Camaleón. Marciano. Visionario. Hum, no sé si estoy muy de acuerdo con la
avalancha de apresurados elogios que ha recibido David Bowie desde que falleció
el pasado once de enero. No, vamos a ver si me explico, más bien discrepo del
enfoque, no del contenido. Me da la impresión (reconozco que soy muy mal
pensado) que la inmensa mayoría de gente que se ha sentido tan afectada por la
muerte del cantante de mirada bifocal en realidad le conocían más por sus
excentricidades vestimentarias y por la pegajosa etiqueta de Rey del Gay Power
(¡sí, así se titulaba el primer recopilatorio de su obra que se publicó en
España, cuando Patascortas aún era el Rey del Fascist Power!) que por sus
canciones (si quisiera ser malo preguntaría a sus floridos plañideros por el
título de alguna de ellas, más allá de “Heroes” y las dos o tres que ha
adulterado la publicidad: no, no lo haré, qué necesidad tengo de granjearme
enemigos). No seré yo quien minusvalore la enorme importancia de Bowie para
hipervitaminar la estética del rock tras la resaca hippie, pero eso sería
banalizar su verdadera aportación a la historia de la música pop de los últimos
cincuenta años, de la que es uno de sus más rutilantes pilares.
Digámoslo pronto: de todos los solistas que han seguido la estela de
Elvis, solo Bob Dylan supera a David Bowie en influencia e irradiación (el
mismo Bowie le homenajeó en Hunky Dory con la maravillosa Song for Bob Dylan). Hum,
espera un momento: acabo de escribir la frase, y ya tengo dudas. Es evidente
que el áspero trovador de Duluth es uno de los forjadores de la sensibilidad
pop contemporánea, tal y como hoy la entendemos, pero su hosquedad y la
impenetrabilidad que rodea a su obra ha desalentado a muchos seguidores,
cansados de recurrir a una hermenéutica casi religiosa para saber de qué coño
les está hablando su gurú. Por el contrario, Bowie (cuyos textos no son mucho
más accesibles que los de Dylan), sí ha facilitado la autopista que lleva a su extraño
mundo, gracias a la profusión de referencias visuales o iconográficas, a su
temprana adhesión a ese nuevo sistema de signos que es el video clip, y a su colosal talento para la promoción (todos los periodistas le tenían por el entrevistado
más amable y encantador de normalmente abrupto mundo del rock). En España, sin
ir más lejos, durante la Movida, el cantante de Brixton era el único de los
dinosaurios de la Época Dorada del Rock al que respetaban la crítica y los
músicos (ah, todavía recuerdo la maravillosa versión de The secret life of Arabia que interpretaron Radio Futura en una de
las veces que pude verles en Rockola). Frente a la adustez cuasi trapense de
Dylan, Bowie ejercía de magnético pavo real para aquella tribu frívola y
pinturera que entró en la edad adulta a principios de los ochenta (y eso que
por entonces el Duque Blanco empezaba a dar muestras de agotamiento musical,
especialmente tras el decepcionante Tonight).
Daba igual: sus magníficos video clips y su alambicada sexualidad (pero ¿es o
no es?, nos preguntábamos, un punto morbosos) le mantuvieron en la cresta de la
ola durante toda la década, incluso le perdonábamos sus erráticas apariciones
cinematográficas, qué fans éramos. Cuando llegó el grunge nuestro unicornio
favorito desapareció con elegancia: qué pintaba él en medio de aquella horda de
depresivos mal peinados y con la camisa sin planchar, ahí os quedáis con
vuestro angst de andar por casa. Se
largó a Nueva York, se casó con una modelo (¡how
shocking!), se obsesionó con la pintura vanguardista y ya casi no volvimos
a saber nada de él hasta que, en 2013, sacó The next day (disco que, reconozco, no he escuchado más que
superficialmente). Y hace un par de semanas, cuando aún estábamos digiriendo
los jodidos polvorones, las agencias de noticias se alborotan con un nuevo
video clip del artista (titulado Lazarus:
ah, qué rápido hilamos todos a posteriori). Dos días después desaparece. ¡Me
quito el cráneo, mago del márketing!
En fin, supongo que sería ridículo enumerar las canciones que me han
acompañado desde que, corría 1982, Julio Ruiz (sigue dando guerra, ahora no sé
en qué emisora) dedicó un programa especial a los diez años de Ziggy Stardust: qué flipe, sentado en mi
habitación del Gurugú, escuchando aquella música que no tenía nada que ver
(¡pero nada!) con la que yo consumía por entonces, y eso que lo hacía por toneladas.
Qué inconsistente se me antojó, en comparación, la aún incipiente Movida, qué
toscos los Stones, qué decimonónicos los Beatles, qué previsibles los Who:
aquel tipo de ojos discordantes mezclaba guitarras como serruchos con violines
de miel, y lo envolvía todo con historias que no transcurrían ni en Nebraska ni
en California, sino en lejanas órbitas mentales, y se vestía como un empleado
de gasolinera que se hubiera pasado con el ácido, y era inquietantemente bello
como una gacela, como una mentira muy bien contada, y pasaba de la melodía más
delicada al estribillo más vacilón, te obligaba a bailar y luego a flotar, te
hipnotizaba. No, no cometí la locura de proclamar que yo quería ser como él
(uf, ya por entonces mi carrocería era mucho más, euh, terrenal), pero algo se
descolocó, algo me hizo sospechar que todo es más imprevisible de lo que nos
creemos, todo es mucho más sutil y delicado que aquella monserga que se
empeñaba en contarnos el profesor de Derecho Político (¿habrá escuchado este
mamón alguna vez Soul Love, o Moonage daydream, me preguntaba yo?).
Que sí, que estoy de acuerdo: Bowie era un camaleón, un marciano, un
revolucionario, todo lo que quieras, pero sobre todo era el cantante de pinta
indescriptible que hizo soñar a aquel adolescente desorientado en la soledad de
su cuarto, y por eso siempre le estaré agradecido, por eso sigo
escuchando su música (lo estoy haciendo ahora), por eso me dolió su muerte,
pero más me dolió saber que ordenó ser incinerado sin nadie a su alrededor, sin
su familia, a solas con el anodino empleado de la funeraria. David Robert Jones,
lo siento, tus órdenes me las paso por el forro: no sé cómo, pero yo estaba
allí, y sé que no te molestó que bailara.
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