Sisa y su banda, a finales de los setenta |
Para
los adolescentes de finales de los setenta (no me obliguéis a utilizar esa
muletilla tan ominosa de “del siglo pasado”), la mera mención de Barcelona
venía aureolada con una pátina de irresistible modernidad. Pongámosnos en
situación: hablamos de aquellos años vertiginosos que van desde la muerte de
Franco hasta el infausto Tejerazo, lo que se viene llamando “La Transición”:
sacralizada por algunos, denostada por otros, tendrán que venir los inefables
hispanistas para sacarnos de dudas al respecto. Pero estábamos con la Ciudad
Condal y su magnético poder de irradiación: de allí venían las revistas
musicales y de tendencias que leíamos con fervor hasta aprendérnoslas de
memoria (“Vibraciones”, “Popular 1”, “Ajoblanco”), su potente industria
editorial nos suministraba los libros más novedosos (comparabas las portadas de
Seix Barral, de Bruguera o de Anagrama con las de la venerable Austral y
comprendías muchas cosas), los comics traían el inconfundible marchamo
cosmopolita del underground catalán (“El Víbora”, “Cairo”), hasta sus melenudos
músicos (Iceberg, Compañía Eléctrica Dharma, Pau Riba, Sisa) lucían muchísimo
más cool que los ceñudos rockeros urbanos madrileños, empeñados en recordarnos
lo asqueroso y alienante (¿perdón?) que era vivir en el Foro. A diferencia de
la capital, Barcelona había sido una ciudad hippie y libertaria, abierta a todo
tipo de experimentalismos (culturales, sociales, políticos, sexuales…), y,
quizás por eso, durante unos años gloriosos había acogido a lo más granado del
boom literario sudamericano (García Márquez, Vargas Llosa, Bryce Echenique,
José Donoso, Álvaro Mutis…). Todos teníamos algún amigo (mejor dicho, el
hermano mayor de algún amigo) que se había ido a pasar una temporada a una
comuna cerca del Paseo de Gracia, o en el Ampurdán, y que volvía contando maravillas de aquellos
catalanes pirados que vivían al margen de los convencionalismos y a los que la
política les traía al pairo. Cuando le preguntábamos por, ya sabes, je je, bajábamos
insensiblemente la voz, el amor libre y esas cosas, nos miraba muy fijamente,
daba una profunda calada a su canuto de marihuana, y decía que allí le habían
enseñado que solo puede haber amor si hay libertad (¡qué tíos!, rugíamos de
envidia, ¡qué orgías se tienen que montar!). Nosotros, que nos reuníamos en el
garaje del padre de un amigo (no flipas igual mirando al mar que rodeado de
destornilladores y llaves inglesas, eso os lo aseguro), admirábamos en la
distancia a aquellos catalanes vacilones y enrollados (así se hablaba entonces)
que habían tardado décimas de segundo en desprenderse del asfixiante
guardapolvos del franquismo para ponerse las ropas más molonas y embadurnarse
de patchouli, y que durante unos años nos dieron sopas con onda en música, literatura
y arte. De acuerdo, nos conjurábamos, en cuanto reuniésemos pasta iríamos a
Londres a ver a los Clash (lo primero es lo primero), pero el siguiente sitio a
visitar sería Barcelona, eso era seguro.
Pero
la Historia escribe torcido con renglones en espiral (o algo así), y de repente
todo se volvió más complicado, o más simple, a saber. El Tejerazo supuso el
pistoletazo de salida para lo que poco después se llamaría la Movida, y casi
sin darnos cuenta descubrimos que Madrid, esa ciudad de Notarios y churreros,
se volvía súbitamente interesante. Cineastas, músicos más o menos pop,
escritores, actores, filósofos muy noctámbulos: una variopinta caterva de
vividores tomaron las calles de la capital, y con ellos aparecieron colores que
se superpusieron a las grises fachadas de la Gran Vía. Tan entusiasmados
estábamos con aquella explosión de cultura y libertad que casi nadie notó cómo
la festiva Barcelona iba siendo tomada, como si de una película de zombies se
tratara, por unos seres alicatados con la senyera, que no paraban de decir que
eran diferentes y que bailaban la sardana con una concentración ensimismada que
no hacía presagiar nada bueno.
Pasaron
los años: vinieron unas olimpiadas muy eficaces, cayeron muros y torres,
perdimos todo atisbo de ingenuidad. Un día, sin comerlo ni beberlo, descubrimos
que aquella arcadia libertaria y sandunguera había acabado convirtiéndose en lo
que nos muestran los Telediarios: un monocultivo del nacionalismo más adocenado
y empobrecedor. La Barcelona a la que cantaba Gato Pérez o por donde paseaba el
desencantado Carvalho fue poco a poco sucumbiendo ante el relato monocromo del Cataluña über alles, un parque temático en
el que no encuentran cabida versos sueltos como Boadella, Isabel Coixet, Juan
Marsé o (quién lo iba a decir) Serrat, estigmatizado por no seguir las
directrices del independentismo. Y como una imagen vale más que mil palabras,
quien escribe estas líneas pudo ver, no hace aún dos semanas, en una tienda
musical en Barcelona una guitarra eléctrica con la forma de la triunfante
Cataluña independiente, exhibida sobre una estelada rampante. Parafraseando la
canción de los Stones: “It’s only
xenofobia (but I like it)”.
Y
en esas estamos. Nadie (y yo menos que nadie) se atreve a dar un pronóstico de
lo que ha de venir, y hay que ser muy optimista para pensar que la costra
identitaria va a desaparecer siquiera a medio plazo. En todo caso, y como soñar
no cuesta nada, secretamente espero que resurja aquella ciudad tolerante y
coqueta que tanto nos deslumbró en nuestra adolescencia.
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