No
deja de ser curioso (incluso le dedicó una biografía) que una de las
referencias de Emmanuel Carrère (París, 1957) sea Phillip K. Dick, una de las
mentes más imaginativas de la literatura del siglo XX. Frente a los delirios y
las fabulaciones del norteamericano, su biógrafo ha construido una sólida
carrera sobre un género que se popularizó en la estela de “A sangre fría” y
que, hoy en día, ha desembocado en una verdadera avalancha de libros
etiquetados como “novelas biográficas” o “biografías noveladas” (piénsese en
“La fiesta del Chivo”, o “Anatomía de un instante”), en los que, y ahora se
entenderá la mención a Dick, la imaginación ha cedido el mando al estilo, a la
eficacia narrativa, que, en el caso de Carrère, es innegable. ¿Para qué crear
peripecias cuando tu personaje (como es el caso del inclasificable Eduard
Limónov) ha tenido una vida que excede toda invención? Y si además esa vida te
sirve como perfecto correlato de los últimos cuarenta años de historia de la
URSS / Rusia, pues miel sobre hojuelas. Ya en “De vidas ajenas” (el título es
toda una declaración de principios) y en “El adversario”, Carrère demostraba un
olfato finísimo a la hora de recurrir a historias verdaderas a las que aplicaba
el barniz de la creación novelística, aderezado con algunos toques del Nuevo
Periodismo: el resultado era magnífico, tal y como acreditan la cantidad de
premios que han recibido sus libros. Es cierto que en “Limónov” nunca sabes
cuál es la droga que te engancha, si las volteretas vitales del personaje (¿es
un personaje?: en realidad es una persona) o la pericia con la que el autor
(¿es un autor?: el DRAE lo define como “el que inventa alguna cosa”) ordena los
materiales que se le suministran. Pero qué más da: Carrère escribe de puta
madre, que es lo que importa, y las sutilezas terminológicas es mejor dejárselas
a los eruditos, con su pan se las coman.
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