En las fotos
que conservamos de Sir William Henry Beveridge (todas en riguroso blanco y
negro), se nos aparece como lo que fue: un acabado producto del Imperio
Británico. Tanto es así, que tuvo la muy cosmopolita idea de nacer en lo que
hoy es Bangladesh, donde su padre ejercía como juez de la administración
colonial. Corría 1879, y para que nos hagamos una idea, cabe decir que, en ese
mismo año, Edison inventó la bombilla: literalmente, hasta entonces las noches
se pasaban a la luz de las velas. Hemos visto las suficientes películas para
suponer cómo fueron los días de infancia del joven William: calor sofocante,
nativos de extrañas costumbres, la irónica certidumbre de pertenecer al lado
correcto de las creencias. Con el paso de los años, Mr. Beveridge emigraría a
la Gran Bretaña de sus ancestros, donde estudió literatura clásica antes de
dedicarse al periodismo, para finalmente entrar en el mundo de la política de
la mano del mismísimo Winston Churchill, por entonces ministro de economía. Dos
guerras mundiales después, y tras una vida dedicada a la función pública (lo
cual le valió ser ennoblecido), mister Beveridge murió discretamente en 1963.
El mundo en el que había nacido se apolillaba en los museos: pocos días después,
The Beatles grabarían “From me to you”, la tarjeta de presentación de lo que
con el tiempo se llamaría “la Década Prodigiosa”.
Es
difícil encontrar dos personalidades más antitéticas. Beveridge era metódico,
aburrido, victoriano hasta la médula, un ratón de jurisprudencia y reglamentos.
No hace falta documentarse para intuir que, como buen inglés, le gustaba el té
y recortar obsesivamente los rododendros, y dudo que alguien, además de su
esposa, le viera sin su cuello duro. Ernesto Guevara, por el contrario, era
exuberante y carismático, abundante en arrojo físico a pesar de su asma,
palabrero y seductor. Es uno de los pocos mitos incontrovertibles que nos ha
legado el siglo, y su brillo no da muestras de agotarse: raro es el día en que
uno no se cruza con una camiseta en la que esté reproducido su rostro, ese
rostro que mira hacia el infinito y que provocó un vahído de deseo en Simone de
Beauvoir cuando acudió, acompañada de su pareja Jean-Paul Sartre, a entrevistar
al guerrillero más famoso de todos los tiempos.
Pero
si escarbamos un poco, descubriremos algo que une a nuestros protagonistas de
hoy. Ambos poseían una conciencia social muy desarrollada, con todo lo genérico
que esto suena. No será necesario explicitar cómo vehiculó el Che dicha
conciencia, que le llevó a luchar en Cuba, África y Sudamérica, donde alcanzó
la palma del martirio, quedando como, posiblemente, el último hombre de acción
que ha conocido la humanidad. Mr. Beveridge, aclarémoslo ya, no era precisamente
un aguerrido activista (hay que ser muy fantasioso para imaginarle manejando
una metralleta, o lanzando un cóctel molotov), sino un burócrata concienzudo
que dejó sus incipientes estudios de derecho para ponerse a trabajar en Toynbee
Hall, una fundación humanitaria al este de Londres. Nada especialmente
aventurero, hay que admitirlo: pero aquellos años de formación pusieron las
bases de un empeño que le llevaría muchos años después, tras la derrota de las
tropas nazis, a elaborar lo que se conoce como el “Informe Beveridge”, un árido
documento que significó, nada más y nada menos, que el nacimiento de la
seguridad social tal y como hoy la conocemos.
En
los tiempos que corren (y no creo que sea necesario detallar a qué me refiero),
parece lugar común hacer gala de compromiso con los desfavorecidos, con los que
sufren. Hasta en los perfiles de internet es casi una cláusula de estilo
comenzarlos proclamando que se odia la injusticia y la discriminación. Y ese ha
sido el punto medular que, durante el último siglo largo, ha constituido el ADN
de lo que muy genéricamente podríamos llamar la izquierda. Si se me permite la
hipótesis, una sociedad posee una conciencia social articulada cuando en su
seno se complementan armoniosamente los Beveridge y los Guevara, los
legisladores y los visionarios. Pero desde hace unos años, desde que el
populismo llegó a la política mundial, nadie quiere ser Beveridge, todos pretenden
constituirse en Guevaras de inflamada oratoria y formidable melena al viento.
Siento ser aguafiestas: mientras que el pulcro y morigerado señor Beveridge nos
legó el más formidable instrumento de nivelación social que ha conocido la raza
humana, las aportaciones del señor Guevara en ese sentido han sido (¿cómo
decirlo sin que se ofenda nadie?) radicalmente irrelevantes. Por lo tanto, y
aquí quería yo llegar, el partido que representa a la socialdemocracia en
España (y al que llevo votando desde octubre de 1982, lo cual me da cierta
legitimidad para decir lo que estoy diciendo) debe dejar de creerse un émulo
del Che para adoptar la ideología pragmática, tenaz y reformista que guió los
pasos del señor Beveridge. En lugar de pretender gobernar a través de pancartas
y tweets, ha de hacerlo como los partidos con vocación de gobierno: a través
del BOE. Es verdad que no suena muy aventurero, es verdad que no suena muy
excitante, es verdad que eso no va a recolectar muchos likes en su página de facebook. Es verdad (no lo vamos a negar) que
lo más bonito que le van a llamar es el
partido de la casta. Pero no se gobierna para ser popular, sino para
cambiar la sociedad. Y no recuerdo ninguna sociedad que se haya cambiado a base
de camisetas.
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