miércoles, 7 de junio de 2017

Los bares y yo

Yo he sido, lo confieso, muy de bares. Los griegos tenían su agora, los romanos el foro y los ingleses tienen sus clubs, pero los españoles hemos escogido para crecer y aprender las verdades de la vida ese lugar mágico en el que te acodas sobre una barra, pontificando a todo pulmón junto a tu grupo de amigos y amigas, mientras un camarero de edad indeterminada y carácter avinagrado te repone sin que tú se lo ordenes la caña que te estás tomando. Prácticamente desde que cumplí los quince años (en aquella época el alcohol era parte de la dieta de los adolescentes, como el paliluz o las pastillas de leche de burra), casi todos los fines de semana me he dejado caer por algún bar (durante mucho tiempo fue “Casa Pepe”, en Alcalá, mi abrevadero favorito, véase documento gráfico nº 1), lo cual me ha deparado momentos de intensa diversión y de convivialidad extrema (y alguna que otra resaca, confesémoslo) a los que no estoy dispuesto a renunciar.

Por lo tanto, es comprensible que me muestre hasta cierto punto preocupado por el cariz que están tomando los acontecimientos, y que resumiré en una sola frase: hay una conspiración para acabar con los bares. Así, como suena. ¿Pruebas? No, claro que no tengo pruebas, las conspiraciones no se imprimen en el Boletín Oficial del Estado, estaría bueno. Pero llevo demasiados años frecuentando dichos establecimientos como para no detectar, en estos últimos meses, ciertas maniobras (sutiles y no tanto) que pretenden menoscabar el prestigio de una institución que, junto con la Monarquía y el “Marca”, son las tres columnas que vertebran eso que los cronistas sin imaginación llamaban “La piel de toro”.

No me andaré con más misterios y os pondré un ejemplo palmario: hace unos meses, y con motivo de un premio literario que me concedieron en Bilbao, me desplacé a la patria chica de Unamuno, otro habitual de los bares (no en vano, en ellos se fraguó la Generación del 98, una generación de bebedores recios, de mucho pacharán, no como la del 27, que era más de poleo-menta). Allí fui acogido de manera estupenda por los promotores del concurso, que me llevaron a su bar favorito (“La Granja”), donde tuve oportunidad de tomarme un pelotazo con ellos mientras charlábamos de literatura experimental rusa y su influencia en el realismo socialista. El bar, todo hay que decirlo, era de esos que tanto me gustan: veladores de mármol, música tenue pero efectiva, techos amplios, enorme variedad de alcoholes, camareros tan discretos como eficaces. Por todas partes se extendía esa sensación de que en un sitio así nada malo te puede pasar, como si hubiera una muralla que se interpusiese entre tu copa y el chirriante mundo exterior. Pero poco a poco (estas cosas no suceden de golpe) fui notando algo extraño. Aburrido por el giro que estaba tomando la conversación (se discutía la primacía estética de la poesía de Ajmatòva sobre Tsvietáieva: yo me limitaba a asentir, sin tener ni puta idea de lo que estaban hablando) levanté la cabeza y observé que toda la tertulia estaba integrada por hombres. Hum, pensé, mejor no digas nada, quién eres tú para meterte en las preferencias sexuales de gente que levanta piedras, a ver si te vas a llevar una hostia. Pero el primer J&B Cola estaba muy cargado, en el segundo la coca-cola era meramente testimonial (y ya estaba hasta el culo de no poder meter baza con Ajmatòva y Tsvietáieva), por lo que se me calentó la boca y no pude reprimirme:

- Oye, perdonad mi indiscreción, pero ¿no hay titis en la tertulia?

Imaginaos a ocho (¡ocho!) Iñakis Perurenas que se giran hacia ti y te miran como el lehendakari mira al tronco que va a cortar. Os lo juro: se me pusieron de txapela. Pero al fijarme con más cuidado descubrí que un evidente desconcierto se había apoderado de sus rostros. El que estaba a mi lado carraspeó y con un hilo de voz que no correspondía a su metro noventa me susurró:

- Una cuadrilla somos. Mujeres aquí no hay, pues.


Un escalofrío me recorrió la espalda. Si como dice “La Razón” (¿quién podría dudar de la fiabilidad de una noticia publicada en un periódico dirigido por Paco Marhuenda?) los nacionalismos periféricos van a acabar imponiendo a sangre y fuego sus costumbres a la España inmemorial… ¿quiere eso decir que se restringirá la entrada de mujeres a los bares? ¿Volverá el apartheid con bares exclusivamente para el sexo masculino y bares exclusivamente para el sexo femenino? Sentí un rebrote de angustia: una de las sacrosantas funciones de los bares (por lo menos hasta ahora) ha sido la de servir como eficaz agencia matrimonial, y no avizoro lugar o hábito que los sustituya para tal tarea (¿internet?: eso tiene los días contados, como todas las modas). Embreadme y emplumadme si exagero, pero calculo que al menos siete de cada diez relaciones de pareja empiezan en un bar (¿los servicios son parte del bar? ¿sí?: pues entonces ocho de cada diez). Si alguien os cuenta que conoció a su pareja en el Club de Debate de Física Cuántica de la Universidad de Oxford, os lo digo ya, ése o ésa os está metiendo una bola de mucho cuidado. En mi ingenuidad, me creí obligado a convencer a los integrantes de la tertulia de las ventajas de ir con mujeres a los bares (“puedes aprender mucho de ellas, de su tolerancia, de su generosidad, de su intuición… y si la cosa funciona te las puedes tirar”), pero ellos se negaron a escucharme: “Por traerte a la parienta a la cuadrilla empiezas, y por llevarla a la trainera acabas… ¡y ya muy apretados vamos!”. Incluso alguno se tapó las orejas con las manos, al tiempo en que gritaba: “¡No hacedle caso! ¡Acordaos de que el Padre Koldo nos avisó de que esto pasaría! ¡Podría adoptar cualquier forma nos dijo!”. En fin, que, en vista del cariz que estaban tomando los acontecimientos, abandoné desconcertado la tertulia, y al atravesar el bar comprobé que, efectivamente, no había ni una sola mujer. Salí abatido, y desde la puerta eché un último vistazo a la cuadrilla. Lo que vi me dejó de piedra, pues aquellos tiarrones se habían arrodillado y rezaban fervorosamente: “San Mamés, ayúdanos a mantenernos puros, los chicos con los chicos, las chicas con las chicas, ya casaremos con quien nos diga ama”. En fin, que puede que sea un hecho aislado, pero no descarto encabezar algún tipo de iniciativa (tipo de esas que organiza change.org) para pedir que los bares españoles sean declarados Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Cuento con vuestro apoyo, ¿verdad? 

1 comentario:


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