Por fin
llegas, y respiras hondo: sí. Buscas el sitio más propicio, donde los reflejos
no te molesten, te acomodas, te relajas y abres los ojos de par en par, dejas
que los colores te impregnen, que las formas te arrollen, te sacias de belleza
ante el cuadro, vibras delicadamente, mecido por las vaharadas de armonía que
supo condensar alguien que murió hace muchos años, pero que ahora te habla, te
cuenta, traspasa el tiempo para aplacar tu ignorancia, para suturar tus heridas.
Los visitantes pasan a tu lado, no te estorban, es como si el cuadro y tú
estuvieseis solos, un tango de dolor y vida, cada una de tus células se
impregna, se sacia, una cópula ferviente y secreta que detiene el tiempo, lo
niega. Qué lejos queda el embrutecedor trabajo, las incomprensiones diarias,
las mentiras y los cansancios. Pero justo cuando estás a punto de entender, de
disolverte en la magia, notas una mancha oscura por el rabillo del ojo
(¿alguien dijo neurosis?) una presencia que llevaba desde el principio y a la
que has sabido eludir, pero que poco a poco se impone: un uniforme oscuro y
fatigado, un cuerpo con el que no contabas, una incongruencia en aquel paraíso
de musas. Es el vigilante de la sala, esa imposición burocrática, esa mancha.
Te esfuerzas por ignorarlo, por reanudar su romance con el fabuloso lienzo, por
empaparte de nuevo de su claridad y sabiduría, pero una fina capa de recelo se
ha instalado entre vosotros, tu irritación aumenta, desvías ligeramente la
mirada y compruebas (¡qué blasfemia!) que el vigilante está haciendo un
crucigrama. Las formas se desdibujan, todo se emborrona (¡un crucigrama!), tus
sentidos se alborotan, una sorda indignación trepa por tu columna vertebral,
empiezas a preguntarte qué sentido tiene estar allí, qué sentido tiene todo. Tu
respiración se agita, tu vista se nubla, jurarías escuchar el más mínimo
deslizamiento de su bolígrafo sobre el papel. Al final no lo puedes evitar y
avanzas resueltamente, le arrebatas con furia el periódico mientras gritas capital
de Malí, seis letras, Bamako.
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