Adicto como soy a las frases efectistas empezaré diciendo que, tras haber transcurrido las dos primeras décadas del trcer milenio, Europa se ha resignado a interpretar en la Gran Tragicomedia Mundial a uno de esos maravillosos secundarios wildeianos, ese que declama las réplicas más ingeniosas y decadentes mientras bebe cócteles exóticos con inigualable donosura, pero que abandona discretamente las tablas cuando las cosas se ponen densas en el tercer acto, dejando que Norteamérica y China (los indiscutidos protagonistas) se apoderen de la escena final. Ya puestos, seguiré con la imagen teatral: hubo un tiempo en que nuestro continente monopolizaba los papeles de galán, y a esa época casi mítica dedica el inglés Orlando Figes su “Los europeos: tres vidas y el nacimiento de la cultura cosmopolita” (Ed. Taurus), la detallada y apasionante crónica de cómo las culturas nacionales se entrelazaron durante el s. XIX, trascendiendo de sus fronteras y creando ese deslumbrante monumento intelectual al que llamamos Europa, en cuyas espléndidas ruinas aún vivimos confortablemente, esperando a que los malditos bárbaros (¡qué informales son!) lleguen de una vez.
Arrancando en los rescoldos aún
abrasadores de la derrota napoleónica, Figes nos conduce (con la amenidad
propia de los historiadores anglosajones) por una Europa que abandona las
certidumbres del ancièn regime para
entregarse sin nostalgia a los brazos de la modernidad. Resulta revelador la
importancia que da el autor a las innovaciones materiales a la hora de acelerar
un proceso que solo se detendrá a tomar aliento con la Primera Guerra Mundial.
En especial, la aparición y posterior omnipresencia del ferrocarril ejerce como
el más eficaz allanador de barreras (tanto mentales como físicas) que jamás
haya conocido la humanidad. El coche privado o el ostentoso avión no
alcanzarían, ni de lejos, el valor simbólico que tuvo el tren a la hora de unir
ciudades, ideas y personas. Y qué Europa era aquella: por las páginas del libro
transitan creadores como Flaubert, Wagner, Dickens, Monet, Verdi, George Sand,
Chopin, Tolstoi, Zola y un largo etcétera de luminarias que fueron convergiendo
esfuerzos para, sin renunciar a sus particularidades nacionales (incluso
locales), establecer lo que hoy groseramente llamaríamos la Marca Europa: un
sinónimo de refinamiento, audacia moderada, respeto de los derechos humanos,
apuesta por la justicia social y sublime altura artística. Una Marca cuyo
prestigio iluminó al mundo durante décadas, y que hoy está estigmatizada por
todas aquellas ideologías que llevan el resentimiento como bandera (no me
hagáis hablar de ellas, que me enciendo).Orlando Figes
Pauline Viardot
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