Ácrata: qué
bonita palabra. “Ni dios, ni amo, ni estado”, vi pintar en un muro cerca de la
fábrica Roca, con soñadora caligrafía, a un barbudo con apretados pantalones de
campana, atuendo que se demostró poco idóneo cuando a continuación tuvo que
salir pitando delante de los grises, le hostiaron hasta en el cielo de la boca.
Hoy ya no se lleva la acracia: todos somos demasiado serios, demasiado
solidarios, estamos demasiado indignados. Pero hubo unos años, en aquella
transición hoy tal maltratada, en los que los anhelos revolucionarios no eran
incompatibles con el sentido del humor, con la ironía, con la arraigada
convicción de que la risa es más disolvente que los cócteles molotov. Cualquier
adolescente que se asomara a la vida por entonces (uno que fuera, yo qué sé,
feúcho y entusiasta, y que soñara con escribir poemas y al mismo tiempo militar
en un conjunto de punk-rock, por ejemplo, y que viviera en una ciudad no lejos
de Madrid famosa por sus almendras garapiñadas y sus muchos conventos) no podía
por menos que ojear fascinado “El Víbora”, o escuchar en la radio al Mariscal
Romero, o leer vorazmente la miríada de revistas y fanzines (lo que entonces se
llamaba la prensa underground o contracultural) que te demostraban que
el mundo era algo mucho más enriquecedor que estudiar una carrera y encontrar
un empleo.
Una de esas revistas era “Madrid me Mata” (MmM), una de las
innumerables intentonas de Moncho Alpuente para convertir un país gris poblado
de oficinistas en una lisérgica explosión de colores. Creo que aún conservo
varios números por casa, con aquel formato apaisado tan singular, junto con ejemplares
de “Ajoblanco”, “Sal Común”, “Vibraciones” y otras flores de la época. Muchos de
los artículos hoy en día serían sencillamente irreproducibles: nos hemos vuelto
demasiado pejigueros, nuestra piel es tan fina como gruesa es nuestra capacidad
para sentirnos ultrajados por cualquier comentario mínimamente humorístico. Sí,
todos afirmamos ser Charlie, excepto
cuando es a nosotros (o a los nuestros,
o a nuestra sacrosanta identidad) a quien se pone en solfa, entonces todos
somos Coulibali.
Pero Moncho no
fue solamente un periodista: fue uno de los primeros agitadores culturales,
tanto en los mundos del teatro como en la literatura y la música. Ya en los
amenes de la oprobiosa fundó algunos de los grupos más corrosivos e
iconoclastas de la historia musical española: Las Madres del Cordero, al que siguió otra banda, también de nombre
delirante: Desde Santurce a Bilbao Blues
Band. Eran buenos tiempos para el humorismo musical: más o menos por
entonces surgirían La Charanga del Tío
Honorio y Desmadre 75, en
Cataluña ya triunfaban La Trinca, y, unos años después, la Orquesta Mondragón alcanzaría el cielo con su mezcla de cabaret y
surrealismo. Las Madres… tuvieron el
único éxito entre muchas comillas que puede atribuírsele a Moncho: la impagable
“Adelante hombre del 600”, gloriosa
burla del españolito medio, ese que renunció a sus ideales democráticos a
cambio de poseer esa perfecta máquina automovilística con la que identificamos
el desarrollismo hispano.
Pero de repente vino
la movida: todo el mundo se volvió moderno, todo el mundo se tiñó el pelo, todo
el mundo se infantilizó. A consecuencia de esa brusca mutación cultural, el
frágil entramado musical construido hasta entonces por el antifranquismo se fue
al garete, y los cantautores volvieron a sus clases de Lengua y Literatura en
los Institutos de Segunda Enseñanza. Pero Moncho, un superviviente al fin y al
cabo, supo olfatear los tiempos, y sin perder mordacidad se recicló en otro
grupo de nombre no menos ingenioso (Moncho Alpuente
y los Kwai), con los que obtuvo algún éxito menor (“Carolina querida”). A partir de ese momento, y sin renunciar a
puntuales incursiones musicales, Moncho se concentró en su faceta periodística y
humorística. El que esto suscribe recuerda las panzadas a reír que le produjo El País Imaginario, aquella disparatada
separata que, hacia 1985, empezó a publicar en El País, y que duró unos años. Sé que puede sonar a retruécano
literario, pero hoy en día aquellas noticias inventadas por Moncho y su equipo
no tendrían cabida en “el diario global en español”, por la sencilla razón de que el periódico
de Cebrián y sus secuaces ya hace mucho tiempo que se dedica de pleno al
periodismo imaginario, tal y como hemos comprobado con el feo affaire del acoso
y derribo de Tomás Gómez.
Pero estábamos
hablando de Moncho Alpuente. Sí, ya sé que he titulado este artículo / réquiem
/ homenaje / cosa como “El último ácrata”. ¿De verdad lo es? Murieron Agustín
García Calvo, el Maestro Reverendo e Iván Zulueta, Sisa y Pau Riba están
desaparecidos en combate, no sé nada de Nazario ni del Mariscal Romero ni de
Chicho Sánchez Ferlosio, Sabina está abotargado por su propio éxito, Gonzalo
García Pelayo hace mucho que ha abandonado su vertiente contracultural para
dedicarse al muy lucrativo hobby de reventar casinos, Lluis Llach se ha
convertido en requeté catalanista… Únicamente Krahe sigue dale que te pego,
fiel a su ideario antidogmático y sandunguero. Uf, pues va a ser que sí: la
cantera ácrata ya hace tiempo que no produce frutos apreciables. Y por si a
alguno de mis muy improbables lectores se le pasa por las mientes que Podemos
podría aglutinar a los ácratas supervivientes, le recuerdo que una de las
obsesiones de Pablo Iglesias y su gente es el poder, concepto que a un
verdadero ácrata le ha de provocar sarpullidos sin freno.
En fin, Moncho,
no tengo mucho más que decirte. Aquel adolescente feúcho y entusiasta que devoraba
tus fanzines y tus canciones allá por los primeros ochenta ya no es un
adolescente, y mentiría si te dijera que he hecho de la acracia un modo de vida
(¡hasta estoy pagando una hipoteca!): muy a mi pesar me he dejado devorar por
el odioso establishment. Pero a veces
(esto que quede entre nosotros) se me enturbia la cabeza y me pongo melancólico,
intuyo que hay otra vida por ahí que se nos escapa, más libre, más auténtica. Sin
ir más lejos, la otra noche, cuando estaba cenando en uno de esos restaurantes
tecnoemocionales tan caros que últimamente frecuento, al mirar fijamente la
pijada que iba a comerme me di cuenta de lo muy gilipollas que nos estamos
volviendo todos. Pedí educadamente permiso para ir un momento al baño, y al
llegar allí cerré el pestillo, comprobé que no me veía nadie, saqué un
bolígrafo que siempre llevo conmigo y escribí en la pared “Ni dios, ni amo, ni
estado”. No creo que sirva de mucho, la verdad, pero te juro que salí del baño
con una sonrisa de oreja a oreja.
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