sábado, 21 de marzo de 2015

El último ácrata

Ácrata: qué bonita palabra. “Ni dios, ni amo, ni estado”, vi pintar en un muro cerca de la fábrica Roca, con soñadora caligrafía, a un barbudo con apretados pantalones de campana, atuendo que se demostró poco idóneo cuando a continuación tuvo que salir pitando delante de los grises, le hostiaron hasta en el cielo de la boca. Hoy ya no se lleva la acracia: todos somos demasiado serios, demasiado solidarios, estamos demasiado indignados. Pero hubo unos años, en aquella transición hoy tal maltratada, en los que los anhelos revolucionarios no eran incompatibles con el sentido del humor, con la ironía, con la arraigada convicción de que la risa es más disolvente que los cócteles molotov. Cualquier adolescente que se asomara a la vida por entonces (uno que fuera, yo qué sé, feúcho y entusiasta, y que soñara con escribir poemas y al mismo tiempo militar en un conjunto de punk-rock, por ejemplo, y que viviera en una ciudad no lejos de Madrid famosa por sus almendras garapiñadas y sus muchos conventos) no podía por menos que ojear fascinado “El Víbora”, o escuchar en la radio al Mariscal Romero, o leer vorazmente la miríada de revistas y fanzines (lo que entonces se llamaba la prensa underground o contracultural) que te demostraban que el mundo era algo mucho más enriquecedor que estudiar una carrera y encontrar un empleo. 

Una de esas revistas era “Madrid me Mata” (MmM), una de las innumerables intentonas de Moncho Alpuente para convertir un país gris poblado de oficinistas en una lisérgica explosión de colores. Creo que aún conservo varios números por casa, con aquel formato apaisado tan singular, junto con ejemplares de “Ajoblanco”, “Sal Común”, “Vibraciones” y otras flores de la época. Muchos de los artículos hoy en día serían sencillamente irreproducibles: nos hemos vuelto demasiado pejigueros, nuestra piel es tan fina como gruesa es nuestra capacidad para sentirnos ultrajados por cualquier comentario mínimamente humorístico. Sí, todos afirmamos ser Charlie, excepto cuando es a nosotros  (o a los nuestros, o a nuestra sacrosanta identidad) a quien se pone en solfa, entonces todos somos Coulibali.

Pero Moncho no fue solamente un periodista: fue uno de los primeros agitadores culturales, tanto en los mundos del teatro como en la literatura y la música. Ya en los amenes de la oprobiosa fundó algunos de los grupos más corrosivos e iconoclastas de la historia musical española: Las Madres del Cordero, al que siguió otra banda, también de nombre delirante: Desde Santurce a Bilbao Blues Band. Eran buenos tiempos para el humorismo musical: más o menos por entonces surgirían La Charanga del Tío Honorio y Desmadre 75, en Cataluña ya triunfaban La Trinca, y, unos años después, la Orquesta Mondragón alcanzaría el cielo con su mezcla de cabaret y surrealismo. Las Madres… tuvieron el único éxito entre muchas comillas que puede atribuírsele a Moncho: la impagable “Adelante hombre del 600”, gloriosa burla del españolito medio, ese que renunció a sus ideales democráticos a cambio de poseer esa perfecta máquina automovilística con la que identificamos el desarrollismo hispano.
Pero de repente vino la movida: todo el mundo se volvió moderno, todo el mundo se tiñó el pelo, todo el mundo se infantilizó. A consecuencia de esa brusca mutación cultural, el frágil entramado musical construido hasta entonces por el antifranquismo se fue al garete, y los cantautores volvieron a sus clases de Lengua y Literatura en los Institutos de Segunda Enseñanza. Pero Moncho, un superviviente al fin y al cabo, supo olfatear los tiempos, y sin perder mordacidad se recicló en otro grupo de nombre no menos ingenioso (Moncho Alpuente y los Kwai), con los que obtuvo algún éxito menor (“Carolina querida”). A partir de ese momento, y sin renunciar a puntuales incursiones musicales, Moncho se concentró en su faceta periodística y humorística. El que esto suscribe recuerda las panzadas a reír que le produjo El País Imaginario, aquella disparatada separata que, hacia 1985, empezó a publicar en El País, y que duró unos años. Sé que puede sonar a retruécano literario, pero hoy en día aquellas noticias inventadas por Moncho y su equipo no tendrían cabida en “el diario global en español”, por la sencilla razón de que el periódico de Cebrián y sus secuaces ya hace mucho tiempo que se dedica de pleno al periodismo imaginario, tal y como hemos comprobado con el feo affaire del acoso y derribo de Tomás Gómez.
Pero estábamos hablando de Moncho Alpuente. Sí, ya sé que he titulado este artículo / réquiem / homenaje / cosa como “El último ácrata”. ¿De verdad lo es? Murieron Agustín García Calvo, el Maestro Reverendo e Iván Zulueta, Sisa y Pau Riba están desaparecidos en combate, no sé nada de Nazario ni del Mariscal Romero ni de Chicho Sánchez Ferlosio, Sabina está abotargado por su propio éxito, Gonzalo García Pelayo hace mucho que ha abandonado su vertiente contracultural para dedicarse al muy lucrativo hobby de reventar casinos, Lluis Llach se ha convertido en requeté catalanista… Únicamente Krahe sigue dale que te pego, fiel a su ideario antidogmático y sandunguero. Uf, pues va a ser que sí: la cantera ácrata ya hace tiempo que no produce frutos apreciables. Y por si a alguno de mis muy improbables lectores se le pasa por las mientes que Podemos podría aglutinar a los ácratas supervivientes, le recuerdo que una de las obsesiones de Pablo Iglesias y su gente es el poder, concepto que a un verdadero ácrata le ha de provocar sarpullidos sin freno.
En fin, Moncho, no tengo mucho más que decirte. Aquel adolescente feúcho y entusiasta que devoraba tus fanzines y tus canciones allá por los primeros ochenta ya no es un adolescente, y mentiría si te dijera que he hecho de la acracia un modo de vida (¡hasta estoy pagando una hipoteca!): muy a mi pesar me he dejado devorar por el odioso establishment. Pero a veces (esto que quede entre nosotros) se me enturbia la cabeza y me pongo melancólico, intuyo que hay otra vida por ahí que se nos escapa, más libre, más auténtica. Sin ir más lejos, la otra noche, cuando estaba cenando en uno de esos restaurantes tecnoemocionales tan caros que últimamente frecuento, al mirar fijamente la pijada que iba a comerme me di cuenta de lo muy gilipollas que nos estamos volviendo todos. Pedí educadamente permiso para ir un momento al baño, y al llegar allí cerré el pestillo, comprobé que no me veía nadie, saqué un bolígrafo que siempre llevo conmigo y escribí en la pared “Ni dios, ni amo, ni estado”. No creo que sirva de mucho, la verdad, pero te juro que salí del baño con una sonrisa de oreja a oreja.            

No hay comentarios:

Publicar un comentario