martes, 19 de enero de 2016

Loving the Alien

Camaleón. Marciano. Visionario. Hum, no sé si estoy muy de acuerdo con la avalancha de apresurados elogios que ha recibido David Bowie desde que falleció el pasado once de enero. No, vamos a ver si me explico, más bien discrepo del enfoque, no del contenido. Me da la impresión (reconozco que soy muy mal pensado) que la inmensa mayoría de gente que se ha sentido tan afectada por la muerte del cantante de mirada bifocal en realidad le conocían más por sus excentricidades vestimentarias y por la pegajosa etiqueta de Rey del Gay Power (¡sí, así se titulaba el primer recopilatorio de su obra que se publicó en España, cuando Patascortas aún era el Rey del Fascist Power!) que por sus canciones (si quisiera ser malo preguntaría a sus floridos plañideros por el título de alguna de ellas, más allá de “Heroes” y las dos o tres que ha adulterado la publicidad: no, no lo haré, qué necesidad tengo de granjearme enemigos). No seré yo quien minusvalore la enorme importancia de Bowie para hipervitaminar la estética del rock tras la resaca hippie, pero eso sería banalizar su verdadera aportación a la historia de la música pop de los últimos cincuenta años, de la que es uno de sus más rutilantes pilares.

Digámoslo pronto: de todos los solistas que han seguido la estela de Elvis, solo Bob Dylan supera a David Bowie en influencia e irradiación (el mismo Bowie le homenajeó en Hunky Dory con la maravillosa Song  for Bob Dylan). Hum, espera un momento: acabo de escribir la frase, y ya tengo dudas. Es evidente que el áspero trovador de Duluth es uno de los forjadores de la sensibilidad pop contemporánea, tal y como hoy la entendemos, pero su hosquedad y la impenetrabilidad que rodea a su obra ha desalentado a muchos seguidores, cansados de recurrir a una hermenéutica casi religiosa para saber de qué coño les está hablando su gurú. Por el contrario, Bowie (cuyos textos no son mucho más accesibles que los de Dylan), sí ha facilitado la autopista que lleva a su extraño mundo, gracias a la profusión de referencias visuales o iconográficas, a su temprana adhesión a ese nuevo sistema de signos que es el video clip, y a su colosal talento para la promoción (todos los periodistas le tenían por el entrevistado más amable y encantador de normalmente abrupto mundo del rock). En España, sin ir más lejos, durante la Movida, el cantante de Brixton era el único de los dinosaurios de la Época Dorada del Rock al que respetaban la crítica y los músicos (ah, todavía recuerdo la maravillosa versión de The secret life of Arabia que interpretaron Radio Futura en una de las veces que pude verles en Rockola). Frente a la adustez cuasi trapense de Dylan, Bowie ejercía de magnético pavo real para aquella tribu frívola y pinturera que entró en la edad adulta a principios de los ochenta (y eso que por entonces el Duque Blanco empezaba a dar muestras de agotamiento musical, especialmente tras el decepcionante Tonight). Daba igual: sus magníficos video clips y su alambicada sexualidad (pero ¿es o no es?, nos preguntábamos, un punto morbosos) le mantuvieron en la cresta de la ola durante toda la década, incluso le perdonábamos sus erráticas apariciones cinematográficas, qué fans éramos. Cuando llegó el grunge nuestro unicornio favorito desapareció con elegancia: qué pintaba él en medio de aquella horda de depresivos mal peinados y con la camisa sin planchar, ahí os quedáis con vuestro angst de andar por casa. Se largó a Nueva York, se casó con una modelo (¡how shocking!), se obsesionó con la pintura vanguardista y ya casi no volvimos a saber nada de él hasta que, en 2013, sacó The next day (disco que, reconozco, no he escuchado más que superficialmente). Y hace un par de semanas, cuando aún estábamos digiriendo los jodidos polvorones, las agencias de noticias se alborotan con un nuevo video clip del artista (titulado Lazarus: ah, qué rápido hilamos todos a posteriori). Dos días después desaparece. ¡Me quito el cráneo, mago del márketing!


En fin, supongo que sería ridículo enumerar las canciones que me han acompañado desde que, corría 1982, Julio Ruiz (sigue dando guerra, ahora no sé en qué emisora) dedicó un programa especial a los diez años de Ziggy Stardust: qué flipe, sentado en mi habitación del Gurugú, escuchando aquella música que no tenía nada que ver (¡pero nada!) con la que yo consumía por entonces, y eso que lo hacía por toneladas. Qué inconsistente se me antojó, en comparación, la aún incipiente Movida, qué toscos los Stones, qué decimonónicos los Beatles, qué previsibles los Who: aquel tipo de ojos discordantes mezclaba guitarras como serruchos con violines de miel, y lo envolvía todo con historias que no transcurrían ni en Nebraska ni en California, sino en lejanas órbitas mentales, y se vestía como un empleado de gasolinera que se hubiera pasado con el ácido, y era inquietantemente bello como una gacela, como una mentira muy bien contada, y pasaba de la melodía más delicada al estribillo más vacilón, te obligaba a bailar y luego a flotar, te hipnotizaba. No, no cometí la locura de proclamar que yo quería ser como él (uf, ya por entonces mi carrocería era mucho más, euh, terrenal), pero algo se descolocó, algo me hizo sospechar que todo es más imprevisible de lo que nos creemos, todo es mucho más sutil y delicado que aquella monserga que se empeñaba en contarnos el profesor de Derecho Político (¿habrá escuchado este mamón alguna vez Soul Love, o Moonage daydream, me preguntaba yo?). Que sí, que estoy de acuerdo: Bowie era un camaleón, un marciano, un revolucionario, todo lo que quieras, pero sobre todo era el cantante de pinta indescriptible que hizo soñar a aquel adolescente desorientado en la soledad de su cuarto, y por eso siempre le estaré agradecido, por eso sigo escuchando su música (lo estoy haciendo ahora), por eso me dolió su muerte, pero más me dolió saber que ordenó ser incinerado sin nadie a su alrededor, sin su familia, a solas con el anodino empleado de la funeraria. David Robert Jones, lo siento, tus órdenes me las paso por el forro: no sé cómo, pero yo estaba allí, y sé que no te molestó que bailara. 


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