domingo, 4 de octubre de 2020

"Los europeos: tres vidas y el nacimiento de la cultura cosmopolita", de Orlando Figes (Ed. Taurus)


       Adicto como soy a las frases efectistas empezaré diciendo que, tras haber transcurrido las dos primeras décadas del trcer milenio, Europa se ha resignado a interpretar en la Gran Tragicomedia Mundial a uno de esos maravillosos secundarios  wildeianos, ese que declama las réplicas más ingeniosas y decadentes mientras bebe cócteles exóticos con inigualable donosura, pero que abandona discretamente las tablas cuando las cosas se ponen densas en el tercer acto, dejando que Norteamérica y China (los indiscutidos protagonistas) se apoderen de la escena final. Ya puestos, seguiré con la imagen teatral: hubo un tiempo en que nuestro continente monopolizaba los papeles de galán, y a esa época casi mítica dedica el inglés Orlando Figes su “Los europeos: tres vidas y el nacimiento de la cultura cosmopolita” (Ed. Taurus), la detallada y apasionante crónica de cómo las culturas nacionales se entrelazaron durante el s. XIX, trascendiendo de sus fronteras y creando ese deslumbrante monumento intelectual al que llamamos Europa, en cuyas espléndidas ruinas aún vivimos confortablemente, esperando a que los malditos bárbaros (¡qué informales son!) lleguen de una vez.

Orlando Figes
     Arrancando en los rescoldos aún abrasadores de la derrota napoleónica, Figes nos conduce (con la amenidad propia de los historiadores anglosajones) por una Europa que abandona las certidumbres del ancièn regime para entregarse sin nostalgia a los brazos de la modernidad. Resulta revelador la importancia que da el autor a las innovaciones materiales a la hora de acelerar un proceso que solo se detendrá a tomar aliento con la Primera Guerra Mundial. En especial, la aparición y posterior omnipresencia del ferrocarril ejerce como el más eficaz allanador de barreras (tanto mentales como físicas) que jamás haya conocido la humanidad. El coche privado o el ostentoso avión no alcanzarían, ni de lejos, el valor simbólico que tuvo el tren a la hora de unir ciudades, ideas y personas. Y qué Europa era aquella: por las páginas del libro transitan creadores como Flaubert, Wagner, Dickens, Monet, Verdi, George Sand, Chopin, Tolstoi, Zola y un largo etcétera de luminarias que fueron convergiendo esfuerzos para, sin renunciar a sus particularidades nacionales (incluso locales), establecer lo que hoy groseramente llamaríamos la Marca Europa: un sinónimo de refinamiento, audacia moderada, respeto de los derechos humanos, apuesta por la justicia social y sublime altura artística. Una Marca cuyo prestigio iluminó al mundo durante décadas, y que hoy está estigmatizada por todas aquellas ideologías que llevan el resentimiento como bandera (no me hagáis hablar de ellas, que me enciendo).

Pauline Viardot
      Pero, de la misma forma en que “Los europeos…” puede gozosamente leerse como un ensayo cultural de primera clase, también puede disfrutarse como una novela de no ficción sobre una de las más sutiles y emocionantes historias románticas que uno recuerda. Figes tiene el acierto de vehicular su libro sobre tres personas bigger than life, como dicen los ingleses: el empresario y agitador cultural francés (por utilizar un término actual) Louis Viardot; su esposa, la cantante de ópera española Pauline Viardot (née Pauline García); y el escritor ruso Iván Turguénev. A lo largo de las numerosas páginas del libro iremos viendo cómo los tres protagonistas, en sus respectivos campos de actuación, van tendiendo puentes entre las distintas culturas nacionales, ignorando con desdén a los defensores de las esencias. Pero además de su faceta pública, Louis, Pauline e Iván nos permiten asomarnos a su muy particular menage à trois, demostrando que, en todas las cuestiones que afectan a la geometría variable de la alcoba, los franceses siempre han ido muchos años por delante de los demás. Qué inteligencia desprende ese marido que antepone su cariño fraternal y su admiración artística a su rancio honor a la hora de permitir que su mujer sea feliz, y qué delicadeza la de ese amante que cuida y respeta a ese marido tan remiso a esa estupidez del amour fou, y qué sabiduría la de esa mujer que resuelve la ecuación y dictamina que (toma nota, Bambino) se puede amar a dos personas a la vez y no estar loco. Estos tiempos nuestros, tan puros, tan integristas, les hubiera condenado por hipócritas, o por sibilinos, o por heterochungos, pero el que firma estas líneas no puede sino expresar su admiración por aquellos Cupidoadictos que, a lo largo de los siglos, han trazado su propio camino sin atender a reglas o a furiosos inquisidores. Por favor, no volváis a confundir romanticismo con una cena con velas o con un anillo de diamantes: para saber lo que de verdad es eso, leed “Los europeos…”, y quedaos con las intangibles miradas y los silencios cargados de significado que se dedicaban Louis, Pauline e Iván. 

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