Hacía finales de 1977, en inopinada
sincronía, una música estridente surgió de los garajes donde ensayaban diversas
bandas de Miranda de Ebro, Almendralejo, Cornellá del Vallés, Muskiz,
Antequera, Villarcayo, Almazán. Si alguien se hubiera preocupado en averiguar
por qué aquellos chavalotes aparentemente tan sanos habían arrinconado sus
mandolinas y sus versiones de Simon & Garfunkel para pasarse a rasguñar
guitarras eléctricas de segunda mano, la respuesta hubiera estado en el dial de
la radio, más concretamente en las escasas emisoras que radiaban una canción
áspera y chirriante que había revolucionado las listas de éxitos británicas, y
que hablaba (qué barbaridad) de anarquía y del anticristo. Y cuando los amigos
de la cuadrilla se pasmaban con la melonada esa de teñirse el pelo de verde
(¡ande vas, Manolín, con esas pintas!), o se burlaban de la repentina moda de
ponerse imperdibles por toda la ropa (¡como te vea tu madre te la cargas, barbián!), los muchachos sonreían con desdén y se largaban del bar
haciendo una peineta, al tiempo en que berreaban que no había futuro.
En realidad sí que lo hubo, pero eso
poco importó a los que, desde que salió “Never Mind the Bollocks – Here’s the
Sex Pistols” consideraron que aquellas trece canciones eran el vademécum
imprescindible para manejarse en un mundo lleno de paranoia, drogas y
banalidad. No estará de más que lo recordemos: por aquel entonces el rock and
roll (y la música popular en general) se encontraba en un callejón sin salida,
con el rock progresivo y la música disco copando las emisoras, para
desesperación de aquellos que apostaban por la energía y la provocación como
ingredientes necesarios para cualquier canción que se precie. Bastará con decir
que el tema más radiado en la primera mitad del año había sido “Hotel
California”, el equivalente sonoro de una sobredosis de melatonina.
No, no había sofisticadas (a la par
que misteriosas) damas ni coches cromados en las canciones de los Pistols.
Confusión política, egocentrismo adolescente, consignas de instituto,
arrogancia proletaria… Un caos existencial que nos llegó justo (qué casualidad)
cuando se celebraban las bodas de plata de Isabel II a la cabeza de la
monarquía británica. Para amargarle el festejo, un grupo de cuatro mozalbetes
londinenses, ninguno de los cuales tenía más de 22 años, sacaron uno de los
álbumes más influyentes de la historia, venerado desde entonces como la última
oportunidad que tuvo el rock de reinventarse, antes de que llegaran los monaguillos
ecologistas y transversales de U2, the Smiths y REM (qué coñazo, oiga).
No entraré en la hagiografía
laudatoria que tanto abunda estos días de celebraciones: la imagen de un Johnny
Rotten (sí, ya sé que desde hace mucho tiempo se hace llamar Johnny Lydon, su
nombre real) sesentón y aburguesado me causa bastante repelús, y me niego a
caer en la mitificación necrófila de alguien tan descerebrado como Sid Vicious.
Lo más sensato es sentarse frente al equipo de música y escuchar, a ser posible
con los oídos bien abiertos, aquel disco que (todo hay que decirlo) frecuenté
relativamente poco en mi adolescencia, pues lo descubrí al mismo tiempo que el
cláshico “London Calling” y el “Armed Forces” de Elvis Costello, ambos
infinitamente mejores que el exabrupto amarillo de los pupilos de Malcolm
McLaren. Desconecto mi móvil, pongo la música a tope… y tengo que reconocer que
el milagro no funciona. Las canciones son toscas, minimalistas, cansinas. El
fraseo (por llamarlo de algún modo) del señor Rotten es francamente irritante,
y la simpleza sonora me cansa, especialmente cuando, con un punto de melodía más,
se puede llegar a maravillas como “Teenage kicks” (Undertones) o “Roadrunner”
(Jonathan Richman). Eso sí, reconozco que las letras (cuando abandonan el “fuck
this and fuck that”) tienen algo más de relieve, adentrándose en temas como el
aborto (“Bodies”) o la incompetencia de la burocracia (“Pretty vacant”). ¿La
famosa energía? Pues sí, está ahí, eso no lo niega nadie, los guitarrazos de
Steve Jones siguen sonando como una motosierra que intenta cortar por la mitad
un radiador oxidado. A lo mejor soy yo el que ya no tiene el cuerpo para estos
excesos tan burdos, quién sabe…
En todo caso, no me gustaría ser
injusto: un LP como este sirvió para sacar al rock de su narcisismo sinfónico
(¡acordaos de Yes, de Genesis, de todos aquellos universitarios pretenciosos
que jamás de los jamases escupieron a su público!) y abrir de nuevo la puerta a
la espontaneidad y el descaro. Eso sí, pocas veces en la historia una predicción
apocalíptica anduvo tan errada: apenas un año después de que los Pistols anunciaran
el advenimiento de la anarquía y el anticristo, Margaret Thatcher se convertía
en Primera Ministra del Reino Unido. ¿O quizás sí acertaron?
No hay comentarios:
Publicar un comentario