lunes, 18 de enero de 2016

"Reyes de Alejandría", de José Carlos Llop (Alfaguara, 2016)

Un libro que viene auspiciado por Ezra Pound y Lou Reed merece que le demos una oportunidad, y así lo hago, a pesar de no haber leído nunca al chiflado poeta norteamericano (para compensar, el no menos chiflado bardo neoyorkino es casi como de la familia, y quizás por eso nunca le perdonaré que, después de tirarse toda la vida enganchado a la heroína, se nos muriera haciendo Taichi: qué falta de respeto). A lo que vamos: son muchos los dioses tutelares que florecen por los cuatro rincones de “Reyes de Alejandría”, la crónica sentimental que José Carlos Llop (Palma de Mallorca, 1956) dedica a los años de su adolescencia y primera madurez que transcurrieron entre su ciudad natal y la mítica Barcelona de, entre otros, Ocaña, Vázquez Montalbán y Sisa, en aquel mágico paréntesis libertario que va desde la disolución del meapilas Régimen Franquista hasta el advenimiento del latrócida Régimen Nacionalista. A caballo entre la música y la poesía, Llop nos cuenta nuestra mentira favorita: tras cocinar los datos en la trastienda de la memoria, todas las chicas que te follaste a los dieciocho años resulta que tenían nombres fascinantes (¡Fabianne! ¡Zaida! ¡Miss Opalo!), todas exhalaban un delicioso perfume a hash (¡a grifa hubiera dicho yo, que tan mitómano soy!), y de su boca salían frases misteriosas y evocadoras, como versos muy bruñidos. A Llop le traiciona su vocación lírica y cuando está inspirado deja párrafos de límpida serenidad mediterránea, pero en ocasiones se le va la mano con la nostalgia (la testosterona de los poetas): “No puedo contar el amor porque el amor, como larva que nunca ha de completar su metamorfosis, no puede contarse” (pag. 152) ¡Agárrame esa mosca por el rabo! La situación política aparece de refilón y tratada con cierto desdén, como si no tuviera demasiada importancia para aquel imberbe José Carlos tan henchido de poesía y de rock (música de la que demuestra un conocimiento enciclopédico). El libro es breve y triste, al cerrarlo te queda una sensación cenicienta en la boca: la vida iba en serio, ya lo dijo Gil de Biedma, y el muy puñetero siempre tenía razón.   


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