Todos
(y cuando digo “todos” no digo “casi todos”) tenemos un agujero negro en la
biografía. Un momento (puede durar unos minutos, puede durar una década) en que
nuestra vida da un giro insospechado que, visto retrospectivamente, no somos
capaces de explicar con un mínimo de coherencia. ¿Por qué hice yo esto?, nos
preguntamos sin mucha angustia, total para qué, fuere lo que fuese ya está amortizado, y encontrar su lógica a posteriori no arreglará nada. Como soy un
optimista irreformable quiero pensar que en esos míticos diez segundos en que,
antes de morir, haces apresurado repaso de tu existencia, junto a tu boda, el
nacimiento de tus hijos y alguna hazaña deportiva menor se colará aquella cosa que hiciste sin saber muy bien
lo que hacías y que solo entonces se te abrirá como una flor: sí, es
verdad, sonreirás casi póstumamente, ahora lo entiendo.
Entraré
ahora en el jabonoso mundo de las confesiones personales: sí, también yo tengo
un agujero negro como el que describía en el párrafo anterior. Ahora que lo pienso: tengo varios. Pero no me quiero descentrar, hablaré solo de uno. En el año 1993,
sin saber muy bien por qué, hice las maletas y me fui a vivir a París. No os
dejéis llevar por el tópico: no fui a chercher
la femme (tampoco fui huyendo de una, que eso quede claro). Tenía alguna
turbulencia familiar, sí, pero nada especialmente grave, podía haber seguido
cargando con ella sin mucho esfuerzo. Mi trabajo era un coñazo, pero ¿qué
trabajo no lo es?. No sé, ya digo que un día me dije: me voy a París, y allí me
planté. En fin, que llegué a la Gare d’Austerlitz un desapacible lunes de enero
de 1993 con la intención de pasar un tiempo largo en la Ciudad de la Luz (al
final fueron once meses), y si el recepcionista del hotel donde pernocté la
primera semana me hubiera preguntado a qué ha venido usted aquí no hubiera
sabido muy bien qué responderle: ¿a encontrarme a mí mismo? Qué pendejada.
Pero a lo que vamos: aquel año fue raro. Si (admitamos esa hipótesis) de verdad fui a encontrarme a mí mismo, podríamos decir que fracasé miserablemente: hoy en día sigo tan perdido como entonces, quizás más. En fin, no sé, no lo pensado mucho, supongo que aprendí cosas en aquella buhardilla que me alquilé en la Rue Mouffetard. Aprendí a vivir en casi completa soledad y a no aburrirme ni un solo día. Aprendí a cocinar: mal, pero comestible. Perfeccioné una lengua que, desde entonces, me acompaña (aunque hoy en día he perdido la fluidez que llegué a adquirir). Pero sobre todo me sumergí (una vez traspasado el apestoso cieno de su chovinismo) en una cultura deslumbrante que me ha proporcionado muchos momentos de placer, y gracias a la cual creo ser un poco menos (solo un poco menos) ignorante que antes.
¿Y
por qué os estoy contando esto? Ah, sí, que se ha muerto Juliette Gréco. No os
confundáis: apenas la escuché, cuando yo viví en París ya hacía mucho tiempo
que era un fantasma del pasado, una de esas fotos en blanco y negro que
adornaban los bistrós menos diseñados. En realidad, era prácticamente imposible
encontrar rastro alguno de los autores y personajes que convirtieron a París en
capital del pensamiento tras la Segunda Guerra Mundial. Ya habían
desaparecido Camus, Sartre, Beauvoir, Vian, Beckett, Jacques Brel, Gainsbourg (dos
semanas antes de mi llegada), la Nouvelle Vague era una verbosa antigualla
acantonada en los cines de arte y ensayo, en la radio solo se escuchaba rap
francés (qué horror). Aux Deux Magots estaba colonizada por hordas de turistas
que pedían sentarse en la mesa de Jean-Paul y Simone (así decían, como si
fueran primos lejanos). En fin, que abreviaré, seguro que tenéis mucha tarea
pendiente. Pese a haber llegado a la ciudad con treinta y pico años de retraso,
a un mitómano como yo es muy difícil disuadirle de sus obsesiones, y tras
consultar y rebuscar por revistas y oficinas (eran los tiempos anteriores a
internet) pude darme el gustazo de asistir a la representación de “La
Cantatrice Chauve” en el teatro de su estreno original, en la mítica Rue
Huchette. Durante una hora escasa pude experimentar esa sensación de estar ante
uno de esos monumentos intelectuales que configuraron aquel soplo de belleza y
tristeza vital que fue el existencialismo, un movimiento que hoy nos queda tan
lejano como el nestorismo o los
presocráticos. Creo que durante esa hora fui feliz: no todo el rato, no
exageremos, pero salí del teatro con una sonrisa de oreja a oreja, no necesité
verme en un espejo para saberlo. Y eso es todo lo que quería contar. Juliette
Gréco me ha traído a la memoria cuando fui a ver “La cantante calva”, también
me ha recordado que hubo un tiempo en que intentaba suturar mi angustia yéndome
a vivir a otros sitios, mis asociaciones mentales funcionan así: no son muy
eficaces, pero no hacen mal a nadie.