Yo he sido, lo
confieso, muy de bares. Los griegos tenían su agora, los romanos el foro y
los ingleses tienen sus clubs, pero
los españoles hemos escogido para crecer y aprender las verdades de la vida ese
lugar mágico en el que te acodas sobre una barra, pontificando a todo pulmón junto
a tu grupo de amigos y amigas, mientras un camarero de edad indeterminada y
carácter avinagrado te repone sin que tú se lo ordenes la caña que te estás
tomando. Prácticamente desde que cumplí los quince años (en aquella época el
alcohol era parte de la dieta de los adolescentes, como el paliluz o las
pastillas de leche de burra), casi todos los fines de semana me he dejado caer
por algún bar (durante mucho tiempo fue “Casa Pepe”, en Alcalá, mi abrevadero
favorito, véase documento gráfico nº 1), lo cual me ha deparado momentos de
intensa diversión y de convivialidad extrema (y alguna que otra resaca,
confesémoslo) a los que no estoy dispuesto a renunciar.
Por lo tanto,
es comprensible que me muestre hasta cierto punto preocupado por el cariz que
están tomando los acontecimientos, y que resumiré en una sola frase: hay una
conspiración para acabar con los bares. Así, como suena. ¿Pruebas? No, claro
que no tengo pruebas, las conspiraciones no se imprimen en el Boletín Oficial
del Estado, estaría bueno. Pero llevo demasiados años frecuentando dichos
establecimientos como para no detectar, en estos últimos meses, ciertas
maniobras (sutiles y no tanto) que pretenden menoscabar el prestigio de una
institución que, junto con la Monarquía y el “Marca”, son las tres columnas que
vertebran eso que los cronistas sin imaginación llamaban “La piel de toro”.
No me andaré
con más misterios y os pondré un ejemplo palmario: hace unos meses, y con
motivo de un premio literario que me concedieron en Bilbao, me desplacé a la
patria chica de Unamuno, otro habitual de los bares (no en vano, en ellos se
fraguó la Generación del 98, una generación de bebedores recios, de mucho
pacharán, no como la del 27, que era más de poleo-menta). Allí fui acogido de
manera estupenda por los promotores del concurso, que me llevaron a su bar favorito
(“La Granja”), donde tuve oportunidad de tomarme un pelotazo con ellos mientras
charlábamos de literatura experimental rusa y su influencia en el realismo
socialista. El bar, todo hay que decirlo, era de esos que tanto me gustan: veladores
de mármol, música tenue pero efectiva, techos amplios, enorme variedad de
alcoholes, camareros tan discretos como eficaces. Por todas partes se extendía
esa sensación de que en un sitio así nada malo te puede pasar, como si hubiera una
muralla que se interpusiese entre tu copa y el chirriante mundo exterior. Pero
poco a poco (estas cosas no suceden de golpe) fui notando algo extraño. Aburrido
por el giro que estaba tomando la conversación (se discutía la primacía
estética de la poesía de Ajmatòva sobre Tsvietáieva: yo me limitaba a asentir,
sin tener ni puta idea de lo que estaban hablando) levanté la cabeza y observé que
toda la tertulia estaba integrada por hombres. Hum, pensé, mejor no digas nada,
quién eres tú para meterte en las preferencias sexuales de gente que levanta
piedras, a ver si te vas a llevar una hostia. Pero el primer J&B Cola
estaba muy cargado, en el segundo la coca-cola era meramente testimonial (y ya
estaba hasta el culo de no poder meter baza con Ajmatòva y Tsvietáieva), por lo
que se me calentó la boca y no pude reprimirme:
- Oye, perdonad
mi indiscreción, pero ¿no hay titis en la tertulia?
Imaginaos a
ocho (¡ocho!) Iñakis Perurenas que se giran hacia ti y te miran como el
lehendakari mira al tronco que va a cortar. Os lo juro: se me pusieron de
txapela. Pero al fijarme con más cuidado descubrí que un evidente desconcierto
se había apoderado de sus rostros. El que estaba a mi lado carraspeó y con un
hilo de voz que no correspondía a su metro noventa me susurró:
- Una
cuadrilla somos. Mujeres aquí no hay, pues.
Un escalofrío
me recorrió la espalda. Si como dice “La Razón” (¿quién podría dudar de la
fiabilidad de una noticia publicada en un periódico dirigido por Paco
Marhuenda?) los nacionalismos periféricos van a acabar imponiendo a sangre y
fuego sus costumbres a la España inmemorial… ¿quiere eso decir que se
restringirá la entrada de mujeres a los bares? ¿Volverá el apartheid con bares
exclusivamente para el sexo masculino y bares exclusivamente para el sexo
femenino? Sentí un rebrote de angustia: una de las sacrosantas funciones de los
bares (por lo menos hasta ahora) ha sido la de servir como eficaz agencia
matrimonial, y no avizoro lugar o hábito que los sustituya para tal tarea
(¿internet?: eso tiene los días contados, como todas las modas). Embreadme y
emplumadme si exagero, pero calculo que al menos siete de cada diez relaciones
de pareja empiezan en un bar (¿los servicios son parte del bar? ¿sí?: pues
entonces ocho de cada diez). Si alguien os cuenta que conoció a su pareja en el
Club de Debate de Física Cuántica de la Universidad de Oxford, os lo digo ya,
ése o ésa os está metiendo una bola de mucho cuidado. En mi ingenuidad, me creí
obligado a convencer a los integrantes de la tertulia de las ventajas de ir con
mujeres a los bares (“puedes aprender mucho de ellas, de su tolerancia, de su
generosidad, de su intuición… y si la cosa funciona te las puedes tirar”), pero
ellos se negaron a escucharme: “Por traerte a la parienta a la cuadrilla
empiezas, y por llevarla a la trainera acabas… ¡y ya muy apretados vamos!”.
Incluso alguno se tapó las orejas con las manos, al tiempo en que gritaba: “¡No
hacedle caso! ¡Acordaos de que el Padre Koldo nos avisó de que esto pasaría! ¡Podría
adoptar cualquier forma nos dijo!”. En fin, que, en vista del cariz que estaban
tomando los acontecimientos, abandoné desconcertado la tertulia, y al atravesar
el bar comprobé que, efectivamente, no había ni una sola mujer. Salí abatido, y
desde la puerta eché un último vistazo a la cuadrilla. Lo que vi me dejó de
piedra, pues aquellos tiarrones se habían arrodillado y rezaban fervorosamente:
“San Mamés, ayúdanos a mantenernos puros, los chicos con los chicos, las chicas
con las chicas, ya casaremos con quien nos diga ama”. En fin, que puede que sea un hecho aislado, pero no descarto
encabezar algún tipo de iniciativa (tipo de esas que organiza change.org) para pedir que los bares
españoles sean declarados Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Cuento con
vuestro apoyo, ¿verdad?
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