jueves, 12 de marzo de 2015

Estampas británicas. Nº 1: Christopher Hitchens

       Es curioso: a pesar de considerarme ateo, me causa cierto desasosiego determinados ataques a la Iglesia Católica o al Cristianismo en general. No me refiero a esa inquina burda, propia de tertulias de bar, del que asegura que todos los curas son pederastas y que la jerarquía eclesiástica está formada por una panda de retrógrados oscurantistas que aspiran a vivir sin hacer nada útil gracias a nuestros impuestos. Intuyo que atacar a la Iglesia, hoy en día, es buscarse un adversario torpe y sin reflejos, al que su propio boato y el espesor de sus dogmas imposibilitan para devolver los sarcasmos y las puyas que le vienen encima.

         No seré yo quien defienda a la multinacional más eficaz de los últimos dos mil años (de eso ya se encargan los apolillados columnistas del ABC, el diario de las grapas equidistantes), pero, en mí nada modesta opinión, dedicar tiempo y esfuerzo a desgarrarnos las túnicas ante los ultramontanos dicterios de la Curia Romana tiene más que ver con nuestra necesidad de reafirmar una tambaleante identidad izquierdista (zurrar a la Iglesia te permite recuperar los puntos que perdiste de tu carnet de progre cuando te compraste esa desaforada televisión de plasma) que con una supuesta alarma por un regreso a los años de la frailocracia. Llamadme frívolo si queréis, pero estimo que ante las encíclicas del Papa y ante las tronituantes opiniones de nuestra castiza Conferencia Episcopal hay que comportarse como lo hacemos con esos enajenados que nos juran haber sido abducidos por visitantes del planeta X-25, del que han regresado con la conciencia expandida: nos reímos blandamente de su locura, no nos atrevemos a llevarles la contraria, hasta les preguntamos si en X-25 el IVA es más reducido que en el nuestro, pero nos abstenemos de ensañarnos con ellos, bastante tienen con lo suyo.

      ¿Y a qué venía todo esto? Ah, sí: como ya he explicado, me resulta ligeramente / bastante démodé que se critique a la Iglesia, ya que es lo mismo que censurar a la navegación a vapor por ser excesivamente lenta, o escandalizarse ante la ineficacia de los sacrificios rituales como método para atajar las epidemias. Por eso, reconozco que abrí con cierta prevención, allá por el verano de 2009, el libro que me descubrió a Christopher Hitchens: “dios no es bueno”. Apenas conocía la reputación del polemista británico, pero a medida que atravesaba las páginas del ensayo se me antojó que la indudable brillantez expositiva del autor y su vigoroso uso del lanzallamas se desperdiciaban en una presa menor. Sin necesidad de tanta erudición, cualquier comecuras de provincias hubiera llegado a la misma conclusión de que las instituciones religiosas son un bochornoso anacronismo en la (supuesta) edad de la razón. Para este viaje no hacía falta alforjas, podría haber dicho cualquier adicto a las frases hechas.

         Pero lo uno no quita lo otro. Al terminar el libro comprobé que, además de ser un polemista de primera, Hitchens entroncaba en la tradición británica de los grandes ensayistas políticos, cuyo representante más eximio es Orwell, pero que en estas últimas décadas ha suministrado una serie de nombres a los que agradezco que, con sus libros, hayan intentado convertirme en alguien menos ignorante: Hobsbawn, Judt, Robin Lane Fox, Peter Watson, Niall Ferguson, incluso nuestro Ian Gibson. Pensadores a los que no les importa cargar con el desdoro de escribir con claridad, algo para lo que parecen genéticamente incapaces toda esa patulea de sacamuelas franceses (Lyotard, Debord, Bordieau) a los que he leído sin entender ni papa (con Foucault ni lo he intentado). Hum, musité al cerrar “dios no es bueno”, habrá que darle otra oportunidad al autor.

         Y como soy hombre de palabra, en el verano de 2011, junto a los acantilados de Cadavedo, me adentré en “Amor, pobreza y guerra”, una recopilación de artículos en los que, en su mayor parte, Hitchens defendía y argumentaba su toma de postura a favor de la última (por el momento) Guerra del Golfo, la invasión norteamericana de Irak que condujo al ajusticiamiento final de Sadam Hussein. A decir verdad, conforme leía el libro no tuve la impresión de que el autor estuviera defendiéndose: más justo sería decir que arremetía a toda máquina contra todos aquellos que habían adoptado la decisión contraria. Aunque no todos los artículos me interesaron por igual (algunos exigían un conocimiento exhaustivo de los meandros de la política estadounidense), aprecié en su justa medida que el autor tuviese la valentía de adoptar una postura tan poco popular, y que desplegase para ello una capacidad de argumentación tan formidable como para llegar a erosionar algunos de los sillares sobre los que se asienta mi inveterado pacifismo. Al cerrar el libro, a pesar de todo, permanecí fiel a mi negativa a la guerra (buen intento, Mr. Hitchens, pero no), embargado por la íntima satisfacción de comprobar que no hay lectura más productiva y estimulante que aquella que nos pone a prueba, de la misma forma en que nada existe más pernicioso que limitar nuestra dieta intelectual a aquellos libros destinados únicamente a reforzar nuestras certezas. A partir de aquel momento, y por mucho que sus detractores se empeñasen en calificarle como neoconservador y belicista, Christopher Hitchens contaba con un (devoto) lector más.

        Ya estamos en marzo de 2013, fecha en la que tiene lugar mi tercera y definitiva aproximación al universo hitchensiano: su esperada autobiografía “Hitch-22” ha entrado directamente al selecto grupo que forman aquellas obras que, más pronto que tarde, habré de releer. Dando por descontados la brillantez y el brío marcas de la casa, estas memorias (adecuadamente subtituladas “Confesiones y contradicciones” en su traducción española) ejemplifican de forma harto gráfica esa voltereta que ha dado la historia de las ideas políticas en los últimos cuarenta años, durante los cuales el formidable huracán que soplaba desde la izquierda en los años sesenta ha ido perdiendo paulatinamente vigor, para convertirse en la actualidad en un no menos abrumador tsunami (con rachas que va de lo alarmante a lo muy alarmante) y que sopla sin obstáculos desde lo más profundo de la derecha económica. ¿Quiere esto decir que, a lo largo de su vida, Hitchens traicionó sus ideales progresistas para (¡vade retro, Satanás!) mutar en adalid del neoconservadurismo más recalcitrante? A ver, no seamos simples, escondamos ese pequeño (¡qué coño pequeño: enorme!) Torquemada que dormita dentro de cada español y pensemos un poco con la cabeza.

       Hace ya tiempo leí, no sé dónde y dicho por no sé quién (esta maldita manía que tengo de no apuntar las cosas) un aserto que me hizo reflexionar: “El que de joven no es de izquierdas, no tiene corazón; el que de mayor no es de derechas, no tiene cerebro”. Las casi quinientas páginas de “Hitch-22” nos ayudan a bucear dentro de esa elegante paradoja. En el capítulo adecuadamente titulado: “¿Declive, mutación o metamorfosis?”, el autor recuerda un párrafo de su contemporáneo y amigo Julian Barnes, en el que se habla de “el giro ritual a la derecha” por el que han de pasar, indefectiblemente, todos aquellos que, en algún momento de su vida, se autodefinieron como izquierdistas, progresistas o incluso revolucionarios. Glups: ¿es así de fácil? ¿así de irremediable? ¿estamos ante una ley cuasibiológica, como la alopecia o la menopausia? Más importante aún: ¿me volveré yo de derechas? ¿Empezarán a gustarme los polos con la banderita de España, los toros, el despido libre, la xenofobia… en definitiva, todos los tópicos con los que se asocia tal opción política? Peor aún: ¿abjuraré de mi apasionada militancia rojiblanca y me pasaré al lado blanco de la Fuerza? Uf, me está dando un sofoco, necesito echarme agua en la cara…

        En fin, aparquemos la ironía, lenguaje que (a pesar de haber sido llevado a lo más alto por nuestro compatriota Cervantes) es comprendido en España aún peor que el inglés. En el manido debate izquierda / derecha, en lugar de descalificar a todos aquellos que cuestionan los anticuados mapas por los que nos regimos, deberíamos buscar cartógrafos que nos indicasen dónde está la una y dónde está la otra. Deberíamos incluso arriesgarnos a descubrir que ambos continentes, antaño en las antípodas el uno del otro, hoy están más próximos de lo que nos conviene admitir. En política, saber dónde están las ideas es mucho más importante que saber dónde están las personas. Hora es ya de que acabemos con esta ficción que alimenta las fantasías de muchos de los guardianes de la ortodoxia, que afirman que la izquierda está donde están ellos. Si eso no es egocentrismo (o, para ser exactos, egoizquierdismo), que venga el Che Guevara y lo vea.

       Pues bien, en “Hitch-22” el polemista británico se convierte en autorizado dragomán de este viaje en busca de la verdad, aún a costa de dibujar el mapa sobre jirones de su propia piel. El lector asiste a una revisión minuciosa y sin reservas de todos y cada uno de los fundamentos de la izquierda occidental, eviscerados por la formidable energía intelectual del apasionado Hitchens, comprobando que es posible mantener la coherencia siendo al mismo tiempo partidario de la Guerra del Golfo y furibundo detractor de todo tipo de religiones. Al lado de tal proeza, la cuadratura del círculo es un juego de niños.  

    Bueno, bueno, maticemos: a pesar de mantenerse inmune al atractivo de las religiones, hay circunstancias que incluso a alguien tan radical como Hitchens no le pueden dejar indiferente. Cuando se entera, ya largamente entrado en la madurez, de que su familia posee sangre judía, su reacción refleja (una vez más) todas las contradicciones que atenazan a la izquierda occidental. Será el novelista Martin Amis quien, informado de la nueva condición de su amigo, escenifique la incapacidad patológica de su entorno para enfrentarse desprejuiciadamente al llamado conflicto de Oriente Medio: Amis reconoce sin ambages tener envidia de su camarada, pues, de golpe y porrazo, ha adquirido una especie de aureola de trascendencia, un sello de intangibilidad histórica con el que la inteligencia occidental ha envuelto a todo lo que tenga que ver con la tan traída y llevada Cuestión Judía, y que podría resumirse con la siguiente aporía: ¿Qué partido tomar en una guerra en la que las dos partes se proclaman (y las proclamamos) víctimas? Una muestra sangrante de que, hoy en día, abundan los problemas políticos que ni siquiera alguien tan libre como Hitchens puede abordar sin desprenderse de sus anteojeras ideológicas.

            Pero además de un vademécum de la confusión política contemporánea, “Hitch-22” es una autobiografía, la transcripción literaria y forzosamente subjetiva de una vida. Y aunque en algún momento puede caer en la tentación del namedropping, no podemos por menos que reconocer que estamos ante un relato lleno de brío y pasión, desbordante de ese patrimonio inmaterial de la humanidad que conocemos como humor inglés. Como cada uno tenemos nuestras obsesiones, permitidme que reproduzca un párrafo que me hizo singular gracia, y en el que Hitchens nos cuenta su tonificante dieta alcohólica:

            “(…) En torno a las doce y media, un buen trago del reconstituyente del señor Walker, mezclado con agua de Perrier (un sistema ideal) y sin hielo. A la hora de comer, quizá media botella de vino tinto: no siempre más, pero nunca menos. Después vuelvo a la mesa, preparado para repetir el tratamiento en la comida de la noche (…) Las copas dependen de lo bien que haya ido el día, pero siempre el combinado de antes: nada de enredar con ginebra aquí y vodka allá (…)”

            ¿Por qué los intelectuales españoles (con la gozosa excepción de Fernando Savater) lucen tan sosos, tan pálidos, tan monaguillescos en comparación con el dionisíaco Hitchens? Encerrados en sus cómodas certezas, nuestros reconcentrados compatriotas se muestran más preocupados por mantener a toda costa su estatus libertario, guardándose de adentrarse en excursiones ideológicas por terrenos pantanosos. Aterrados ante la posibilidad de ser motejados como chaqueteros, traidores o (directamente) fascistas, nuestros pensadores, en lugar de intentar atraer con sus escritos a nuevos adeptos para la causa, prefieren recolectar el aplauso fácil de los suyos, gracias a lo cual los periódicos están plagados de artículos terroríficamente banales y retóricos, cuidadosamente pergeñados para evitar herir cualquier tipo de sensibilidad, especialmente aquellas que provienen de una minoría (y hoy en día todos nos refugiamos en una). Eso sí, cuando por fin deciden salir de su refugio es peor, pues, como hacía Tarzán con las lianas, solo sueltan una ortodoxia para aferrarse a otra, tal y como demuestra la hornada de antiguos ultraizquierdistas que hoy en día publicitan desde jugosas tribunas (Roma sí paga traidores) las excelencias del libre mercado.

            Apenas unos meses después de dejarme embriagar por la estimulante lectura de “Hitch-22”, su autor fallecía en Texas a la improbable edad de 62 años, víctima de un cáncer. La prensa se ocupó con profusión de su dolorosa agonía, quizás esperando una retractación en su firme rechazo de la religión. Hitchens no solo eludió con elegancia las trampas de la fe, sino que se convirtió en una mezcla de apóstol y mártir de la causa del ateísmo (tal y como atestiguan los numerosos debates en los que intervino, y que hoy pueden encontrarse con facilidad en youtube), circunstancia que, sin duda, habrá provocado más de una nostálgica carcajada entre el círculo de sus incondicionales, entre los que me cuento (“¿qué hubiera pensado Hitch de esto?”, no puedo evitar fantasear cuando la actualidad nos sirve alguna noticia descabalada). Un referente más que se pierde, y los puntos cardinales están cada vez más borrosos.

            CODA: Aquí finalizaría mi relación (por libros interpuestos, pero no por ello menos intensa) con el escritor inglés, de no ser por uno de esos avatares (por decirlo de alguna forma) que nos demuestran que la vida es una formidable caja de sorpresas. Me explicaré: un año y medio después de la muerte de Hitchens, en mayo de 2014, cumplí cincuenta años, y para celebrar tamaño acontecimiento mi novia y yo decidimos pasar unos días en Venecia. Tranquilos, os ahorraré toda la quincallería descriptiva (¡pero qué ciudad!), e iré al grano. 

       La noche del doce, el día de mi cumpleaños, nos encaminamos hacia el “Harry’s Bar”, dispuestos a brindar con una copa de Bellini, ese cóctel que tantos momentos de placer ha provocado a dispsómanos de medio mundo, y que fue inventado allí. El pequeño bar estaba abarrotado de gente, y solo a duras penas conquistamos un hueco en la barra. Pedimos la especialidad de la casa, y ya habíamos entrechocado nuestras copas cuando se fueron nuestros vecinos de la derecha, siendo inmediatamente sustituidos por dos mujeres indudablemente norteamericanas, con toda probabilidad recién desembarcadas de algún crucero. Más o menos de mi edad, peripuestas, guapas a su manera, adictas sin duda al gimnasio y al aggiornamiento estético. Alegres y confiadas ciudadanas del mundo, varios escalones por encima de los sacafotos, unos pocos por debajo del verdadero cosmopolitismo. Elvira y yo levantamos nuestros Bellinis hacia ellas, que nos correspondieron: un signo de complicidad entre los turistas que nos jactamos de no serlo. Fue al pedir refuerzos al camarero cuando noté que alguien había atracado junto a las dos señoras. A pesar de situarse en mi ángulo ciego, pude percibir los contornos de un hombre de robusta constitución, bien vestido pero mal afeitado, que estaba haciendo reír a aquellas dos gallinitas de Brooklyn (un suponer) con su recio acento cockney. Nada nuevo bajo el sol: el recurrente ciclo cinegético, la eterna zarabanda del depredador y la presa. Cuidado, advertí mentalmente a nuestro Romeo, éstas tienen espolones. A la tercera carcajada no pude evitar volverme, y al mirar al tipo me asaltó un atisbo de intriga: y a mí que esta cara me suena. Durante unas décimas de segundo (quizás algo más: los dos Bellinis ya estaban haciendo de las suyas) analicé, calculé, rebusqué, deseché. No, cómo va a ser. A ver si dejas de cotillear, me interrumpió Elvira, tironeándome de la manga de la chaqueta. No te lo vas a creer, le repliqué, pero el que está detrás de mí es un escritor inglés al que admiro mucho. No le conté que en realidad estaba muerto, qué necesidad había de alarmarla. Disimulé como pude el desconcierto, tamborileé con los dedos sobre la madera de la barra, me bebí de un trago lo que quedaba de copa. El alboroto a mis espaldas se iba transformando paulatinamente, la voz del hombre se hizo menos acechante, se convirtió en un melodioso solo de saxofón. Vaya pájaro tu amigo el escritor, me informó mi novia, que estaba frente a ellos, se va a pegar un atracón de padre y muy señor mío con esas dos cacatúas. No pude resistirlo más: dejé el vaso vacío sobre la barra y me di media vuelta. No, claro que no era Hitchens, qué tontería. Se daba un aire, de acuerdo, pero éste tenía el pelo más castaño, y los ojos eran oscuros y huidizos. Era otro, vaya. Nos sonreímos, yo a consecuencia del alivio, él por razones que desconozco. Me volví suspirando, y levantando mi copa vacía le hice al camarero ese gesto universal del que solicita más combustible. De eso nada, monada, me reconvino amablemente Elvira, nos vamos. Nos pusimos los abrigos: mayo, en Venecia, puede ser muy inclemente. Mientras pagábamos comprendí que la suerte estaba echada: el hombre había elegido a la más pimpolluda, a la que engatusaba con lindezas al oído, mientras que la otra removía mecánicamente el hielo de su combinado. Pura selección natural, mascullé, incrédulo aún de que, aunque solo hubiera sido durante unos segundos, hubiera confundido a aquel pichabrava con mi admirado Hitchens. Eso sí: no puedo asegurarlo con certeza, pues ya estábamos casi fuera, pero según salíamos me pareció que el tipo llamaba al camarero y le pedía una copa del reconstituyente del señor Walker. No sé, a veces mi inglés no es tan bueno como yo quisiera, y además estaba un poco curda, lo más seguro es que me confundiese.


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