Mi profesor de Literatura de COU
tenía dos autores fetiche: un tal Ramón Nieto, del que nos dictaba con
engolosinamiento párrafos y párrafos de su novela “La señorita”, y Juan
Goytisolo. De Nieto no he vuelto a saber nada (uno más de los muchos escritores
a los que se tragó la Transición, por parafrasear el célebre final de “La
vorágine”), pero Goytisolo ha sido una presencia constante en las algaradas
culturales de los últimos cincuenta años, y no tanto por sus cualidades
literarias, sino más bien por haberse autoerigido en el paradigma del
intelectual disidente, del francotirador que dispara contra todo y contra
todos, del escritor insobornable que solo rinde cuentas ante su propia
exigencia ética.
Habrá quien crea (bendita sea su
ignorancia) que tales títulos de gloria me atraen: de eso nada. Pocos adjetivos
me resultarán más molestos que “insobornable”. Frente a lo que se pudiera
pensar, en la inmensa mayoría de las veces una persona que se presenta como tal
(“hola, me llamo X y soy in-so-bor-na-ble”: no lo dicen así, pero casi) no es
más que alguien férreamente encadenado a su propio ego y a su necesidad de
exhibir ante los demás lo que él (o ella) entiende como su propia singularidad.
¿Puede aplicarse a Goytisolo tan terrible dictamen? Podría parecer
desconsiderado, pues mientras escribo estas líneas está siendo enterrado en
Larache, junto a Jean Genet, pero un servidor también tiene algo de
insobornable, de disidente (solo un poco, que conste), y a estas alturas no tendría
sentido que pretendiera edulcorar (a pesar de tan luctuosas circunstancias) la
impresión que siempre me ha causado el escritor barcelonés: la de alguien que
trataba de ocultar bajo el glaseado de su intransigencia las limitaciones de su
labor literaria. No sé si era consciente de ellas, no sé si (como el Salieri de
la película “Amadeus”) intuía que “Señas de identidad” no estaría nunca a la
altura de “Tiempo de silencio” (o que, seamos crueles, “Campos de Níjar” era
muy menor comparada con “Viaje a la Alcarria”), y por eso diluía su frustración
con la tinta de calamar de su arabismo a machamartillo (le he llegado a leer
que justificaba el velo porque permitía pasear a las mujeres por toda la ciudad
sin tener que dar explicaciones a nadie), de su desprecio por todo lo que
pudiera estar de moda, de su intolerancia a cualquier idea simplemente por el
hecho de haber sido elaborada por alguien que no fuera él mismo. Frente a las
laudatorias palabras que hoy abundan en los periódicos (el eterno disidente, le
dicen), yo propongo como epitafio uno ligeramente distinto, pero mucho más
ajustado a la realidad: el disidente profesional. Goytisolo hizo de la
disidencia una seña de identidad (¡será el último juego de palabras que haga
con los títulos de sus obras, lo prometo!), pero eso no es suficiente para
garantizar la gloria literaria, pues, como dijo alguien, dentro de todo gran No
siempre hay un pequeño Sí, y la despiadada voluntad de Goytisolo de ahogar en
la cuna ese hipotético Sí ha convertido su figura en uno de esos oráculos
repetitivos y previsibles, cuya cháchara puede traducirse en una sentencia casi
infantil: “Todos, menos yo, estáis equivocados”.
Hum… Repaso lo que acabo de escribir
y me entran ciertas dudas. No modificaré una coma, pero hay que ampliar el
foco, lamentaría quedarme únicamente en la antipatía que me generan los
profetas y los augures. A diferencia de los que hoy garabatean apresurados
artículos sobre el escritor fallecido, yo sí he leído algunos de sus libros, y
a veces he experimentado en ellos la vibración que genera la gran literatura,
esa que expande tus sentidos como un golpe de calor o el despegue de tu avión.
Especialmente en sus dos tomos autobiográficos (“Coto vedado” y “En los reinos
de Taifa”), que leí casi de un tirón aprovechando un viaje a Túnez que me
prodigó numerosos momentos de aislamiento y tranquilidad. Reconozco que me
impactó el desgarro con el que cuenta los abusos que sufrió de niño a manos de
su abuelo, y la ausencia total de pudor a la hora de describir el tardío descubrimiento
de su homosexualidad. Bastante menos me atrajo su tendencia al
namedropping, a mostrar a las claras su
amistad y trato con todo el mundo intelectual francés en los años sesenta. Y,
desde luego, no pude soportar las fanfarronadas vanguardistas que (peaje
obligatorio de la época) trufan algunas partes del texto, herederas de las que anegaban
soberanos peñazos como “Makbara” (el libro favorito de mi profesor) o
“Reivindicación del Conde Don Julián”, a los que apenas me he asomado para
volver a dejarlos en su estantería, uf, qué pereza.
Ya estoy acabando este texto, y es
ahora cuando se me formula la pregunta que debería haberlo encabezado: ¿por qué
me cae tan mal Goytisolo? Repito: he leído “Señas de identidad”, “Campos de
Níjar”, los dos tomos de memorias antes mencionados, bastantes de sus artículos
periodísticos, un libro que dedicó a la Estambul Otomana… Hasta he visto muchos
de los capítulos de “Alquibla”, la serie con la que pretendía darnos a conocer el
mundo musulmán: no creo que se me pueda acusar de hablar sin conocimiento. De
repente me viene a la cabeza una frase: me resulta increíble que, en una obra de
un volumen y ambición tan considerables, no haya descubierto jamás un atisbo de
humor. ¿Ya está? ¿Por esto crucificas a un intelectual de su talla, a un Premio
Cervantes? Pues sí, y me quedo tan ancho. La literatura de ceño fruncido, que de
tanto predicamento goza desde que Jeremías inventó la profecía apocalíptica, me
resulta artificiosa, antinatural, impostada, y el autor barcelonés es un
perfecto ejemplo de cómo las vanguardias y la mal entendida intransigencia
ética produjeron monstruos literarios tan carentes de vida como rebosantes de pretenciosidad
y esnobismo (¿alguien recuerda “Larva”, de Julián Ríos?: mejor que no lo haga).
Profesores de Literatura del futuro, escuchad ahora mi preclaro pronóstico: dentro
de unos años estudiaremos a Juan Goytisolo como un creador tan incorruptible como
profundamente plomizo, el perfecto ejemplo de que, cuando te autoproclamas
disidente full time, en realidad te
conviertes en el relaciones públicas de tu propia vanidad.
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