miércoles, 13 de septiembre de 2017

El burócrata imperial y el guerrillero planetario


En las fotos que conservamos de Sir William Henry Beveridge (todas en riguroso blanco y negro), se nos aparece como lo que fue: un acabado producto del Imperio Británico. Tanto es así, que tuvo la muy cosmopolita idea de nacer en lo que hoy es Bangladesh, donde su padre ejercía como juez de la administración colonial. Corría 1879, y para que nos hagamos una idea, cabe decir que, en ese mismo año, Edison inventó la bombilla: literalmente, hasta entonces las noches se pasaban a la luz de las velas. Hemos visto las suficientes películas para suponer cómo fueron los días de infancia del joven William: calor sofocante, nativos de extrañas costumbres, la irónica certidumbre de pertenecer al lado correcto de las creencias. Con el paso de los años, Mr. Beveridge emigraría a la Gran Bretaña de sus ancestros, donde estudió literatura clásica antes de dedicarse al periodismo, para finalmente entrar en el mundo de la política de la mano del mismísimo Winston Churchill, por entonces ministro de economía. Dos guerras mundiales después, y tras una vida dedicada a la función pública (lo cual le valió ser ennoblecido), mister Beveridge murió discretamente en 1963. El mundo en el que había nacido se apolillaba en los museos: pocos días después, The Beatles grabarían “From me to you”, la tarjeta de presentación de lo que con el tiempo se llamaría “la Década Prodigiosa”.

           
         Resulta innecesario de todo punto presentar al personaje de la otra foto, dado que para gente como él se inventaron los adjetivos. Ernesto Guevara nació en Argentina en 1928, e intentar resumir su trayectoria provocará más de un bostezo, habida cuenta de la cantidad de libros, películas y documentales que ha generado una vida que, y no creo que nadie lo discuta, resultó tan apasionante como controvertida. Su muerte, de la que en unos días se cumplirá medio siglo, fue un acontecimiento planetario, a la altura del fallecimiento de Kennedy o de la llegada a la luna: el Che fue abatido en Bolivia el 9 de octubre de 1967, pocos días antes de que The Beatles grabaran “The fool of the hill” (pasmosamente, nadie ha preguntado a McCartney si “el hombre que ve cómo el mundo gira a su alrededor” era el guerrillero recién abatido).

            Es difícil encontrar dos personalidades más antitéticas. Beveridge era metódico, aburrido, victoriano hasta la médula, un ratón de jurisprudencia y reglamentos. No hace falta documentarse para intuir que, como buen inglés, le gustaba el té y recortar obsesivamente los rododendros, y dudo que alguien, además de su esposa, le viera sin su cuello duro. Ernesto Guevara, por el contrario, era exuberante y carismático, abundante en arrojo físico a pesar de su asma, palabrero y seductor. Es uno de los pocos mitos incontrovertibles que nos ha legado el siglo, y su brillo no da muestras de agotarse: raro es el día en que uno no se cruza con una camiseta en la que esté reproducido su rostro, ese rostro que mira hacia el infinito y que provocó un vahído de deseo en Simone de Beauvoir cuando acudió, acompañada de su pareja Jean-Paul Sartre, a entrevistar al guerrillero más famoso de todos los tiempos.

            Pero si escarbamos un poco, descubriremos algo que une a nuestros protagonistas de hoy. Ambos poseían una conciencia social muy desarrollada, con todo lo genérico que esto suena. No será necesario explicitar cómo vehiculó el Che dicha conciencia, que le llevó a luchar en Cuba, África y Sudamérica, donde alcanzó la palma del martirio, quedando como, posiblemente, el último hombre de acción que ha conocido la humanidad. Mr. Beveridge, aclarémoslo ya, no era precisamente un aguerrido activista (hay que ser muy fantasioso para imaginarle manejando una metralleta, o lanzando un cóctel molotov), sino un burócrata concienzudo que dejó sus incipientes estudios de derecho para ponerse a trabajar en Toynbee Hall, una fundación humanitaria al este de Londres. Nada especialmente aventurero, hay que admitirlo: pero aquellos años de formación pusieron las bases de un empeño que le llevaría muchos años después, tras la derrota de las tropas nazis, a elaborar lo que se conoce como el “Informe Beveridge”, un árido documento que significó, nada más y nada menos, que el nacimiento de la seguridad social tal y como hoy la conocemos.

            En los tiempos que corren (y no creo que sea necesario detallar a qué me refiero), parece lugar común hacer gala de compromiso con los desfavorecidos, con los que sufren. Hasta en los perfiles de internet es casi una cláusula de estilo comenzarlos proclamando que se odia la injusticia y la discriminación. Y ese ha sido el punto medular que, durante el último siglo largo, ha constituido el ADN de lo que muy genéricamente podríamos llamar la izquierda. Si se me permite la hipótesis, una sociedad posee una conciencia social articulada cuando en su seno se complementan armoniosamente los Beveridge y los Guevara, los legisladores y los visionarios. Pero desde hace unos años, desde que el populismo llegó a la política mundial, nadie quiere ser Beveridge, todos pretenden constituirse en Guevaras de inflamada oratoria y formidable melena al viento. Siento ser aguafiestas: mientras que el pulcro y morigerado señor Beveridge nos legó el más formidable instrumento de nivelación social que ha conocido la raza humana, las aportaciones del señor Guevara en ese sentido han sido (¿cómo decirlo sin que se ofenda nadie?) radicalmente irrelevantes. Por lo tanto, y aquí quería yo llegar, el partido que representa a la socialdemocracia en España (y al que llevo votando desde octubre de 1982, lo cual me da cierta legitimidad para decir lo que estoy diciendo) debe dejar de creerse un émulo del Che para adoptar la ideología pragmática, tenaz y reformista que guió los pasos del señor Beveridge. En lugar de pretender gobernar a través de pancartas y tweets, ha de hacerlo como los partidos con vocación de gobierno: a través del BOE. Es verdad que no suena muy aventurero, es verdad que no suena muy excitante, es verdad que eso no va a recolectar muchos likes en su página de facebook. Es verdad (no lo vamos a negar) que lo más bonito que le van a llamar es el partido de la casta. Pero no se gobierna para ser popular, sino para cambiar la sociedad. Y no recuerdo ninguna sociedad que se haya cambiado a base de camisetas. 

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