miércoles, 23 de septiembre de 2020

Mi amigo Héctor

                    La primera vez, cuando tras perseguirle hasta los servicios le acorralamos para hacerle una novatada, nos partimos de risa en cuanto abrió la boca: qué chaval más cachondo, dijimos todos, qué ingenioso. Gracias a ello se libró de que le pintásemos los pezones con bolígrafo, con lo difícil que es luego de quitar, el resto de los nuevos no tuvo tanta suerte. Pero según pasaban los días, al comprobar que incluso cuando le sacaban a la pizarra seguía hablando de sí mismo en tercera persona, empezamos a sospechar que era uno de esos retrasados cuyos padres venían a llorarle al Padre Higinio para que les admitieran, y que acababan rebotando de un colegio a otro como una bola de billar.

     Que quede bien claro: de retrasado no tenía nada. Siempre iba limpio y vestido con corrección, sacaba muy buenas notas y además jugaba de vicio al fútbol, lo supimos cuando se lesionó Miranda y no tuvimos más remedio que pedirle que saliera porque los de 2º de BUP nos estaban dando una paliza de escándalo. A Héctor le apetece mucho jugar, dijo quitándose el chándal con parsimonia, vosotros pasádsela a él, y Héctor ya se encarga, vale, respondimos reprimiendo la risa. Y tanto que se encargó: perdíamos dos a cero al descanso y en cuanto pisó el campo metió dos goles casi seguidos, y cuando el árbitro iba a pitar el final dio un pase maravilloso a Germán para que solo tuviera que empujarla a la red. Qué figura, recuerdo haber pensado mientras nos abrazábamos festejando la victoria. Nos vimos obligados a invitarle donde Sebas a una Coca-Cola, y de verdad que no parecía molestarle que le mirásemos como a un subnormal, Héctor es más de Pepsi, pero no pasa nada, nos sonrió, él agradece vuestra amabilidad.

            En fin, que era raro, no hay otra forma de decirlo. Pero raro gracioso, no raro como Jiménez y su manía de llamar la atención a toda costa, a qué obedecía el capricho ese de intentar suicidarte cada dos por tres solo para que le hiciésemos un poco de caso, venía con las muñecas vendadas así como pavoneándose, chaval, córtate un poco, le decíamos (qué cabrones éramos, lo reconozco). Héctor iba a lo suyo, no necesitaba de nadie, siempre te respondía como si no fuera con él con quien estabas hablando, sino con otro. Cada vez nos molestaba menos, pero, eso sí, había límites que era mejor no franquear: a los cumpleaños no le invitábamos, ni a que conociera a nuestros padres, qué necesidad había de pasarlo mal y tener que explicar eso. Él no se ofendía en absoluto, ¿lo pasasteis bien?, nos preguntaba al día siguiente con placidez, Héctor también, nos informaba, fue a un museo. Y todos tan amigos.

            Pasaron los años, fuimos a la universidad, ninguno acabamos nuestros respectivas carreras salvo él: muy apropiadamente se había matriculado en traducción e interpretación, y por lo visto era muy bueno, no tenía que hablar nunca de sí mismo y eso supongo que le evitaría malentendidos. Casi todos los de la panda nos casamos, él no. Pero contra lo que nos temíamos, Héctor empezó a tener mucho éxito con las chicas: creían que lo suyo era una estratagema para ligar, y bien que le funcionaba, cada mes yo le veía con una distinta. Eso sí, una vez coincidí en un bar con una que no me acuerdo de su nombre (¿Eva? ¿Bea?), lo habían dejado un par de años antes y me reconoció. Estuvo muy amable, me preguntó por todos los de la panda, pero a mí solo me interesaba saber una cosa: ¿Por qué rompisteis? ¿Por qué rompéis todas con Héctor? Ella bebió un trago largo de su copa, luego suspiró: era como estar con un ventrílocuo, no sabías si te lo estabas follando a él o a su muñeco. Supuse que tenía razón, algo de eso había (luego le propuse que me invitara a subir a su casa pero no hubo suerte, lo atribuí a que seguía enamorada de Héctor, o por lo menos eso me interesó creer).

          El caso es que nosotros sí que seguíamos viéndole, ya nos habíamos acostumbrado a sus excentricidades. Bueno, mejor dicho, a su excentricidad. Porque, por lo demás, era perfectamente normal, hasta anodino. De alguien así te esperas, yo qué sé, que vista con chilaba por la calle, o que tenga veinte gatos, pero qué va: era imposible concebir un ciudadano más cuidadoso y formal, hasta se prestaba gustoso a ser presidente de la comunidad de vecinos, con eso lo digo todo.

            Así iban las cosas hasta que me pasó aquello. Estoy harto de contarlo, pero creo que es necesario: una noche de lluvia salí de casa un poco quemado de mis movidas conyugales, me apetecía tomarme una copa y de repente encontré un pub medio escondido y me metí, dentro estaba todo oscuro, cómo iba a saber yo que era un prostíbulo y había menores de edad, no se veía una mierda. Y dio la casualidad que esa misma noche vino la policía a hacer una redada, que de verdad parece que me ha mirado un tuerto, y no sé por qué una de las niñas empezó a gritar que yo me había acostado con ella, juró y perjuró que yo era un habitual, sigo sin entender a qué vino esa sarta de mentiras. El caso es que me obligaron a ir a juicio y me pusieron una multa, cómo entiendo a esos que dicen que la justicia es un sindiós. Pero lo peor fue que mi mujer me dejó por pederasta (la muy bruja me la tenía guardada desde hacía mucho tiempo), y me echaron del trabajo para que no les asociaran con un pervertido como yo. Incluso mis amigos, y eso sí que me dolió, me dieron la espalda.

            Bueno, no todos. Tres días apenas después de la sentencia Héctor vino a casa, me miró a la cara fijamente, me dio un abrazo de oso y me dijo: él te cree. Me puse a llorar como un niño, no quería soltarme de entre sus brazos, allí me sentía querido, me sentía comprendido. Hasta estuve a punto de confesarle la verdad, pero al final me recompuse. Venga, me dijo palmeándome la espalda, invita a Héctor a una copa, dejé que me pusiera el abrigo con mimo, ya verás como él te ayuda a olvidar esta pesadilla.

     Poco a poco se fue estableciendo una rutina entre nosotros: quedábamos un par de veces por semana, íbamos a cenar a un chino (el propietario no entendía casi español, dudo mucho que se enterara de la peculiaridad de mi amigo), luego nos tomábamos una copa o dos en un bar muy iluminado en plena Gran Vía, él me hablaba del trabajo o de sus cada vez más esporádicas novias, las tías están medio locas, me decía, Héctor está a esto de hacerse gay, yo me reía, y hasta la próxima cita. Solo dejamos de salir los meses que tuvo de recuperación tras el infarto, yo iba a su casa a verle, no te preocupes por él, que ese nos entierra a todos, me informaba. Lo pasábamos bien juntos, creo.

            Ya acabo: a pesar de lo desastre que soy para estas cosas (lo voy dejando todo para el día siguiente), hicimos el papeleo a tiempo, y por eso ahora estamos en la misma residencia, tuve que remover Roma con Santiago pero mereció la pena. Las enfermeras se ríen mucho con Héctor, les hace gracia su forma de hablar, supongo que pensarán que es una de las manifestaciones del Alzheimer, ojalá todas fueran tan benignas, afirman complacidas. Hay veces en que para liar más la cosa yo también habló de mí mismo en tercera persona, las enfermeras se parten con nosotros dos. Hace unos días me sorprendí mirándole con cariño, como se mira a un viejo sillón o a la tumba de tus padres: ya sé que está como una cabra, joder, pero es mi amigo.

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