martes, 8 de marzo de 2016

Otra realidad


Por fin llegas, y respiras hondo: sí. Buscas el sitio más propicio, donde los reflejos no te molesten, te acomodas, te relajas y abres los ojos de par en par, dejas que los colores te impregnen, que las formas te arrollen, te sacias de belleza ante el cuadro, vibras delicadamente, mecido por las vaharadas de armonía que supo condensar alguien que murió hace muchos años, pero que ahora te habla, te cuenta, traspasa el tiempo para aplacar tu ignorancia, para suturar tus heridas. Los visitantes pasan a tu lado, no te estorban, es como si el cuadro y tú estuvieseis solos, un tango de dolor y vida, cada una de tus células se impregna, se sacia, una cópula ferviente y secreta que detiene el tiempo, lo niega. Qué lejos queda el embrutecedor trabajo, las incomprensiones diarias, las mentiras y los cansancios. Pero justo cuando estás a punto de entender, de disolverte en la magia, notas una mancha oscura por el rabillo del ojo (¿alguien dijo neurosis?) una presencia que llevaba desde el principio y a la que has sabido eludir, pero que poco a poco se impone: un uniforme oscuro y fatigado, un cuerpo con el que no contabas, una incongruencia en aquel paraíso de musas. Es el vigilante de la sala, esa imposición burocrática, esa mancha. Te esfuerzas por ignorarlo, por reanudar su romance con el fabuloso lienzo, por empaparte de nuevo de su claridad y sabiduría, pero una fina capa de recelo se ha instalado entre vosotros, tu irritación aumenta, desvías ligeramente la mirada y compruebas (¡qué blasfemia!) que el vigilante está haciendo un crucigrama. Las formas se desdibujan, todo se emborrona (¡un crucigrama!), tus sentidos se alborotan, una sorda indignación trepa por tu columna vertebral, empiezas a preguntarte qué sentido tiene estar allí, qué sentido tiene todo. Tu respiración se agita, tu vista se nubla, jurarías escuchar el más mínimo deslizamiento de su bolígrafo sobre el papel. Al final no lo puedes evitar y avanzas resueltamente, le arrebatas con furia el periódico mientras gritas capital de Malí, seis letras, Bamako.



lunes, 7 de marzo de 2016

Power to the people

Encendió el ordenador bostezando. Qué noche más perra, el último cubata había sobrado claramente. Puso la cafetera y la tostadora en marcha, y mientras se calentaban tecleó hasta llegar a su correo electrónico, donde le esperaban los referéndums. Hoy la cosa venía tranquila, apenas había doce, y aún le quedaba media hora para votar, tranqui, tío, se impuso. Mientras desayunaba recordó aquellos tiempos en que se acercaba a una urna cada dos o tres años, y no pudo evitar una sensación agridulce: es verdad que no era una democracia real, pues apenas contaban con la ciudadanía, pero qué tranquilo se vivía, qué relajado. Desde hacía unos años, sin embargo, las oleadas de cambio que habían transformado la sociedad habían convertido a Enrique en un legislador más: cada mañana (con la excepción de Año Nuevo y de la fiesta nacional del Empoderamiento de la Gente) su correo electrónico amanecía repleto con un montón de documentos jurídicos, políticos y técnicos sobre el emplazamiento de las rotondas circulatorias, el porcentaje de sodio en los insecticidas agrícolas, el nombre de los aeropuertos o las subvenciones a las películas hechas por celíacos. Al principio se leía la documentación adjunta de cabo a rabo (a compromiso no le ganaba nadie), pero poco a poco empezó a cansarse, y desde hacía meses no era raro que su voto se decidiera casi al azar, como aquellas quinielas infantiles que rellenaba con su padre. Un atisbo de resaca se manifestó de repente, por lo que esta vez no se esforzó demasiado: puso que sí a los nueve primeros referéndums, no a los dos siguientes, abstención al último. Enviar. Y a otra cosa, mariposa. Trasteó por los cajones hasta encontrar un ibuprofeno, se lo tomó con el último trago de café, y se dispuso a salir al trabajo. Miró en su agenda la tienda que tenía que visitar para intentar venderles sus productos: calle Mario Vaquerizo esquina avenida Belén Esteban. Hum, musitó cerrando la puerta, quizás esto de la democracia directa no sea tan bueno como nos quieren hacer creer.


domingo, 6 de marzo de 2016

Si la montaña no viene a ti...





El fin de semana pasado, desafiando un frío importante, me desplacé a Elda para recoger uno de los premios del VIII Certamen de las Artes y las Letras Montañeras. Estuve cortés y amable, aguanté como un machote una ceremonia de tres horas y veinte minutos (¡”El anillo de los Nibelungos” dura menos!), en la cena me comí todo lo que me dieron para comer y me bebí todo lo que me dieron para beber. Dejo estas imágenes como recuerdo de mi paso por aquellas tierras, agradablemente sorprendido por el amor a la montaña y a la aventura que descubrí entre sus habitantes. 





Como habrá gente (hay gente para todo) que querrá leer el cuento premiado, pues yo lo pongo. Se titula “Venirse arriba” (ingeniosísimo juego de palabras para un relato ambientado en una ascensión montañosa), y su lectura provocó que la secretaria del jurado, al conocerme, me espetara estas enigmáticas palabras: “Eres tal y como te había imaginado”.


VENIRSE ARRIBA

            Ya sé que todo es cuestión de probabilidades, no necesito que nadie me lo recuerde: soy profesor titular de Estadística e Investigación Operativa en la Universidad de X., experto en teoría de juegos. Y para que se entienda lo que voy a contar, lo haré empezando de una forma sencilla, para que pueda comprenderlo todo el mundo. Veamos: hay una probabilidad entre un millón de que los dígitos del décimo de lotería que jugáis en la oficina, y que han escogido sin consultarte, coincidan precisamente con los de la fecha de tu nacimiento, qué casualidad, exclamas cuando te dan tu participación. Sigamos: hay una probabilidad entre mil millones de que, mira tú por dónde, dicho número resulte agraciado nada menos que con el gordo, nada de pedreas o premios de consolación. Acabemos: finalmente, hay una probabilidad entre un billón de que, rizando el rizo, el azar dictamine que te enteres de la buena noticia precisamente mientras estás celebrando tu cumpleaños, justo en el momento de soplar las velas. Se trata del ejemplo clásico que ilustra la teoría de Betgson, denominada así en honor a un matemático noruego que dedicó toda su vida a investigar las interacciones del azar con la realidad, luego murió loco y olvidado, pero eso no tiene nada que ver. En todo caso, ni siquiera aunque hubiera disfrutado de tres vidas más, el tal Betgson habría podido acertar el número de posibilidades que hay de que, cuando estás a mitad de la subida del Ocejón con tu nueva pareja, que te acompaña por primera vez en tu pasión montañera, veas aparecer tras de ti a Marián (los colores de su polar son inconfundibles) haciéndose carantoñas con alguien que tiene toda la pinta de ser su nuevo novio.
            Cuestión de probabilidades, repito. Habíamos firmado los papeles del divorcio apenas un par de semanas antes, en medio de una ensordecedora catarata de reproches y acusaciones, y desde entonces no nos habíamos visto, deseando olvidar una etapa de nuestras vidas de la que yo únicamente pretendía conservar las fotos que nos hicimos en las muchas cumbres que habíamos conquistado juntos (no en vano nos habíamos conocido en un club de escalada). Y las leyes del azar, esas mismas que pronostican que este tipo de desagradables encuentros suceden siempre en una calle secundaria de tu ciudad o en una gasolinera del extrarradio (sitios ideales para un saludo desabrido y una despedida casi inmediata), habían escogido para nosotros un lugar tan comprometido como una escalada montañera, donde por fuerza tendríamos que compartir horas de íntima compañía sin poder buscar un camino alternativo o una salida honrosa.
            Sigamos con las probabilidades: ¿cuántas montañas puede haber en España? ¿Treinta mil? ¿Cuarenta mil? ¿Más? Bueno, pues tenía que haber escogido precisamente la misma para escalar aquel sábado de finales de enero, y a la misma hora, y por la misma vía. Si lo intentas hacer a propósito no sale. Y en otro orden de cosas: ¿cuántas probabilidades había de que Marián me creyera cuando le dijera (apenas quedaba medio minuto para el encuentro, ella ya me había reconocido con un desganado cabeceo) que Belén no había tenido nada que ver con nuestra ruptura? No hay terceras personas, le había jurado cuando me fui de nuestra casa (bueno, seamos precisos: ahora es su casa; y no me fui, me echó), y era verdad, no gano nada con mentir. Belén y yo llevábamos tiempo coqueteando como dos adolescentes en la Universidad, eso lo admito, y siempre me insistía para que la invitara a una de esas excursiones montañeras de las que tanto me gustaba alardear, y no vi inconveniente en hacerlo en cuanto me quedé (por así decirlo) sin compañera de cordada, nunca me ha gustado escalar en solitario. Las probabilidades eran mínimas, tan escasas como eran las de que yo me creyera que a aquel tipo que llevaba con galantería en su espalda la mochila que yo mismo le había regalado por nuestro aniversario (¡me costó una pasta!) lo hubiera conocido en las dos últimas semanas y se lo hubiera camelado para acompañarla en la subida al Ocejón haciendo manitas. No, definitivamente eso no se lo tragaba nadie, ni siquiera el muy confiado profesor Betgson.
            El caso es que por fin llegaron donde estábamos nosotros, y las primeras palabras que intercambiamos no fueron menos frías que la nieve que nos rodeaba. Vaya, me dijo burlonamente, mira quién tenemos aquí. No se me acercó a darme un beso, ni a darme la mano, por lo que yo tampoco moví un músculo. Esto está más concurrido que la Gran Vía, respondí yo con un punto de sandunga, sin hacer ademán siquiera de soltar los bastones, rígido como una estatua. Ambos nos miramos con esa mezcla de circunspección y cautela que se dedica a un repentino obstáculo que se interpone en tu camino hacia la cima: una tormenta imprevista o un sendero que no aparece en el mapa. Durante unos instantes fue como si estuviésemos calculando mentalmente cómo sortear esa dificultad. Volver atrás era impensable, eso estaba claro. ¿Intentar otra vía? A los lados de la pequeña meseta en la que estábamos se abrían dos precipicios que me hacían imposible tal solución. Dado que ambos nos mirábamos sin ceder ni un milímetro, tuvieron que ser nuestros acompañantes los que rompieran el hielo: Belén ensayó un tímido hola, ¿te acuerdas de mí?, coincidimos en una charla de la Universidad, y el otro tipo, un hipster barbudo diez o doce años más joven que Marián, se presentó con un apocado me llamo Guillermo, pero podéis llamarme Willy.
          - Belén, qué tal. ¿Sigues de becaria de este tirano, o ya te ha ascendido?
            La gélida temperatura ambiental reforzó con una vaharada el bufido que me salió de la boca: cualquiera que me viera en ese momento pensaría que yo era un dragón preparándose para rostizar a alguien, y no estaría muy desencaminado. La pobre Belén tartamudeó una respuesta trufada de onomatopeyas, y cuando me disponía a contraatacar el tal Guillermo preguntó a Marián de qué nos conocíamos: desde luego, si estaba intentando parecer idiota, lo había conseguido plenamente. Mi ex estaba esperando la oportunidad, y se decidió a sacar la artillería.
            - Hemos subido juntos a algunos picos. Ninguno demasiado grande. En esto del montañismo, como en otras cosas, el tamaño importa.
            Sentí que me ardían los ojos y que se me secaba la garganta: ¿ha dicho lo que yo creo que ha dicho? ¿Se ha atrevido a mencionar eso delante de dos desconocidos? A Belén se le escapó un sonido sin identificar, una mezcla de hipido incrédulo y risa por lo bajinis ¿Cuánto tardaría en informar a toda la Universidad de lo que había escuchado? La cabeza empezó a darme vueltas, seis años de matrimonio se condensaron en unas pocas décimas de segundo vertiginosas, un borbotón de palabras pugnó por salir de mi boca sin orden ni concierto. Por suerte, justo en ese momento un grupo de cinco alpinistas llegó hasta nuestra altura y tuvimos que apartarnos para que pasaran, lo cual me dio tiempo a pensar mi respuesta: te vas a enterar, listilla.
- Puede que el tamaño importe, de acuerdo, pero unos subimos por la cara norte y otros lo hacen por la cara sur.
En cuanto cerré la boca me di cuenta de que mi frase carecía por completo de sentido, tal como pude comprobar por el gesto de desconcierto de Guillermo y por el rictus de maligna superioridad con el que me obsequiaba mi ex, consciente de que se había apuntado el primer tanto. Soy un imbécil, me enfadé por haber entrado en su juego: ella siempre ha sido más ingeniosa y más viperina que yo, para qué lo voy a negar, ha salido a su señora madre. Decidí terminar con la absurda conversación, y dije que bueno, habrá que ir subiendo si no queremos que se nos eche encima la hora, un placer, Julián, no, Guillermo, eso, al menos me permití esa pequeña maldad. Sin dedicar siquiera una mirada de soslayo a mi ex grazné un adiós desangelado, cogí a Belén por el codo y nos pusimos en marcha, deseando distanciarnos de ellos lo antes posible. Marián hizo una reverencia burlona y nos cedió el paso.
            -  Si tenéis algún problema, avisadme.
            Apreté los puños. Había que reconocer que sabía cómo sacarme de mis casillas, y uno de sus recursos favoritos era manifestar una y otra vez que era bastante mejor montañera que yo. De hecho, fue ella la que me inculcó el vicio por este deporte: yo era mucho más de futbito y barbacoa, si me apunté a aquel club de escalada en el que ella era monitora fue porque todo el mundo me decía que así se conocían chicas, que maldita la hora. Cuando, tras quedar un día a solas para tomar un café, me propuso escalar con ella en Navacerrada dije que sí inmediatamente, y no me duelen prendas en admitir que me quedé fascinado por su agilidad casi de bailarina, por la elegancia con la que gestionaba las partes más peliagudas, por el aplomo que demostraba en circunstancias difíciles, de ahí a enamorarme hasta las trancas solo hubo un paso. Llevaba subiendo montañas desde que era una niña, ya que su padre le había insuflado el amor por las alturas allá en su Asturias natal: con dieciocho años ya había conquistado el Naranco, con eso lo digo todo. Yo soy de Ciudad Real, allí el pico más alto es el campanario de la iglesia, quién me iba a decir a mí que iba a acabar de montañero. Ni siquiera por carácter parecía predispuesto: soy demasiado nervioso, nada tengo en común con la fría precisión con la que veía a Marián poner los anclajes o buscar los apoyos más adecuados, yo soy más de hacer las cosas (digámoslo claro) a las bravas: esta montaña de mierda no va a poder conmigo, exclamé cuando intentamos coronar el Almanzor, segundos antes de resbalarme con unas rocas sueltas y casi romperme la crisma, lo que se pudo reír de mí. En fin, mejor no recordar aquello, ya no hay marcha atrás.
Belén, ajena a todas estas sutilezas, sonrió ante el ofrecimiento de Marián y reemprendió la marcha, visiblemente aliviada por acabar con aquel momento tan embarazoso. Yo la seguí, mascullando aún mi cabreo, y unos metros detrás de nosotros venían ellos, casi podía sentir su mirada de recochineo en mi cogote. Bajando la voz le susurré a mi nueva acompañante que más valía acelerar, ¿por qué?, porque lo digo yo, me salió del alma, ah, vale, dijo ella, con ese mohín de susto que utiliza en la Universidad cuando le doy una orden.
            Inútil sería negarlo: en cuestión de unos pocos minutos todo había cambiado. Hasta entonces, el día estaba siendo un auténtico lujo, con un sol esplendoroso y un cielo despejado que permitía solazarse con la visión de toda la Sierra de Ayllón, uno de mis rincones favoritos de Guadalajara. Desde que habíamos aparcado el coche en las estribaciones y habíamos comenzado a subir, Belén no había parado ni un momento de reírse con mis comentarios chistosos, y daba la impresión de estar fascinada con mis conocimientos de la naturaleza: este árbol es un alerce, le informaba con suficiencia, aquel arbusto se llama jara pringosa, tócala, comprueba cómo se te queda pegada a los dedos, es verdad. Pero desde que Marián y su acompañante habían llegado era como si una nube viscosa se hubiera apoderado del ambiente, hasta juraría que el cielo se había encapotado y la temperatura había bajado varios grados. Me concentré en mi acompañante, y para estimularme recordé que, si todo iba bien, íbamos a rematar el día en un apartamento rural que había reservado en Majaelrayo, al pie mismo de la montaña, tenía jacuzzi y todo. Qué curioso: si hasta hacía apenas unos minutos no me fijaba nada más que en sus ojos verdes, en su provocador pelo rubio y en lo muy ceñido que le quedaba el polar, de repente me sorprendió comprobar con qué torpeza se arrastraba bajo el peso de la mochila, y en cómo boqueaba sudando a mares: en comparación con el cuerpo atlético y vigoroso de Marián, comprendí que el único deporte que había hecho Belén hasta entonces había sido levantamiento de cubalibres en las discotecas. A ver, céntrate, me impuse, estás siendo injusto: lo que tienes que hacer es subir ahí arriba (no necesité decirme que antes que Marián, eso era evidente), luego vas a bajar, os vais a meter Belén y tú un cordero entre pecho y espalda, vas a proponer una siestecita en el apartamento, al llegar la vas a invitar a que se duche contigo y vais a acabar haciendo el amor como locos. Sí, eso es, me jaleé, hasta me permití darle un pellizco cariñoso, ánimo, cielo, deseé interiormente que Marián nos viera y tomara nota, que se enterara de que ya no la necesitaba. Sí, sí, resopló Belén, echando el bofe.
            Ya habíamos rebasado el saliente que llaman de Peñas Bernardas, y por el rabillo de ojo intuí que Marián y su chico nos seguían a una docena escasa de metros, quien nos viera pensaría que estábamos jugando a una versión montañera del Hombre del Frac. Giré la cabeza con disimulo, y pude ver que la mochila había cambiado de dueño: ahora era ella quien la llevaba, pues el tal Guillermo resoplaba como un condenado, con el flequillo bailándole por delante de los ojos, esto del montañismo es más difícil de lo que creía, rezongaba, qué necesidad hay de correr. A pesar de la distancia (la conozco muy bien) reconocí ese gesto que pone cuando algo no le gusta, ese fruncimiento de cejas tan familiar que precedió a algunas de nuestras broncas más memorables. Venga, joder, que se nos escapan, le ordenó al señoritingo aquel, tampoco parecía muy acostumbrado a los deportes, ¿qué les pasa a los jóvenes de ahora que están hechos de plastilina?, pensé regocijándome. Al escuchar aquello se me escapó una risita, yo a veces soy un poco infantil, lo reconozco.
Pasó media hora, una hora, el arbolado fue poco a poco raleando, llegamos al paso de Collado Perdices. Nosotros delante, ellos detrás, sin darnos tregua, como si estuviésemos jugando a ladrones y policías. Contrariamente a lo que me sucede en otras ascensiones, estaba muy lejos de sentir ese inmenso burbujeo de placer que te trepa desde los muslos y te invade todo el cuerpo, esa serenidad que te produce el cansancio, ese suave balanceo que te proporciona la respiración acompasada: no, estaba subiendo a marchas forzadas, mecánicamente, con la férrea determinación con la que se estudian unas oposiciones para las que no se tiene vocación, sin disfrutar, sin pensar, era como si tuviera la cabeza tallada en rígida piedra, obsesionado con el único objetivo de humillar a Marián. No sentía el paisaje, no sentía el inmenso cielo, no veía nada más que el vértice de la montaña, como esos que suben el Everest solo para presumir que han estado allí, sin experimentar ese goce casi sensual de encaramarte sobre una montaña como un semental cubre a la ardiente yegua. No escuchaba los sonidos de la naturaleza, ese delicioso bálsamo que en otras excursiones me había transportado a éxtasis difícilmente explicables. A mis oídos solo llegaban los arrítmicos jadeos de Belén, que ya hacía mucho que había perdido ese donaire con el que se pasea por los pasillos de la Universidad, y gracias al cual (no me voy a andar con paños calientes) me decanté por ella como becaria en lugar de aquel andaluz tan empollón, no había color.
Llegamos por fin al Ocejoncillo, la pequeña cumbre que precede a su hermano mayor. Apenas quedaban un centenar de metros, pero el camino se estrechaba y se empinaba bruscamente, y los síntomas de fatiga de Belén empezaron a hacerse alarmantes. ¿No podríamos?, tan fundida estaba que no fue capaz de acabar la frase hasta un rato después, ¿…no podríamos… quedarnos aquí? Saqué una barrita energética de la mochila y poco menos que se la metí a la fuerza en la boca, con esto vas a subir como una campeona, pero ni por esas dio muestras de recuperarse, le faltaba el aire. Afortunadamente, echando miradas furtivas vi que Marián tenía los mismos problemas con su chico, que no paraba de quejarse de las botas, el muy pardillo se las había comprado la víspera y le estaban destrozando los pies. ¿Tú crees que le ha molestado vernos juntos?, me preguntó Belén entre susurros, respirando con dificultad. No, qué va, lo dejamos de buen rollo, mentí, ahorra tu aliento para lo que importa. Casi la arrastré a que adelantásemos a unos alpinistas veteranos, que nos miraron con el desdén que se suele reservar a los advenedizos: aquí no se viene a correr, se burló uno. Cuando creía que habíamos puesto tierra de por medio, me llegó la convulsa voz de Guillermo, que pidió permiso para parar un momento y echarse un pitillo: no tenemos ninguna prisa, mi amor, exclamó Marián lo suficientemente alto como para que lo yo escuchase, ya les alcanzaremos antes de la cima.
            Mi amor. En seis años de matrimonio (¿el noviazgo también cuenta? ¿sí?, pues entonces seis y medio) no le escuché mi amor ni una sola vez, y cuando yo se lo reprochaba me decía que vaya cursilada, que dicha expresión le sonaba a culebrón sudamericano. Y ahora se lo decía a un botarate al que apenas conocía desde hacía dos semanas, a un jovenzuelo que lloriqueaba porque le apretaban las botas, vaya una nenaza. Noté que un sordo cabreo alborotaba mi pecho, ya he dicho que yo de tolerancia y comprensión voy muy justito, y no se me ocurrió otra cosa que azuzar a Belén: venga, que vamos muy despacio. La chica, con el rostro completamente desencajado, me miró angustiada: estoy muy cansada, ¿no podemos descansar un rato? No sé qué cara hube de poner a su requerimiento, pero me miró con un innegable rictus de susto, para a continuación ponerse en marcha casi a cuatro patas. Buena chica, le grité, ya verás lo bien que lo vamos a pasar en el jacuzzi, qué jacuzzi ni jacuzzi, balbuceó con los ojos extraviados.
            Estando así las cosas llegamos a la pared final, en la que era necesario subir agarrándose a las rocas, con Marián y Willy a unos cuarenta metros por detrás de nosotros. Belén, al ver el súbito encrespamiento del terreno, se puso pálida, y manifestó su temor a caerse, sube tú, yo te espero aquí. No te preocupes, le dije, con un ojo en nuestros perseguidores, es muy fácil, limítate a pisar ahí, y le señalé un hueco del terreno que podía servirle como escalón. No puedo, me dijo, no puedo más. Sí que puedes, le ordené. Le cogí el pie y se lo encajé en el hueco, venga, yo te aúpo. ¡Vale ya!, me espetó, mirándome con ferocidad, al tiempo en que se dejaba caer sobre una piedra, yo no sigo, me informó, ya estoy harta de vuestros jueguecitos. A nuestro alrededor empezaron a agolparse escaladores (¿nuestros jueguecitos? ¿Quién te has creído que eres para hablarme así, mocosa?), se trataba de un paso muy estrecho y estábamos colapsando la subida, alguien nos sugirió que dejásemos la vía libre.
            Todo se estaba torciendo, si es que no se había torcido ya irremediablemente: qué sentido tenía la habitación de Majaelrayo, qué sentido tenía el maldito jacuzzi. Levanté la cara hacia el cielo: unos gruesos copos de nieve se dejaron caer, como uniéndose a la fiesta. Me forcé a respirar despacio, a intentar recuperar la cordura, el entendimiento. Nuestros jueguecitos. Sí, quizás Belén tuviera razón: ¿cómo había dejado que la imprevista aparición de Marián me hubiera afectado tanto? Soy un hombre racional, me recordé, un profesor universitario, no soy un hooligan ni un fanático, creo en el poder del pensamiento sobre las emociones. Sí, todo eso estaba muy bien, pero cuando vi que mi ex se abría paso a codazos entre el grupo de escaladores y subía a toda pastilla por la pared, agarrándose a las rocas con su agilidad habitual, mandé a la razón a hacer puñetas y me lancé en pos de ella, dejando a Belén tirada en el suelo lloriqueando y sin que me importara una mierda las quejas del resto de montañistas.
            En su estela solventé la dificultad que ofrecía la pared, más recurriendo al corazón que a la técnica, y pronto estuve trepando a menos de diez metros de Marián, que subía como si le hubieran metido un cohete en el culo, aprovechando todos los resquicios del terreno y utilizando las huellas en la nieve de los escaladores que nos habían precedido. No pude evitar caer rendido ante el espectáculo: era como ver uno de esos superhéroes de las películas que trepaban por las fachadas de los edificios con la facilidad con la que el resto de los humanos caminamos por la calle. Mi orgullo (¿llegar después de ella? ¡Ni de broma!) salió entonces en mi ayuda, al tiempo en que mis pies buscaban la más mínima grieta para volar hacia la cima, asumiendo muchos más riesgos de los que suelo aceptar en la vida diaria. Era como si una venda negra cubriera mi entendimiento, y más aún cuando vi que ella se volvía para mirarme, y en sus ojos se había instalado esa misma mirada de desafío que puso cuando el notario nos presentó el acuerdo de divorcio: estuvo a punto de romper el papel al firmar, se diría que en lugar de bolígrafo tenía un punzón.
            Sobrepasamos por fin, ambos a la carrera, el falso llano que precede a la última pared. Marián había arrojado su mochila, yo hice lo mismo con la mía, los bastones también volaron despedidos, las gafas, el polar: todo lo que no fuera estrictamente necesario. En el momento justo de llegar al tramo final, vimos que había dos senderos claramente marcados sobre la nieve, casi paralelos: ella cogió el de la derecha, yo el de la izquierda. Los alpinistas que bajaban nos miraban con estupor, claramente indignados por la falta no ya de profesionalidad, sino incluso de sensatez que estaban demostrando aquellos dos impresentables, y luego dicen que hay accidentes, nos gritó uno, no recuerdo qué improperio le solté, Marián tampoco se mordió la lengua. Recurriendo a mis últimas reservas de energía logré sortear un tramo notablemente difícil, y agarrándome a rocas que me laceraban los dedos incluso a través de los guantes alcancé el horizonte de la cumbre dando manotazos.
            Justo frente a mí, en el otro lado de la pequeña meseta que constituía la cima, vi asomarse a Marián, quien también braceaba como un niño que intentara salir de una piscina demasiado profunda. Ambos habíamos llegado a la par, ambos nos lanzamos en una estirada felina y ambos tocamos el vértice geodésico al mismo tiempo. Cuando por fin nos incorporamos,  por entre el vaho que exhalábamos dejamos escapar, al unísono, un aullido lleno de rabia y de satisfacción, y antes de darnos cuenta estábamos abrazados y dando saltos de alegría, lo que no hacíamos desde que, casi un año antes, habíamos coronado el Aneto. Poco a poco paramos de brincar, nos miramos fijamente a los ojos, y sin hablar nos separamos unos metros el uno de la otra, ella no sé si avergonzada de la chiquillada que estábamos haciendo, yo desde luego que sí. Durante unos instantes nos quedamos parados, escuchando únicamente el viento que barría la cima, mecidos por sentimientos que no me convenía convocar. Fue el sonido de mi móvil el que nos despertó de aquel estado de trance. Mecánicamente eché mano de él, y en la pantallita se me informaba de que Belén había escrito: que os aproveche. Miré hacia abajo, y entre la bruma pude distinguir que ella y el tal Guillermo, en el recodo en que les habíamos dejado, emprendían la bajada. Cuando volví mi mirada hacia Marián vi que también ella estaba consultando su móvil. Le pregunté qué le decía ese mamarracho, y me lo enseñó.
            - Me voy con Belén a Madrid. Sois tal para cual.
            A continuación soltó una de sus carcajadas de cotorra borracha que tanta gracia me han hecho siempre, apuesto que se oyeron sus ecos por toda la sierra. Hum, pensé preocupado, será todo lo mamarracho que quieras, pero hay veces en que tiene más razón que un santo.