viernes, 4 de diciembre de 2015

Dos cuadros

 Sonará muy pomposo, pero entro en el Museo del Prado con la sensación de que éste es el único lugar en el mundo en el que me siento completamente seguro, a resguardo de yihadistas, acreedores y señoritas empeñadas en hacerme (¡qué manía!) el test de paternidad. En cuanto entrego en la consigna mi abrigo alcanzo un estado de euforia, casi de ingravidez, ni siquiera una excursión de ruidosos niños me alcanza, estoy muy por encima de las inquietudes humanas. Incapaz de elegir entre la fabulosa oferta de cuadros, me dejo llevar cual leucocito por el sistema linfático de un hipertenso (me lo he inventado, que quede claro: de medicina no tengo ni idea). Al girar por una de las salas veo un cartel con “La gran odalisca”: me anuncia la exposición dedicada a Ingres, y allá que te voy.
No creo que sea necesario que presente a Ingres, uno de los pocos pintores clásicos respetados tanto por impresionistas como vanguardistas en general. La selección de cuadros es apabullante: retratos hagiográficos de Napoleón (¡con la mano metida dentro de la chaqueta comme il faut!), alegorías medievalistas muy del gusto de la época, desnudos femeninos de todo tipo (incluyendo el muy audaz “El baño turco”)… El pintor francés se adentra con mano maestra en la apoteosis de la carne, gracias a una serie de cuadros de erotismo adulto que convierten el calendario Pirelli en la tosca fantasía de un adolescente granujiento. Como curiosidad, la exposición también explora la vertiente religiosa de su obra: “Virgen adorando la sagrada forma” o “Jesús entre los doctores” son dos muestras impagables de que un artista del siglo XIX podía, al mismo tiempo, ser profundamente sensual y un fervoroso cristiano. Hum, ahora que lo pienso, esa capacidad para integrar ideas tan opuestas se perdió en el siglo XX, donde la exigencia de autenticidad y coherencia fue una de las reglas básicas, dando lugar a artistas enormemente libres, pero también enormemente predecibles. En fin, no se puede tener todo (supongo). 
Pero la joya de la corona de la exposición es, sin ninguna duda, el retrato de Louis-Françoise Bertin, un adictivo imán para los ojos ante el que permanezco un buen rato, fascinado por ese pelo al tresbolillo y esa postura de gato a punto de saltar sobre el descuidado ratón. El señor Bertin nos mira con una mezcla de desfachatez y desafío muy propios de la clase social a la que representa (la burguesía enriquecida que superó todas las piruetas políticas de comienzos de XIX en Francia) y del estamento laboral en el que desarrolló su actividad (la prensa, ese cuarto poder que tan decisivo iba a ser a partir de entonces). Me tengo que remontar a los retratos del renacimiento italiano para encontrar una intensidad tal en la mirada: bien visto, los propietarios de periódicos fueron los herederos de los antiguos condottieri, y gracias a ellos se encumbró (y luego defenestró) a la clase política de la época. Estamos ante uno de los últimos grandes retratos de la Historia del Pintura, ya que, pocos años después, se popularizaría la cámara de fotos, y los pintores, para no morirse de hambre, tuvieron que inventarse ese coñazo del retrato subjetivo: a otro perro con ese hueso.
Mientras recobro fuerzas con un refrigerio en la cafetería del Museo, advierto que hay otra exposición, esta de muy distinto signo, dedicada al Divino Morales. Uf: con la excepción de las baladas heavys, no hay un género artístico que me irrite tanto como la pintura religiosa española. Ya sea en un museo diocesano o en la sala de estar de cualquier andaluz, esos cristos dolientes y esas magdalenas llorosas me ponen de los nervios, no lo puedo decir de otra forma. En fin, que ya que estoy aquí, pago mi café y mi napolitana de chocolate (¡cinco euros y diez céntimos por esto! ¿Viene con un Velázquez de regalo o qué?, le espeto al camarero), y me meto a ver la exposición, si no me gusta me largo y santas pascuas.
Al primer golpe de vista se confirman todos mis temores: Jesusitos almibarados, vírgenes de guardarropía, santos alopécicos, escenas de contrición y martirio. Me abruma esa sensación de pegajosa religiosidad que te asalta en cualquiera de nuestras iglesias, y de la que no te libras hasta la tercera ducha. El extremeño Morales (contemporáneo de Carlos V y Felipe II) dedicó su carrera a suministrar cuadros al por mayor para iglesias y conventos, por lo que no se planteó grandes aventuras artísticas ni retos estilísticos, las innovaciones no dan de comer, pensaría juiciosamente. Probablemente su estilo estuviese por encima del de sus colegas (de ahí su mote de El Divino: mote que, por cierto, comparte con Francisco Vallés, el médico que aún hoy da nombre a un hospital en Alcalá), pero no puedo decir que me entusiasme, al contrario, a los dos minutos estoy harto de vírgenes y natividades, es como vivir dentro de un belén, qué agobio.

Pero

(Siempre hay un pero)

Pero de repente… harto como estoy de iconografía con olor a cirio, abro los ojos como platos al toparme con “Cristo, varón de dolores”, un cuadro traído del Minneapolis Institute of Arts que me deja fascinado (y cuando digo fascinado, quiero decir fascinado). Hartos como estamos de ver representaciones canónicas de la crucifixión, esa imagen de Cristo sentado con las piernas cruzadas (¡con las piernas cruzadas!) y la cara apoyada en la palma de la mano como si fuera un novelista primerizo posando para la solapa de su libro me atrapa  inmediatamente. Solo le falta un cigarrillo entre los dedos de su mano derecha para convertirse en una figura de Edward Hopper, una especie de alegoría de la soledad o de la melancolía, de alguno de esos sentimientos que tanto abundan en otoño. No soy experto en la pasión de Cristo, pero en este cuadro (en el que, a pesar de que también aparece la cruz y algunos útiles de carpintería, no sabemos si está concebido antes o después del martirio) es como si el CEO de la Cristiandad se estuviera planteando alguna duda existencial de mucho calado: qué hago yo aquí, o quién me mandaría meterme en este fregado. En definitiva, un cuadro de una modernidad apabullante, que me ayuda a salir de la exposición dando una zapateta de alegría y confirmando ese refrán tan sabio que dice que nunca se sabe por dónde puede saltar la liebre.         

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