lunes, 9 de octubre de 2017

Sweet Home Barcelona


Sisa y su banda, a finales de los setenta
Para los adolescentes de finales de los setenta (no me obliguéis a utilizar esa muletilla tan ominosa de “del siglo pasado”), la mera mención de Barcelona venía aureolada con una pátina de irresistible modernidad. Pongámosnos en situación: hablamos de aquellos años vertiginosos que van desde la muerte de Franco hasta el infausto Tejerazo, lo que se viene llamando “La Transición”: sacralizada por algunos, denostada por otros, tendrán que venir los inefables hispanistas para sacarnos de dudas al respecto. Pero estábamos con la Ciudad Condal y su magnético poder de irradiación: de allí venían las revistas musicales y de tendencias que leíamos con fervor hasta aprendérnoslas de memoria (“Vibraciones”, “Popular 1”, “Ajoblanco”), su potente industria editorial nos suministraba los libros más novedosos (comparabas las portadas de Seix Barral, de Bruguera o de Anagrama con las de la venerable Austral y comprendías muchas cosas), los comics traían el inconfundible marchamo cosmopolita del underground catalán (“El Víbora”, “Cairo”), hasta sus melenudos músicos (Iceberg, Compañía Eléctrica Dharma, Pau Riba, Sisa) lucían muchísimo más cool que los ceñudos rockeros urbanos madrileños, empeñados en recordarnos lo asqueroso y alienante (¿perdón?) que era vivir en el Foro. A diferencia de la capital, Barcelona había sido una ciudad hippie y libertaria, abierta a todo tipo de experimentalismos (culturales, sociales, políticos, sexuales…), y, quizás por eso, durante unos años gloriosos había acogido a lo más granado del boom literario sudamericano (García Márquez, Vargas Llosa, Bryce Echenique, José Donoso, Álvaro Mutis…). Todos teníamos algún amigo (mejor dicho, el hermano mayor de algún amigo) que se había ido a pasar una temporada a una comuna cerca del Paseo de Gracia, o en el Ampurdán,  y que volvía contando maravillas de aquellos catalanes pirados que vivían al margen de los convencionalismos y a los que la política les traía al pairo. Cuando le preguntábamos por, ya sabes, je je, bajábamos insensiblemente la voz, el amor libre y esas cosas, nos miraba muy fijamente, daba una profunda calada a su canuto de marihuana, y decía que allí le habían enseñado que solo puede haber amor si hay libertad (¡qué tíos!, rugíamos de envidia, ¡qué orgías se tienen que montar!). Nosotros, que nos reuníamos en el garaje del padre de un amigo (no flipas igual mirando al mar que rodeado de destornilladores y llaves inglesas, eso os lo aseguro), admirábamos en la distancia a aquellos catalanes vacilones y enrollados (así se hablaba entonces) que habían tardado décimas de segundo en desprenderse del asfixiante guardapolvos del franquismo para ponerse las ropas más molonas y embadurnarse de patchouli, y que durante unos años nos dieron sopas con onda en música, literatura y arte. De acuerdo, nos conjurábamos, en cuanto reuniésemos pasta iríamos a Londres a ver a los Clash (lo primero es lo primero), pero el siguiente sitio a visitar sería Barcelona, eso era seguro.

Pero la Historia escribe torcido con renglones en espiral (o algo así), y de repente todo se volvió más complicado, o más simple, a saber. El Tejerazo supuso el pistoletazo de salida para lo que poco después se llamaría la Movida, y casi sin darnos cuenta descubrimos que Madrid, esa ciudad de Notarios y churreros, se volvía súbitamente interesante. Cineastas, músicos más o menos pop, escritores, actores, filósofos muy noctámbulos: una variopinta caterva de vividores tomaron las calles de la capital, y con ellos aparecieron colores que se superpusieron a las grises fachadas de la Gran Vía. Tan entusiasmados estábamos con aquella explosión de cultura y libertad que casi nadie notó cómo la festiva Barcelona iba siendo tomada, como si de una película de zombies se tratara, por unos seres alicatados con la senyera, que no paraban de decir que eran diferentes y que bailaban la sardana con una concentración ensimismada que no hacía presagiar nada bueno.

Pasaron los años: vinieron unas olimpiadas muy eficaces, cayeron muros y torres, perdimos todo atisbo de ingenuidad. Un día, sin comerlo ni beberlo, descubrimos que aquella arcadia libertaria y sandunguera había acabado convirtiéndose en lo que nos muestran los Telediarios: un monocultivo del nacionalismo más adocenado y empobrecedor. La Barcelona a la que cantaba Gato Pérez o por donde paseaba el desencantado Carvalho fue poco a poco sucumbiendo ante el relato monocromo del Cataluña über alles, un parque temático en el que no encuentran cabida versos sueltos como Boadella, Isabel Coixet, Juan Marsé o (quién lo iba a decir) Serrat, estigmatizado por no seguir las directrices del independentismo. Y como una imagen vale más que mil palabras, quien escribe estas líneas pudo ver, no hace aún dos semanas, en una tienda musical en Barcelona una guitarra eléctrica con la forma de la triunfante Cataluña independiente, exhibida sobre una estelada rampante. Parafraseando la canción de los Stones: “It’s only xenofobia (but I like it)”.


Y en esas estamos. Nadie (y yo menos que nadie) se atreve a dar un pronóstico de lo que ha de venir, y hay que ser muy optimista para pensar que la costra identitaria va a desaparecer siquiera a medio plazo. En todo caso, y como soñar no cuesta nada, secretamente espero que resurja aquella ciudad tolerante y coqueta que tanto nos deslumbró en nuestra adolescencia. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario