Francia”, desentierran un par de libros, uno escrito por un tal, Hou… euh… Houellebecq, y el otro atribuible a una tal Mademoiselle Despentes. El ordenador central los lee en unas fracciones de segundo (no veáis si leen rápido esos chismes), y tras tragar saliva (permitidme esta concesión al costumbrismo) los extraterrestres se suben a su nave y salen echando chispas, uf, chico, mejor nos vamos a otro planeta, qué mal rollo.

             Dejémonos ya de distopías y de la madre que las parió: ¿qué coño les pasa a los franceses? Tras leer cualquiera de las novelas de Houellebecq (casi todas editadas en España por Anagrama) o el “Vernon Subutex” de Virginie Despentes (Random House) diríase que la patria de Napoleón y de Françoise Hardy, de Baudelaire y de Marguerite Duras se ha convertido en un Estado Fallido, uno de esos países que salen en “Informe Semanal” encadenando golpes de estado y epidemias de cólera, un lugar balcanizado por la emigración descontrolada y el nihilismo ideológico, y donde un energúmeno disfrazado con un chaleco amarillo puede rebanarte el cuello solo porque no respetas los inmemoriales valores de su raza. Sin embargo, esa impresión se disipa en cuanto pones los pies en el aeropuerto Charles de Gaulle: si bien el charme français ha perdido lustre últimamente, cualquiera que se pasee por París y entre a alguno de sus evocadores bistrots comprenderá que estamos muy lejos del panorama apocalíptico que tanto alimentan (y con tan pingües beneficios) sus escritores.

           Si de Houellebecq ya he hablado largamente con motivo de “Sumisión” (su último libro, “Serotonina”, en poco altera la poética del novelista), ahora toca analizar la novela que ha consagrado a Virginie Despentes como la gran medium de la malaise francesa, esa tentación pendular de algunos de nuestros vecinos (trufada de su buena dosis de chauvinismo) a creerse el peor país del planeta. Si Houellebecq despliega su radioactiva negatividad entre las clases medias y los intelectuales desencantados, Despentes encuentra un nicho propio en la generación que creció con el punk, y que tras divertirse durante años bailando pogo y metiéndose todo tipo de sustancias, han llegado al siglo XXI precariamente aferradas a empleos sin futuro y a relaciones cancerígenas. El protagonista de la novela, el Vernon del título, es un antiguo vendedor de discos al que la piratería musical ha dejado sin trabajo, y que vagabundea por un París fantasmal (no esperéis aquí postales turísticas) a la búsqueda de conocidos a los que dar un sablazo o pedirles alojamiento. El ligerísimo McGuffin de la historia descansa sobre la circunstancia de que Vernon era amigo (de aquella manera: no existe la amistad incondicional en esta novela) de una celebridad rockera que, a su muerte, le legó unas cintas inéditas de autoentrevistas, cintas que son codiciadas por una variopinta tropa de periodistas y escribidores en búsqueda de notoriedad. Yonquies, exyonquies, putas, exputas, mileuristas, cabezas rapadas, menesterosos… el centón de personajes que pululan por la novela dejan poco resquicio al optimismo, a la alegría: bastará con decir que, a pesar de ser un producto genuinamente francés, el sexo que en él aparece es taciturno, sombrío, nada que ver con el pecaminoso festín al que llevan siglos acostumbrándonos los descendientes de Vercingérotix.

   En fin: qué coño le pasa a esta gente. Causa cierta vergüenza ajena ver a uno de los estados del bienestar más sólidos del planeta lloriquear por su pérdida de identidad, por las amenazas de la globalización, por la fragilidad de sus tradiciones. Da la impresión (esto es cosa mía, eh, lo estoy diciendo un poco sin pensar) de que están un poco mohínos porque desde mayo del 68 no les hemos hecho mucho caso, y se enfurruñan, oh là là, nosotros inventamos los derechos humanos, y el champagne, y la nouvelle vague… ¡y a Foucault!, ¿os habéis olvidado de Foucault?, el calvo ese al que no entendía ni dios… Ahora lo único que os importa son las chorraditas esas que patentan los yankees en Sillicon Valley, ça alors, miradnos, s’il vous plâit                   

domingo, 4 de octubre de 2020

"Los europeos: tres vidas y el nacimiento de la cultura cosmopolita", de Orlando Figes (Ed. Taurus)


       Adicto como soy a las frases efectistas empezaré diciendo que, tras haber transcurrido las dos primeras décadas del trcer milenio, Europa se ha resignado a interpretar en la Gran Tragicomedia Mundial a uno de esos maravillosos secundarios  wildeianos, ese que declama las réplicas más ingeniosas y decadentes mientras bebe cócteles exóticos con inigualable donosura, pero que abandona discretamente las tablas cuando las cosas se ponen densas en el tercer acto, dejando que Norteamérica y China (los indiscutidos protagonistas) se apoderen de la escena final. Ya puestos, seguiré con la imagen teatral: hubo un tiempo en que nuestro continente monopolizaba los papeles de galán, y a esa época casi mítica dedica el inglés Orlando Figes su “Los europeos: tres vidas y el nacimiento de la cultura cosmopolita” (Ed. Taurus), la detallada y apasionante crónica de cómo las culturas nacionales se entrelazaron durante el s. XIX, trascendiendo de sus fronteras y creando ese deslumbrante monumento intelectual al que llamamos Europa, en cuyas espléndidas ruinas aún vivimos confortablemente, esperando a que los malditos bárbaros (¡qué informales son!) lleguen de una vez.

Orlando Figes
     Arrancando en los rescoldos aún abrasadores de la derrota napoleónica, Figes nos conduce (con la amenidad propia de los historiadores anglosajones) por una Europa que abandona las certidumbres del ancièn regime para entregarse sin nostalgia a los brazos de la modernidad. Resulta revelador la importancia que da el autor a las innovaciones materiales a la hora de acelerar un proceso que solo se detendrá a tomar aliento con la Primera Guerra Mundial. En especial, la aparición y posterior omnipresencia del ferrocarril ejerce como el más eficaz allanador de barreras (tanto mentales como físicas) que jamás haya conocido la humanidad. El coche privado o el ostentoso avión no alcanzarían, ni de lejos, el valor simbólico que tuvo el tren a la hora de unir ciudades, ideas y personas. Y qué Europa era aquella: por las páginas del libro transitan creadores como Flaubert, Wagner, Dickens, Monet, Verdi, George Sand, Chopin, Tolstoi, Zola y un largo etcétera de luminarias que fueron convergiendo esfuerzos para, sin renunciar a sus particularidades nacionales (incluso locales), establecer lo que hoy groseramente llamaríamos la Marca Europa: un sinónimo de refinamiento, audacia moderada, respeto de los derechos humanos, apuesta por la justicia social y sublime altura artística. Una Marca cuyo prestigio iluminó al mundo durante décadas, y que hoy está estigmatizada por todas aquellas ideologías que llevan el resentimiento como bandera (no me hagáis hablar de ellas, que me enciendo).

Pauline Viardot
      Pero, de la misma forma en que “Los europeos…” puede gozosamente leerse como un ensayo cultural de primera clase, también puede disfrutarse como una novela de no ficción sobre una de las más sutiles y emocionantes historias románticas que uno recuerda. Figes tiene el acierto de vehicular su libro sobre tres personas bigger than life, como dicen los ingleses: el empresario y agitador cultural francés (por utilizar un término actual) Louis Viardot; su esposa, la cantante de ópera española Pauline Viardot (née Pauline García); y el escritor ruso Iván Turguénev. A lo largo de las numerosas páginas del libro iremos viendo cómo los tres protagonistas, en sus respectivos campos de actuación, van tendiendo puentes entre las distintas culturas nacionales, ignorando con desdén a los defensores de las esencias. Pero además de su faceta pública, Louis, Pauline e Iván nos permiten asomarnos a su muy particular menage à trois, demostrando que, en todas las cuestiones que afectan a la geometría variable de la alcoba, los franceses siempre han ido muchos años por delante de los demás. Qué inteligencia desprende ese marido que antepone su cariño fraternal y su admiración artística a su rancio honor a la hora de permitir que su mujer sea feliz, y qué delicadeza la de ese amante que cuida y respeta a ese marido tan remiso a esa estupidez del amour fou, y qué sabiduría la de esa mujer que resuelve la ecuación y dictamina que (toma nota, Bambino) se puede amar a dos personas a la vez y no estar loco. Estos tiempos nuestros, tan puros, tan integristas, les hubiera condenado por hipócritas, o por sibilinos, o por heterochungos, pero el que firma estas líneas no puede sino expresar su admiración por aquellos Cupidoadictos que, a lo largo de los siglos, han trazado su propio camino sin atender a reglas o a furiosos inquisidores. Por favor, no volváis a confundir romanticismo con una cena con velas o con un anillo de diamantes: para saber lo que de verdad es eso, leed “Los europeos…”, y quedaos con las intangibles miradas y los silencios cargados de significado que se dedicaban Louis, Pauline e Iván.